V

VOY A LLEVARTE CONMIGO, Juan. He venido a eso. Quería llevarte vivo, para que te curases en nuestra casa o en un buen sanatorio de los que hay entre los montes españoles. Yo me decía que ninguna mujer, sino yo, se acercaría a ti. He llegado a pensar que Luisa te quería de veras, que se había enamorado de ti, por cualquiera sabe qué razones, cuando ha sido capaz de dejar su casa, Pero ni ella, ni Encarna, que incluso dejó de hablarnos, se iban a acercar a ti. Yo te cuidaría. Yo me iba a estar, un día y otro, pegada a tu cama, aunque para esto tuviese que dejarme a tu padre y a los otros. Tú eras mi Juan, el muchacho alocado, el simpático, el que habías pasado tus primeros años yendo conmigo a las casas donde prestaba servicio como asistenta, y el que había salido, junto a mí, en algunos de aquellos viajes que hacía a los pueblos de la Mancha, de donde venía cargada de harina, harina que luego vendía en los mercados y tiendas, ayudada por tu padre.

Pero ya no puedo llevarte vivo. Te llevaré muerto. No sé cómo puedo estar aquí, a tu lado, me pregunto, y pensar casi fríamente. Quizá si no hubiera vivido treinta o más años de dolor, de casi constante sufrimiento, ahora no sería la mujer que soy. Pero la vida me golpeó duramente, Juan. La vida me entrenó, con todas sus amarguras, y así he podido estar preparada para vivir estas horas, estos días, que han sido terribles desde que recibimos tu última carta. Esa lucha, ese sufrimiento, en largos años, me ha hecho una mujer de tabla.

Ahora entra alguien. ¿A qué vienen? ¿Son esos dos compañeros tuyos que han ido a hacer algunas de las gestiones para que pueda sacarte pronto de aquí? No son ellos. Son enfermeros del hospital. Traen otro cadáver. ¿Será también español? ¿Acaso italiano? ¡Qué cara nos ha costado a nosotros esta emigración en masa! Se van. Han dejado al muerto ahí. ¿Será alemán? Los alemanes pueden morir en sus casas, pueden ser atendidos por sus familiares, pueden esperar la muerte al abrigo de sus hogares con calefacción. Los alemanes son gente ordenada, que tienen todo asegurado, que viven al ritmo de sus buenos salarios. Vosotros no podíais vivir aquí con orden, con tranquilidad. Siempre de forma desordenada. Ángel también nos escribía. Nunca, ni él ni tú, decíais la verdad. La barraca era buena. ¡Mentira! En la barraca había chinches, piojos, ratas. Entre vosotros viene gente sucia, gente que sale de sus pueblos sin saber lo que es la civilización. Hasta no comprendo cómo ella se metió allí contigo. No era el único caso, es verdad. Otros hombres vivían en las mismas circunstancias que tú. Otras parejas. Las mujeres se iban a trabajar, y a los chiquillos los dejaban en una guardería. Hombres y mujeres que pensaban constantemente en su ciudad, en su pueblo, donde comprarían una casa, montarían un taller o una pequeña tienda. La vida vuestra era provisional aquí; pero el dolor, la enfermedad, la muerte también se acerca a «las vidas provisionales» y las arrastra a un hospital, convirtiéndolos en números, en el enfermo de la sala tal cama cual, y en donde no podéis oír los pasos de los padres y hermanos, y en donde, luego, muchos, como te ha ocurrido a ti, quedáis para siempre en brazos de la muerte traicionera que salta por encima de las casas confortables para atraparos a vosotros, pobres desgraciados.

Han encendido unos cirios. Yo no dejaré que se agote el aceite de la taza. La mariposilla alumbra tu cuerpo inmóvil, esa mesa donde yaces. No vendrá ya, hoy. Esta noche tendré pesadillas. Veré nuestra ciudad, y la calle donde vivimos, y a tu padre, y a tus hermanos, pero no los oiré reír, sino llorar, cogidos a las paredes, huyendo de las luces y de las gentes alegres. Veré el bar de Pedro, y dentro no habrá hombres que hablen y rían, descuidados, sino fantasmas que saltarán, impulsados por fuerzas diabólicas. Presiento que tendré malos sueños. Todo esto empieza a darme vueltas. ¡Ah, me traen algo de comer! Me hablan, me dicen palabras que no entiendo. Ahora sí, aunque no bien. Es una enfermera. Tendremos todo a punto para salir mañana. ¿Y ella? ¿Cómo es que no viene ahora? Ha entrado. O quizá lleve mucho tiempo ahí. La veo con Juanito. Te mira unos momentos. Se va. Le grito, diciéndole que el chiquillo me lo llevaré también. Lo aprieta entre sus brazos. Ya no la veo. Corre por los pasillos, poco iluminados. Algunas de esas palabras escritas en las paredes querrán decir silencio. Yo puedo gritar. Yo no entiendo esas palabras. Para mí no hay normas. Tú estás muerto, Juan. He de llevarte… ¿Y por qué muerto? ¿Por qué te acostabas todas las noches con esa mujer? ¿Por qué has dejado que se te destrozaran los pulmones? Yo te cuidaba siempre. «¿Quieres un huevo batido con leche?». «No te vayas a la cama sin tomarte algo caliente, Juan». «¿Por qué vienes tan tarde?». «¿Cómo dices que está la madre de Encarna…?». No puedes oírme ahora. Ella quizá se quede aquí. Luisa, digo. ¿Y tu hijo? Será para mí. Soy joven. Serás tú, chico de nuevo. Quiero tenerte. Quiero que vivas. Tu padre no hubiera podido aguantar esta espera. Tu padre tiene una úlcera en el estómago desde hace ya más de veinte años. Debería operarse, pero le da miedo. Siempre tuvo miedo. Desde aquel tiempo de sobresaltos, creo, su miedo alcanza a todas las cosas. Él me pidió que escribieras tú, aunque pudieses poco. No sé cómo estará una vez que haya leído la carta. Mejor que viniera Luisa. No sé si tendrá miedo. Ahí tengo una habitación, pero ni siquiera intentaré dormir. ¿Creen acaso que podría? ¿Dormiría una madre alemana? ¿Cómo creen estas enfermeras, altas y rubias, frías y hombrunas, que somos las madres españolas? ¿Alguna de estas mujeres tendrá hijos? ¿Habrá sabido lo que es trabajar, ganando una miseria, para criar unos hijos que crecen enclenques? ¿Sabrán lo que es perder a un hijo?

¡Maldita sea! Quiero morirme. ¡Maldito mundo! Quiero escupir en todo y sobre todos los seres. Luisa… Ella te ha matado. Y los españoles todos, pobres y ricos, te han matado. ¿Por qué me sujetan? ¿Qué me acercan a la boca? No quiero beber nada. ¿Han vuelto los dos muchachos? ¿Es Ángel? ¿Y cómo llega ahora? Juan, ¡mira!, ha venido Ángel.

—Ven, hijo. Ven, Ángel. Ahora lloro. Tú me haces llorar. ¿Por qué ha muerto él, mi Juan? Debiste impedir que la recibiera. ¿Lo quería? No era lícito. No hubiera sido nunca un bien para él. En conciencia, debió decirle que no podía pasar más adelante, que todo había terminado. Pero…

Juan, Ángel está aquí. Él irá de vacaciones, en verano, a España. Quizá no vaya a vernos. No le diré nada por eso. («Es que temía que, al verme a mí…»). Nada. Lo comprenderemos. Ahora está aquí. Toca la sábana que te cubre. Erais buenos amigos. Nos escribió algunas cartas, dentro de las tuyas…

… Estamos bien. Ahorraremos dinero. Juan creo que hará las paces con Encarna. Yo. cuando vuelva, me buscaré una buena chica y así, luego, cuando tenga «ahorrao» bastante, me caso también. La vida es aburrida aquí. Nos cansamos, más que nada, porque apenas si vemos el sol. También porque nos acordamos mucho de los ratos que allí pasábamos en el bar, y en las casas. Por eso nos acordamos de todo y de todos mucho…

No lo oirás. Es mejor que no oigas sus sollozos. Ahora viene a sentarse a mi lado. ¿Y Luisa? ¿Qué hará viniendo ahora y luego? ¿Deambulará como una loca por esas calles frías? ¿Te quería tanto? ¿Y quién no te iba a querer a ti? El barrio estará revuelto cuando lleguemos. Será un espectáculo para las gentes. No maldeciré a nadie, aunque a tu entierro vayan la mayoría de los acompañantes y hagan lo que hacen en todos: hablar de fútbol, de toros, del coche que se van a comprar, de mujeres…

Ángel se calmó. Está pálido, delgado. Le diré a su madre que estuvo con nosotros, que no me dejó desde el momento mismo de entrar en el hospital, que me ayudó a todo y ha sido como otro hijo para mí. Ahora, mirándome, dice:

—Ya ve usted, señora María… Vinimos los dos y…

Le ruego que calle. No quiero llorar ahora. Ya lo haré luego cuando, sola, me vaya las tardes de los domingos al cementerio. A lo mejor podemos salir mañana. Te llevaré para que estés cerca de todos nosotros, para que puedas tener flores sobre tu lápida, en esa lápida donde mandaré esculpir: «Aquí yace Juan Martínez Budil, que marchó a trabajar a Alemania y murió en el hospital de Düsseldorf, a la edad de veinticinco años. Tus padres y hermanos…».

¿Por qué nos empujan hacia fuera? Quieren que tomemos algo, eso es. Ángel habla con un enfermero. ¿Entiende algo esta lengua? Yo no aprendería nada. No podría decir, así viviera siempre, ni buenos días, ni adiós, ni cómo está usted. Yo he venido aquí a aprender una nueva lección de dolor y procuro asimilarla, estando a tu lado, serenamente, aunque a veces la lección es tan dura, tan difícil, que dejo la silla y corro por los pasillos, y grito, diciendo que no es cierto, que no puede ser, que no hay derecho…, hasta que alguien me sujeta y me da algo, no sé el qué, para ahogar mis palabras y sosegar mi sangre revuelta.