VI

HABRÁN ACUDIDO PEPI, y Rafael, su marido, que tanto interés se tomó para que me hicieran pronto el pasaporte. Ángeles habrá llorado. Tendría la carta en las manos. La tendría tu padre, sin mirar a nadie. En seguida se extendería la noticia por el barrio. Los hombres que tomaban vermut o café en el bar de Pedro se preguntarían unos a otros qué era lo que pasaba, y luego dirían, asombrados, que cómo era posible que hubiese muerto Juan. Después hablarían de ti, y también de Luisa. Tu padre no tendría fuerzas para salir a la calle. Le hubiera hecho falta alguien con energía a su lado. Rafael quizá se haya ofrecido. ¿A quién habrá pensado pedirle dinero? ¿A Pedro, el del bar? ¿A Moraga el contratista? ¿Saldrá hacia la frontera?

Tu padre fue perdiendo las energías. No sé las veces que habré levantado su ánimo, siempre decaído, en muchísimos momentos entregado a la desesperanza. ¿Cómo estará ahora? Parece como si lo viera, sentado en la cocina, mirando hacia la mesa de hule desgastado, sin una lágrima en los ojos, pero tremendamente triste, decepcionado, desengañado de la vida una vez más, porque una vez más era golpeado con dureza. Lo veo, ahora, en todos sus ratos de abatimiento. Vuelvo a verlo como en aquellas noches cuando, acostado tú, nos comíamos la cena que yo había preparado para los dos (a ti te solía hacer, de vez en cuando, una tortilla a la francesa, o una sopa y un poco de carne) con los desperdicios traídos de la plaza, porque se puede tener esperanza, pensando en que «mañana» todo se solucionará, pero luego es posible que la casa adonde te diriges para salvarte esté cerrada, con sus dueños fuera, y entonces hay que cambiar el rumbo de nuestros pasos, y esos pasos te llevan a los mercados, donde siempre se encuentra algo, o nos ofrecemos para descargar unos bultos, mientras, sin poder evitar, pensamos en las mujeres que se pierden al verse en situaciones así, tan desesperadas, en mujeres que todavía están limpias, sanas, y que de pronto echan a andar hacia donde les darán unos duros, y a donde volverán ya, forzosamente, un día y otro, con una cara diferente, con unas carnes palpadas, sucias, vendidas una y otra vez, para tornarlas a vender, el cansancio de siempre y la desesperación de ahora haciéndole ver a la conciencia que no tiene por qué estremecerse, que la vida es así, empuja a estas cosas, y todo hay que aceptarlo conforme viene.

Yo había ido a una casa, que encontré cerrada, y luego fui a los mercados, y eso tenía que ser ya un día y otro, resistiendo antes de buscar cualquier otro camino, en donde quizá hubiera sido rechazada, pues sobraban cuerpos y el mío no resistía la más pequeña competencia.

Padre hablaba poco. Nos íbamos a la cama sin apenas mirarnos. La ilusión por traerte una hermana parecía completamente muerta. Las noches de amor, vividas al acompasado ritmo de un sueño que crecía en ambos, quedaron atrás. A mí parecía habérseme secado la matriz. Dormía mal, poco y mal, y él también se revolvía inquieto en la cama.

Un día, tan cansada como si me hubieran dado una fuerte paliza, después de toda una noche sin apenas cerrar los ojos, bajé, temprano aún, y entré en la portería. Aún me pregunto por qué tomé esa decisión. El señor Anselmo, guardián en una fábrica durante la noche, dormía. Me recibió la señora Narcisa, con su sequedad de siempre, con su gesto de indiferencia y de cansancio.

—¿Viene a abonarme el recibo? —dijo.

—No, señora —le contesté.

Entonces me dio la espalda. Estaba hirviendo leche en un cazo de porcelana, y prestó la máxima atención a su quehacer. La leche despedía vapores que despertaban en mí una hambre vieja, nunca saciada.

—¿Entonces…? —preguntó, sin mirarme.

—Usted me podría ayudar, señora Narcisa. Usted conoce a mucha gente en el barrio. Indíqueme alguna casa donde yo pudiera trabajar.

—¿Yo? ¿Qué conozco yo…? Bueno, conocer sí, pero…

No veía su cara. La leche había subido y se apresuró a apartar el cazo del hornillo, soplando sobre la espuma, que se orillaba hacia los bordes del recipiente como las suaves olas de un mar de nieve. La vi colar esa leche, y poner luego en un vaso, en donde también echó café, que tenía, ya colado, en un pucherete de barro. Tenía unas magdalenas en un plato. De pie, y diciéndome entre dientes si gustaba, se puso a desayunarse. Yo, Juan, me acordé de ti y de padre. Hubiera robado aquel alto vaso de café con leche y el plato de las magdalenas. Los ojos se me iban. Sin poderlo evitar, sacaba la lengua y me la pasaba por los labios. Un apetito enorme se había apoderado de mí. Pensé que la señora Narcisa podía conseguir café y leche y azúcar, quizá por mediación de alguna vecina, de cualquier economato. Yo no quitaba los ojos del vaso y del plato, y luego, si movía la cabeza, era para mirar hacia la boca de la mujer, con pocos dientes ya, que masticaba de prisa, haciendo ruido, como si todo aquello que se tomara fuese algo prohibido, algo que quieres consumir sin que nadie se entere, sin que te vean. Dejé de mirarla, diciéndole:

—Bueno, si no me puede ayudar en nada…

Me miró entonces.

—Espere —dijo. Y preguntó—: ¿Por qué no va usted ahí al principal izquierda? Doña Carmen estaba buscando estos días una muchacha. A lo mejor se arregla con usted.

Me alegré enormemente. Tanto, que tuve deseos de abrazar a la señora Narcisa.

—¿Cree que…? —murmuré.

—Entre a ver —dijo.

Doña Carmen era vecina nueva. Los inquilinos antiguos se habían marchado al terminar la guerra. Eran un matrimonio mayor, sin hijos, o con algún hijo muerto, y el hombre, jubilado ya, había decidido trasladarse con su mujer a Alicante, su tierra.

Estos otros inquilinos de ahora eran un matrimonio de pocos años más que nosotros, con tres niños, uno de ellos atacado de parálisis, Los conocía poco. Ella iba siempre muy arreglada. Algunas mañanas me la había encontrado en la escalera, o en la calle; venía de misa, enlutada, con manto y devocionario. No la había saludado sino diciéndole buenos días sin detenerme, pues ella apenas si me miraba. Su marido cojeaba un poco, y según supe más tarde era excombatiente, con dos heridas de mortero en una pierna. Trabajaba en algo oficial, creo que en Abastos o Fiscalía de Tasas, no sé…

Subí los escalones latiéndome el corazón muy de prisa. Pensaba que si en aquella casa me daban trabajo, habría encontrado la solución de muchos problemas. Te podría bajar a ti, que jugarías con los chicos de doña Carmen, y padre, más libre, seguiría buscando un empleo adecuado para él.

Doña Carmen me sonrió, aunque fríamente, un tanto forzada. Le dije quién era y dijo:

—¡Ah, sí! La he visto algunas veces en la escalera. —Y luego—: Pase, siéntese y dígame qué quiere.

Le dije:

—Mire, es que… Bueno, usted, según me dicen, busca una criada, y yo quiero trabajar.

Me miró de arriba abajo. Un chiquillo lloraba diciendo:

—Mamá, Josemari me está pegando.

—Como yo vaya, Toñi… —dijo doña Carmen.

En seguida vino hacia nosotros un chiquillo rubio, muy guapo, arrastrando una de sus piernas, que la tenía más delgada que la otra y como muerta, mientras la voz de otro chico decía:

—No, mamá, que ha sido Manolín.

Asomaron la cabeza los otros por detrás de una cortina. La madre decía al cojillo:

—Y tú, ¿qué? ¿Les has quitado los cromos? Bueno, marchaos a la terraza a jugar.

Pudimos seguir hablando. Yo trabajaría en su casa, aunque lo que ella buscaba era una muchacha que se encargara al mismo tiempo de los chicos.

—Yo haré lo que usted me mande, doña Carmen —le dije.

—Bueno —murmuró—, pues ya puede usted empezar a trabajar.

Antes le pedí me permitiera subir a casa, y el abrazo que os di fue largo, fuerte, mientras, sin poderlo evitar, lloraba como una tonta.

—Tan cerca que teníamos la solución, Antonio, tan cerca… —decía yo entre hipos.

—Ésa no es la solución… —murmuró él, serio.

Lo vi que se disponía a salir de casa y te tomé a ti de la mano y bajamos, para quedarnos en el principal izquierda.

Doña Carmen no puso buena cara al verte.

—¿Es que trae a su chico? —preguntó.

—No lo puedo dejar solo en casa.

Estuvo como dudando unos momentos, que a mí me duraron un año, y al fin dijo:

—Bueno, entre.

Tú te fuiste en seguida para la cocina, mientras yo recibía órdenes de doña Carmen. De momento, había que hacer una limpieza general; después, ya me daría instrucciones.

La vi vestirse ropas viejas y luego correr camas y sillas, y expulsar el polvo de todos los muebles. Iba delante y detrás de mí, como si me guiara y al mismo tiempo me empujase. Tú, en seguida, le quitaste el almuerzo a uno de los niños, el chico lloró y su madre fue corriendo y te dio un cachete en la mano, haciendo que soltaras el bocadillo.

—¿Le has quitado el almuerzo a Manolín, eh? ¿Y tú crees que se hace eso? —te decía.

Me irrité. Fui con intención de pegarte, pero me mirabas ya con unos ojos tristes, con ojos de hambre, con ojos que poco a poco se iban llenando de lágrimas. Te abracé con fuerza, y entonces dijo la mujer:

—Ea, y encima me lo mima; pues sí que empezamos bien…

No quisiera entrar en detalles sobre el tiempo que trabajé en aquella casa. Al día siguiente ya no bajaste. No podías estar allí, conviviendo con unos niños «que no eran como tú». Luego, doña Carmen, aunque parecía hacerse la tonta, sabía muchas cosas de nosotros. La señora Narcisa le habría informado bien, a lo mejor el primer día de vivir allí. Me hablaba cada dos por tres de la guerra y de su marido. No hacía referencia a las cosas que de nosotros sabía, pero yo adivinaba su intención.

—Ah, aquel tiempo… Por fin pasó, gracias a Dios —decía muchas veces. Y añadía—: No se puede figurar lo que pasamos. ¡Qué infierno! Don José (así llamaba a su marido al hablar conmigo) estuvo mucho tiempo escondido, luego escapó para marcharse con los nuestros. Y yo me quedé sola, con dos de esos tres pequeños que tengo ahí.

Ya me dirá si era para divertirse. Pero lo peor fue que tuve que dejar mi casa, porque me echaron, requisándomela. Entonces me fui al pueblo con mis padres. Después… Ya ve, montar casa de nuevo, luchar…

Hacía una pausa, para seguir al instante, siempre con el mismo tema. Luego decía:

—Ahora, gracias a Dios…

Nombraba a Dios a cada momento. Todos los días iba a misa, generalmente a la de siete, con el manto y el devocionario. Un día me preguntó si yo era creyente y si iba a misa los domingos. Me quedé mirándola, como si aquellas palabras no fuesen dirigidas a mí.

—¿Yo…? —dije.

—Sí —afirmó. Para añadir—: Es que… Bueno, quizá no debí decírselo, pero la vengo observando y… Los domingos no suele salir usted más que por las tardes.

Aún no había reaccionado. Me rehíce y pude decirle:

—Sí, claro, por… por las tardes. Y eso cuando salgo.

Callé. Ella siguió hablando. No había respondido de forma concreta a su pregunta, ni pensaba responder.

Ella dijo:

—Nosotros, ahora, gracias a Dios…

Calló. Noté que me observaba. Luego continuó, volviendo al tema de la guerra:

—Menos mal que aquello quedó atrás. ¿Usted sabe que don José estuvo a punto de ser paseado? Ahora, claro… Y muchos aún se extrañan de que los denuncien. ¡Ah, qué desbarajuste entonces, cuántas injusticias y cuánto ateo por esas calles…! Si supiera cómo lloré de emoción al ver pasar por mi pueblo a las tropas vencedoras… «¿Irá entre todos esos hombres mi marido?», me preguntaba. Y salí a mezclarme entre los soldados, el corazón como si me fuera a estallar, cantando ya las canciones que ellos cantaban, ensuciándome con el polvo de sus uniformes. ¡Qué emocionante ver pasar la caravana! Todo el mundo salía a cantar, a lanzar vivas al Caudillo y a España, todos como locos por la alegría, pensando, puede usted creerme, en que nadie se quedaría sin participar de aquella emoción, de aquella felicidad…

Calló. No le dije nada. Comprendí que sonreía, y que su sonrisa no era de satisfacción.

—A usted, claro… —dijo—, no…, no le alegraba, ¿verdad?

Era la hora de marcharme y me dirigí hacia la puerta.

—Bien… —murmuró.

—La comprendo —dije.

—¿Sí?

—Sí, señora —afirmé. Y luego dije—: Hasta mañana.

—Si Dios quiere —dijo ella.

Detrás de mí quedó el ruido de la puerta, que por unos instantes me pareció como si repercutiera en todos mis huesos.

Temía que iniciase nuevas conversaciones sobre aquel tema. Pero tampoco podía impedir que hablase. Lo peor era que, a juzgar por las insinuaciones, por las palabras indirectas, pronto me preguntaría sobre nuestra vida.

Y así fue. Un día me pidió («ya que vamos teniendo confianza») que le contara yo algo.

—No sé qué le voy a contar… —murmuré—. Usted ya sabe…

—¿Que yo sé…? ¿El qué?

—Sí, que mi marido fue guardia de Asalto, que estuvo con los del Frente Popular, que después pasó dos años preso… En fin…

—Bueno, si le he de ser sincera, algo sé, porque siempre se rumorea, ¿comprende? De todas formas… Mire, usted está trabajando en mi casa; eso quiere decir que no todos somos rencorosos, sino que, por el contrario, sabemos perdonar y querer a nuestro prójimo, como está mandado por el Altísimo.

Le dije que era verdad, y que yo se lo agradecía profundamente…

Los días solían pasar así, charla que te charla, ella más que yo, siempre cuando estábamos solas. El marido no hablaba ni siquiera con ella. Comía en silencio y luego solía irse, no sé si a trabajar más o de tertulia a un café.

Por otra parte, me pagaba puntualmente todos los sábados, dándome además alguna ropa todavía en buen uso y también comida. Yo, una vez en casa, me olvidaba de todo aquello que no hubiese gustado oír, y hasta estaba contenta. Tu padre, sin embargo, no quería mirar el dinero ni la ropa o los alimentos. Te tomaba a ti de la mano y os ibais por ahí a recorrer las calles de Madrid, para entrar en talleres, en almacenes y en garajes, a la busca de un trabajo para él. No veníais a comer. Padre, por entonces, lo mismo que yo, recorrió los mercados, buscó desperdicios, y así, al llegar al mediodía, aparte de traer algo a casa, podía entrar en una taberna, donde pedía unos vasos de vino y comíais. Su estómago protestaba, falto de mejores y adecuados alimentos. Por la noche veníais los dos muy cansados. Tú un día trajiste un globo azul y me hacías que lo mirase. Yo no levantaba la cabeza, disgustada por aquella indiferencia de tu padre hacia mi actividad en casa de los vecinos. Fue él quien, enfadado también, me dijo:

—¿No puedes mirarlo? ¿No ves a tu hijo, o qué?

El globo te lo había regalado un hombre que ponía su tenderete en la plaza de Antón Martín, me dijiste. Yo miré al fin un momento. Aquel día —recuerdo— las cosas habían ido peor en casa de doña Carmen. El hombre, don José, se ve que le decía que ya estaba bien de tenerme allí trabajando, que a ver cuándo buscaba a una muchacha. Al mediodía, antes de la comida, yo oí que el matrimonio cuchicheaba. Hablaban de mí, y de que «lo de buscar una muchacha tenía que ser cuanto antes», diciéndole él que escribiera al pueblo de sus padres, o que fuera ella misma en persona, pues allí encontrarían una chica «buena y honrada». No sé qué podría haberle hecho yo a aquel hombre. La verdad es que apenas si me miraba a la cara. Se sentaba a la mesa, se santiguaba y se ponía a comer en silencio. Si acaso, cruzaba dos palabras con la mujer o decía algo a los niños. E inmediatamente después del último bocado salía de nuevo a la calle y no volvía hasta la noche. De vez en cuando, por las mañanas, solía mandar a un muchacho con un paquete de víveres, en donde encontrábamos café, azúcar, harina de trigo, arroz, chocolate, etcétera. Después, un día, oí que él hablaba, en sus cuchicheos con la mujer, de tu padre, y entonces comprendí por qué yo no debía estar en aquella casa. Tu padre no solía saludar nunca a don José, o lo saludaba con voz que apenas se le oía cuando se encontraba con él en la escalera. En la calle, nunca. Tu padre, claro, saludaba a muy poca gente, pero estoy segura que no era por rencor, sino más bien por una especie de cansancio, como si le doliera levantar la cabeza o mover los labios. Iba y venía como un borracho que no ve siquiera el suelo donde pisa. Tú, a su lado, parecías su lazarillo. Algunos días trajisteis dinero. Nunca me decía padre qué trabajo había hecho para ganarlo. Tuve miedo. Pensé que quizá hubiera empezado a hacer cosas que no estaban bien, y que «eso» habría llegado a oídos de don José.

Tu padre, Juan, seguía sin hacer cosas que pudieran avergonzarnos. Pero nosotros, para el vecino, y para otras muchas gentes, éramos «lo que éramos», y había «que andar con cuidado». Por otra parte, si además de «algunas otras cosas», tampoco éramos agradecidos, ¿para qué tanta caridad y tanto querer hacerles bien a los que a lo mejor, ¡quién sabía!, no podríamos sino devolverles mal?

Si yo oía palabras, me las callaba, sin comentar nada con tu padre, que siempre me he tenido por mujer prudente. Por eso, el no comunicar a nadie las cosas que sabía —cosas que me disgustaban—, hacía que me entristeciera más cada día que pasaba. Él, sin embargo, parecía leer dentro de mí, y por eso casi salté de alegría el día que me dijo que no bajara al principal izquierda.

—¿Que no…? —murmuré.

—No —dijo.

Creía que era porque él había encontrado al fin un empleo. Pero no me aclaró nada. Quedó en silencio, y yo, por otra parte, tampoco me atrevía a preguntar. Al día siguiente me encontré sin saber qué hacer. Estábamos los dos en la cocina, preparando el desayuno (a tu padre siempre le gustaba ayudarme en ese menester) cuando, indecisa aún, le pregunté:

—Bueno, entonces, ¿bajo o no?

—¿No recuerdas lo que te dije anoche? —preguntó a su vez.

Otra vez el silencio. Y luego, después del desayuno, para asegurarse de que no me movería de casa, te dejó a ti conmigo y se marchó a la calle. Yo me quedé pensativa, preocupada. Comprendí que era preciso bajar a excusarme, a decirle a doña Carmen que me encontraba enferma, por ejemplo, y que eso me impedía seguir trabajando en su casa. Te tomé de la mano y bajamos. Doña Carmen venía de misa, y habló en seguida de la enorme cantidad de gente que había ido a postrarse ante el Cristo de Medinaceli y de qué fe tan hermosa se veía allí todos los primeros viernes. Luego, antes de que yo volviera a hablar, se fijó en ti y dijo que si ya no recordaba que tú debías quedarte en casa.

—Pero es que vengo a despedirme.

—¿Cómo? ¡Ah, que me deja! —dijo, como sorprendida. Y preguntó—: ¿Y por qué?

—Mire… —murmuré, sin atreverme a decirle que me encontraba enferma para no mentir, aunque la mentira hubiera sido relativa, puesto que yo, por entonces, estaba débil, cansada y seca como un junco.

—Bueno, me deja colgada —comentó—. Fíjese, hace unos días no quise tomar a una muchacha que me ofrecían unas amigas de Auxilio Social. Confiaba en usted, y ahora…

—Lo siento —dije.

—Bien… —suspiró.

No me quedaba ya sino darle las gracias porque, trabajando en su casa, habíamos solucionado algunas cosas. Se lo dije, y sonrió.

—No, no me dé las gracias, mujer. A mí, cuando hago un bien, no me gusta que me lo agradezcan. Hay Alguien que lo ve todo y sabe corresponder… —dijo, invitándome a salir.

Le dije adiós, inclinando la cabeza varias veces, y salimos a la calle a comprar comida para nosotros. Luego, en casa de nuevo, tú te entretuviste jugando con cacharros viejos en el terrado, mientras yo, inquieta, no dejaba de pensar ni un solo momento en lo que estaría haciendo tu padre por ahí…