TU PADRE REGRESÓ al anochecer. Estuve intranquila durante todo el día. Tú estabas alegre, y yo no me lo explicaba. Era como si quisiese que tú, con tan pocos años, comprendieras ya el dolor y las amarguras de la vida, acompañándome a llevar aquella carga de tristeza. Tu padre me enseñó las manos. Tenía unas manchas rojas, tirando a moradas, principio de unas durezas que ya no se le quitarían nunca. Había encontrado trabajo en una de esas brigadas que levantan adoquines y colocan raíles del tranvía. Ganaba muy poco. Los jornales eran cortos por entonces. Pero él decía que, apretándonos el cinturón, podríamos ir tirando, sin necesidad de que yo fuese a fregar a ninguna casa, hasta que mejorase todo.
No podía decirle nada. Hubiera podido bajar, por lo menos unas horas, a casa de doña Carmen. No quería. Le humillaba el que yo fuese a trabajar.
—Tú, la casa y el nene. Ésas son las obligaciones de toda mujer.
No se quejaba, pero la úlcera de su estómago debía de roerle constantemente. Si podía, me traía algo de la calle. A veces eran unas patatas, o un melón, o un racimo de uvas; otras veces, unas espinacas, las hojas más verdes de las lechugas. Estuvo durante unas semanas trabajando junto a un mercado y al mediodía, en la hora que tenía para comer, se acercaba a los puestos, ofreciéndose para ayudar a los dueños en algo. Por eso traía algunas cosas de comer. Yo salía contigo por las mañanas a la tienda, a la tahona, a la carbonería. En todas partes había cola, para todo hacía falta la cartilla. También iba al estanco a sacar la ración del tabaco. Eso me lo había encargado tu padre porque, haciendo muecas, me dijo que no le sentaba nada bien fumar y que, en lo sucesivo, podía disponer de las cajetillas de la ración para venderlas como pudiera. Ésa, diría yo, fue nuestra iniciación en ese famoso mercado negro, al que tanta gente se dedicó por aquellos años. En cuanto juntaba la ración de una o dos semanas, corría a la esquina, donde había un inválido, un viejo legañoso y de ropas sucias, que gritaba los números de la lotería, y le daba la mercancía a cambio de unas pesetas, que yo recontaba en seguida para ver las ganancias. Con aquello compraba en la tienda algún bote de leche, o un quilo de azúcar, o un poco de harina de trigo para hacer pan o tortas, yo misma, en casa, valiéndome de la sartén o de una lata que tenía para cuando, alguna vez, pudiéramos asar carne.
Pasábamos estrecheces, pero sabíamos conformarnos. Tu padre venía al anochecer. Trabajaba doce horas, única forma de traer un jornal regular. Estaba muy delgado, y eso me preocupaba. Seguía con su mudez de los últimos tiempos, y sólo me hablaba para referirse a ti.
—¿Qué tal va éste? ¿Come bien?
Tú jugabas en el terrado. Allí te entretenías durante horas. Había un terrado grande, general, donde podían entrar todos los vecinos de la escalera, y otro terradito pequeño, que nos pertenecía por completo. Allí, con astillas de tablas, guisaba alguna vez, los domingos, un arroz seco. Ese día, padre subía una botella de vino y comíamos un poco mejor. Yo le preguntaba sobre el trabajo:
—¿Te va bien?
—Sí —decía.
No era verdad, pero jamás se hubiera quejado delante de mí.
—Encontraremos otra cosa, verás —le decía yo.
—Sí… —murmuraba él.
Pocas veces nos referíamos a los vecinos del principal izquierda. Doña Carmen apenas si me saludaba. Habían hablado de nosotros, ella, por lo menos, con la señora Narcisa. La portera, luego, me lo dio a entender, no sé con qué fin, tal vez para insinuarme que anduviéramos «con tiento». Yo, según doña Carmen, era una desagradecida, y tu padre un hombre lleno de rencor, que ni siquiera levantaba la cabeza para mirar a nadie.
No me sorprendía todo esto. Es más, lo encontraba natural. Ni tampoco el que los porteros le bailaran el agua a los del principal, poniéndose, por otra parte, frente a nosotros. De ellos siempre podían sacar algo, mientras que tu padre y yo no podríamos darles sino los buenos días, cosa que, dicho sea de paso, ni siquiera agradecían.
En alguna ocasión te tomé de la mano y nos fuimos a donde trabajaba tu padre. A él no le gustaba. Le veíamos inclinado sobre los duros adoquines, empuñando un pico o la perforadora. Todos los trabajadores que estaban con él, a excepción de uno o dos que no hacían sino mandar, eran hombres de rostro enjuto, de aspecto triste y cansado. Tenían sus talegos, pringosos ya, bajo las chaquetas, y parecían descuidarse, enajenarse de todo, inclinados sobre el suelo gris, picando a desgana, con un gesto de aburrimiento, de hastío en sus barbudos rostros. Miraban de vez en cuando hacia los establecimientos de comestibles, hacia la panadería desde donde les llegaba el olor al pan recién cocido. Hablaban de la vida, del hambre, del racionamiento, y en las palabras de algunos había como unos vagos presagios de amenaza. Tu padre no solía despegar los labios. Sé que muchos le preguntaban si «también él» había estado en la cárcel, respondiéndoles escuetamente que sí. No quería hablar de nada. Al mediodía tomaba la merienda que yo le había echado y se acercaba allí donde, con su trabajo, pudiera recoger algo para traerlo a casa.
La segunda vez que fuimos, se enfadó bastante.
—No vengas más a verme, María.
—¿Por qué?
—No vengas —repitió.
Sus compañeros me miraban. Yo podía ver a la esposa de algún otro, y lo mismo que yo, ésa, todas, era, eran mujeres sin lustre, aunque ninguna estaba tan triste ni tan afligida, pues por nada reían, e incluso llevaban la broma iniciada por el marido o por algún amigo de confianza. Me marchaba de allí, llevándote de la mano, pensando en aquel trabajo, que no era para tu padre, por lo que teníamos que buscar otra cosa distinta. Pero eso no se lo podía decir a él para no hacerle creer que era un hombre sin iniciativas.
Por aquel tiempo, tú estuviste bastante enfermo. Era invierno, y una noche casi te ahogas por una tos de garrotillo. Tuvimos que llevarte, corriendo, a una casa de socorro. Nos vimos mal, después, para que fueses atendido como la enfermedad requería. Tu padre era un trabajador eventual y no tenía ningún seguro. Había que pagarlo todo, médico y medicinas. Me vi en la necesidad de pedir. Entonces fui de nuevo al barrio de Argüelles. Esto no lo supo tu padre hasta que un día que no se encontraba bien y se vino del trabajo te descubrió a ti en casa, solo. Entonces, perdida su calma, su gesto de indiferencia por todo, bajó a la portería, preguntó por mí; llamó en el principal izquierda, y luego, como en ningún sitio le dieran razón, fue a la tahona, a la carbonería, a la tienda, y allí le dijeron que yo, aquella mañana, había entrado a telefonear a una casa que los dueños, a juzgar por lo que me oyeron, se llaman Jiménez, no sabían qué más, de apellido. Buscó el número, llamó y me encontró allí. No supe qué decirle. Me eché a llorar. Entonces aún lloraba yo por nada. Me había desahogado, el día que entré de nuevo en la casa de los señores de Jiménez Luna, contándole a la señora cómo vivíamos y todo lo que estábamos pasando con tu enfermedad, así como del tiempo que trabajé en el principal izquierda. La señora de la casa de Argüelles dijo, refiriéndose a lo que yo había sufrido junto a doña Carmen:
—¡Qué poca caridad, qué gente! Parece mentira…
Y luego pidió que se lo contara todo, por lo que me desahogué, llorando hasta derretirme. Comprendí que ella se compadecía de nosotros de verdad; desde ese momento, supe que no nos faltaría su ayuda.
La llamada de tu padre cortó nuestra conversación. Le dije que me iba en seguida, que sólo había ido a saludar a la señora. Oculté los botes de leche y las medicinas que me había dado.
Otra cosa me ocurrió en casa de los señores de Jiménez Luna, y es que la señora, a la que yo, en otras ocasiones, le había hablado de mi vida de soltera, de las circunstancias en que conocí y me casé con tu padre, me pregunto si, acabada la guerra, nos habíamos casado por la iglesia. La señora del principal me había preguntado en otra ocasión si yo era creyente, pero aquella pregunta me sonó distinta. Miré a la señora de Jiménez Luna y le dije:
—No…, no, doña Paloma: no nos hemos casado.
—¿Y por qué? —preguntó.
Yo dudaba. Parecía como si se me hubieran escapado todas las palabras, como si mi garganta estuviera vacía de sonidos.
—Pues… Mire, él fue, es decir, se lo llevaron en seguida —pude decirle—. Sólo bautizamos a Juan, pero casarnos no. Lo habíamos dejado para más adelante —añadí, inventándome algo que ni a tu padre ni a mí se nos había pasado por la imaginación—. Para… Bueno, a ver si, pasado algún tiempo, teníamos más ilusión.
—Ah, como dos novios. Bien…
—Eso es. Queríamos estar más…, más contentos. Luego…, luego se lo llevaron, es decir, en seguida, y después… Pues, mire, ya…
Me dijo cariñosamente que así no teníamos que seguir viviendo, puesto que nuestro matrimonio no tenía validez, no era legítimo, al no haberse hecho, además de por el juzgado, por la Iglesia, como correspondía a gentes que profesan la religión católica.
Salí de allí como si alguna cosa buena, una mano suave y amiga, me hubiera rozado el corazón, tan lleno de llagas ya. No sabía cómo decírselo a tu padre. Lo callé durante unos días. Mientras tanto, tú mejorabas, y yo, saliendo un par de horas por la mañana, traía algunos alimentos y las medicinas que necesitabas. Doña Paloma, que también, lo mismo que la del principal, iba a misa todos los días, incluso muchas veces subida en un automóvil conducido con chófer uniformado, me parecía de una forma distinta, de otra masa muy diferente de la que estaba hecha doña Carmen.
Luego, como a tu padre le seguía pareciendo mal el que fuese de nuevo a trabajar, incluso a aquella casa que podíamos considerar amiga, mi propósito de hablarle del casamiento por la Iglesia se vino abajo. Pero esta vez, sin embargo, tu padre me había dicho, y con palabras muy claras y no hablando entre dientes, que agradeciese de veras el bien que estaban haciendo con nosotros aquellos señores, particularmente contigo, Juan, que sanabas por las medicinas, tan caras, que nos habían dado.
Tu padre te miraba a ti, ya recuperado, y en sus ojos, oscuros, sin un brillo alegre, no había tampoco otro brillo de rencor. Lo abracé un día diciéndole que los señores de Jiménez Luna eran buenos, que nos habían ayudado siempre y debíamos estarles muy agradecidos. Entonces dijo:
—Bueno. Pero ¿es que te digo lo contrario?
—No, pero…
—¿Qué?
—Quisiera… Si no hubiera sido por ellos… Me emociono, Antonio, cuando pienso todo lo que han hecho, y lo que están dispuestos a hacer, por lo menos ella, doña Paloma.
—Dale las gracias. Te lo he dicho y lo repito: dales las gracias en tu nombre y en el mío. También en el de Juan, que está hecho un hombre.
Te miró. Estaba contento, no había más que observarlo unos momentos, Por eso aproveché la ocasión para hablarle de nuestro casamiento.
—Otra cosa, Antonio. ¿Tú habías pensado que… que estamos a medio casar?
Vi que su rostro se ensombrecía. Luego, pronto, se serenó.
—No, la verdad; no lo había pensado. Es decir, alguna vez… Pero, si quieres que te sea sincero, ni siquiera me importaba.
—Ahora…
Te dijo a ti, como si ya no le importaran mis palabras:
—Ven aquí, Juan. Hace tiempo que no jugamos a nada.
—¿No quieres que te hable de esto? —le pregunté.
Me miró unos momentos.
—Bueno, habla —dijo.
—Mira, puedo hablar con el párroco de San Nicolás, que es donde bautizamos a Juan, y…
Tú te habías acercado a él, y nos mirabas como intrigado por todo aquello que estábamos hablando.
—Lebrel —te decía—, nos has dado un susto con esa enfermedad.
—¿Qué te parece? —pregunté.
—¿Eh?
—No me escuchas.
—Sí, mujer. Ve a hablar con el cura, claro.
Le hubiera dado un abrazo. Lo había dicho sin mirarme, pendiente de ti, y empezó a decirte de nuevo:
—Un susto gordo, ¿sabes? Ahora, mucho cuidadito con mojarte las manos en la pila, ¿eh?, que te he visto muchas veces chapotear ahí, y eso, además de ser malo para tu salud, es también de mariquitas, ¿estamos?
Tú dijiste:
—Es que quiero ayudar a mamá.
—Bueno, nada de ayudas —cortó él.
Habíamos pasado otros días malos, y ahora, cuando ya estaba todo normalizado, yo me preparaba para el casamiento por la Iglesia. Padre me dijo:
—Te lo habrán dicho allí, en Argüelles, y a lo mejor hasta te lo han exigido. No es que me importe, aunque nadie debe meterse en la vida de los demás.
—Lo creen, y es un deber de cristianos, Antonio.
—Cada uno ha de hacer lo que le dicte su conciencia, y nada más; así que, si vamos a la iglesia, es porque yo no soy ningún salvaje y también porque sé amoldarme a las circunstancias y hacer lo que corresponde viviendo en un país donde «las cosas son así». Pero…
Nos casamos. Tú viniste a la iglesia. Aquel día también lloré, acordándome de muchas cosas: de mi casa en la capital de provincias, de mis padres muertos, de mis ilusiones de muchacha, de las bodas que yo había visto en la basílica de la patrona, de las visitas de aquel muchacho (tu padre, poco tiempo después) con uniforme de guardia, de cuando me abrazó, de mi entrega, de mi dolor y mi felicidad, de mis temores, de la tristeza por vivir sola, del miedo de siempre…
Doña Paloma había venido a la iglesia, y sin el coche, para ser madrina, mientras un viejo amigo de tu padre se ofreció y fue el padrino. Yo, aquel día, viéndote a ti, Juan, de cuatro años ya, no podía sino dejarme arrastrar por un llanto necesario.