VII

LE DIGO QUE COMA ÉL ALGO si quiere. Tampoco prueba de esto que nos han traído. Está triste. Se ha quitado la cazadora de cuero. Me gustaría que se viniera conmigo. Su madre correría a abrazarlo: «¡Ah! Pero ¿es que viene mi Ángel?», y luego me abrazaría a mí, diciendo quizá, entre sollozos, que quién le iba a decir, que os habíais marchado juntos, con tantas ilusiones, y que tú, ahora…

Hasta aquí llega el olor de la cera. Me levanto. La mecha de la mariposa chisporrotea en la taza. Se va consumiendo el aceite. Le diré a un enfermero que me traiga de la cocina. Traerá poco. Es de importación. Es aceite nuestro, de España, o de Italia. Quiero que esa llama esté alumbrando hasta que subamos a un furgón. Quizá en el viaje también pueda llevarla encendida. Entonces rezaré. Ahora apenas si he podido hacerlo.

No puedo probar bocado. Luisa se habrá ido a la barraca. ¿O ya no dormía allí? No se lo he preguntado. Apenas si he podido hablar con ella. Parece como si pudiera veros, allí bajo las tablas, comiéndoos una cena que a ti no podría sino conducirte a esta muerte que te ha dejado frío y lejano de nosotros. Parece como si yo abriera la puerta, ahora, en estos momentos, de vuestra habitación, y la sorprendiese a ella sorbiéndote la sangre, sedienta siempre de besos. Tengo que agachar la cabeza y apretar los puños, y odiar la vida para no odiarla a ella ni a los que, tranquilos en sus casas cómodas, se han inventado chistes sobre los que os habíais venido a trabajar a Alemania, a este país que a mí, ahora, me parece un pedazo de hielo, un glaciar, algo enormemente frío y como sin alma.

Me vence el cansancio. Llevo mucho tiempo sin dormir. Desde que supe que estabas mal, apenas si he cerrado los ojos. Tu padre estará tan mal o peor que yo. Esta noche habrá salido a la calle. Habrá ido al bar de Pedro o a casa de Moraga. Lo pensaría mucho antes de acercarse a cualquiera de esos dos hombres. «¿Y tengo que pedirles dinero?», se habrá preguntado. Y luego: «¿Por qué ocurren estas cosas, por qué…?». No podrá dormir tampoco. La puerta de casa estará abierta. Habrán ido las vecinas. Alguna quizás haya tomado el rosario. Ángeles llorará. Ángeles pensaba en la combinación de nilón que tú le habías prometido, y en el vestido que, sin promesas, también le hubieras llevado. Ángeles releía tus cartas, sobre todo los párrafos en los que te dirigías a ella…

… A ver qué haces, nena, que tú… Mucho ojo con los bailes, y no le des mucho palique al Guillermo; ya sabes a quién me refiero, al chulillo ese del taller del señor Cebrián, que más de dos veces, lo recuerdo, tuve que callarlo para que no te nombrara, pues el gamberrote parecía un disco rayado, hablándome de ti a cada momento. Ayúdale a madre todo lo que puedas, ¿eh?, que si eres formal ya verás lo que te llevaré cuando vaya. Ah, y si ves a Encarna, dile que bien me podía haber escrito siquiera una postal, que me enteré estuvo en Madrid, en una de esas excursiones que van también al Escorial, Valle de los Caídos, Aranjuez y Toledo. Me hubiera gustado saber de ella, le dices, y tener unas vistas de alguno de esos sitios. Pero se lo ha tomado tan en serio que ya como si yo no existiera para ella. Y yo… Bueno, con esto te aburro, Ángeles. A ver si padre se cuida, que no deje el tratamiento, y bien podía operarse, aunque tal vez sea mejor, me parece, que esté yo ahí…

Juan, tus cartas, que tengo aquí, atadas con una cinta roja, las he guardado todas, lo mismo que las que nos escribiste desde el cuartel. ¡Qué tontas, qué sentimentales, cuánto amor hay siempre en nosotras, las madres, para vosotros, los hijos! ¡Cuántas cosas les tapamos a los padres! ¡Cuántas noches, y a la madrugada, cuando él me preguntaba si es que todavía no estabas acostado, mentía yo, diciéndole que sí, que ya estabas en la cama, para que él cerrase de nuevo los ojos, tranquilo, mientras los míos seguían abiertos!

No olvidaré las noches de sábado, en las que, después de salir de casa la novia, te fuiste por ahí, con los amigos del bar, para regresar un poco mareado.

—Madre, tengo ganas de cantar.

—Calla, Juan, por Dios, que vas a despertar a tu padre.

—Madre, que canto. Ya verás… «Yo tenía un chorro de voz…»

—Calla. Y venga, acuéstate.

—Ésta, la mejicana. Ésta, mira…

Cantabas. Hasta que tu padre se removía, preguntando:

—¿Viene ése ahora? No, si cuando yo digo que…

—Padre —le decías tú—, buena vida te llevas, roncando ahí como un cerdito, ¿eh?

Tenía que darte una taza de café sin azúcar y empujarte suavemente a tu cuarto.

—¡Hala, hala! Está visto que no podemos ser buenos contigo. Abusas. Te tomas demasiada confianza.

—Quiero cantar… «Yo era el amo del falsete…»

—¿Cantar? Calla. Me parece que te voy a dar un cachete, ¿sabes?

—¿Tú? ¿Darme un cachete tú, madre? Me haces reír.

Te reías. Ladrón, reírte de tu madre. También me besabas. Olías a ginebra, a coñac. No estabas borracho. Nunca te vi completamente embriagado. Sí alegre, con una alegría que te hacía más simpático.

—Pero, bueno, Juan: ¿quieres que te zumbe de veras?

Me abrazabas.

—¡Ay, qué mamá más rica tengo!

—¡Hala, hala, descarado, tira para la cama!

Me hacías reír. Luego, acostado ya, te miraba como cuando eras chico. «Este hijo…». Tu padre se había dormido en seguida otra vez, «No es lo mismo. Para él es otra cosa. Bueno, que nosotras, las madres…». Apagaba la luz. Miraba hacia el techo unos momentos. Pensaba. Entonces, en noches así, yo era una madre feliz.

Ángel está durmiéndose.

—¿Por qué no te marchas? —le digo—. A descansar —añado—. O échate aquí.

Me mira. No dice nada. Callo, sin insistir. Estará a mi lado. Me consta que no se moverá de aquí hasta que no nos vayamos. Yo he ido al depósito y he vuelto. He visto a una mujer arrodillada más allá de la mesa donde yaces. Parecía sollozar.

—¿Eres tú, Luisa? —le he preguntado.

La mujer parecía vieja, con los cabellos plateados, muy delgada. ¿Acaso era yo? Ahora estoy en la cama. Ángel me ha empujado suavemente, arreglándome después las ropas. Luego ha echado sobre la colcha su cazadora de cuero. Es un buen muchacho este Ángel. Estará recordando el viaje, cuando los dos os vinisteis a esta ciudad, que me parece un enorme cementerio repleto de hombres jóvenes, todos muertos. También estaba lleno de ilusiones…

… Cuando vayamos lo tenemos que pasar en grande, señora María. Trabajamos con ilusión, por eso y por tener luego una buena casa. Ya se pueden preparar usted y mi madre, que las vamos a armar gordas. Cuando alguna noche lleguemos contentos, no nos vengan con monsergas. Aquí no bebemos más que alguna cerveza de vez en cuando. Por eso, cuando vayamos de vacaciones… Ah, entonces…

Hermosa ilusión la vuestra. Cuando fuerais de vacaciones…

—¿Me tapas, Ángel? ¿Y tú? ¿Por qué no te acuestas también? Ahí tienes cama. O échate aquí. Eres mi hijo. Él es mi hijo y está muerto; tú también lo eres, y estás vivo. Acuéstate. Anda, ven… Si la ves a ella, dale con algo. Por ahí encontrarás alguna cosa con la que puedas golpearla. Porque ella vendrá a llevárselo mientras yo duermo. ¿Creerá que aún puede sacarle sangre…? ¿Me oyes, Ángel?

No dice nada. Me mira un tanto asombrado. ¿Qué palabras pronuncio yo? ¿Qué pienso? ¿Qué es lo que temo? Ah, temo a Luisa, que andará rondando por ahí. También es posible que venga el encargado de la fábrica. ¿Y qué? No sé. Lo he pensado, lo pienso ahora. A lo mejor, para verte muerto y sonreír. Yo no he visto a ese hombre, pero le conozco, es decir, me lo imagino tal y como es. Nos hablabais de él en alguna carta…

… Es un tipo que lo tenemos atravesado: un alemán bigotudo, con cara de judío sacado de las zanjas donde los echaron los policías de Hitler. Nos mira de modo que, apenas se vuelve, tenemos que escupir. Y el tío sonríe, cosa que no nos explicamos, pues más allá de su sonrisa esconde un buen montón de mala uva. A veces le hemos dicho que cuando venga por España sabrá quiénes somos nosotros, que lo invitaremos a beber del buen vino, y él, dice que sí, y sonríe algo más abiertamente, pero al instante cambia, y ya lo tenemos encima de nuevo como para que no respires, chapurreándonos de vez en cuando alguna palabrota en español, un español que pronuncia mal y que asimismo comprende mal, pero lo bastante para que no se le escapen las maldiciones que, de vez en cuando, cabreados hasta no poder más, le dirigimos…

Tenían que haber estado ahí con vosotros todos aquellos que desde sus mesas de despacho tanto y tan bien hablaban de este trabajo en Alemania, y también todos los que no saben lo que es pasar hambre nunca, y todos los que nacieron para no soplarse ni una sola vez los dedos de las manos, amoratados por el frío, ásperos, encallecidos por el contacto con las herramientas…

Ángel está ahí, helado seguramente. ¿Por qué no se echa aquí, orilla de mi cama? Mi cuerpo es el de una mujer todavía joven, pero sin carne, sin calor. Yo os he tenido a vosotros, todos mis hijos, muchas veces acostados junto a mi cuerpo. Ahora también quisiera que me rozaran vuestras manos, que me acariciarais esta espalda huesuda y fría. Por eso miro a Ángel y le ruego que se acerque.

¿Qué es lo que digo? Él se aprieta la cara con las manos.

—Perdona. Te he hecho llorar. Creerás que estoy loca. Sí, paséate por ahí. Y reza, si te acuerdas del Padrenuestro. Y llora, si crees que te encontrarás mejor. Yo me duermo, me duermo. Pero tengo frío…

Callo. Pienso. O mejor, quiero pensar. Quiero irme de aquí ahora mismo. Necesito salir con Antonio. Perdona tú, Juan. Ángel es mi hijo y puede quedarse conmigo. ¿O acaso no lo veo como a un hijo?

—¿Quieres acercarte, Ángel? Ven aquí, anda. Ya no tendré más hijos, ¿lo sabías? He dado a luz uno muerto. Este hijo tenía veinticinco años. Todo ese tiempo lo he llevado en el vientre, no, en el corazón. Mi corazón se había ido hinchando, hinchando, y por eso las gentes me decían que tenía un pecho, el izquierdo, deformado, enormemente grande. Allí llevaba yo a mi hijo. Ahora lo he parido muerto, desgarrándome estas carnes viejas. Por eso… ¿Pero no me escuchas, Ángel? Vuelve. Ven, hombre. Haz que yo recupere la vida. ¿Quién puede darme un hijo como era él, como eres tú? No, no te asustes, Ángel: soy tu madre, no tengo sexo. Ven y déjame que acaricie tu cabeza, que yo tornaré en morenos tus cabellos rubios. Pero ¿te vas? Sí, te paseas por ahí. No me escuchas. Mejor que no me escuches. Yo me duermo, pero no me duermo. Si fuera verdad…

Juan, Ángel, puede quedarse conmigo. Pienso en tu padre. Ahora quisiera irme con él, con mi marido. No puedo engañarlo. Nunca lo engañé. Era una mujer sin atractivo, pero ni aun siendo la más hermosa de todas, con miles de hombres acosándome, lo hubiera engañado. Ángel vuelve. Ha llorado. Me creerá loca, desquiciada. Nunca traicioné a tu padre, ¡nunca!

—¡Hola, Ángel! Dame tus manos. Trae tu cabeza. ¿Ves cómo no tengo más que corazón? Míralo: un corazón grande con una gran abertura por donde ya no puede salir más que una sangre podrida. Alumbré a mi hijo hecho hombre ya, y ahora… ¿qué puedo hacer yo ahora? Todo mi cuerpo está repleto de sonoras campanillas que anunciarán a los vivos y a los muertos mi traición de amor. ¿Me oyes? ¿Comprendes lo que te digo, Ángel? Cuánto tiempo lo he llevado ahí, a él, apretado, mimado, y ahora no me queda sino esta abertura por donde se escapan unas gotas de sangre que ni siquiera es de color rojo. Quisiera… Pero no me escuchas, no quieres escucharme. ¿Por qué, Ángel?

¿Oyes tú, Juan? Que se vaya Luisa. ¿O no ha vuelto? Esa vieja que rezaba de rodillas en el depósito era yo. Ahora estoy aquí. ¿Aquí? ¿Dónde? Antonio deambulará por las calles del barrio. Sí, comprendo. Es decir, que abro los ojos y veo el mismo techo de ayer. Ángeles llorará, abrazada a Pepi. Pepi quizá no pueda hacer el amor con su marido: hasta ellos llegarán algunas gotas de sangre de esta herida mía.

—¿Has oído lo que dije antes? Le pedí a tu amigo que se me acercara.

No te ofendas por esto, Juan. Ángel no es persona: Ángel es un ángel. Está aquí, sin dejarnos. Yo puedo decirle que alargue sus manos y mueva suavemente las campanillas sonoras de este cuerpo de carne vieja. Pero él no se moverá, aunque lo llame; por eso pongo yo las manos sobre el pecho y me aprieto, imaginando a niños robustos que manan el aliento de la felicidad.

Podría dormirme, porque estoy muy cansada. Pero ahora abro mucho los ojos y dirijo la mirada hacia el techo blanco, y veo nubes que se mueven, que se acercan a mí, y pequeñas estrellas que bailan como regocijadas, ajenas a todas las heridas de madres sin felicidad. Ahora, despierta, más calmada, me parece que estoy de nuevo en nuestra buhardilla, en aquel tiempo de lucha, pero que no se parecía en nada a estos momentos de ahora, pese a que entonces nos colmaba el dolor.

Ángel, sentado a los pies de la cama, dormita, roncando levemente.