NATHANIEL
Cuando el miércoles llegué a casa de Abby para cenar con ella, su apartamento estaba lleno de cajas de mudanza.
—Has estado ocupada —comenté.
Nos sentamos a la mesa de la cocina y empezamos a disfrutar del pollo braseado y el maíz que había preparado.
—Jackson ha contratado un camión de mudanzas para este fin de semana, para que recojan las cosas de Felicia, y han sobrado algunas cajas.
—¿Crees que te sentirás sola cuando se vaya?
Sus ojos revolotearon por la habitación al tiempo que detenía el tenedor a medio camino de su boca.
—No tengo previsto pasar mucho tiempo aquí después de la boda.
Me quedé sin aliento. Sabía que Abby quería vivir conmigo. Sabía que se trataba de mucho más que de un tema de mera conveniencia, pero oírselo decir en voz alta… Me sorprendía cada vez que lo hacía.
—¿Se ha molestado Felicia cuando le has dicho que no estarás aquí para ayudarla con la mudanza este fin de semana?
—No —contestó—. Ya sabe que nuestros fines de semana no son asunto suyo.
«Nuestros fines de semana».
—Así me gusta —dije, para provocarla un poco—. Yo soy el único que toma decisiones sobre nuestros fines de semana.
—Felicia lo está haciendo mucho mejor —aseveró Abby—. Esta vez me está demostrando mucho más apoyo.
—Me alegro. No me gustaba nada pensar que intentaba convencerte para que me dejaras.
—No me malinterpretes. No digo que lo comprenda, pero lo ha aceptado. —Paseó el maíz por el plato—. Incluso ha llegado a decirme que los diamantes de mi collar combinarán muy bien con el vestido.
«¿Los diamantes y el vestido?»
—Y ¿por qué te ha dicho eso? —inquirí.
Dejó de jugar con el maíz y me miró.
—Es en fin de semana.
—¿El qué?
—Su boda, Nathaniel —respondió, como si lo que estaba diciendo tuviera todo el sentido del mundo.
—Eso ya lo sé. Sólo estoy intentando decidir que… —empecé, pero entonces entendí lo que quería decir con eso—. ¿Cree que vas a llevar el collar a la boda?
Abby frunció el cejo.
—Y ¿no es así?
Joder. Lo había vuelto a hacer. Había asumido que ella lo sabía.
—No había pensado ponerte el collar ese fin de semana —dije.
—¿Ah, no? —preguntó—. ¿Por qué?
Deberíamos haber tenido esa conversación hacía ya varias semanas, quizá incluso cuando hablamos por primera vez de la frecuencia con que llevaría el collar.
—¿Te acuerdas de los motivos por los que decidí que no quería que llevaras el collar durante la semana?
Ella asintió.
—Dijiste que me hace adoptar un estado anímico concreto.
Alargué el brazo por encima de la mesa y le cogí la mano.
—Y ahora que lo has llevado durante todo un fin de semana y te lo quitaste el domingo, ¿estás de acuerdo conmigo?
Casi era capaz de ver cómo trabajaba su mente. Me la imaginé reviviendo la noche del domingo, cuando casi mete la pata en casa de Jackson y Felicia.
—Sí —respondió.
—Y ¿crees que quiero que tengas ese estado de ánimo en la boda de tu mejor amiga, cuando además eres su dama de honor?
—Oh —se limitó a decir.
—Y a la inversa —continué—. ¿Crees que yo quiero adoptar la actitud que tengo cuando llevas mi collar? ¿El día que mi primo se está casando y yo soy su padrino?
—Ya —dijo, cuando comprendió la realidad de ambas situaciones.
—Debería haber sacado este tema mucho antes. —Negué con la cabeza—. Es que nunca imaginé que pensarías que ibas a llevar el collar a la boda.
—Entonces ¿es como un fin de semana libre?
—Esto es una relación de doble sentido. —Le acaricié los nudillos con el pulgar—. Tenemos que hacerla funcionar para los dos. Ir reorganizando las cosas según sea necesario.
Abby esbozó una sonrisa traviesa.
—Adiós a mi fantasía de que me encerraras en un armario para azotarme con una percha.
Parpadeé.
Dos veces.
—¿Tenías una fantasía en la que yo te azotaba con una percha? —le pregunté.
Ella asintió. Era evidente que estaba disfrutando de la ventaja de haberme pillado desprevenido.
—Y también me había imaginado chupándotela durante el banquete.
—¿Sabes?, no sólo los fetichistas disfrutan de un armario cerrado en las bodas.
—O de un poco de acción por debajo de la mesa —añadió con un brillo pícaro en los ojos.
—Eres muy muy mala.
Abby separó la mano de la mía y bebió un sorbo de su copa de vino blanco con serenidad.
—Eso dicen.
—¿Qué voy a hacer contigo?
Ella volvió a llevarse la maldita copa a los labios y bebió otro sorbo. Yo era incapaz de apartar la vista.
—Te aseguro que no tengo ni idea —aseveró.
—Al contrario —repliqué, mirándole los labios e imaginándolos alrededor de mi polla—. Estoy seguro de que tienes varias.
—Es posible.
—Quizá podamos comentar esas ideas. —Hice un gesto en dirección a su habitación—. ¿Lo hablamos en un sitio un poco más cómodo?
—Podríamos. —Se levantó muy despacio—. Pero primero tienes que quitar la mesa. No me gusta dejar los platos sucios toda la noche.
Cogí los dos platos y me fui hacia el fregadero. Antes de salir del comedor, la miré por encima del hombro.
—Y, Abby, sólo para que no haya ningún malentendido. Si fuera la boda de cualquier otra persona…
Ella se detuvo a medio camino de su habitación.
—Sí que llevarías el collar —concluí.
La tarde del viernes se reunió conmigo en el aeropuerto a las cinco y media. Yo la estaba esperando junto al jet.
—¿Qué tal tu día? —le pregunté, dándole un beso en la mejilla y cogiéndola de la mano.
—Largo.
«Sí, preciosa. Sé muy bien a qué te refieres».
Su collar nos estaba esperando dentro. Había planeado ponérselo en cuanto alcanzáramos la altitud de crucero.
Cuando estuvimos sentados y en el aire, me volví hacia ella.
—Antes de hacer cualquier cosa, quiero hablar contigo.
—¿Va todo bien?
—Claro —le dije—. Sólo quiero dejar las cosas claras antes de ponerte el collar.
—¿Y darme la oportunidad de expresar cualquier duda que pueda tener?
No pude evitar sonreír.
—Aprendes rápido.
—Lo intento.
Sabía que era cierto y quería ayudarla en todo lo que pudiera.
—Quiero que este fin de semana te sientas cómoda —expliqué—. Quiero que te sientas con libertad para poder hablar con Paul y Christine, y que te quede muy claro que puedes hacerlo también conmigo siempre que lo necesites.
—¿De verdad?
Asentí.
—Tienes que ver la casa de Paul y Christine como una enorme biblioteca o como la mesa de la cocina. Seguirás teniendo que dirigirte a mí como «Señor» o «Amo» porque no hay nada que esconder delante de ellos. Tendremos que establecer nuevas normas para su cuarto de juegos, pero ya hablaremos de eso mañana. ¿Te parece bien?
—Sí.
—Si decido hacer algún cambio, te lo comunicaré.
—No estoy segura de comprender eso.
Me alegraba que lo planteara. Yo había formulado la frase de forma imprecisa con toda la intención, sólo para ver si me pedía que se lo aclarara.
—Si decido que se ha acabado la hora de la biblioteca o que no quiero que actúes con libertad por algún motivo, si decido que quiero jugar, te lo comunicaré. —La miré a la cara para asegurarme de que lo entendía—. ¿Te ha quedado más claro?
—Sí. Me dirás que has decidido azotarme con una percha.
—Exacto. —Me reí—. Te diré que he decidido azotarte con una percha.
—Comprendido.
Me miré el reloj y luego miré por la ventana. Estábamos volando tranquilamente y ya habíamos dejado de ascender. Me desabroché el cinturón y me puse de pie.
Su collar estaba en una mesa cerca del minibar. Lo saqué de la caja. Sus ojos seguían todos mis movimientos.
Lo sostuve con la mano.
—Ven aquí, Abigail —dije—. Y demuéstrame las ganas que tienes de llevar mi collar.
Paul y Christine vivían en una modesta casa de dos pisos. Mientras entraba con el coche por el camino, traté de recordar cuánto hacía desde la última vez que los visité. ¿Quizá dos años?
Miré a Abigail con el rabillo del ojo. Estaba sentada rígida e inmóvil junto a mí. No había cambiado de postura desde que salimos de la agencia de alquiler de coches.
—Relájate —la tranquilicé, acariciándole la rodilla—. Son dos personas normales que comparten nuestros mismos intereses. Te prometo que no hay nada de lo que debas asustarte.
Asintió e inspiró hondo, pero no dijo nada.
—Acuérdate de lo que te he dicho en el avión —insistí—. Quiero que te sientas cómoda para hablar este fin de semana, no sólo conmigo, también con ellos.
—Lo siento —se disculpó—. Tenía muchas ganas de hacer esto. Es sólo que ahora que ya estamos aquí…
Le di unas palmaditas en la rodilla.
—Todo irá bien.
—Sí, Amo —convino, pero estaba poco convencida.
—No quiero que me contestes así sólo para darme la razón —le advertí—. Quiero que me creas.
No dijo nada más. Yo aparqué el coche y salí para abrirle la puerta. Sabía que había poco que pudiera decir para convencerla. Tendría que aprender por sí misma que en casa de Paul y Christine no había nada que temer.
Las luces estaban encendidas a pesar de que eran las nueve pasadas. Me parecía recordar que Paul me dijo que su suegra no se llevaría a Sam hasta el día siguiente.
Y entonces, cuando nos acercamos a la casa, lo oí, el inconfundible sonido del agudo llanto de un bebé.
—Me parece que va a ser una noche larga —auguré.
Ella abrió la boca para decir algo, pero la cerró enseguida.
Yo la miré arqueando una ceja y llamé al timbre.
Paul abrió la puerta y los llantos se oyeron con más fuerza.
—Nathaniel —dijo, tirando de mí para abrazarme—. Me alegro mucho de que estés aquí.
Nos hizo un gesto para que entráramos en la casa.
Cuando lo hicimos, se volvió de nuevo hacia nosotros.
—Tú debes de ser Abby. —Le tendió la mano—. He oído hablar mucho de ti. Me alegro de conocerte al fin.
Ella se sonrojó un poco.
—Yo también he oído muchas cosas sobre ti.
—No te creas nada —bromeó él con un grave susurro—. Bueno, no te lo creas todo. Algunas probablemente sean ciertas.
—Créetelo todo —me indicó Christine, entrando en el salón—. Cada una de las palabras que hayas oído y quizá algo más. —Se rio y me abrazó—. ¿Cómo va todo, Nathaniel? —Luego alzó las manos—. Abby, bienvenida a nuestra casa. Como puedes ver, Sam no se quería perder vuestra llegada.
—Consideradlo un buen método anticonceptivo —bromeó Paul.
Christine lanzó una mirada acusadora a su marido antes de volver a dirigirse a nosotros.
—Pasad. ¿Necesitáis ayuda con las maletas?
—Nathaniel —intervino Paul, haciendo un gesto en dirección a la puerta—. Te ayudaré a llevar las maletas.
—Abby y yo os esperaremos en el salón —anunció Christine—. ¿Quieres tomar algo? —preguntó, mientras salían del vestíbulo.
—Es encantadora —comentó Paul cuando por fin estuvimos solos.
—¿Verdad que sí?
—¿Un poco nerviosa por el fin de semana?
—Claro. Pero yo tengo mucha fe en Christine. Ella la tranquilizará enseguida.
—Ajá —convino—. Suele tener ese efecto en la gente.
—Eso espero. Abby no ha dicho ni una sola palabra desde que hemos salido del aeropuerto.
Cogimos las maletas y nos adentramos en la casa.
—Os he instalado en la habitación de invitados que hay en el mismo pasillo de la nuestra —expuso—. Espero que Sam no os tenga en vela toda la noche.
—Estaremos bien.
Entramos y Paul dejó la maleta de Abby junto a la puerta. Luego se excusó antes de entrar al salón, donde ella y Christine hablaban en voz baja. Posó una mano sobre el hombro de su esposa, se inclinó hacia adelante y le susurró algo al oído. Christine le contestó algo que no pude oír y se levantó para irse a la cocina, después de darle un beso a Paul en la mejilla.
Él me hizo un gesto para que entrara en el salón.
—Nathaniel y yo vamos a ir un momento a mi despacho —le explicó a Abby—. No lo retendré mucho tiempo.
Ella asintió.
—Enseguida volvemos —añadí yo.
Sabía que Christine la haría sentir como en casa, pero no quería estar separado de ella mucho rato.
—Sí, Señor —dijo, bajando la vista al suelo.
Era la primera vez que me llamaba «Señor» en presencia de otras personas y no estaba preparado para lo que me hizo sentir. Reprimí las ganas de hacer un gesto en dirección a la habitación de invitados y ordenarle que se reuniera allí conmigo para poseerla rápido y duro…
—¿Nathaniel? —me llamó Paul.
El despacho de Paul no había cambiado mucho desde la última vez que lo vi. Enseguida me di cuenta de que tenía nuestras listas sobre la mesa.
—¿Un poco de lectura ligera? —le pregunté, mientras me sentaba en una silla.
—Sólo entre cólico y cólico de Sam.
—¿Qué has preparado para mañana?
—Bueno. —Cogió una de las listas—. Parece ser bastante aventurera, incluso a pesar de tener poca experiencia. Pero lo que me ha sorprendido es que ha marcado las varas como límite infranqueable.
Asentí.
—Yo te enseñé a utilizar las varas —recordé—. Eres un experto.
«Sí».
—Creo que las utilizaré mañana con Christine para demostrarle a Abby que no tiene nada que temer.
Una parte de mí pensaba que era buena idea demostrarle las posibilidades de una vara cuando no se usaba para castigar. Paul era muy bueno con eso. Así, luego Abby y yo podríamos hablar del tema. Y ella y Christine también podrían comentarlo.
Pero entonces recordé la conversación que mantuvimos algunas semanas atrás y el miedo que vi en sus ojos cuando me habló de aquel caso de Singapur. Sabía que aún no era el momento de introducirla en el mundo de las varas. No podía hacerlo en nuestro segundo fin de semana de juegos.
—No —me negué.
Él arqueó una ceja.
—Es uno de sus límites infranqueables —expliqué—. Y teniendo en cuenta que estamos comenzando lo que espero que sea una relación larga, o permanente, quiero ir despacio.
—Larga o permanente —repitió.
—¿Qué?
—Es que cuesta de creer que seas el mismo hombre que vi cuando volé a Nueva York hace algunos meses.
—Me han ayudado mucho —comenté—. He recibido mucho perdón y mucho más amor del que merezco.
—Todo el mundo merece amor. Me alegro de que por fin te hayas dado cuenta. Y me alegro de que Abby no te haya dejado.
—Exacto —dije—. Así que no pienso recompensarla obligándola a presenciar una escena con varas el segundo fin de semana que lleva mi collar.
—Tienes razón. Alguien ha debido de enseñarte muchas cosas.
—Joder. No empieces con el autobombo.
Paul se rio.
—Sólo hazme el favor de recordar una cosa.
—¿Qué?
—Esto es nuevo para ti —dijo—. Es nuevo para Abby. No intentes hacer lo mismo que hiciste en tus relaciones pasadas, porque no tiene nada que ver. Es bueno cambiar las reglas y establecer normas nuevas.
—Gracias. Necesitaba escucharlo.
Sonrió de nuevo.
—Ya lo sé.
Sus palabras resonaron en mi cabeza algunas horas más tarde, justo cuando Abigail entró al dormitorio, después de salir del cuarto de baño.
Paseó los ojos por la habitación y luego bajó la vista en dirección al suelo, probablemente en busca de su camastro.
Aquella semana yo había pensado muchas veces en cómo iría la noche. En cómo debía organizarlo todo para dormir.
—Me gustaría que esta noche durmieras en mi cama, Abigail.
Abrió unos ojos como platos.
—Me puedes rechazar si quieres, claro —añadí—. Te dije que este fin de semana quería que hablaras con libertad y Paul me ha dado un colchón para ti.
Ella tragó saliva con tanta fuerza que pude oírlo.
—Te dije que no solía invitar a ninguna sumisa a dormir conmigo —comenté con delicadeza—. Pero no dije que no lo hiciera nunca.
Eso captó toda su atención.
Se acercó a mí y me cogió de la mano.
—Me encantará dormir contigo esta noche, Amo.