A VECES PIENSO en estas fuerzas que, pese a todas las cosas, Dios me da. Es verdad que he envejecido, que no aparento tener cuarenta y ocho años, sino cincuenta y cinco por lo menos. Nunca fui una mujer con lustre, ni guapa. Mi juventud pasó entre dos personas enfermas que, sin proponérselo, a veces me amargaban la vida. Es cierto que en algún tiempo tuve ilusión. Era cuando iba a la Normal. Mi padre aún ejercía, y la abuela, aunque delicada, no era aún ese cadáver viviente que fue durante un buen número de años. Yo me había hecho alta y siempre estaba muy delgada. Era seria y tenía pocas amigas. Los muchachos de mi edad no me miraban. Apenas frecuenté bailes, y no reí como otras chicas reían. Aparentemente era débil. Luego, cuando conocí al que iba a ser tu padre, pese a vivir en aquellos años de guerra, llegué a conocer la felicidad, unida, siempre, claro está, a un dolor y una tristeza que venían quizá desde que naciera pegados a mis carnes.
Después, ¿cómo pude sacar fuerzas de este cuerpo esmirriado? Tú habías venido al mundo. ¡Qué años, Juan! No quisiera recordarlos. ¡Cuántos viajes a la cárcel para ver a tu padre! ¡Cuántas colas a la puerta de la tienda, de la tahona, de la carbonería! Y cuántas humillaciones, por ahí, pidiendo trabajo… Todo esto hasta que encontré una casa, la de los señores Jiménez Luna, unos andaluces ricachones que, una vez terminada la guerra, habían vuelto del extranjero, instalándose en su casa del barrio de Argüelles. Iba por las mañanas, contigo siempre, trabajaba como una burra en la casa, y regresaba por la tarde. Ya no era necesario que hiciera cola para sacar el racionamiento; los señores nos daban la comida, y me traía algo para luego cenar, y aun para llevarle a tu padre a la cárcel. La señora era buena conmigo. Le gustaba, como a casi todos los ricos, que le hicieran reverencias, que la tratasen con respeto y aun con veneración. Deseaba que, tanto las chicas que había fijas en la casa como yo, la quisiéramos. El marido no nos miraba. Bueno, a las jóvenes, cuando iban de un lado para otro moviendo sus cuerpos sanos y duros, sí. Era un hombre alto y colorado, que siempre estaba yendo a ver su finca de Córdoba, y que, al parecer, no le era nada fiel a la señorita. Tenían influencias, y yo les pedí que me echaran una mano para ver si tu padre podía salir pronto de donde, quizá sin muchos motivos, lo habían metido. Me decían que harían todo cuanto estuviera de su parte, y yo pensaba entonces hasta dónde llegarían los delitos de tu padre.
Él condujo coches cuando los milicianos iban de casa en casa haciendo registros y llevándose a la gente rica a las carreteras. No me había atrevido a preguntarle nunca si también él había empuñado el fusil. Era absurdo, además, conociéndole, hacerle esa pregunta. Él era mandado y obedecía; pero nunca hubiera sido capaz de hacer algo repugnante por iniciativa propia. De haber sido así, él, lo mismo que hacían otros, hubiera requisado casas, automóviles, todo lo que se le antojara. Pero ni él ni yo pensábamos vivir en forma distinta a la que estábamos viviendo. Nuestra buhardilla tenía, en muchos momentos, calor de casa feliz, y sólo pasábamos miedo cuando volaban sobre Madrid los aviones enemigos o disparaban, desde las cercanías, los cañones del ejército nacional. Nunca temí, por tanto, que acabada la guerra pudiésemos ser molestados. Pero la detención de tu padre era lógica, según él. Le pregunté por qué, y entonces me dijo que se había alistado voluntariamente en la Guardia de Asalto, cuando tuvo oportunidad de irse con los que se unían a las tropas nacionales; esto por una parte. Por otra, había colaborado con el Frente Popular, y eso lo sabía yo, me dijo. Por eso su filiación era no ya la de izquierdista, sino de rojo. Así, una vez detenido, tendrían que juzgarlo, y lo mismo podía estar unos meses en la cárcel que varios años, o… Dependía de muchísimas cosas.
Pasaba el tiempo, esperando un juicio que yo temía más que a mi propia muerte. Los señores de Jiménez Luna se movieron en favor de tu padre, y pronto supe que no corría peligro, pero que, sin embargo, «estaría unos meses preso». Los meses fueron veinticuatro, con trece días, pues yo contaba hasta las horas de aquella ausencia que me derretía.
Cuando iba a verlo le hablaba de «mis señores», y él decía «bien», pero nada más, aunque yo hubiera querido que me dijera que les diese las gracias en su nombre. Luego, cuando salió, le propuse que les hiciéramos los dos una visita, pero no quiso. Le pregunté por qué, y contestó que no tenía ganas, que estaba cansado, que ya iríamos. No fuimos nunca. Yo dejé aquella casa. Tu padre me lo pidió, diciéndome que no quería que trabajara, pues me debía a ti y a él. Yo me había entristecido, pues la ayuda que los señores de Jiménez Luna nos habían prestado para que tu padre estuviera pronto con nosotros, no tenía precio en aquel tiempo, cuando, muchas veces, las palabras de un informe equivalían a la vida de un hombre.
Empezamos otros años de dura lucha. Yo echaba de menos el pan blanco, las latas de conservas, la carne, los botes de leche que antes nos daban en la casa de Argüelles. Tu padre estaba muy delgado y se quejaba —aunque sin abrir la boca— del estómago. Le preguntaba qué hacíamos, y él no parecía oírme, siempre pensativo, como si en lo sucesivo no pudiera sino mirar con tristeza, perdidas de pronto todas sus fuerzas, todo lo que aún era en él juventud y deseos de vivir. Le pregunté si buscaría un empleo, y dijo que ya vería. Tuve miedo de verlo así, tan taciturno. Pensé que quizá se hubiera llenado de rencor, y que posiblemente se uniría a otros expresidiarios o exmilicianos, o se marcharía al maquis. Por entonces se hablaba mucho, aunque en voz baja, de esa fuerza rebelde que se había lanzado a la montaña y que acechaba orillas de carreteras y caminos. Por eso, obsesionada, le dije que fuera sensato.
—Hazlo por nuestro hijo —añadí.
Me miró sorprendido, preguntándome:
—¿Qué es lo que debo hacer por él, dime?
—Eso, ser sensato. No pensar en nada, no pensar en algo que nos empuje a ser más desgraciados, que ya hemos pasado lo nuestro…
Entonces me sonrió un poco, pasando después sus largas y huesudas manos por mi rostro. Me dijo de pronto:
—Juan no será solo. Tendremos una niña.
En otra ocasión había hablado de esto. Podríamos tener otro hijo, y más de otro; pero a mí, entonces, me parecía una remota e inalcanzable ilusión. La noche que volvíamos a acostarnos juntos después de dos años separados, yo preparé la cama con cierta ilusión, poniendo las sábanas —casi nuevas— que me había regalado poco antes la señora de Jiménez Luna. Pero estaba muy lejos de ser una mujer con ímpetu, con deseo de amor carnal. No sabía bien por qué. Luego me dije que se debía a las muchas preocupaciones, sobre todo a ese temor a que él pensara en irse. Todo eso me hacía estar lejos de él, o mejor, lejos de lo que él deseaba en aquellos momentos. Oía su respiración agitada y me alegraba, por él, por poderle servir para que desahogara sus deseos de poseerme nuevamente. Luego, a él le dio por decir que ya vería cómo tendríamos una niña, y esto hizo que me ilusionara, mirando muchas veces hacia la vieja cuna donde tú, ajeno a todo, dormías un sueño feliz. No hubiera querido tener aquel desasosiego por nuestro porvenir, tan incierto siempre, para poder unirme a tu padre, siquiera alguna noche, en aquel cabalgar sobre las sábanas que me habían regalado y que olían a limpio. No sabía lo que él haría, si se me iba a marchar a los montes, si se pondría en contacto con viejos camaradas que andaban conspirando por ahí.
Una noche me dijo que iba a trabajar, que había estado buscando un empleo y que, por mediación de un viejo conocido, entraría en una casa de marcos y molduras, lo único que pudo encontrar. Me alegré tanto que le dije, con los ojos húmedos, que entonces era verdad que no se iba, que no pensaba en venganzas, en… Cortó mis palabras, sonriendo un instante, para decirme después, serenamente, que si acaso no le conocía. Lo miré con una enorme alegría bailándome en los ojos que tantas veces habían llorado, y, después de cenar frugalmente (a la fuerza, por lo poco que teníamos), nos metimos en la cama y yo me creí como transportada a no sé qué lejano y hermoso mundo donde los sueños pueden tener realidad. Me quejé suavemente, pegada a él, y él me sintió viva, fuerte, joven, toda hecha amor, toda hecha sexo, y los dos cuerpos volvieron a fundirse, en un ritmo acompasado, como cuando, unos años atrás, se rozaron por primera vez.
No podíamos cantar victoria, sin embargo, tanto por el trabajo, como porque yo no me quedaba embarazada, y eso, que podía alegrarnos, pues era poco recomendable tener una boca más que alimentar, nos entristecía tanto o más que el sabernos sin unos ingresos con qué vivir. Nos conformamos, porque a la fuerza ahorcan, aunque yo me dijera alguna vez que las cosas estarían dispuestas así y así teníamos que aceptarlas.
Lo del trabajo hizo que nos moviéramos, pensando muchas cosas, pero no encontrábamos nada, y eso nos acuciaba, pues lo del taller de marcos y molduras se venía abajo, al ser ya un establecimiento medio arruinado. Cuando tu padre llevaba dos semanas sin cobrar, se lanzó a la calle, dejándose el taller, cosa que, según me dijo, alegró enormemente al patrono. Buscó muchas cosas y, finalmente, no pudo sino ponerse a trabajar en una obra, de peón, donde le pagaban poco y el trabajo era duro. Por entonces fue cuando supe que tenía «algo» de úlcera en el estómago, por lo que debía cuidarlo. «¿Y cómo?», me preguntaba. Le planteé la cuestión por donde, si accedía, podríamos salir adelante. Le dije que lo mejor era que yo volviese a la casa de Argüelles, que ésa era la única solución.
Recuerdo que era un día caluroso, ya al atardecer, y él había vuelto cansado, con las alpargatas rotas de recorrer todo Madrid. Debíamos en la tienda, en la tahona, en la carbonería, y el alquiler de la casa. Me sentía desesperada, pues, para postre, tú estabas que te ibas por una cochina diarrea que, en ese tiempo de verano, terriblemente bochornoso, te consumía como un mal bicho que absorbe o traga. Tu padre permanecía con la cabeza gacha. Tenía la barba crecida y los ojos hundidos. No dijo nada. Le vi levantarse e irse, sin cenar, a la cama. Entonces sentí lástima de él. Ahora, más que cuando lo había visto tras las rejas, me daba una pena enorme. Luego sentí rabia, diciéndome que él consentiría ver acercarse la muerte antes de que yo volviera a trabajar, a fregar los platos y lavar los suelos de una casa rica. ¿Por qué no encontraba él un trabajo digno? No hacía falta que me hiciese esta pregunta. Para eso, para encontrar un buen empleo, tendría que ser bien avalado. Y era mal tiempo para conseguir buenos avales. Siempre no se podía recurrir a las mismas personas que ya te habían favorecido, y por otra parte los rencores, los odios parecían mantenerse firmes, y hasta había quien, sin odiar, parecía prestar un gran servicio, o encontrar él una gran felicidad, diciendo que fulano era, en vez de una buena persona, un tal o bastante sospechoso, por lo que todo, bastante difícil ya, se complicaba mucho más. Quizá por eso tu padre no quiso que yo fuera a pedir nada a nadie, diciéndome que ya encontraría él algo, lo que fuera, o volvería a la obra. Le vi tendido en la cama, sin desnudarse, y le rogué que se levantara para cenar. Me miró sin decir una palabra, y entonces pude ver húmedos sus ojos. Tu padre, Juan, estaba llorando. Nunca le había Visto llorar. Le acaricié la cabeza y me apartó de su lado bruscamente. Me quedé mirándole, espantada.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué haces esto conmigo?
Me había enfurecido y empecé a hablar, diciéndole de prisa, precipitadamente, las palabras como si se mordieran, que nunca lo habían dejado, que siempre estuve pendiente de él, que no le faltaron mis visitas a la cárcel, que por entonces le llevé alimentos, quitándolos de mi boca, y que ahora estaba dispuesta a ir a fregar, a lavar, a planchar, a hacer lo que me mandaran en una casa de ricos para que él, delicado, no trabajase en donde enfermaría más gravemente. Entonces dio un grito enorme, diciéndome que me callara, sus manos secas y temblorosas puestas sobre la cara.
—Calla —repitió—, y no me humilles.
Era la primera vez que nos separábamos espiritualmente. Quedamos en silencio. Le oía sollozar. Era un sollozo ronco, agrio, que se sacaba de su huesudo pecho. Caí de rodillas y me abracé a sus piernas y se las estuve apretando con mis manos temblorosas, besándoselas después, al tiempo que le decía que callara, que no llorase, pues mi pecho también se partía, toda la amargura de siempre allí acumulada saliendo ahora como en torrente por los ojos enrojecidos. También tú habías empezado a sollozar, tirando de mi falda. Por todo eso no oímos llamar a la puerta. Y mejor hubiera sido no percibir aquellos golpes, porque yo, al oírlos, me sobresalté, como me ocurría desde hacía ya unos años. ¿Quién sería? ¿Quién vendrá? Las mismas preguntas que otras veces me había hecho, siempre pensando lo peor. Tu padre, indiferente, no me decía nada. Te grité a ti, irritada aún, pidiéndote que callaras, y salí hacia la puerta, el corazón latiéndome como si, de pronto, unas manos frías y ocultas me lo quisieran arrancar de entre las carnes acobardadas. Me limpié los ojos con la tela gris del delantal y tiré del pestillo. El hombre ya se iba, escalera abajo. Respiré, no completamente aliviada, pero sintiéndome un poco mejor.
—¿Era usted, señor Anselmo?
El portero se detuvo, volviéndose. Dijo:
—Ya sabe: el recibo.
No supe qué decirle. Me miraba.
—Traiga —murmuré al fin.
Tomé el papel, lo miré, le di vueltas en mis manos. Veía los números, una pequeña cantidad, pero enorme, gigantesca esa cantidad cuando el bolsillo está completamente vacío. Tendí las manos hacia el hombre.
—Por favor, espérese hasta mañana por la noche.
El portero tomó el papel y bajó la escalera sin decirme nada, ni siquiera buenas noches, hablando algo entre dientes. Cerré la puerta con cuidado, como temerosa de que se me escapara la mano y diese un fuerte golpe, golpe que podría molestar a alguien, no sabía concretamente a quién. Pensé en que al día siguiente, a la misma hora, yo vendría de la casa de Argüelles con el dinero, que pediría por adelantado a cuenta de mi trabajo, y entonces pagaría aquel recibo, y algunas otras deudas, y compraría algo para comer mejor, siquiera un día. Este pensamiento me hizo sentirme más fuerte, y estuve a punto de decírselo a Antonio. Preferí callarme. Él se había incorporado en la cama. Tú habías dejado de sollozar, entretenido con la gata, a la que bajaste de la silla donde dormía. Me puse a preparar algo de cena. Luego os llamé:
—¿Vienes, Antonio? Y tú, Juan. ¡Hala, vamos a comernos esto!
«Esto» eran dos huevos duros, que puse, partidos, sobre un poco de tomate crudo, con unas gotas de aceite y unas cortaditas de ajo.
Tu padre dijo:
—Vamos.
Y me alegré. Estaba más serena. Él preguntó, sentándose a la mesa:
—Era el portero, ¿no?
—Mañana le pagaremos —afirmé.
Nada comentamos, comiendo en silencio. Tú te distraías, mirando hacia la gata, de nuevo sobre una silla. Después de cenar, padre te tomó sobre sus rodillas y dijo:
—Vas creciendo, Juan.
Yo fregaba los platos, sintiéndome increíblemente fuerte, un tanto esperanzada, y es que siempre, aunque estemos tristes, deprimidos, esperamos algo, un día, mañana, el inmediato, mejor. Yo pensaba en el día siguiente, y estaba convencida de que tu padre no se opondría a mi decisión. Por eso, el sonido monótono del agua al caer por el grifo sobre la pila podía convertirse para mis pobres oídos, hechos a los sobresaltos, en una casi suave y esperanzadora melodía.