TE ESCRIBÍ UNAS LETRAS, precipitadamente. Recuerdo que ese día le regañé duramente a tu hermana, diciéndole que si no se daba cuenta, que si no comprendía lo que pasaba.
—¿Qué hago? —dijo ella.
—¿Tienes que estar siempre con esas revistas? ¿No puedes preocuparte un poco? ¿Es que no me ves que estoy llorando?
Tu padre tenía la cabeza gacha. La alzó un momento para decir:
—Tiene diecisiete años, María.
No le miré. Seguí escribiendo: «… Voy a verte, Juan. Dentro de seis o siete días, en cuanto esté el pasaporte, salgo para allá. Teníamos unas pesetas guardadas, parte de ellas del último giro que tú nos enviaste, así que puedo irme sin pedirle a nadie nada. Creo que llegaré a tu lado, pues preguntando se va a Roma. Podía ir en autocar, pero me gusta más el tren, además de que necesitaré moverme, andar por los pasillos, asomarme a la ventanilla y llorar mirando hacia las tierras extrañas. Pronto estaré contigo, Juan. Sé valiente».
Ángeles me abrazó.
—Madre, yo…
Tu padre dijo:
—¿Terminas ya?
—¿Qué quieres? —le pregunté.
Ni respondió. Dejó la silla y empezó a pasearse por el comedor. Entonces llegaron Serafina, Rosita y Mercedes.
—Le traemos estos dulces que hemos hecho en el horno.
Me emocionó un poco. Ellas parecen chismosas, despreocupadas, siempre en la calle, con los brazos cruzados, hablando de las novelas que oyen por la radio, de la «Noche de Estrellas» de la tele o de las películas que han visto últimamente, pasándose horas enteras ahí al sol, como si no tuvieran ninguna obligación, todas bastante jóvenes aún, con pocos chiquillos —las que los tienen—, con los maridos trabajando en fábricas, talleres u oficinas, siempre más de las ocho horas; estas mujeres, Juan, a las que tú muchas veces has llamado chismosas, y yo, aunque te reprendía, pensaba que estabas cargado de razón, han venido ahora a traerme unas magdalenas y unos rolletes para que te los lleve a ti a Alemania.
Aún, con todo a punto para irme a la estación, me pareció que desistiría del viaje. ¿Tendría fuerzas para realizarlo?
—¿Te vas por fin? —dijo tu padre.
—Preguntas tontamente siempre —murmuré.
—Bien. Vamos.
No quise que Ángeles y José Antonio salieran a despedirme. Tampoco permití que lo hicieran las vecinas. José Antonio bajó a la calle, lo abracé fuerte y no pude decirle que se quedara en el bar de Pedro porque, de haber hablado, me hubieran visto llorar. Ángeles se quedó con Pepi, que había dicho, una y otra vez, así como Rafael, su marido, que no me preocupara, que ellos mirarían por tus hermanos.
Estábamos tu padre y yo solos en la estación. ¿Para qué más gente?
—Bueno, a ver si nos escribes en seguida. Y…
—No digas nada —le dije.
Se quedó en el andén, diciéndome adiós con el pañuelo. Yo no veía a nadie, los ojos completamente humedecidos. Después me he preguntado cómo he tenido fuerzas para llegar hasta aquí, sola. Quería estar contigo, pero tampoco me los hubiera querido dejar. Las madres quisiéramos siempre partirnos en trozos, dar lo mejor que tenemos a cada uno de los hijos y al esposo. ¿Cómo lo pasarían ellos? Ya sabías que tu padre era hombre sereno, de pocas palabras, que ha sufrido mucho, que los padecimientos le secaron las lágrimas, y le hicieron mirar siempre con calma aunque también, a veces, con un destello de rabia en sus cansados ojos. Ahora se quedaba allí, esperando noticias nuestras. Me había dicho que si aún escribieras tú… A cualquiera que me viese partir sola, a mí, mujer, podría extrañarle que él, hombre, se quedara. Pero era yo la que me encontraba con más fuerzas, además de que, muchas veces, he tenido que abrir brecha para salir adelante en determinados momentos, y no por ser tu padre un hombre incapaz, sino porque, casi siempre, llegados esos momentos difíciles, él solía estar ya muy cansado.
Esperaba que fueses tú el que escribiera, por lo menos parte de la carta. No ha sido así. He sido yo sola la que ha tomado la pluma, primero para redactar un telegrama, después una larga carta…
… ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué voy a decirte, Antonio? ¿Cómo voy a contarte todo lo que ha pasado? Ella quizá lo quisiera de verdad. Ahora no puede verlo, así, con los ojos cerrados. Juan ha muerto. Juan estaba delicado, comía poco y mal y se acostaba todas las noches con esa mujer insaciable. Juan fumaba mucho, se cuidaba poco. Un día vomitó sangre. Tenía un pulmón deshecho. Ella no quería traerlo al hospital. Vivían en una habitación pequeña, en una de esas barracas de madera que hay cerca de la fábrica donde él trabajaba. Vivían otros muchos obreros en esas barracas, matrimonios, algunos no legítimos, y hombres solos, hombres maduros que se enternecían al recibir carta de la mujer y los hijos, y hombres jóvenes, que habían intentado ahorrar unos marcos; pero que, después, cansados por el trabajo, aburridos de las malas comidas, empezaban a salir los sábados para emborracharse lo mismo que se emborrachan estos alemanes que no quiero mirar a la cara porque a unos y a otros, todos, incluso los españoles, a los que veo por aquí y más aún a los que no han tenido necesidad de salir de sus casas porque lo tienen todo, los considero un tanto culpables de esta muerte que nos ha robado a Juan, el hijo que nació cuando, por todas las ciudades de España, sonaban los clarines de un ejército victorioso. Él ya no ha podido tomar la pluma, y ella no está a mi lado. Quizá busque también la forma de arreglar los papeles para que yo me lleve pronto de aquí a nuestro hijo. O tal vez no quiera hacer nada. Estará con el pequeño, al que también quisiera llevármelo. Escribo yo, Antonio, mojando el papel con mis lágrimas, aunque, la verdad, apenas si he llorado. Tengo fuerzas. Mi cuerpo seco aún es fuerte. No sé cómo he podido resistir todo esto. Estoy en una habitación blanca, pequeña, junto al depósito donde yace, mudo para siempre, nuestro hijo. Éstas son las noticias que os mando, a ti y a los nenes, y a las vecinas que nos quieren. Tendrás que salir a la frontera española, porque necesitaré dinero. Llegaré hasta la raya de nuestro país, pero de allí no podré pasar con este equipaje de amor que se tragará la tierra. Busca dinero y sal en seguida hacia La Junquera. Yo llegaré hasta allí en una furgoneta. No entiendo nada de lo que habla esta gente, pero poco a poco lo voy arreglando todo. Dos amibos y compañeros de Juan me han ayudado mucho, y se vienen aquí conmigo en el momento que salen de la fábrica. Ángel me hubiera servido de mucho, pero no está en Düsseldorf. Se marchó a Stuttgart, cansado —les dijo a los compañeros— de trabajar de la forma que lo hacen la mayoría de los que vienen aquí, aunque sea por medio de los centros oficiales. Se marchó de la fábrica poco después de llegar Luisa. Juan y él vivían en un mismo cuarto, y quizá comprendió que nuestro hijo quería tener a la mujer a su lado. Se fue. Ahora he pedido sus señas y le he puesto un telegrama. No sé si vendrá. De todas formas, quizá pueda salir pronto, pues me están arreglando todo para que así sea…
No sé qué pasaría en casa cuando recibieran la carta. Había escrito mucho, sin tapujos, pareciéndome casi increíble después que pudiera hacerlo, pues tuve que serenarme y adoptar una actitud bastante fría para ello. Era duro todo lo que tenía que decir. Tu padre, quizá, luego de leer la carta, aún pudiera permanecer algo sereno, después de tantos golpes recibidos ya a lo largo de la vida, pero los chiquillos… Los dos llorarían, qué duda cabe. Si aún no me explico cómo yo puedo estar aquí, a tu lado, con cierta serenidad. Verdad es que he gritado por todo este hospital; que he caído al suelo varias veces, que han tenido que asistirme los médicos, y que he ensuciado mis ropas, un temblor, un dolor enorme atenazándome, haciéndome temblar, al verte ahí, con los ojos abiertos, con vida aún, pero sin que pudieras decirme nada. Salí gritando hasta la calle y han tenido que darme calmantes y somníferos para poder descansar un poco. He ido luego a tu lado, tú ya con los ojos cerrados. No lloro, aunque presiento que lloraré mucho. Me duele algo ahí dentro, pero ese dolor no hace sino ahogar el llanto. He pensado en los que se quedaron en casa, en el momento que recibieran la carta, en las vecinas, y he pensado, sobre todo, en otras gentes, en las que no han tenido necesidad de moverse de sus ciudades, de nuestro país, porque las cosas les van bien, porque tienen buenos empleos, porque siempre vivieron con desahogo; he pensado en todos aquellos que, pese a no tener que sufrir como los que un día dejasteis el país, comentan con burla o ironía vuestra vida de aquí. ¿Qué saben esos imbéciles? He pensado en ellos, primero con rabia, con tristeza después. He pensado en los patronos españoles, en los Sindicatos, en el Instituto de Emigración, y he pensado en tu afán de querer ganar más dinero que ganabas en los talleres Cebrián. No te venías sólo por hacerle ver a Encarna que la querías y que te separabas para siempre de Luisa. Esto, con un poco de voluntad, lo hubieras conseguido allí también. No te venías tampoco como empujado por una broma de amigos. Parecías un tanto loco, bastante despreocupado, pero yo recuerdo las muchas conversaciones que has sostenido con tu padre, hablando sobre el trabajo. Hablabais de España, de Alemania, de jornales, de pesetas, de marcos… Tú parecías inquieto, con deseos de largarte donde fuera, con ganas de vivir mejor. Tu padre no te alentaba. Él ha sido siempre un hombre bastante conforme. Fue guardia, estuvo en la cárcel y luego vivió como aplastado, como si ya no tuviera alegría, dejándose llevar bastante por el ritmo que yo imponía en todo. Nos dedicamos al estraperlo, y yo era la que salía de casa, mientras él, enfermo, envejecido, se dedicaba a recorrer las tiendecitas y los mercados donde llevábamos el género, repartiéndolo poco a poco. Estuvimos viviendo bastantes años en Madrid, estrechamente, con sobresaltos, con penalidades, que tendré forzosamente que recordar, y luego volvimos a nuestra ciudad, que yo añoraba, porque en ella, unos años antes de la guerra, había vivido con ilusión y porque allí, en la vieja casa de los abuelos, tu padre me había querido, dejando en mi cuerpo la semilla para que nacieras tú.
Tu padre no sentía ya deseos de ganar dinero. Por eso te preguntó por qué te empeñabas en marcharte.
—¿Di, Juan?
—Padre, ¿crees que podré poner una casa y casarme con lo que gano en el taller? —le dijiste.
Sabíamos que no querías ir a vivir con la suegra. A mí me parecía bien. Y tampoco me parecía mal todo aquello que decías de que ya era hora de que un trabajador, cualquier trabajador español, pudiera montar su casa y casarse sin necesidad de trabajar doce horas. Y tú no querías estar metido en un taller todo el santo día, o trabajar en un sitio para luego ir a otro, como tantos hacen. Preferías marcharte al extranjero, que era la decisión que iban adoptando la mayoría de los obreros un tanto cansados de no poder llevar su casa holgadamente con el salario que ganaban.
—¡Salir al extranjero! —dijo tu padre.
—¿Y qué? Sacrificándose se pueden ahorrar unas pesetas. Lo hacen otros, ¿por qué no hacerlo yo?
Tu padre ya no quería hablar. Sus ojos se habían ensombrecido. Ángeles se había acercado a él para preguntarle no sé qué sobre un dibujo con errores. La rechazó. Ángeles había entrado de la galería y no estaba al tanto de lo que hablábamos. Por eso preguntó qué le pasaba a padre. Él miraba hacia la ventana, y fui yo la que le dije a la nena que lo dejara. Luego, él dijo:
—Vergüenza tendría que darles…
Y golpeó el banco de la cocina con el puño.
Os quedasteis callados. Yo dije:
—Bueno, ahora vamos a comer, y si habláis hacerlo de otra cosa. Llevamos cuatro o cinco días dale que dale, siempre con la dichosa marcha a Alemania.
Tú, luego, hablaste también de Luisa. Nosotros ya sabíamos hasta dónde habías llegado, y padre dijo:
—Mira, otra tenemos.
Pero no habló mucho. Estaba enfadado, como yo. Pero también es verdad que ni él ni yo podíamos ser demasiado severos. Pudimos regañarte a tiempo; no lo hicimos. Quizá porque, en el fondo, tú tenías mucha razón, toda la razón. Padre iba contigo al bar y allí, algunos hombres, quisquillosos, indiscretos, te hablaban, sonriendo, de esos amores entre Luisa y tú. Y padre oía, y padre, en vez de decirte que ya estaba bien de hablar de todo aquello, se callaba mientras removía el café de su taza con la cucharilla para disolver el azúcar, porque tu padre, Juan, casi se enorgullecía de que tú fueras, entre todos los jóvenes del barrio, el más decidido, el más arriesgado, ese muchacho con pinta y hechos de macho, que trabaja de firme en un taller, que tiene novia desde los dieciocho años y que ahora, a los veintitantos, cuando ya se habla de boda, se lía nada más y nada menos que con una mujer casada, de treinta años, hermosa aún, con buen tipo y con unas ansias de placer capaces de destrozar al hombre más hombre.
Dos cosas te empujaban a marcharte, y sobre las dos tenías razón, si eras sincero. Querías ganar más, vivir más dignamente, como debe vivir todo hombre que se destroza las manos con el trabajo, y querías hacer las paces con Encarna, demostrándole que tenías sentido común, que Luisa no te interesaba, que a la que querías era a ella, a tu novia. Por eso, bueno… Si te ibas… ¿Nos podíamos oponer de forma enérgica? Creo que no. Dos poderosos motivos te empujaban a marcharte, y nosotros debíamos comprenderlo y estar contigo.
Luego, fíjate… Luisa se vino aquí, y… Para qué hablar sobre todo esto… No ahorrabais un marco, perdías la salud, y al final, esta muerte, casi solo; esta muerte, Juan, que yo extendería, con su peso de dolor, sobre los hombros de todos los que ríen, de todos los que hacen ostentación, de todos los que, situados en la parte buena de la vida, miran despreocupadamente a los que no encontramos a lo largo de nuestro camino más que duros obstáculos.