NATHANIEL
Abigail murmuró algo entre dientes que no alcancé a comprender.
—O te estás calladita o hablas claro para que pueda entenderte —le dije, dándole un azote en el culo—. ¿Lo entiendes?
—Sí, Amo.
—Muy bien. —Le agarré las manos atadas—. Ahora inclínate.
Empezó a moverse lentamente, preparándose. Yo le sujeté las manos con firmeza con la mano izquierda para que se diera cuenta de que podía confiar en mí. Tenía las piernas muy abiertas, cosa que a ella le proporcionaba una buena estabilidad y a mí una vista increíble.
—Estás preciosa, Abigail —aseveré—. Me encanta lo abierto que está tu culo en esta postura. —El dedo lubricado de mi mano derecha dibujó un círculo en su ano—. Vamos a ver si decías la verdad cuando dijiste que habías estado usando el tapón. —La penetré un poco con el dedo—. Me muero por metértela por aquí.
Ella gimió y se empujó contra mí. El dedo se enterró más profundamente.
«Joder».
La follé lentamente con el dedo, asegurándome de que seguía agarrándola con fuerza de las manos para que no se cayera. La cabeza le colgaba entre las rodillas; su melena rozaba el suelo con cada nueva embestida de mi dedo.
Interné un segundo dedo. Presioné despacio. Dilatándola. Preparándola. Aún estaba demasiado firme.
Cuando se empezó a acostumbrar a mis dedos, yo me replanteé lo que había pensado. Tomarla allí, en medio del suelo, no iba a funcionar. No podría agarrarme a ella, concentrarme en su cuerpo y embestirla sin provocarle una presión innecesaria en los brazos y los hombros.
Miré a mi alrededor y mis ojos se posaron sobre el potro.
«Perfecto».
—¿Añorabas esto? —le pregunté—. ¿Echabas de menos que preparara tu culo para mi polla?
Me interné algo más adentro. Mi pene se moría por un poco de fricción, pero por mucho que quisiera sacar los dedos y penetrarla, sabía que no podía hacerlo. Abigail confiaba en que yo lo haría bien y yo valoraba mucho esa confianza.
Detuve el movimiento de mis dedos y ella también dejó de moverse. Cuando estuve seguro de que aguantaría el equilibrio, le solté los brazos. Aún con los dedos en el interior de su ano, deslicé la otra mano entre sus piernas y acaricié su humedad.
—Muy bien, Abigail —dije—. Has estado usando el tapón. Añorabas mi polla, ¿verdad?
Le rocé el clítoris.
—Oh, Dios —gimió—. Sí, Amo.
Empecé a estimularle el clítoris con una mano, mientras seguía dilatándola lentamente con los dedos de la otra. Ella dejaba escapar algún quejido de placer de vez en cuando.
—Te voy a sacar los dedos —le expliqué—. Cuando lo haga, quiero que vayas hasta el potro.
«Lo uso para castigar —le expliqué en una ocasión—. Pero también sirve para otros propósitos». ¿Se acordaría? ¿Podía atreverme a esperar haberla llevado a ese lugar de su mente donde confiaría en mí ciegamente?
Saqué los dedos de su cuerpo muy despacio y dibujé un último círculo alrededor de su clítoris.
—Incorpórate —le pedí, tirando de sus manos.
Abigail lo hizo muy despacio y su pelo recuperó su lugar original alrededor de su rostro.
—Al potro, preciosa.
No vaciló. Con suerte, sabría que no había hecho nada para merecer ningún castigo.
—Estoy tan orgulloso de ti… —le repetí, cuando se puso en posición—. Me encanta que confíes en mí.
Estaba tumbada sobre el potro, de espaldas a mí. Tenía los brazos atados a la espalda y las piernas abiertas. Yo me puse detrás y me incliné hacia adelante.
—Puedes sentirlo en esta postura, ¿verdad? —le pregunté, volviendo a deslizar un dedo lubricado en su interior y haciendo que la parte superior de su cuerpo se moviera contra la madera—. Tus pezones. —Me retiré un poco y su cuerpo se movió ligeramente—. ¿Te das cuenta de cómo rozan el potro?
Volví a dilatarla con los dedos y deslicé una mano entre sus piernas para rozarle el sexo. Quería que se muriera por tenerme dentro. Quería llevarla hasta ese punto en el que se derretiría por mi polla. El movimiento de su cuerpo contra el potro, la suave dilatación de mis dedos, la estimulación de su clítoris… todo se sumaba para llevarla hasta ahí.
Gimió.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué necesitas?
—Oh, Dios —exclamó, cuando la penetré más profundamente.
—¿Qué necesitas? —Le di un azote en el culo y ella gimió de nuevo—. Dímelo.
—A ti —jadeó—. A mí.
—¿Estás lista para mí?
Saqué los dedos y coloqué la punta de la polla contra ella.
—Por favor —pidió.
Tenía que ir despacio. Sólo era su segunda vez. Le dolería.
—Despacio —dije, más para mí mismo que para que me oyera.
Me interné suavemente en su cuerpo, apretando los dientes para aplacar la ardiente necesidad de embestirla con fuerza.
Detuve el movimiento de mis caderas y metí dos dedos en su humedad.
—Mira lo que me haces —le susurré—. ¿A ti te pasa lo mismo?
Su única respuesta fue el gemido que le arrancaron mis dedos al deslizarse alrededor de su clítoris. Empujé las caderas hacia adelante y me detuve en seco cuando la oí inspirar con fuerza.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí, Amo —dijo con voz ronca—. Más. Por favor.
Entré un poco más en ella. Me retiré. Avancé un poco. Doblé los dedos y, cuando los metí en su sexo, sentí los movimientos de mi polla.
«Joder».
Con la siguiente embestida me deslicé un poco más adentro, apretándola con más fuerza contra el potro y me hundí hasta el fondo. Sus músculos se contrajeron contra mis dedos.
—Déjate ir. —Tenía la voz espesa—. Cuando quieras.
Ella arqueó la espalda y mis dedos llegaron a lo más profundo de su sexo. Adopté un ritmo lento mientras la embestía con la polla por detrás y sacaba los dedos para acariciarle el clítoris. Entonces me retiré y la penetré de nuevo con los dedos.
Cada bocanada de aire, cada latido de corazón, cada nervio de mi cuerpo palpitaba con su nombre. Palpitaba de necesidad de ella. Abigail me engullía entero.
Eché la cabeza hacia atrás y aceleré el ritmo. Su cuerpo rozó el potro con más fuerza.
—Ah —gimió, contrayéndose de nuevo a mi alrededor.
«Sí».
Metí los dedos más adentro.
—Oh, Dios —susurró—. No puedo aguantar… no puedo…
—Pues no lo hagas —murmuré, penetrándola aún más.
Entonces alcanzó el clímax y dejó escapar un suave aullido.
Yo la embestí de nuevo, dejé que la necesidad me superara y me corrí dentro de ella.
Nos quedamos allí tumbados durante varios segundos, mientras escuchábamos nuestros jadeos y los latidos de nuestros corazones. Al poco, conseguí recomponerme y salí de su cuerpo muy despacio.
—¿Estás bien? —inquirí.
—Oh, Dios, sí.
Sonreí.
—Ahora vuelvo. No te muevas.
Me fui al baño que había dentro del cuarto de juegos y me lavé las manos sin dejar de mirarla. Cogí algunas toallas grandes del toallero radiador y luego mojé algunos paños.
Extendí las toallas en el suelo. Cuando regresé junto a Abigail, le desaté los brazos con suavidad y le besé las muñecas. Dejé caer la cuerda mientras le besaba los brazos y le daba un masaje relajante en los hombros. Le cogí un brazo y le besé la cara interior del codo antes de colocárselo junto a su cuerpo y repetir la maniobra con el otro brazo. Me puse frente a ella y me bajé para que nuestras miradas estuvieran al mismo nivel. En sus ojos se adivinaba un profundo placer.
—Me dejas alucinado —le dije—. Cada vez. —La besé con suavidad—. ¿Te puedes poner en pie?
Abigail asintió y se levantó.
—Ven a tumbarte en las toallas. —La cogí del brazo—. Están calientes.
Cuando lo hizo, la limpié con los paños húmedos y acabé envolviéndola en más toallas esponjosas. Estuvo a punto de ronronear de puro placer.
—Te iba a preguntar si lo has pasado bien, pero creo que no me hace falta —bromeé. Ella me respondió con una risita grave y sensual. Le rocé los labios con los míos—. ¿Estás cansada?
—Mmmm. —Cerró los ojos—. Me siento como una medusa. Como si fuera de gelatina. —Bostezó—. Puede que esté un poco cansada.
«¿Un poco cansada?»
Reprimí una carcajada. Quizá hubiera dormido cuatro horas. Probablemente menos. Un poco cansada, claro.
—Quiero que descanses. Prepárate algo de comer si quieres. Yo me las arreglaré solo. —La volví a besar—. Tú duerme una siesta.
Después de prepararme un sándwich y de comprobar que Abigail dormía cómodamente, me fui al salón y llamé a Paul.
Contestó al segundo tono.
—¿Nathaniel?
—Hola, Paul —contesté.
—¿Cómo van las cosas con Abby? —se interesó.
Él sabía lo importante que era ese fin de semana y lo difícil que sería, tanto para ella como para mí. Tenía suerte de tener un amigo como él con el que poder hablar. Sabía que si no tuviera a nadie con quien hacerlo me sentiría muy perdido.
Y ¿qué pasaba con Abby?
«Oh, no», pensé cuando lo comprendí.
¿Con quién podía hablar ella?
«Con nadie. Ella no tiene a nadie».
—¿Nathaniel? —insistió Paul, adoptando un tono inquieto que sustituyó a su anterior saludo despreocupado—. ¿Va todo bien con Abby?
Ella sólo me tenía a mí, a nadie más. Y yo era su Dominante; ¿eso contaba? ¿A qué otra persona podría recurrir? Felicia apenas aceptaba nuestra relación. Las cosas se habían suavizado con ella, pero yo sabía que no aprobaba nuestro estilo de vida. Abby hablaba a menudo con Elaina, pero aunque la mujer de mi mejor amigo supiera lo nuestro y lo aceptara, no sería un buen apoyo para una sumisa sin experiencia.
—Joder. —Me desplomé contra el respaldo del sillón—. He vuelto a meter la pata.
—Nathaniel —dijo Paul, trayéndome de nuevo al presente—. ¿Cómo está Abby?
—¿Qué? —pregunté, al darme cuenta de que tenía el teléfono en la mano—. ¿Abby? Está durmiendo.
—Muy bien —contestó—. Entonces, cuéntame, ¿en qué has metido la pata?
—Me acabo de dar cuenta de la suerte que tengo al contar con tu apoyo, al poder tener a alguien con quien hablar y lo duro que sería todo si no fuera así. —Inspiré hondo—. Abby no tiene a nadie. —Entrecerré los ojos al recordar—. Tenía una amiga amateur que vivía por aquí, pero no creo que sigan estando en contacto.
—Ya veo.
—Me refiero a que, bueno, me tiene a mí. Nosotros hablamos. —Recordé el rato que pasamos en la biblioteca y en lo difícil que seguía siendo conseguir que se expresara con libertad cuando llevaba mi collar—. A veces.
—¿Y aparte de ti no tiene ningún amigo que lleve el mismo estilo de vida? —preguntó—. ¿No conoce otras sumisas con las que poder charlar?
—No que me haya contado.
«Me lo habría dicho, ¿no?»
—¿Has pensado en llevarla a alguna fiesta? ¿A algún sitio donde pueda conocer gente?
En realidad sí que lo había pensado. Llamar a algunos de los miembros de la comunidad era una de las cosas que quería hacer cuando pasara la boda de Jackson y Felicia.
—Sí —contesté—. Pero tenemos esa boda y acabamos de reiniciarlo todo este fin de semana. Había pensado… Joder.
No importaba lo ocupados que estuviéramos, yo me tendría que haber asegurado de que ella tenía el apoyo que necesitaba.
—¿Te acuerdas de lo que te dije cuando fui a visitarte?
—¿A visitarme? —le pregunté—. ¿Así es como lo llamas? ¿Te refieres a cuando viniste a reprocharme que me hubiera convertido en un patético despojo humano?
—Sí, eso.
—Dijiste muchas cosas. —Me ruboricé al recordar que Paul tuvo que dejar a su hijo recién nacido para venir a salvarme de mí mismo—. ¿A qué te refieres?
—A cuando te dije que quería que vinierais a vernos cuando volvierais a estar juntos.
Era cierto, me había olvidado de eso. Aunque cuando lo dijo yo nunca pensé que Abby y yo volveríamos a estar juntos.
—Sé que Jackson se casa dentro de dos semanas —prosiguió Paul—. Pero ¿crees que hay alguna posibilidad? ¿Quizá el fin de semana que viene?
—Hum —reflexioné, intentando organizarlo todo en mi cabeza… Podría funcionar—. Hablaré con Christine, a ver si su madre se puede quedar con Sam un rato el sábado. —Se quedó un momento en silencio mientras pensaba—. Habla con Abby. Envíame vuestras listas; quizá podamos jugar juntos. ¿O sigues sin compartir las sumisas a las que les pones el collar?
«¿Compartir a Abby?»
Intenté imaginar a otros hombres poniéndole las manos encima. Otro hombre deslizando los dedos por su pelo. Los labios de otro hombre sobre ella.
«Jamás».
—Yo no comparto —dije casi con un rugido.
—Es una lástima —contestó—. Los cuatro juntos…
—De todos modos —lo interrumpí—, es uno de los límites infranqueables de Abby.
Yo sabía que lo de compartir nunca había supuesto ningún problema para Paul y Christine. Y me parecía muy bien. Pero no iba conmigo.
—En ese caso, ¿crees que quizá podríamos jugar para vosotros? —insistió—. ¿Tal vez con algo que Abby haya marcado como límite suave? A Christine la excita mucho que la observen y los dos necesitamos pasar un buen rato en el cuarto de juegos.
Pensé unos segundos.
—Suena bien. Déjame hablar con Abby.
Luego comentamos cómo había ido el fin de semana hasta el momento.
—¿Cómo han ido los castigos? —preguntó él, cuando yo saqué a relucir la necesidad que había habido de ellos.
—Difíciles —le respondí con sinceridad—. Para los dos. Ella estaba afligida y ver eso me disgustó a mí y…
—Te preguntaste si estabas haciendo lo correcto —concluyó por mí.
—No recordaba que me resultara tan difícil con las demás.
—¿Con tus sumisas anteriores? —preguntó.
—Sí —respondí—. No recuerdo que me sintiera así.
—Yo sí que me acuerdo —aseveró con cierto tono de burla en la voz.
—¿Qué?
—También me llamaste después de castigar a Beth por primera vez.
—¿Beth? —Intenté recordar—. Eso fue hace mucho tiempo.
—Y entonces estabas tan afligido como lo estás ahora —dijo—. Quizá incluso más.
Deseé poder recordarlo. Lo de Beth parecía haber ocurrido hacía ya mucho, era algo muy alejado de lo que estaba viviendo en ese momento.
—Como no te acuerdas del incidente, es probable que no recuerdes lo que te dije —apuntó.
—Vamos, Paul. Dímelo de una vez.
—Es perfectamente normal que te cueste infligirle dolor a otra persona, incluso en la clase de relación que mantienes —afirmó—. Lo que me preocuparía es que te resultara sencillo.
—Ya lo sé, pero… —empecé yo.
—No hay peros —me cortó—. La mayoría de los Dominantes que conozco experimentan lo mismo.
—¿Cómo os fue a ti y a Christine? —inquirí—. ¿Cómo fue el primer fin de semana que pasasteis juntos después de empezar una relación romántica?
—Christine y yo somos diferentes de ti y de Abby —señaló—. Nosotros decidimos mantener esta clase de relación las veinticuatro horas los siete días de la semana.
—Pensaba que fue antes de que empezarais a salir —comenté.
—No, fue después.
—Vaya —exclamé, tratando de imaginar esa clase de vida con Abby—. Y ¿cuánto tiempo duró?
—Algunos meses —contestó—. A nosotros no nos funcionó. Era demasiado difícil. —Pude percibir la sonrisa en su voz—. Así que ya ves que todo el mundo tiene que librar sus batallas.
—¿Todavía?
—Sí. Todavía. Aunque te aseguro que ahora son muy distintas.
Suspiré, más de alivio que de otra cosa. Lo que me estaba ocurriendo era normal. Abby y yo estábamos bien. Sólo necesitábamos tiempo para ponerlo todo en orden.
—¿Qué planes tienes para mañana? —me preguntó.
—Estoy intentando decidir si debería pedirle que se quede a dormir mañana por la noche —respondí, meditando la idea.
Abby había pasado conmigo la noche del jueves y no estaba seguro de que quisiera quedarse hasta el lunes.
—No sé si es muy buena idea —dijo Paul.
—¿Por qué?
—Porque este tipo de relación dual es nueva para ti —me explicó—. Y, para ser sincero, creo que ella lo llevará mejor que tú. Pero en tu caso —vaciló—, creo que es posible que mañana por la noche necesites reflexionar sobre algunas emociones. No sé si tenerla en tu casa cuando acabe el fin de semana será lo mejor.
No había pensado en ello, pero era probable que tuviera razón. Necesitaría tiempo para pensar en cómo había ido el fin de semana, incluso después de haberlo hablado con Abby. Quizá me viniera mejor poder hacerlo solo.
A fin de cuentas, seguíamos teniendo la noche del lunes. Y la noche del martes. Y la noche del miércoles…
El llanto de Sam rompió mi concentración.
—Vaya. No duerme nunca —exclamó Paul—. Me tengo que ir.
—Me estoy replanteando lo del próximo fin de semana —bromeé.
—No te culparía.
Le prometí a Paul que hablaría con Abby antes de llamarle durante la semana y nos despedimos.
No hacía ni dos minutos que había colgado cuando volvió a sonar el teléfono.
Era Jackson.
—Eh, hola —saludé—. ¿Qué pasa?
—Felicia y yo queríamos invitaros a Abby y a ti a una barbacoa mañana por la noche —dijo—. Para estrenar la casa.
Jackson y Felicia se acababan de comprar una casa en las afueras, porque mi primo había decidido que su ático no era lo más adecuado para una pareja de recién casados. Empezaron a trasladarse el fin de semana anterior, aunque yo sabía que técnicamente Felicia aún seguía viviendo en el apartamento contiguo al de Abby.
«Otra conversación que tiene que surgir tarde o temprano».
—¿Una barbacoa? —pregunté.
—Ya sabes —se burló—. Filetes, patatas. Comida de hombres. Aunque si quieres puedo poner algún pescado en la parrilla.
—Me conformo con los filetes —contesté, sin parar de pensar ni un minuto—. ¿A qué hora?
Quería quitarle el collar a Abby y poder hablar con ella sobre el fin de semana antes de hacer nada el domingo por la noche.
—No lo sé —respondió—. ¿Importa mucho? ¿Tienes que coger un avión?
—¿Qué tal sobre las cinco? —propuse.
Eso nos daría dos horas. Teniendo en cuenta que era el primer fin de semana que jugábamos, no era lo ideal, pero serviría.
—Me parece perfecto —contestó—. Ah, no, nena —lo oí decirle a alguien, probablemente a Felicia—. Eso tiene que estar ahí. Son cosas del fútbol.
Yo carraspeé con discreción.
—Perdona, Nathaniel —se disculpó Jackson—. Mujeres, ya sabes… La quiero mucho, pero tiene que aprender a no tocar mis cosas.
Cuando colgué, miré a mi alrededor.
«Mujeres, ya sabes…»
La verdad es que no lo sabía.