NO SÉ POR QUÉ he tomado de nuevo este montón de papeles. A ver, hijo, para qué le doy vueltas a este montón de palabras que me hacen tanto daño…
—Estoy bien, madre. Hace unos días me atacó un poco ese dolor, del que ya les hablé. Pero no será nada… Ella me cuida. El chiquillo se cría hermoso. Si esto mío no fuese nada… Me hubiera gustado poder casarme con Luisa. Nunca creí que llegase a quererla como la quiero, madre. Pero su marido es joven, y seré yo, seguramente, el que muera antes…
Tomar este papel es tirar nuevamente de las lágrimas, aunque no sé cómo no tengo ya los ojos secos. ¿Cuántas veces he mojado ya con mis lágrimas las frías losas de este hospital? Y también las calles, esas desconocidas calles de adoquines húmedos, de edificios grises, ennegrecidos, con cientos de rótulos que yo no puedo entender aunque lea sus letras. He tenido que salir para gestionar algunas cosas. Mejor que ella me hubiera ayudado. No sé por qué se ha ido, apenas saber que ya no eres más que un cuerpo frío. Ella, lo mismo que tú, había aprendido unas cuantas palabras de esta maldita lengua. Hubiera podido ayudarme. Pero dijo que ella tenía la culpa, y se fue, sin apenas mirarme.
… Lo peor de todo fue el otro día. Sufrí de nuevo ese fuerte dolor en el pecho y vomité un poco de sangre. Pero no te alarmes, madre; ni tú, padre; ni tú, Ángeles; ni tú, José Antonio. Sabéis que ahora existen medicinas estupendas y en este hospital estoy muy bien. Los compañeros vienen a verme, y entonces hablamos de España, emocionándonos. Ellos me dicen· «Verás si te pones pronto bueno, Juan», y me palmean cariñosos en los hombros, y luego me dejan algunos dulces. Han venido incluso varios de los que me trataban muy poco allí en la fábrica. Yo les agradezco mucho estas visitas. Luisa los acompaña luego por la sala y los pasillos del hospital hasta la puerta de la calle, y después, ella vuelve y me coge una mano y llora, diciendo: «Tenía que haberle escrito a mi nena, pues hace tiempo que no sé nada de ella». Yo pienso entonces en nuestra ciudad, y en la calle donde está nuestra casa, y también cómo, primero de broma, luego en serio, me lié con ella, con la Luisa, y en cómo después, cuando Encarna, mi novia, se puso a rabiar por los celos, decidí venirme a Alemania, y pienso también, a continuación, y en estos instantes mientras Luisa mienta a su nena, en el día que me la vi aparecer por la puerta de la fábrica, que no me lo creía, madre, pero era verdad, y fue Ángel, mi amigo, el que la vio antes que yo y dijo: «Mira quién tienes ahí», y entonces, al mirar, al verla a dos pasos de mí, se me cayó el soplete de la soldadura al suelo, y luego me quité la careta a trompicones, nervioso, con temblor en todas mis carnes, y fui en derecho a ella y la abracé, y no sé cuánto tiempo estuvimos abrazados, hasta que vino el encargado y dijo: «Su mujer, ¿eh?», sin que yo apenas le escuchara, cogido como con desesperación al cuerpo de Luisa, que demostraba quererme, aunque no era lícito que (los dos lo sabíamos) me quisiera, ni yo a ella, teniendo marido y una nena de ocho años. Pero estaba allí, y yo tengo que recordar muchas veces ese momento, y lo recuerdo mucho más ahora, cuando después de irse algún compañero de la fábrica ella y yo nos quedamos solos y noto el apretón de sus manos sobre las mías, delgadas y sudorosas por la fiebre, al tiempo que veo sus ojos un tanto húmedos. Pienso muchas cosas entonces, y me creo que estoy verdaderamente mal, porque deseo dejar la cama y volver a la fábrica y a nuestro cuarto de la barraca. Pero no puedo y ella dice: «Ya saldrás de aquí, no te preocupes», y la verdad es que, si esto, el dolor, no…, en fin, que a lo mejor no sé si… si saldré y perdonad todos que os hable así, pero estoy escribiendo esta carta en un día lluvioso y frío del invierno alemán. Por eso quizás escribía con esta sinceridad que debiera guardarla, o romperla, antes de permitir que me empuje a contaros cómo estoy. Ya lo sabéis. Pero no vengas, madre, como has dicho. No sabes lo que es esto, no tienes idea…
Estoy releyendo la carta, ya ves. Tú decías que no viniera. He venido y ya no hacías más que mirarme con tus grandes ojos negros de moribundo. Ya no me hablabas. ¿Dónde estaba tu voz de muchacho de veinticinco años? ¿Qué habías hecho de tu alegría? ¿Por qué ocurre todo esto, Juan? No vivíamos tan mal. Podíamos haber seguido como hasta que tú dijiste que te venías a Alemania.
—¿Te vas a Alemania? —te preguntó tu padre.
—Sí, me voy —contestaste—. Con Ángel Castro, mi amigo y compañero de taller.
—Pero si tú estás bien aquí, si con lo que ganas y algo que te daremos nosotros ya puedes poner la casa y casarte…
Tú mirabas a padre. Padre aún añadió:
—Encarna dice que podéis vivir en su casa. En cuanto se case su hermano, tú sabes que se quedan solas ella y su madre. Estaréis bien.
Dijiste:
—Bueno, a lo mejor estábamos bien, como tú dices, padre. Pero yo…
—¿Qué?
—Me iré.
—No lo entiendo.
—No lo puedes entender. Tú siempre te has conformado, viviendo de cualquier manera. Yo quiero ahorrar dinero, como otros que se van hacen. Además, hay otra cosa que…
Te habías empeñado en irte. Antonio, tu padre, me dijo luego que tu deseo de marcharte era «por esa otra cosa que había…».
—No es sólo por ganar dinero. Juan está bien liado y se ve que quiere…
—¿Te refieres a lo de Luisa?
—Sí, a eso.
Entonces empecé a pensar en esa mujer. De modo que os habíais liado a base de bien. Yo me esforzaba para creerlo. Pero en el barrio era ya la comidilla de todas las porteras y las vendedoras del mercado.
—Ya veis, Luisa, la templada ésa, con un marido tan «apañao» como el que tiene y se lía con el loco de Juan.
—¿Con ese que trabaja en los talleres Cebrián?
—Con ése.
—El chaval es majo.
—Un golfante, eso es.
Hablaban de ti y yo lo sabía. Y tus hermanos lo sabían, pues en más de una ocasión fue José Antonio, el crío, el que me dijo que había oído a las mujeres en la calle murmurar de ti. Yo me disgustaba, y tu padre parecía otro hombre. Me daba la impresión de que al salir a la calle, al ir al bar a tomarse un café y leer el Marca, se avergonzaba un poco.
—El muchacho es la comidilla del barrio —comentaba luego conmigo—. No sé cómo se me pone de jaleos con esa mujer casada.
Yo estaba con un genio de mil demonios el día que tu padre me dijo estas palabras por primera vez, y por eso le solté:
—Porque esa mujer es una zorra. Ella tiene la culpa de todo. Su marido trabaja y pueden vivir, pero prefiere ir a hacerles la manicura a los señoritos. Esa mujer no me gusta, Antonio; se ha fijado en Juan y lo destrozará.
—Bueno, ya veremos qué se hace —dijo tu padre, y su aparente tranquilidad me irritó más.
Encarna sospechaba de ti. Ibas a verla poco. Tú decías que siempre estaba de morros, y que tanto ella como su madre lo que querían era dominarte. Y entonces te reías, diciendo que estaban frescas si pensaban dominarte a ti. Y seguías haciendo lo que te daba la gana.
Yo ahora, parece que te veo salir del taller, tomar tu moto y escapar como una exhalación por las calles recién asfaltadas, llenas de sol, de nuestro barrio. Venirte aquí, a esta enorme ciudad de Düsseldorf, sin apenas sol, con estos edificios que parecen como envueltos por los oscuros crespones de un luto eterno, era ya morir, Juan. Tú tenías que morir aquí. Nuestro barrio siempre está lleno de sol. Yo iba al mercado y Ángeles se quedaba arreglando la casa. Ponía la radio, cantaba. Tu padre se había ido a la obra, y José Antonio a la escuela. Sobre las nueve, si yo no había pasado por el taller, tú tomabas la moto y en un momento te presentabas en casa. Tocabas el timbre desde abajo, me asomaba yo, o Ángeles, al rellano de la escalera, preguntábamos si eras tú, y tú decías que venga, el almuerzo a escape. Bajaba la nena, y tú te ibas a la puerta del bar de Pedro, sentándote en una silla de railite, y allí mientras mordías tu almuerzo, hablabas con los compañeros, con Ángel, que no sé hasta qué punto te envenenó también para venirte a esta Alemania que ojalá no existiera.
Yo subía con la cesta de la compra. El saludo a la portera, la conversación con Ramona, la del primero, el encuentro con Pepi, la chica recién casada, tan vergonzosilla, que vive enfrente de nosotros, en el mismo rellano, y a la que tú, un día, le dijiste algo que no le gustó, y yo, luego, me disculpé como pude. Llamaba a Ángeles si la cesta pesaba mucho, y luego, las dos, metíamos las cosas en la nevera y en la despensa.
—¿Voy por hielo, madre? —preguntaba ella.
—Bueno, sí. Tráete media barra.
Y se entretenía en el quiosco donde venden revistas, tebeos, tabaco, cromos y chiclés y la dueña arregla puntos de media mientras, sin moverse de su cuchitril, se entera de todo lo que ocurre en el barrio.
… No debes venir, madre. Luisa me cuida. ¿Veis alguna vez a su marido? Me inquieto ahora, cosa que nunca me había pasado. La nena está con la madre de él, me han dicho. Luisa se acuerda estos días de ella. Luego vivirá también con nosotros, dice, y así Juanito ya tendrá una hermana, añade…
La calle siempre llena de sol… Pasaba un trapero, gritando. Luego, el camión que descargaba, suavemente, con unos garfios que se mueven por medio de una manivela, las grandes pipas de vino a la puerta de las Bodegas Hoyos. Pasaban los camiones que llevan yeso, ladrillos, cemento, hierro y viguetas a las obras, uno de ellos conducido por tu padre. Me asomaba yo a la ventana. Antonia, Serafina, Remedios, Asunción, Rosita y Mercedes, las vecinas que viven en las casas bajas de enfrente, ya están de charla. Ellas son las que me han dicho una y otra vez:
—¿Pero es que no se da cuenta, María? Juan está loco por esa mujer.
Todo permanece un tanto tranquilo todavía, y yo les digo y me digo a mí misma.
—¡Bah! Serán ganas de requebrarla un poco…
Tú estás siempre alegre. Vienes a mediodía. Viene también tu padre. Llega José Antonio. Ángeles trae el hielo, pero también una revista, Sissi, por lo que luego tengo que decirle muchas veces que ya está bien de leer todo eso de príncipes azules, empujándola incluso, tanto con los brazos como con las palabras «hala, venga, vamos», para que ponga la mesa. Tú habías entrado un momento en el bar de Pedro, pues notaba que te olía la boca a cerveza y almendras fritas. Tu beso dejaría en mi frente, por un instante, ese regusto al vermut precipitado.
Tu padre me decía:
—¿Qué, bien?
—Bien —le contestaba.
Luego empieza a hablar, como casi todos los días, de la finca que construye Moraga. Iban ya por el sexto piso. Nuestro barrio estaba cambiando a pasos de gigante. Cuando nosotros vinimos a vivir aquí, las calles no estaban asfaltadas, y entre edificio y edificio había pedazos de tierra, desmontes, basureros, por donde, en todo momento se veían vagabundos, traperos, vendedores de chucherías para los chiquillos que al salir de la escuela se detenían a jugar. Ahora ya no es conocido. Y yo me alegro. Padre solía decir:
—Creo que acertamos al venirnos a vivir aquí.
Ángeles salía luego, por la tarde, con su bastidor, para ir a casa de Rafaela, a aprender a bordar. Yo la veía tomar sus revistas, que hablaban de muchachos guapos, pero ¿qué iba a hacer? En casa de Rafaela hablaban de chicos, de dónde había estado el domingo, de películas y artistas. Yo le decía:
—Tienes que contarme a mí todas las cosas antes que a nadie. Ángeles.
Pero que si quieres. Tú tampoco me contabas mucho, a veces nada. Por eso suspiraba y me decía: «¡Ay, los hijos…!».
—¿Qué quieres? —decía tu padre—. Ellos viven otra clase de vida, y se creen que nosotros no podemos entenderlos. ¿Te das cuenta de José Antonio? Va el primero de su clase, el crío…
Luego, padre te miraba a ti. Ya habías dicho que te ibas. Por eso, la noche que viniste con Ángel, para hablar otra vez del dichoso viaje, sobre el pasaporte, sobre cosas que nosotros no queríamos escuchar, padre me dijo después que era verdad, que te ibas, que no nos quedaba más remedio que aceptar tu decisión y desearte suerte el día de la marcha. Ibas a dejar de vernos, y de ver el barrio, nuestra ciudad, tantas cosas…
… No lo puedo remediar, madre, pero ahora me acuerdo de todo: me acuerdo mucho del bar, de los vermuts que nos tomábamos los sábados padre y yo. A veces te subíamos a ti un botellín de Cinzano y unas gambas saladas. Ángeles y José Antonio venían a llamarnos, y sus palabras («Venga, que la comida ya está en la mesa») me resuenan en los oídos como si me las estuvieran diciendo de nuevo o como si alguien me las trajese, por un empujón, desde tan lejos… Y también me acuerdo del taller, y del señor Cebrián, el jefe, aunque bien es verdad que muchas veces lo he maldecido, porque nos explotaba, como suelen hacer casi todos los jefes o patronos, incluyendo a estos alemanes que sonríen pero que no ríen… Madre, estoy bien. Ha venido Luisa y… ¿Qué quieres que te diga? Me he alegrado. Yo le había escrito a Encarna, como todos sabéis, diciéndole que no se apurase, que lo mío con la casada había terminado al venirme aquí. Y ahora… No sé por qué pasan estas cosas. Padre, tú eres hombre y por tanto debes comprenderlo bien. Yo la miraba y le decía cosas así con ímpetu, como si, sólo con los ojos, me la fuese a… a comer, sí, y ella, ¡qué sé yo!, me decía gamberro y tal, pero se ve que le gustaba que yo fuera con requiebros. Luego he pensado que le hacían falta muchas cosas. Entonces yo no pensaba nada: sólo me decía «verás ésta, verás la jacota, verás la elementa… Como se me ponga a tiro…». Ahora está aquí, a mi lado, y me dice «a ver qué escribes, Juan, ¿puedo leerlo?», y yo le dejo la carta y ella sonríe un poco, pero también es verdad que se pone triste, apretándome las manos con las suyas. Luego, ella me deja para hacer una comida como las de España, por lo menos en intención, y yo la veo andar por nuestro cuarto de la barraca y ya no sé si soy capaz de pensar en ninguna otra mujer. Por eso tenéis que haceros a la idea de que ella me quiere, y no penséis que está a mi lado por sacarme el dinero, como sería fácil suponer. Ella también se sacrifica, pues al igual que yo, trabaja.
Toco todos estos papeles que me he traído como si ya, antes de subir al tren, presintiera que tu voz había muerto para siempre. Le dije a padre:
—Me voy, que nuestro hijo se muere.
—Calla, por Dios —dijo él—. Morirse…
No pudo convencerme, ni se convenció a sí mismo, de que lo tuyo no sería nada.
—Se muere —repetí—. Creo que se muere, y debo irme.
Me miraba. Tenía temblor en los labios, se le nublaban los ojos.
—No… No lo digas. Ve, márchate ahora mismo, si quieres; pero no lo digas, no…
No sé si me oirías gritar por estas salas, por este hospital que huele a yodo y a patatas y verduras hervidas. Le he dicho a ella:
—Vete, anda, vete, que lo has matado.
Echabas sangre a borbotones por esa boca que ella ya no quería besar.
Dije a los médicos:
—Se muere, y es mi hijo. Es Juan, mi hijo Juan, de veinticinco años.
Y pensé que naciste justamente el 28 de marzo de 1939, cuando terminaba la guerra de España. Repetí, casi sin voz:
—Veinticinco años… Tiene veinticinco años…
Pero los médicos no me entendían. Menos aún cuando, sin que mis ojos vieran nada, hablé de fiestas, de músicas con ritmos alegres, con compases de marchas triunfales, y hablé de una primavera en la que habían surgido enormes carteles por todos los campos y caminos, como flores gigantes, como voces que acariciaban o herían, como manos de hombres escondidos que te ofrecían algo ganado hacía ya mucho tiempo. Dije aún:
—Veinticinco años…
Y luego vi nuestras carreteras, y nuestros campos; pero al instante no pude ver sino la sangre, aquella sangre oscura, caliente y enferma, que se te escapaba por la boca. Grité:
—¡Juan! Juan, no te muer…
¿Para qué gritar? Ella, Luisa, volvió poco después, y al verte muerto echó a correr por los pasillos del hospital, y ésta es la hora en que aún no ha aparecido. Para mí sigues siendo el mismo, y si ya no puedo llevarte vivo, te llevaré muerto; te llevaré a nuestro país, a nuestra ciudad, y quizá ni siquiera llore más. Tengo que ser fuerte, Juan. Luego, cuando estés enterrado, cuando duermas entre la tierra de nuestro cementerio, ya te lloraré, pasándome junto a tu lápida las largas tardes de los domingos.