ABBY
—Gracias por servirme este fin de semana —dijo Nathaniel, después de quitarme el collar el domingo a las tres de la tarde.
Me acarició el cuello con los dedos y me estremecí al sentir el amor que desprendía su caricia.
—Gracias por dejar que te complazca —contesté.
No quería que pensara que yo no disfrutaba tanto como él de nuestros fines de semana. En especial, teniendo en cuenta los errores que había cometido.
Era absurdo, pero me sentía distinta sin el collar. Era una sensación difícil de explicar. No es que el collar fuese un peso, no era una carga, pero cuando me lo quitó, supe exactamente a qué se refería cuando me dijo que llevarlo me ponía en un estado anímico muy concreto.
Lo miré de reojo y noté que se me dibujaba una sonrisa en los labios.
—¿Te quieres sentar un rato conmigo? —me preguntó—. Así podremos hablar.
También había algo diferente en él. Actuaba de forma distinta. Estaba menos seguro de sí mismo.
Me pregunté si serían imaginaciones mías.
La Abby de entre semana le habría gastado alguna broma. Mi yo de la semana anterior le habría respondido con una frase ingeniosa.
Pero había pasado los dos últimos días y medio entregada a mis deseos más primitivos y éstos no incluían las frases ingeniosas.
Y él lo sabía, claro.
—Pensaba que te mostrarías más… —hizo una pausa mientras buscaba la palabra adecuada— desinhibida cuando te quitara el collar.
Vale, aquello ya era demasiado.
—¿Crees que me he mostrado inhibida durante el fin de semana? —le pregunté—. ¿En qué momento exactamente? ¿Cuándo estaba tumbada desnuda sobre el potro o cuando estaba atada a tu mesa acolchada? —Me di unos golpecitos en la frente con la yema del dedo—. Ah, ya lo sé, han sido las pinzas para los pezones, ¿no? Definitivamente, las pinzas.
No tuve tiempo de seguir con mi descarado discurso. Inspiré hondo y me dispuse a enumerar las actividades del sábado por la noche, cuando de repente me agarró la barbilla y me atrajo hacia él para darme un largo y apasionado beso.
—Aquí estás —dijo sin soltarme, cuando nuestros labios se separaron. Me miró fijamente a los ojos—. Sabía que estabas por aquí, en algún lado.
Le pasé las manos por el pelo y tiré de sus mechones despeinados.
—Nunca me he marchado.
—Ya lo sé —afirmó—. Es que tenía miedo de que no quisieras hablar. Y de que esto fuera un poco raro.
—Dame algunos minutos. Sólo necesito… —arrugué la frente—, ¿«adaptarme» es la palabra correcta?
—Adaptarte es tan buena como cualquier otra —respondió, señalando el sofá—. ¿Te sientas conmigo? El viernes por la noche tuve la sensación de que nos fue bastante bien.
Se sentó él primero y dio unas palmaditas en el sitio que quedó libre a su lado.
—Apóyame los pies en el regazo. Te voy a hacer un masaje.
—Me siento tentada de decirte que ya has hecho suficiente. —Me senté en el sofá y le puse los pies en el regazo—. Pero me encanta que me masajeen los pies.
Sonrió, me cogió un pie y empezó a mover sus mágicos dedos.
—¿Ya he hecho suficiente? —repitió—. ¿A qué te refieres?
—Por dejarnos ser nosotros —dije—. De la forma que decidamos ser nosotros.
—¿Eso significa que no me vas a decir que ya no quieres mi collar?
—Pues claro que no. ¿Por qué crees eso? —le pregunté.
Siguió masajeándome en silencio y con el cejo fruncido durante algunos minutos.
—Me preguntaba si habría sido demasiado duro. Pensaba que podrías haber decidido que ya no querías estar conmigo. O, por lo menos, no en todos los sentidos.
—¿Eso pensabas?
—Sí.
Tenía que hablarle de mis miedos. Tenía que ser sincera. Él se estaba esforzando mucho para ser honesto conmigo.
—Yo tenía miedo de que no me aceptaras. De que decidieras que entrenarme suponía demasiado esfuerzo o trabajo, o que no valía la pena. —Me tragué el nudo que se me había hecho en la garganta—. He metido mucho la pata.
Él dejó de masajearme.
—Ha sido nuestro primer fin de semana. Todo era más difícil y más exigente que antes. Me habría sorprendido mucho que no cometieras ningún error.
—¿Ah, sí?
Por algún motivo, me sentí mejor.
—Ya te lo dije el viernes por la noche —añadió.
—Sí y una hora después volví a equivocarme.
—Necesito que seas sincera conmigo —confesó él, reiniciando el masaje—. ¿Cómo te sentiste cuando no te dejé tragar mi semen?
—¿Sinceramente?
Él arqueó una ceja como única respuesta.
—Tenía mucho miedo de atragantarme y escupírtelo todo encima —respondí al recordarlo—. Y me sentía muy mal por no haber contestado y haberte decepcionado. Odio sentirme así. —Bajé la voz—. Pero también me siento poderosa al saber lo mucho que te afecto, al pensar que quisiste despertarme, que tenías que despertarme.
—Pero cuando volqué todo ese poder en ti y te di rienda suelta…
Sonrió y esperó que yo dijese algo.
—Eso me gustó mucho —concluí.
—¿Y el castigo?
—Eso ya no tanto —contesté y entonces me di cuenta de que él iba a abrir la boca—. Ya sé que es un castigo —me adelanté— y se supone que no debe gustarme.
—¿Fue eficaz?
—Sí.
—Entonces sirvió para su propósito —dijo. Luego añadió—: ¿Por qué no contestaste?
—Mi cerebro trabaja demasiado —expliqué—. No dejaba de pensar en lo que debía contestar y en lo que tú querrías que contestara. En lo que pasaría si decía algo incorrecto.
—Lo único incorrecto fue lo que ocurrió. —Hizo girar los pulgares por la almohadilla de mi pie y me acarició la zona que se extendía por debajo del dedo gordo—. No será muy habitual que te deje elegir nada durante los fines de semana, pero cuando lo haga, quiero que tomes una decisión. Podrías haber optado por cualquier cosa, incluso por la mano.
—¿Y si hubiera dicho que quería ponerme encima de ti?
—¿Acaso te puse alguna condición? —Se le oscureció la mirada—. Sólo quería que eligieras.
En mi mente apareció una imagen de los dos moviéndonos juntos.
—¿Y si te hubiera pedido que me hicieras el amor?
La forma en que irrumpió en mi habitación no encajaba con esa imagen. Dudaba mucho que le hubiera pedido eso, pero seguía queriendo saber lo que él habría hecho.
Me levantó el pie y me dio un beso en la planta.
—Pues todo habría acabado de una forma muy distinta.
—¿Lo habrías hecho?
—Sí —contestó—. Si ésa hubiera sido tu elección…
—Oh —exclamé, volviendo a sentirme decepcionada conmigo misma.
—Abby —susurró él como si percibiera mi tristeza—, no dejes que un único error te afecte tanto. Es la experiencia del aprendizaje.
—Pero fue una ocasión única y yo la eché a perder.
—Y lo volverás a hacer. Y otras veces seré yo quien meta la pata. Aprendemos y seguimos adelante.
Cambió de pie y fue abriéndose camino desde la punta hasta el talón.
—Gracias por el poema —dije. Me encantó que me recitaras «Porque ella me preguntará por qué la amo», era justo lo que necesitaba para apaciguar mis miedos.
—No hay de qué.
La nueva casa de Felicia y Jackson era muy bonita. Tenía cinco habitaciones, cinco baños completos, tres aseos y una enorme terraza en el tejado. Últimamente, había pasado muchas de mis horas para comer y muchas de mis tardes en tiendas de muebles, anticuarios y almacenes de telas con Felicia, que era una gran decoradora. Sabía lo que quería y casi siempre lo conseguía. Aunque también ayudaba mucho que estuviera prometida con uno de los jugadores de fútbol americano más conocidos del país.
Y, sin embargo, el tiempo que pasábamos juntas estaba empañado por una pátina de tristeza. Habíamos sido vecinas durante años y me costaba mucho encajar el hecho de que ella se habría marchado en menos de dos semanas. Cuando no estuviera con Nathaniel, yo estaría sola.
«A menos…»
No, no quería ni pensar en eso. Era demasiado pronto para siquiera pensar en irme a vivir con Nathaniel. Incluso aunque él quisiera que lo hiciera.
¿Verdad?
«No es para tanto —reflexioné—. Lo más probable es que, después de la boda, yo pase la mayor parte del tiempo en casa de Nathaniel».
Pero, aun así…
Decidí que era mejor no forzar la situación. Todo era demasiado novedoso para ambos.
—¿En qué piensas tan concentrada? —me preguntó él cuando me abrió la puerta del coche—. ¿Abby? —insistió, tendiéndome la mano.
—Sólo pensaba —contesté. Sentí la calidez y la firmeza de su mano alrededor de la mía—. En nada en particular.
—Recuérdame que te pregunte algo sobre el próximo fin de semana —dijo mientras subíamos los peldaños de la puerta principal.
—¿El próximo fin de semana? —Lo miré. Él no solía explicarme sus planes para el fin de semana—. ¿Qué pasa?
Me estrechó la mano.
—Luego.
—¡Por fin estáis aquí! —exclamó Jackson cuando abrió la puerta—. Adelante. Estaba a punto de encender el fuego. —Se inclinó hacia adelante para rodearme con un brazo—. Felicia quiere tu opinión en la cocina.
—No —negué, devolviéndole el abrazo—. Ella sólo quiere que sonría y asienta a todas sus opiniones.
Jackson se rio.
—Sí, probablemente tengas razón.
Entramos en la cocina, donde mi amiga estaba muy atareada eligiendo los ingredientes de la ensalada. Cuando los hombres cogieron los filetes y se marcharon en dirección al patio, me miró con una ceja arqueada.
—¿No llevas el collar? —inquirió.
—Pensaba que no querías conocer los detalles. —No le había contado nada sobre nuestro nuevo acuerdo. Sin embargo, ella ya sabía que yo había pasado el fin de semana con Nathaniel y probablemente habría supuesto el resto. Me senté en uno de los taburetes de bar que habíamos elegido a principios de aquella semana—. Sabía que quedarían bien.
—Sí, quedan muy bien. —Cogió un cogollo de lechuga y lo lavó en el fregadero—. Y no, no quiero conocer los detalles. Sólo pensaba que lo llevarías puesto. Sé que has pasado todo el fin de semana con él. Y no te llevaste maleta.
Aquella maldita chica era demasiado observadora.
—¿Quieres conocer los detalles o no? No puedes tener las dos cosas. —Cogí un cuchillo—. ¿Necesitas ayuda? —Me dio un pepino y empecé a trocearlo—. Y ya que lo preguntas, sí, he llevado su collar este fin de semana. Pero sólo lo voy a llevar los fines de semana.
—¿Puedes hacer eso?
—Felicia… —le advertí, cortando el pepino en pequeños cubos.
—Lo siento —se disculpó—. Es que me preocupo por ti. En especial después de lo que pasó la última vez.
—Eres un encanto por preocuparte —contesté—, pero no tienes por qué. Esto no tiene nada que ver con lo de la última vez.
—Será mejor que ese hombre vaya con cuidado —dijo—. Quedaría muy mal que tuviera que asesinar a mi cuñado.
La idea de que Nathaniel se fuera a convertir en el cuñado de Felicia siempre me provocaba una extraña desazón. Era como si ella fuera a tener una conexión con él que yo no tendría.
—Por lo menos es de brillantes —prosiguió—. Quedará bien con el vestido.
Su comentario me pilló desprevenida. No había pensado llevar el collar a la boda, pero la ceremonia se celebraría en fin de semana y, según nuestro acuerdo, debería ponérmelo. Me mordí el labio mientras echaba el pepino troceado en el cuenco de la ensalada. Tampoco tenía tanta importancia. Yo ya lo había llevado delante de la familia de Nathaniel. Podía volver a hacerlo.
«Pero se trata de la boda de Felicia».
En cualquier caso, volví a pensar que no era para tanto. Tampoco era que, durante la celebración, Nathaniel fuera a encerrarme en un armario oscuro para azotarme con una percha.
«Aunque por otro lado debo admitir que sería divertido».
Me acaloré sólo de pensarlo.
«No. No. Debes. Pensar. Esas. Cosas».
O quizá me ordenara que me metiera debajo de la mesa y se la chupara.
No, él nunca haría algo así.
«La ensalada, Abby —me dije—. Estás preparando una ensalada».
Pero cuanto más me concentraba en no pensar en estar a disposición de Nathaniel durante la boda de Jackson y Felicia, más pensaba en estar a disposición de Nathaniel durante la boda de Jackson y Felicia y más se me disparaba la imaginación. Para cuando acabamos de preparar la ensalada, ya había repasado todas las situaciones posibles. Cada una más descarada que la anterior.
Oí unas risas procedentes del vestíbulo y cuando levanté la vista del cuchillo que estaba lavando, vi a Nathaniel y a Jackson entrando en la cocina.
Probablemente éste fuera quien atrajera más miradas. No sólo era guapo, sino que además tenía un porte que llamaba poderosamente la atención. Y como siempre estaba riendo y sonriendo, apetecía estar con él.
Pero era su callado y discreto primo quien acaparaba toda mi atención. Su presencia me atraía incluso desde la puerta. Nathaniel caminaba con tal elegancia y seguridad que me tenía completamente hechizada. Mis ojos se posaron en los suyos y nos miramos fijamente. Dejó un plato de filetes sobre la encimera sin apartar su ardiente mirada. Mis ojos se deslizaron hasta sus labios carnosos y fue como si volviera a sentir sus besos en mi espalda, después de haberme poseído en el potro el día anterior. La forma en que me ordenó que me mirara después de ponerme las pinzas…
«Qué traviesa eres».
Me acaloré de nuevo y me concentré en el cuchillo que seguía lavando.
—¿Estás bien, Abby? —preguntó Jackson—. ¿Quieres que encienda el aire acondicionado?
—No. —Negué con la cabeza—. Estoy bien. Sólo un poco acalorada. —Hice un gesto con la cabeza en dirección al agua del fregadero—. Son los platos.
Pero Nathaniel sabía muy bien en qué estaba pensando. Se puso detrás de mí, me quitó el cuchillo de las manos y lo dejó sobre la encimera con delicadeza.
—Creo que ya está limpio. —Se volvió hacia mí—. ¿Estás bien?
«¿Estás bien?»
La pregunta que me había formulado una y otra vez los dos últimos días para asegurarse de que me sentía bien, segura y dispuesta a continuar. Repasé mentalmente cada parte de mi cuerpo y de mi mente para comprobar y asegurar que mi respuesta era verdad.
—Sí, A… —Me callé en seco al oírlo inspirar hondo—. Sí, Nathaniel. —Me puse de puntillas y le rocé la mejilla con los labios—. Sí, estoy bien —le susurré al oído—. Sólo he patinado un poco.
Su expresión era inescrutable, casi como si estuviera valorando si debía decir algo o no.
—Me preguntaba… —comentó como para sí mismo, pero no acabó la frase.
—Eh, vosotros dos —intervino Jackson—. Dejadlo ya, que vamos a comer.
Entonces me di cuenta de que Nathaniel me estaba rodeando con los brazos y que a ojos de cualquiera probablemente parecíamos una pareja fundida en un abrazo de enamorados. Miré a Felicia, pero mi amiga se limitó a asentir con aprobación y se fue a sacar los platos de un armario.
—Vamos —le dijo a Jackson—. Saquemos los platos y los filetes. No sé por qué los habéis vuelto a entrar. —Nos sonrió a Nathaniel y a mí—. Traed la ensalada cuando salgáis.
—Hecho —respondí, sin dejar de abrazar a Nathaniel.
Felicia y Jackson se marcharon, hablando sobre las patatas que él había dejado en la parrilla y preguntándose si estarían listas o no.
—Lo siento —le dije a Nathaniel cuando ya no podían oírme.
—¿Por qué? —me preguntó.
—No quería meter la pata. Cuando he dicho…
—Quiero que hagas una cosa por mí —me interrumpió—. Quiero que dejes de disculparte por todo. A decir verdad, no quiero que vuelvas a disculparte en toda la noche. —Le brillaron los ojos—. ¿Podrás hacerlo?
—Lo intentaré. No sé lo que me ha pasado. Supongo que al oírte preguntar si estaba bien, lo he relacionado con otras cosas.
—Ha sido culpa mía —admitió él—. Tengo que encontrar palabras nuevas. —Se separó de mí y sacó dos frascos de aliño de la nevera—. ¿Sólo tiene salsa italiana y ranchera? ¿No hay de queso azul?
Me encogí de hombros.
—Me parece que no le ha dado tiempo a llenar la nevera. ¿Crees que podrás conformarte con la italiana por una noche?
Pero en vez de contestar, él eligió retomar la conversación anterior.
—Cuando he entrado en la cocina y te he visto junto al fregadero, parecías —frunció el cejo— perpleja o confusa o algo. —Cogió un trozo de pepino del cuenco de la ensalada y lo masticó con aire pensativo—. Me preguntaba si quizá hubiera sido mejor que nos quedáramos en mi casa esta noche.
Yo me preguntaba lo mismo. Resultaba extraño actuar como una pareja «normal» después de un fin de semana tan intenso.
—Lo entiendo —le dije—. Pero creo que nos irá bien. Jackson es muy divertido y la verdad es que quiero demostrarle a Felicia que estamos bien.
Cogí el cuenco de la ensalada y me fui hacia la puerta,
Desde que nos reconciliamos ya habíamos salido con Jackson y Felicia varias veces. Y aunque una parte de mí se preguntaba si Nathaniel y yo deberíamos habernos quedado en su casa esa noche, otra parte aún mayor tenía ganas de volver a estar con Jackson y Felicia. En cierto modo para demostrar que podíamos mantener una relación normal con otra pareja.
Nathaniel y yo salimos al patio cuando Jackson estaba sacando las patatas de la parrilla.
—Justo a tiempo —comentó Felicia.
Nathaniel dejó las salsas en la mesa y me cogió el cuenco de ensalada de las manos. Luego se puso detrás de mi silla y me la retiró.
—No tienes por qué hacer eso, ¿sabes? —le dije sentándome, mientras él empujaba la silla hacia la mesa.
—¿Me concedes este capricho?
Dejó resbalar los dedos por mi espalda y luego los volvió a subir para apoyarlos en mi nuca y estrechármela con delicadeza. Era como si se sintiera más cómodo tocándome. Necesitaba una conexión física conmigo.
Miré a Felicia y a Jackson. Estaban de pie junto a la parrilla, hablando. Ella sostenía un plato lleno de patatas en la mano.
—Me gusta cuidar de ti —afirmó Nathaniel mientras se sentaba.
—Ya has cuidado de mí todo el fin de semana —respondí.
—No. —Sonrió—. Has sido tú quien ha cuidado de mí.
Me puso la servilleta en el regazo.
—¿Qué tal si los dos aceptamos que hemos cuidado el uno del otro?
—Me parece bien —convino—. Pero tú tienes que aceptar que siempre te retiraré la silla, te abriré la puerta del coche y me pondré de pie cuando te levantes de la mesa. —Se inclinó hacia mí y susurró—: Me educaron así. Mi padre y mi tío hacían lo mismo por mamá y Linda y ellas nunca los complacieron como tú me complaces a mí.
—Que tú sepas —le contesté.
Él se rio.
—No pienso ni considerar esa idea.
Felicia y Jackson se acercaron a la mesa.
—Bueno —dijo éste mientras se sentaba—, ¿qué habéis estado haciendo este fin de semana?
A Felicia casi se le salen los ojos de las órbitas y yo me tuve que aguantar la risa. Fue muy cómico. ¿Qué creía que íbamos a hacer? ¿Ponernos a detallar todo lo que habíamos hecho a la mínima ocasión?
—Abby me ha preparado sus deliciosas tostadas francesas —dijo Nathaniel, hablando del desayuno que le había preparado aquella mañana. Alzó su copa en mi dirección—. Buenísimas, como siempre. —Miró a Felicia—. ¿Te ha dado la receta? A Jackson le encantan las tostadas francesas.
Ella negó con la cabeza.
—No soy muy buena cocinera. Creo que Jackson tendrá que vivir sin esa exquisitez.
Y así de fácilmente, la conversación se alejó de nuestro fin de semana. Yo apoyé la mano en la rodilla de Nathaniel y él entrelazó los dedos con los míos.
Le apreté la rodilla.
«Gracias».
Él me apretó la mano.
«De nada».
—Creo que debería irme a casa —dijo Felicia dos horas más tarde, después de meter el último plato de la animada cena en el lavavajillas—. Abby ha prometido que me ayudaría a organizar los asientos del banquete.
Jackson se apoyó en la encimera.
—Explícame otra vez por qué nos importa dónde se sienta la gente.
Ella resopló y cogió su bolso, que estaba junto a la nevera.
—Simplemente nos importa.
—Pero, cariño, ya has repasado los sitios cinco veces. —Me guiñó un ojo; era evidente que disfrutaba tocando ese resorte de Felicia—. Estaremos igual de casados aunque los Tompkin se sienten al lado de los McDonald.
Ella lo ignoró.
—¿Cuándo dijiste que llegaba tu padre? —me preguntó.
—El jueves de esa semana —contesté, deslizando la mano en la de Nathaniel. Ya me había mencionado las ganas que tenía de conocer a mi padre. Entonces se me cruzó un pensamiento: «¿Hará algún comentario sobre el collar si lo llevo puesto?».
Felicia se puso en jarras.
—¿Crees que le gustaría sentarse con los Tompkin?
—Ni siquiera yo creo que eso sea una buena idea —intervino Nathaniel.
Era normal que no lo creyera. ¿Quién querría que el padre de su novia se sentara a cenar con los padres de su exnovia?
—Entonces creo que Abby y yo tenemos mucho trabajo —dijo Felicia.
Nathaniel tiró de mí en dirección a la puerta.
—Te llevaré a casa. —Miró a Jackson y asintió—. ¿Sigue en pie la cena de mañana?
Pero su primo sólo tenía ojos para su prometida.
—Si mañana sigo vivo… te propongo un trato —le decía él—. No volveré a decir ni una sola palabra sobre los asientos si tú dejas que siga teniendo los trofeos en el salón.
Ella sonrió, todavía en jarras.
—Siempre que sepas que sigo pensando que quedarían mejor en tu despacho.
Él se le acercó con una sonrisa en los labios.
—Y mientras tú sepas que sigo sin entender que nos preocupe tanto saber dónde se sientan todos los invitados.
La tenía en el bote. Se abrazaron, él se inclinó hacia adelante y le susurró algo al oído. Ella se rio y se le acercó más.
Nathaniel y yo nos marchamos de la cocina cogidos de la mano y salimos por la puerta principal.
—¿Comemos juntos mañana? —me preguntó.
—¿Sushi?
—Para sushi siempre estoy disponible —sentenció—. Aunque lo prefiero cuando lo preparamos nosotros.
Ya estábamos junto a su coche.
—Entonces ¿qué te parece si preparamos sushi el martes por la noche y mañana almorzamos juntos?
—El martes por la noche me parece genial —contestó—. ¿Tienes planes para mañana por la tarde?
Le quité una pelusa imaginaria de la camisa porque quería tocarlo.
—Última prueba del vestido.
—Qué divertido.
—En realidad no, pero sobreviviré. Especialmente si puedo pensar en el martes.
Él sonrió.
—El martes por la noche prepararemos sushi. —Bajó la voz—. ¿Te quedarás a pasar la noche?
Me acerqué a él.
—Sí —dije y sentí la caricia de su aliento en la mejilla.
Sus labios rozaron los míos.
—Gracias.
—Si yo no me puedo disculpar —lo rodeé con los brazos—, tú no puedes darme las gracias.
Oí su cálida y profunda carcajada junto a mi oreja. Me retiré un poco y sonreí.
—¿Trato hecho?
—Trato hecho.
Cuando se volvió a acercar a mí, cerré los ojos e inhalé su fragancia. Desprendía un olor masculino y salvaje.
Nuestros labios se rozaron, con suavidad al principio. Suspiré y le pasé los dedos por el pelo. Nathaniel gimió y separó los labios para profundizar el beso. Entonces la delicadeza se convirtió en pasión y la suavidad se tiñó de deseo. Pero los dos sabíamos que no nos podíamos abandonar a nuestras necesidades. Aquello no iba a pasar de un beso.
Cuando nuestros labios se separaron, él suspiró contra mi mejilla.
—Te quiero.