SERAFINA ESTABA JUNTO A MÍ, en la calle, cuando el cartero me dio tu última carta. Preguntó si era tuya y le dije que sí, y entonces me animó a que la abriera allí mismo. Ni ella ni otra vecina sabían que tú estabas tan mal. Nos guardábamos de decirlo. Esto parecía absurdo, pues no son mala gente los vecinos. Pero creíamos, fíjate, que se iban a alegrar. A veces se piensan estas cosas. Creíamos que alguien iba a decir que todo era por andar por malos caminos. Temíamos la murmuración y nos dolía el que alguien pudiera alegrarse de nuestro dolor. Tú habías enfermado. No eras el primero que enfermaba en Alemania. Incluso te diré que a mí no me sorprendió. A padre le había dicho algunas veces que no eras muy fuerte, que no sabríamos cómo te iba a probar la vida en Alemania, donde nos decían que las comidas eran insoportables y además hacía muchísimo frío.
—A lo mejor lo pasa mal.
—Si no se hubiera ido… —murmuraba él.
Te habías ido, y ahora estabas enfermo. Serafina dijo:
—Se pone usted blanca, María. ¿Qué le dice su Juan?
No le contesté. Subí la escalera precipitadamente. Ángeles se alarmó, preguntándome:
—Madre, ¿qué te pasa?
Me había sentado en una silla de la cocina. José Antonio entró con su cartera de colegial y no se atrevió a darme un beso. Tu padre, delante de mí, no tenía entonces cuarenta y ocho años, sino ciento o más de ciento. Y yo también era una vieja. Los dos éramos, de pronto, dos inútiles ancianos. Nuestro hijo mayor, tú, tampoco eras el muchacho de ojos grandes, vivarachos, de aire desenvuelto (tus gestos, toda tu persona), que todos los mediodías me daba un beso con sabor a cerveza y a almendras fritas. Ibas camino de la muerte, una muerte que yo vi aparecer, en forma de carta, de mudo pero al mismo tiempo gritador papel, momentos antes por la calle. La muerte era todo ya, porque tu carta nos hablaba de dolor, un dolor que, si te mataba a ti, nos asesinaría también a todos nosotros. Padre miraba el papel, temblando entre mis manos enrojecidas…
… No, no vengáis ninguno. Esto pasará. Sé que no debiera escribiros, por lo menos contándoos estas cosas; pero aunque no dijera nada, sólo con ver mi letra comprenderíais que no estoy bien. Ahora mismo me gustaría teneros aquí, pero no vengáis. Me pondré bueno. Luisa viene a mi lado, aunque no todo lo que yo quisiera, pues ha de cumplir con su trabajo en el hotel donde está colocada. Tengo temblor en mis manos ahora, y la letra que siempre la hice tan bien, ya veis cómo me sale…
Padre apretó los puños y murmuró:
—No, ¡no!
Le miré, y entonces me pareció que era no ya un anciano inútil, un ser acabado, sino un esqueleto, algo sin carne, sin sangre, hasta que, después, poco a poco, pude ver su figura normal y le dije:
—Tengo que irme, Antonio; Juan se va a morir.
Entonces, el chiquillo, tu hermano, bajó corriendo la escalera y se lo dijo a Serafina, y Serafina no pudo callarse, y así, al rato, nuestra casa se había llenado de gente, y en las tiendas, en el mercado, y todas las porteras, y la mujer del quiosco que vende tebeos y chucherías y coge puntos de medias, y los muchachos de los talleres, los que te conocían y los que no, o sólo de vista, supieron que ibas a morir porque yo lo dije y José Antonio, tu hermano, lo había oído, y gritándolo como enloquecido, como si le hubiera dado no sé qué repentino ataque, salió a la calle, por todo el barrio.
Me ayudaron a preparar la maleta. Rafael, el marido de Pepi, que tiene amigos en la Jefatura de Policía procuró que mi pasaporte estuviera a punto lo antes posible. Y me vine hacia aquí. Durante el viaje, en los trenes, hablé de ti. Me encontré con mujeres que también iban a cruzar la frontera, con muchachas que venían a Francia a servir. Yo sentía un gran dolor. Ellas, no sé si porque iban varias, estuvieron mucho rato cantando. Luego se juntaron con chicos, y todos juntos cantaban y bebían vino de botas que ellos llevaban. Después, yo tomé un tren y los jóvenes otro. Dejé de ver a aquel grupo de hombres y mujeres que parecían buscar, en las canciones y en el vino, una alegría que poco a poco se les iba escapando. Pensé entonces que tú quizá también habrías cantado al venirte hacia Alemania. Ángel y tú erais muy alegres. Os juntaríais con otros chicos, y todos, como hicieron éstos, cantaríais alegremente viejas y nuevas canciones españolas.
¿Cómo puede cambiar todo en tan poco tiempo? Pensaba si había derecho a que ocurrieran cosas así. No sé si porque no he sido nunca buena creyente es por lo que, muchas veces, me ha parecido un tanto arbitrario el orden de las cosas. No he llegado a comprender nunca por qué Dios, si es Él, como dicen, quien dispone y ordena todo, consiente que ocurra algo tan terrible como era para mí, por ejemplo, saberte gravemente enfermo en un país lejano, frío, extraño.
No podía decirle a nadie que iba a verte, a ver a un hijo de veinticinco años que se me estaba muriendo. Pensaba en toda nuestra vida. Tu padre y yo habíamos peleado mucho. Nos casamos en guerra. En Madrid vimos entrar las tropas nacionales. Tu padre era guardia de Asalto y lo encerraron. Tú eras un recién nacido. Yo iba a verlo a la cárcel. Daba miedo la vida entonces. La guerra había convertido en algo triste ese Madrid, de nuevo alegre al pasar varios años. La tristeza del tiempo de lucha parecía agarrarse aún al asfalto de las calles, al cemento y yeso de las paredes. Llegué a temer por la vida de tu padre. Entonces había gente sin escrúpulos que denunciaba sin ton ni son, a veces por congraciarse con las autoridades del nuevo régimen. Antes, claro, había ocurrido igual. Ahora, unos por represalia, otros, como digo, por hacerse simpáticos al nuevo Gobierno, decían que éste ha sido esto y aquello y lo detenían, y así las cárceles se fueron llenando hasta no caber un alma más.
Padre fue un hombre honrado, pero se puso al lado del Gobierno que consintió cosas que repugna recordar, y sólo por eso podía pasarlo mal. Tú te criabas enclenque. Habíamos pasado unos malos años, y entrábamos en otros también malos. Tenía que llevarte a todas partes: a la tienda cuando iba por el racionamiento, a la tahona, a la carbonería, pues vivía completamente sola en una buhardilla de la calle de Buenavista, cerca de Atocha. Vivía pendiente de las noticias que me pudieran decir algo de los presos: si soltaban a unos, si iban a juzgar a otros… Con el alma en un hilo siempre, como suele decirse.
Me acordaba de nuestra vida llena de zozobra, de todos aquellos años, cuando éramos recién casados. El tren me llevaba por tierras de Francia hacia donde tú ibas a morir, y pensaba en aquellos años ya lejanos, cuando tu padre y yo nos conocimos en la pequeña capital de provincia. Ya había empezado la guerra, y mis padres, tus abuelos Juan y Ángela, murieron antes de que acabara la contienda. Tu padre era un muchacho alto, que me impresionaba un poco al verlo con el uniforme de guardia. Luego, cuando empezamos a tratarnos, me gustó, y llegué a encontrar un gran apoyo en él. Venía a casa y las gentes, por eso, empezaron a hablar —y no bien— de mí. No me importaba. Yo era una muchacha decente, vestida de luto, que lloraba por sus padres muertos, que iba al cementerio y se quedaba mucho rato sentada junto a los dos lomos de tierra, debajo de los cuales estaban los que, enfermos desde hacía años, murieron casi en las mismas fechas, quizá por la impresión de un bombardeo en el que nuestra casa quedó medio hundida. Aquel día tuvieron que ayudarnos los guardias de Asalto y los soldados. Había sonado la sirena de alarma y yo empujaba a mis padres para que bajasen a la cueva, único lugar que podría servirnos de refugio. Pero no se movían de la sala. Nuestra casa en las afueras de la ciudad, era pequeña, blanca, con un corralito donde teníamos gallinas, conejos y un cerdo. Aquel corral quedaría convertido en un hoyo y montones de escombros después del bombardeo. Cerca de casa, orilla de la carretera, estaba el cuartel y unos depósitos de material de guerra. Por eso bombardeaban de vez en cuando. Mi padre era diabético, y la abuela sufría, desde toda la vida, creo yo, una lesión pulmonar. Yo los cuidaba. Habían pasado muchas necesidades. Él, maestro de escuela, tuvo que retirarse por enfermo. Yo había empezado a estudiar magisterio también. No pude seguir. Lo dejé para más adelante. Pero más adelante vino la guerra, es decir, antes de que pasara aquella pausa que me había tomado en mis estudios. No nos creíamos que estuviésemos envueltos en una lucha fratricida. Era verdad, sin embargo. Los mozos de la ciudad se iban a las trincheras. Por las calles pasaban camiones cargados de aquellos muchachos que cantaban, estremecidos, sin embargo, por el miedo que no podían ahogar. Durante unos días hubo tiroteo por las calles y muertes en las carreteras. Tu padre aún no estaba en la ciudad. Luego, cuando vino y se fijó en mí, yo, después de vencer el casi temor que me inspiraba verlo con el uniforme, me sentí como si tuviera el convencimiento de que habían empezado a protegerme.
El día del entierro del abuelo se portó muy bien conmigo. Sobre el ataúd iba extendida la bandera republicana. Yo rezaba en silencio, y él, a mi lado, sujetaba a la abuela, que ni siquiera lloraba, mirando hacia donde yacía su esposo, como si ya, poco antes, hubieran acordado verse los dos de nuevo en no sé qué lejano y eterno lugar.
Lloré mucho por aquellos meses. Sabía que no estaba bien recibir a Antonio en casa, viviendo sola. Pero tenía la conciencia tranquila. Él me traía suministros del cuartel. Yo no me había preocupado de arreglar el corral para criar nuevamente animales con que alimentarme. Vivía sin ninguna ilusión, con los ojos húmedos siempre, y maldiciendo de aquella guerra que no se terminaba. Tu padre, es decir, el que poco tiempo después sería tu padre, al dejar el servicio venía a verme. Yo me iba acostumbrando a sus visitas. Deseaba ya aquellas visitas. Mientras vivió la abuela, aún, pese a que ella ni siquiera hablaba, tenía alguna compañía. Luego, cuando también se marchó, la soledad, la tristeza de la casa sin los abuelos y medio destrozada por las bombas, me ahogaba. La hora del anochecer, cuando él solía venir, se hacía lejana, como si nunca fuese a llegar. A veces me preguntaba si es que le quería. Pero no sabía responderme. Él estaba allí, a mi lado, y entonces yo me encontraba bien, más segura, como libre de no sé qué entrevistos peligros.
Un día noté sus brazos alrededor de mi talle y me estremecí. Hice fuerza para desasirme de él, quizá empujada por ese instinto de mujer que nunca ha sido ni rozada por un hombre. Estaba de pie junto a la chimenea de la cocina, de espaldas a él, y vencido ese primer impulso, comprendí que algo bueno, limpio, me acariciaba. Dejé que me fuese apretando. Comprendí que aquella noche no se iría ya, y un estremecimiento de temor pero también de felicidad me alteró la sangre.
—María, ya no nos separaremos —dijo.
No le escuchaba. Me había vuelto y teníamos los pechos juntos. A mi espalda había quedado el fuego, la lumbre mortecina. Noté sus brazos, la fuerza de sus brazos, estrujando mi cintura, y luego sus besos, uno, otro, más suavemente, como si todo su rostro fuese a hundirse dentro del mío. Me empujó blandamente luego hacia la alcoba, y desde entonces comprendí que, o había encontrado algo que me haría feliz o perdía todo lo que de valor me quedaba. No hablaba. Ni yo tampoco. Dolor y felicidad. Escondida bajo su cuerpo, con temblor de miedo, de angustia, y temblor por sentirme en él, con él. Luego, un pensamiento rápido, y estas palabras:
—Antonio…
—¿Qué?
—Si te vas y me dejas, me mataré.
Me miró.
—Nos iremos juntos —dijo él.
Había presentido, antes de aquella noche, que lo iban a trasladar pronto. Y así fue. Poco tiempo después se marchaba a Madrid.
—En cuanto me sea posible vengo por ti, y entonces nos casaremos, María.
—Esperaré un mes —le dije—. Si pasado ese tiempo no apareces, no me busques, porque ya no me encontrarás.
Era una muchacha triste, blanca, delgada, las ropas negras un tanto holgadas sobre mi esmirriado cuerpo. Iba al cementerio, al mismo tiempo que esperaba noticias de Antonio. Al fin supe que había estado buscando casa para vivir los dos en Madrid. Pero no me alegré. Madrid era un infierno, acosado por las fuerzas nacionales. En Madrid saqueaban y mataban a diestro y siniestro. Madrid podría ser nuestra muerte. Pero no quedaba más remedio que vivir allí. Y emprendí el viaje. Cuando llegué a la estación, el abrazo que nos dimos Antonio y yo no parecía tener fin.
—Te gustará la casa, verás —me dijo, andando ya por el andén.
—Ahora ya estoy contenta —le dije—. Tenía miedo de venir aquí, pero ese miedo, al verte a ti, ha desaparecido. No me has dejado —añadí—. Estamos juntos…
No me dejó. A los pocos días fuimos al Juzgado, a casarnos. Yo estaba embarazada de ti. Vivíamos con muchísima inquietud, pero con instantes también de felicidad. No estaba sola, tenía un hombre a mi lado, un hombre que me quería, que había engendrado un hijo en mí.
Luego, cuando poco después de oírse las trompetas del ejército vencedor se lo llevaron a la cárcel, recién nacido tú, yo grité y maldije y me sentí morir, pero él, con tranquilidad, dándome el último beso, me dijo que no llorase, que era natural el que se lo llevaran, pero que pronto estaría a mi lado.
Estuvo en la cárcel dos largos años, que a mí, con tanto viaje, con tanto mal presentimiento dentro del alma, me parecieron dos interminables siglos.
Cuando salió, tú, aunque delgado, desnutrido, ya podías andar cogido de su mano. Eras guapo, con los ojos negros y grandes, y yo le decía a tu padre que nos harías felices.
Ahora, cuando vas a cumplir —si los cumples— veinticinco aros, voy a verte a una ciudad de Alemania, en donde trabajabas y, a juzgar por lo que dices —y por lo que no dices— en tu carta, has empezado a morir.