9

ABBY

Era incapaz de relajarme y dormir.

Christine y Paul eran muy distintos a como yo me los había imaginado, aunque tampoco es que me hubiera formado una imagen exacta de cómo creía que serían. Sólo había supuesto algo más siniestro.

Así que no estaba nada preparada para la pareja tan normal que nos recibió en su casa. Paul era un poco mayor que nosotros, alto y robusto, tenía el pelo rubio oscuro y unos preciosos ojos azules. Christine, por su parte, era más bajita, tenía media melena castaña y una mirada amigable que brillaba cuando se reía.

No dejé de observarlos ni un minuto en busca de algo en su conducta, alguna pista que dejara entrever la naturaleza de su relación. Estaba segura de que habría una caricia, una mirada, un gesto, y entonces yo pensaría: «Sí, ahora lo veo. Ahora es evidente».

Pero no hubo nada.

Sólo vi cómo Christine bromeaba con su marido y le lanzaba una mirada molesta cuando él dijo que los llantos del bebé eran un buen método anticonceptivo. No hubo ninguna mirada sutil. Ni ninguna pequeña caricia cargada de significado.

Sólo eran una pareja normal y corriente.

Cuando los hombres se marcharon del salón, Christine me habló con naturalidad y me preguntó cómo nos habíamos conocido Nathaniel y yo. Ya sabía lo de la boda de Felicia y Jackson y hablamos, no sólo de esa boda, sino también de la suya. Lógicamente, al final nuestra conversación se centró en Sam y en los altibajos de la maternidad. No salió ni una sola vez… bueno, lo que yo pensaba que saldría.

Al cabo de un rato, los hombres regresaron al salón y Nathaniel y yo nos fuimos a la habitación de invitados.

Me di media vuelta con cuidado para no despertarlo. Aún estaba sorprendida de que me hubiera pedido que durmiera con él y me sentía muy honrada de que lo hubiera hecho. Yo sabía, basándome en conversaciones anteriores, que cuando él decía que no solía compartir la cama con sus sumisas quería decir que lo había hecho menos de cuatro veces.

O nunca.

No habíamos hablado del día siguiente. De cómo iría o de lo que haríamos. Yo no dejaba de intentar imaginar cómo sería nuestra experiencia en el cuarto de juegos. ¿Me resultaría extraño ver desnudos a Paul y Christine?

En la habitación de invitados de éstos había una cama de matrimonio. Por algún motivo, me resultaba extraño. Yo tenía una cama de matrimonio en mi apartamento y aunque acostumbrábamos a dormir juntos con más frecuencia en la cama extragrande de Nathaniel, de vez en cuando también compartíamos mi cama.

Para evitar pensar en lo que ocurriría el día siguiente, decidí pensar en camas. Me pregunté por qué estarían clasificadas de aquella forma: doble, de matrimonio y extragrande. ¿Por qué no pequeña, mediana y grande? Y ¿por qué la doble era la más pequeña?

Flexioné las rodillas para pegármelas al pecho y de repente noté unos brazos que me rodeaban.

—Esta noche estás especialmente intranquila —dijo Nathaniel, estrechándome un poco más.

—Siento haberte despertado, Señor.

—¿Quieres hablar de algo?

—No si eso va a ser motivo de que no puedas dormir.

Me dio un beso en la nuca.

—No te lo habría preguntado si me preocupara perder horas de sueño. Ahora mismo, tú eres mi mayor preocupación, quiero conseguir que te sientas cómoda y que descanses. Quiero que mañana estés en el mejor estado anímico posible.

Yo sabía muy bien cuál era su preocupación. Sabía la gran cantidad de tiempo y atención que dedicaba a planificar nuestros fines de semana. Estábamos sacrificando mucho tiempo para estar allí. Tiempo que, normalmente, sería nuestro y compartiríamos solos.

Nathaniel había planeado hasta el más mínimo detalle para conseguir que yo estuviera a gusto, para ayudarme a relajarme y que me sintiera cómoda con sus amigos. Incluso me había invitado a dormir con él.

Como me había dicho que debía pensar en aquella casa como si estuviera en la biblioteca, deslicé las manos por sus brazos y disfruté de su fuerza y de lo tranquila que me sentía entre ellos.

—Ahora me siento mejor —dije.

—¿Y eso?

—Ahora que me estás tocando. Sé que suena raro, pero siempre consigues relajarme cuando me tocas.

Estrechó un poco más los brazos.

—Yo estoy aprendiendo tanto como tú. Me ha parecido que te sorprendía un poco que te invitara a dormir conmigo. Tenía miedo de que prefirieras dormir en el suelo pero no quisieras decepcionarme.

Yo me volví para mirarlo.

—Yo no quiero decepcionarte nunca, pero mis motivos para dormir contigo esta noche son completamente egoístas. Sencillamente, me siento mejor en tu cama.

—Me alegro —contestó—. ¿Qué piensas de Paul y Christine?

—No son como esperaba.

—¿Debo atreverme a preguntarte qué esperabas?

—Pensaba que Paul sería fornido y corpulento. Muy peludo. Y que vestiría mucho cuero negro. —Bostecé—. Quizá incluso una máscara.

—Tienes una imaginación muy poderosa.

—Creía que Christine sería reservada y callada —continué—. Tímida.

—Christine es de todo menos tímida. —Deslizó un dedo por mi collar—. Esto no anula tu voluntad, no te convierte en una esclava. Ya lo sabes. —Me dio unos golpecitos en la cabeza—. Te lo tienes que meter aquí. —Me puso la mano en el corazón—. Tú eres una mujer valiente, fuerte y fiera.

—Es por ti —susurré, agradecida por el refugio de la oscuridad—. Tú eres quien me permite ser valiente, fuerte y fiera.

—Y sólo estás en la superficie, preciosa. —Me rozó la mejilla con los labios—. Estoy impaciente por ver cómo te das cuenta.

—Estoy nerviosa.

—Ya lo sé —dijo—. Y mañana, incluso aunque estés nerviosa, seguirás siendo valiente, fuerte y fiera. Porque tú eres así. Es lo que necesito de ti y es lo que vas a darme.

Todo mi ser. Yo estaba dispuesta a poner toda mi persona en sus manos. Le daría todo lo que me pidiera.

—¿Te ayudaré a dormirte si te abrazo? —me preguntó.

—Siempre me ayuda que me abraces, Señor.

Me dio la vuelta para que mi espalda quedara pegada a su pecho y yo me acurruqué en su calidez. Me rodeó con los brazos y me quedé dormida pocos minutos después.

Después de disfrutar del abundante desayuno que preparó Paul a base de salchichas y tortitas, Christine y yo nos fuimos al salón. Ella tenía a Sam en brazos y se disponía a darle de mamar.

—No te importa, ¿verdad? —me preguntó.

Pensé que era un detalle que lo preguntara, incluso a pesar de lo que iba a hacer delante de mí pocas horas después.

—No —contesté—, no me importa.

Yo no había estado con muchos bebés y tampoco había visto a nadie amamantando a uno. Colocó a Sam con mucha habilidad y luego se puso una gasa sobre el hombro, que ocultó la mayor parte del pequeño.

A continuación, suspiró y se recostó en la silla.

—Es un tragón —dijo, pocos minutos más tarde—. Igual que su padre.

Yo asentí, pero como no veía ningún motivo para seguir esperando, me abalancé sobre las preguntas que me moría por hacerle.

—¿Cómo os organizáis Paul y tú para seguir jugando con un bebé en casa?

—Te aseguro que no lo hacemos tan a menudo como nos gustaría.

—¿Ya no lo hacéis todos los fines de semana?

—No —dijo—. Desde que tenemos al bebé eso ya no funciona. De momento utilizamos el cuarto de juegos cuando tenemos tiempo, cosa que últimamente no es muy a menudo.

—Aunque tenéis un buen motivo —comenté, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Sam.

—Oh, sí. No lo cambiaría por nada. —Se quedó pensativa un momento—. Bueno, no todo. Sí que cambiaría la cantidad de horas que duermo. Y el goteo continuo de la leche. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. ¿Sabes lo raro que es llevar sujetador en el cuarto de juegos?

—Nosotros empezamos a jugar de nuevo el fin de semana pasado —le expliqué—. Pero sí, ya me lo imagino.

—Escucha —dijo—, yo soy una persona muy abierta y sincera. Haz el favor de avisarme si te doy demasiada información.

—No pasa nada.

—La primera vez que jugamos después de que naciera Sam, hará unas cuatro semanas, no llevaba el sujetador y, bueno… el goteo. He visto muy pocas veces a Paul quedarse de piedra. —Se rio—. Pero la expresión de su rostro no tuvo precio.

Traté de imaginar al imperturbable Paul quedándose de piedra, pero no lo conseguí.

—Y ¿qué hizo? —pregunté.

—Lo limpió —respondió. Yo imaginé paños húmedos y papel—. Luego me dijo que el sabor era bastante dulce.

Noté cómo me ruborizaba.

—Lo siento —se disculpó—. Me he pasado.

—No —la tranquilicé; quería oír más cosas sobre ella y Paul—. Es que no me lo esperaba, aunque quizá deberíamos empezar con algo más sencillo. Quiero saber cómo os organizáis. Explícame cómo os conocisteis.

—Paul es muy conocido —afirmó y me dio la sensación de que Christine solía contar aquella historia a menudo—. Su reputación le precede. Probablemente ocurra lo mismo con Nathaniel.

Asentí.

—Lo vi por primera vez aquí, en una reunión —continuó—. Yo ya hacía años que era sumisa, pero en ese momento acababa de salir de una relación. Algunas semanas más tarde, él me pidió ayuda para una demostración. Ya sé que Nathaniel es tu primer Dominante, pero confía en mí, cuando juegas con alguien experimentado —negó con la cabeza—, es alucinante.

Yo dudaba que alguien pudiera hacerme sentir como me hacía sentir Nathaniel, pero preferí no decir nada.

—Estuvimos jugando sin compromiso durante algunos meses —explicó—. Y luego acordamos vernos cada fin de semana. Empezamos a salir y, bueno, el resto es historia.

—Nathaniel me dijo que una vez mantuvisteis una relación las veinticuatro horas del día durante toda la semana.

Ella asintió.

—Fue después de empezar a salir. Hubo algunas cosas que disfruté mucho, pero no creo que a Paul le gustara demasiado.

—Creo que a Nathaniel le pasaría lo mismo.

—¿Y a ti?

Pensé en ello. ¿Cómo sería ser su sumisa toda la semana, ampliar nuestros juegos del fin de semana? Siete días… Lo imaginé por un momento. Era mucho tiempo. Podríamos hacer muchas cosas.

—Quizá —dije—. Sólo una semana tal vez. Por probar.

—Como ya te he dicho, a mí había ciertas cosas que me gustaban. Era una experiencia diferente. —Se dio un minuto para cambiar de pecho a Sam y luego se volvió a cubrir—. No quisiera ver la cara que pone Nathaniel si le dices que quieres intentar llevar una relación de veinticuatro horas. —Se rio—. Probablemente esto no era lo que tenía en mente cuando dijo que le gustaría que tú y yo habláramos.

Me reí con ella.

—Probablemente no.

—Lo que tienes que recordar sobre Nathaniel —me explicó, poniéndose seria de nuevo—, es que es la primera vez que se enamora. Está yendo más despacio contigo que con sus anteriores sumisas. Ya sé que en parte se debe a tu inexperiencia, pero también a que tiene miedo de presionarte demasiado.

Eso me resultaba muy fácil de creer.

—Ya lo sé y te puedo decir que sé que habrá momentos en los que querré que me presione más.

—Tienes que decírselo. Tu deber es informarle siempre que necesites que las cosas sean distintas.

—Me cuesta mucho comprender eso. Me resultaría imposible hacerlo durante un fin de semana.

—Él necesita la información —insistió—. Pero si te vas a sentir más cómoda, puedes decírselo entre semana. No hay ninguna regla que diga que no puedes hablar del fin de semana durante el resto de la semana.

—Eso es lo que necesito recordar. Es información. No le estoy diciendo lo que debe hacer.

—Exacto. Él es quien tiene la última palabra, pero podrá tomar mejores decisiones si tú le das todos los datos que necesita.

Le quería preguntar muchas cosas, pero había un asunto en concreto del que realmente necesitaba hablar con alguien. Alguien que no fuera Nathaniel.

—¿Te puedo preguntar una cosa? —le pedí.

—Soy un libro abierto —contestó con una sonrisa—. Para mí hay muy pocas cosas prohibidas.

—Las varas —dije, casi estremeciéndome al decir la palabra—. Háblame de ellas.

—No es un tema escogido al azar, ¿verdad?

Me mordí una uña.

—Las marqué como límite infranqueable porque estaba asustada. Pero a Nathaniel le gustan.

—Y ¿quieres conocer la visión de una sumisa sobre las varas?

—Sí.

—Me sorprendería mucho que Paul no hubiera usado las varas con Nathaniel en más de una ocasión cuando le enseñó —dijo—. Pero supongo que su perspectiva es muy distinta a la mía.

—Entonces ¿me lo explicarás? —le pregunté, muy interesada por escuchar lo que pensaba de aquellas cosas que tanto me asustaban.

Christine asintió.

—Verás, Paul me ha castigado con una vara en alguna ocasión y eso es algo completamente distinto. No me gusta nada cuando las usa de esa forma.

—¿Se pueden usar las varas para otras cosas?

—Conozco mucha gente que disfruta cuando los azotan con varas. Yo soy una de ellas.

—¿Ah, sí?

—Todo es cuestión de técnica y Paul tiene una técnica excelente. Y Nathaniel aprendió de Paul.

No dije nada.

—No te mentiré. Duele —añadió—. Pero los azotes también, ¿verdad?

—Sí, pero los azotes me gustan.

—En ese caso, cuando te sientas cómoda con las varas, probablemente te guste que Nathaniel las utilice —auguró—. Siempre que lo haga progresivamente, claro.

—¿Progresivamente? ¿Como los azotes de calentamiento?

—Exacto.

—Hum —exclamé a modo de respuesta. Aparqué el tema para pensar en ello después. ¿Varas para el placer? Quién lo iba a decir.

El timbre de la puerta sonó justo cuando Christine sacaba a Sam de debajo de la gasa y se ponía bien la camiseta.

—Ésa debe de ser mi madre —comentó—. Justo a tiempo.

Cuando la madre de Christine se marchó con Sam, Nathaniel y yo volvimos a la habitación de invitados. Me dijo que tenía un conjunto preparado para mí, pero me detuvo antes de que me lo pusiera.

—Antes de que te cambies —expuso—. Quiero que sepas que el tiempo de biblioteca se ha acabado hasta nuevo aviso. ¿Lo has entendido?

—Sí, Amo.

—Paul tiene ciertas reglas que hay que respetar en su cuarto de juegos —explicó—. Tienes que recogerte el pelo. Las únicas joyas que se permiten en su interior son los anillos de boda. Ha hecho una excepción con tu collar. No quiero que agaches la cabeza. Quiero que observes a Paul y a Christine. Y como observadora, deberás permanecer en silencio. —Sonrió—. A menos que te resulte abrumador de un modo negativo y necesites utilizar tus palabras de seguridad. ¿Entendido?

—Sí, Amo.

Se inclinó hacia adelante y me besó.

—Reúnete conmigo fuera de la habitación dentro de quince minutos.

Cuando entramos en el cuarto de juegos, que estaba en el piso de abajo, Christine ya estaba en posición. Nathaniel se encaminó hacia un sillón de respaldo alto que había al fondo de la sala y yo lo seguí. Cuando se acomodó, yo me senté en un almohadón a sus pies y le apoyé una mano vacilante en la rodilla. Christine no se movió. Llevaba un sujetador, tal como esperaba, pero aparte de eso estaba desnuda.

La observé un minuto para acostumbrarme a la imagen.

«Está desnuda —me dije—. Está desnuda y no pasa nada».

Me di un momento para pasear la mirada por el cuarto. Era el doble de grande que el de Nathaniel y contenía más equipamiento. La mayor parte de la sala era igual: una nevera, un fregadero y un kit de primeros auxilios. Aunque en una de las estanterías había un escuchabebés y me asaltó la certeza de lo que sería jugar con un bebé en casa. Agradecí mucho que la madre de Christine se hubiera llevado a Sam durante algunas horas.

No estaba segura de cuántas veces habrían jugado Christine y Paul desde que nació su hijo, pero supuse que no habrían sido muchas. ¿Quién iba a tener tiempo para eso entre las tomas nocturnas y los cólicos? Entonces pensé que quizá Christine y Paul estaban igual de contentos que nosotros de que alguien se quedara con su hijo durante algunas horas.

Cuando Paul entró, mi mirada se dirigió hacia la puerta. Llevaba unos vaqueros negros y una camiseta, igual que Nathaniel. Me sorprendió mucho su cambio de actitud. Seguía pareciendo el mismo, pero más intenso.

Se acercó a donde Christine lo esperaba de rodillas.

—Me alegro mucho de volver a tenerte en el cuarto de juegos, nena —dijo.

Ella apoyó las manos en el suelo y se inclinó sobre sus pies.

—Espero poder darte placer, Amo.

—Demuéstramelo —contestó y entonces ella se acercó más y empezó a besarle los dedos para proseguir con los pies. Cuando acabó, siguió por las rodillas y le deslizó las manos por las piernas—. Aún no —dijo él y se retiró.

Ella se detuvo de inmediato y volvió a adoptar la posición inicial.

Eso me pareció interesante. Nathaniel nunca me había pedido que le besara los pies. Me pregunté por qué y si yo actuaría igual de rápido que Christine si me pidiera que lo hiciera.

Pero no tuve tiempo de analizarlo mucho, porque Paul le mostró a Christine un collar de piel.

—Me moría de ganas de volver a ponerte esto —le dijo.

Ella me había explicado que sólo llevaba el collar cuando estaban en el cuarto de juegos. El embarazo y el nacimiento de su hijo habían cambiado la dinámica de su relación y ahora ya sólo eran Dominante y sumisa en aquella habitación, al contrario que Nathaniel y yo, que lo éramos durante todo el fin de semana.

Ella siguió con los ojos bajos.

—Yo también tenía muchas ganas, Amo.

Cuando le puso el collar, comprendí el significado del ritual. La forma de hacerla suya y cómo le demostraba que le pertenecía, tanto con sus palabras como con sus acciones. Asimismo, al aceptar su collar, ella accedía a cederle el control temporal de su persona. Se entregaba a él. Yo entendía esa parte del acto cuando Nathaniel me ponía su collar, pero lo que me pilló de sorpresa fue la mirada que vi en los ojos de Paul cuando le abrochó el collar. La intensidad de su expresión: el orgullo, el deseo carnal… Aquello no me lo esperaba.

¿Tendría Nathaniel la misma expresión cuando me ponía el collar a mí? ¿En su rostro se apreciaría la misma expresión que en el de Paul?

Cuando acabó de abrocharle el collar, éste dio un paso atrás con fuego en la mirada.

—Quiero que te pongas a cuatro patas encima de la mesa.

Ella gateó hasta la mesa sin despegar los ojos del suelo y luego se subió a ella.

Me pregunté por qué gatearía. ¿Sería algo que Paul esperaría que hiciera? ¿Nathaniel también querría que yo hiciera eso? ¿Querría que gateara en lugar de caminar?

Entonces Paul se puso delante de Christine, le puso una mordaza de bola en la boca y se la abrochó detrás de la cabeza.

—Voy a ser un poco más duro que de costumbre —explicó, acariciándole los hombros con suavidad—. Y me quiero asegurar de que no asustas a nuestros invitados. —Se inclinó hacia adelante para susurrarle al oído, aunque desde donde estábamos seguíamos oyéndolo—. Además, me encantan los sonidos que haces cuando tienes la bola metida en la boca.

Luego le puso algo en la mano.

Yo noté el aliento de Nathaniel en mi oído:

—Es una campana —susurró tan bajito que enseguida comprendí que la pareja que teníamos delante no podría oírlo—. Eso le permite emplear su palabra de seguridad a pesar de estar amordazada. Si pasa algo y ella necesita parar o bajar la intensidad de la escena, dejará caer la campana.

Yo me moví un poco hacia adelante. Nathaniel nunca me había amordazado y tenía bastante curiosidad. Recordé que Christine me había recomendado que le dijera a Nathaniel que me presionara un poco más cuando me apeteciera y que le comentara las cosas que me apetecía hacer.

Mientras Paul iba al otro extremo de la habitación a coger algunas cosas, yo no dejé de mirar a Christine. Pensaba que parecería vulnerable, y sí que lo parecía, pero no era su vulnerabilidad lo que me atraía. Era la belleza de su confianza, la gracia de su sumisión. Su postura desprendía una elegancia que yo nunca había imaginado.

Entonces Paul se puso de nuevo detrás de ella y le volvió a deslizar la mano por la espalda. Su mirada captó toda mi atención.

—Ya veo que lo estás deseando. —La penetró con un vibrador y ella dejó escapar un gemido amortiguado por la bola—. Mira lo caliente que estás.

Mi cabeza no dejaba de dar vueltas, mientras yo intentaba asimilar lo que estaba ocurriendo ante mí. Intentaba aceptar que el hombre que me había preparado el desayuno aquella mañana estaba penetrando a su mujer con un vibrador. No podía apartar la vista.

Empezó a azotarla. Al principio los sonidos eran suaves, pero poco a poco fueron aumentando de intensidad. Por un momento me pregunté lo que se sentiría al ser azotada estando tan colmada.

Poco después, mi mente se concentró, no tanto en lo que estaba haciendo Paul, sino en la imagen que proyectaban los dos juntos. En el modo en que él centraba en ella toda su atención. La intensa concentración de su expresión. En ese momento, para él no existía otra cosa que no fuera Christine y me volví a preguntar si Nathaniel tendría el mismo aspecto cuando yo me entregaba a él.

Entonces recordé lo que me había dicho a principios de aquella semana, cuando me explicó que no quería que adoptara el estado anímico que me provocaba su collar el día de la boda. Y de repente comprendí a qué se refería. Entendí lo mucho que tendría que esforzarse durante todo el fin de semana para concentrarse y planificar todos los detalles necesarios. Para asegurarse, por encima de todo, de que yo estaba bien y bien atendida en todo momento.

Volví a prestar toda mi atención a la pareja que tenía delante y, aunque lo que hacían me parecía interesante —Paul había empezado a azotarla con una pala de madera—, lo que me cautivaba era cómo se movían. Parecían estar bailando una danza compleja en la que Christine imitaba y aceptaba cada uno de los movimientos de él. Y, a cambio, sus gemidos lo animaban a él a seguir. Lo que estaba viendo era una calle de doble dirección que no esperaba y toda la escena proyectaba una delicada belleza que nunca creí posible.

Estaba tan abstraída observando aquel intercambio que apenas me di cuenta de que Paul había cogido un látigo de puntas. Yo quería ser Christine. Quería que fuera Nathaniel el que se esforzaba por darme el placer que sólo él podía darme. Quería volver a jugar, ahora que la imagen de lo bonita que debía de ser mi sumisión había arraigado con firmeza en mi cabeza.

Al rato, Paul se detuvo, le dio permiso a Christine para relajarse y ella dejó caer la cabeza sobre la mesa. Le quitó el vibrador y la mordaza, le dio un beso en la mejilla y le susurró algo que no pudimos oír. Cuando ella lo miró, el amor y la confianza de su mirada me conmovieron tanto que estreché con más fuerza la rodilla de Nathaniel.

Recordé nuestro primer fin de semana, cuando me cogió de la barbilla y me ordenó que lo mirara mientras estábamos en el cuarto de juegos. ¿Lo habría hecho de la misma forma en que Christine había mirado a Paul? Y ¿podía recordar si la expresión de Nathaniel era tan feroz como la de Paul? Me molestó no poder recordarlo y me prometí prestar más atención la próxima vez.

Entonces, Paul le dijo a Christine que se pusiera en el centro de la sala y ella se bajó de la mesa para obedecer sus deseos. Allí había lo que parecía un complejo sistema de cuerdas y poleas. Recordé haber leído en internet que ése era el equipo que se necesitaba para las escenas de suspensión y me volví a inclinar hacia adelante. Nathaniel no tenía nada de aquello en su cuarto de juegos.

Paul se tomó su tiempo para colocarle a Christine lo que parecían unas botas, que después ató a las cuerdas y poleas que colgaban del techo. Al observarlos, me pareció evidente que llevaban años juntos. No había torpezas ni indecisiones, sólo una total cesión del control y un control perfectamente asumido.

Cuando Christine estuvo en posición en el suelo, Paul se acercó a un interruptor que había en la pared. En pocos segundos, la polea levantó las piernas de Christine y ella inició una practicada maniobra que debía de haber hecho muchas veces. Cuando su cabeza quedó colgando a algunos centímetros del suelo, las poleas se detuvieron. Entonces él se acercó a ella, asintió y se desabrochó los vaqueros.

Yo quise apartar la vista, pero fui incapaz de hacerlo. Y justo cuando estaba intentando decidir si debía cerrar los ojos, justo antes de que Paul se bajara la cremallera, noté que un pañuelo muy suave me cubría los ojos. Nathaniel me susurró:

—El sentido de la vista no es el más importante en esta escena.

«¡No! —quise gritar cuando me di cuenta de que en adelante tendría los ojos vendados—. Quiero verlo».

Pero entonces recordé la belleza y la confianza que había visto en la sumisión de Christine y supe que al llevar aquella venda me estaba sometiendo a mi propio Amo. Supe que él tenía sus razones. Así que me senté un poco más derecha y me concentré en mis demás sentidos.

Al principio pensé que el que tenía más despierto era el del tacto. La suavidad del almohadón sobre el que estaba sentada, la sensación del aire en mi vientre desnudo, los duros huesos y músculos de la rodilla de Nathaniel bajo mis dedos. Incluso la seda de la venda.

Pero entonces empecé a percibir los sonidos. La respiración entrecortada de Paul mientras Christine le hacía lo que fuera que le estuviera haciendo. Los susurros de ánimo, demasiado bajos como para comprenderlos, pero que se decían en un tono que comprendía perfectamente. Por encima de mí percibía el continuo sonido de la respiración de Nathaniel. Incluso mi propio corazón. Aquella habitación que antes me parecía silenciosa, se convirtió en una cacofonía de sonidos.

No tenía nada con lo que medir el paso del tiempo salvo mi propia respiración y los latidos de mi corazón. Intenté encontrar algo más y me concentré en los rítmicos sonidos que procedían de la pareja que tenía delante.

Christine dejó escapar un suave gemido de placer y me pregunté qué estaría pasando. Entonces recordé el susurro de Nathaniel y supe que lo que estuviera sucediendo no era lo que él quería que extrajera de aquella experiencia.

«Tú eres una mujer valiente, fuerte y fiera», me había dicho cuando estábamos en la cama la noche anterior.

Yo pensé que eran palabras románticas pronunciadas para tranquilizarme y ayudarme a dormir. Pero al escuchar y vivir la escena que estaba ocurriendo ante mí, adquirieron mucho más significado.

Vi la valentía de Christine en su postura en el suelo mientras esperaba las órdenes de Paul.

Percibí su fortaleza en las palabras de éste mientras la animaba con suavidad y ella iba accediendo a sus deseos.

Sentí la ferocidad de ambos en emociones tan agresivas que casi podían iluminar el cuarto de juegos con el calor que emanaban.

«Eres tú —le había susurrado yo—. Tú eres quien me deja ser valiente, fuerte y fiera».

Hablaba muy en serio cuando se lo dije la noche anterior y seguía pensando que era totalmente cierto. Y, sin embargo, en ese momento me abrí a una nueva faceta y, a medida que la pareja que tenía ante mí seguía a lo suyo, yo me quedé allí sentada a ciegas, asombrada ante aquella nueva revelación.