NATHANIEL
Ya me imaginaba que no podría dormir. Por algún motivo, sabía que volver a tener a Abby en mi casa en calidad de sumisa, incluso a pesar de que eso era lo que los dos queríamos, lo que necesitábamos, sería difícil. Sentí cierto alivio al saber que ella quería pasar las noches del viernes al domingo en su viejo dormitorio.
Eso que había comentado en la biblioteca sobre que nuestra relación era fácil para mí porque yo estaba acostumbrado, no podía estar más alejado de la verdad. Toda nuestra relación era territorio desconocido para mí.
Salí de la biblioteca después de tocar un rato el piano y volví a subir. La puerta de su habitación estaba cerrada y me pregunté si estaría dormida o si seguiría dando vueltas en la cama, si seguiría intranquila. Ya suponía que a ella tampoco le resultaría fácil dormir. Una vocecita interior me susurraba que debería haberle pedido que lo hiciera en el suelo de mi habitación.
Me detuve frente a la puerta de mi dormitorio.
Ya la hice dormir en el suelo en una ocasión. Le habría pedido a cualquier otra sumisa que durmiera en el suelo de mi habitación después de haberle puesto mi collar.
«¿Eso significa que no voy a ser capaz de ser su Dominante y su amante al mismo tiempo?»
No quise recrearme en ese pensamiento. En mi mente apareció la imagen de Abigail con mi collar puesto. Mi collar y nada más. Recordé la conversación que habíamos mantenido en la biblioteca y las ganas que tenía de hacerla mía. De quitarle el camisón y deslizar las manos por su cuerpo…
Se me puso la polla incómodamente dura y metí la mano por el elástico de los pantalones para agarrarla. Recordé algunas escenas de aquel día:
Abigail de rodillas en mi despacho.
Esperándome en el cuarto de juegos.
Reprimiendo un gemido cuando le informaba de mis planes con las pinzas.
Mis ojos se volvieron a posar en la puerta de su habitación.
Es posible que no estuviera durmiendo en el suelo, pero seguía siendo mi sumisa. Su deber era servirme como y cuando yo lo decidiera.
Abrí la puerta y la vi dormida.
—Despierta —le dije.
Ella murmuró algo en sueños y se alejó de mí.
—Ahora, Abigail.
Se sentó muy despacio, con ojos soñolientos. El pelo le caía sobre los hombros muy alborotado, no le había resultado fácil dormirse. Se llevó la mano a la clavícula para ponerse bien el tirante del camisón.
—Las noches del viernes y el sábado dormirás lo que yo decida. —Me bajé los pantalones—. Y ahora mismo no quiero que duermas.
Sus ojos se posaron en mi erección. Sí, Abigail sabía muy bien de lo que le estaba hablando.
—Esta noche me siento generoso, así que te dejaré decidir cómo lo quieres —le dije.
Ella parpadeó unas cuantas veces.
—Como a ti te complazca, Amo.
—Me parece, Abigail —me acerqué a su cama—, que te acabo de decir lo que me complacería. —Me incliné sobre ella—. Quiero que seas tú quien decida cómo quieres que te la meta.
Volvió a bajar la vista. ¿Estaba avergonzada? ¿De qué iba aquello? Tenía que superar aquella vergüenza. La vergüenza no tenía cabida en nuestra relación.
Deslicé los dedos por debajo de los tirantes del camisón y se lo quité.
—Decidas lo que decidas —susurré—, quiero que te quites esto.
Cuando estuvo desnuda, la miré arqueando una ceja. Aún no había dicho nada.
—Se acabó el tiempo —le dije—. No me lo has dicho lo bastante rápido, así que elegiré yo por ti. —Le di la vuelta sobre la cama y la tumbé boca arriba para dejarla con la cabeza colgando por el borde—. Ya que has decidido no hablar cuando te he hecho una pregunta, le daremos un uso mejor a tu boca.
Tuve que inclinarme un poco, pero apoyé las manos a ambos lados de sus caderas y me moví hacia adelante hasta que mi polla le rozó los labios.
—Hazlo bien y quizá te deje volver a dormir.
Cerré los ojos mientras me rodeaba con la boca. Me gustó tanto internarme en su calidez que mientras lo hacía noté que aún se me ponía más dura. Le posé una mano en el vientre para controlar su respiración y empecé a embestir para meterme más adentro.
Ella me tomó entero, relajó la garganta y me succionó mientras yo me follaba su boca lentamente. Me rodeó la polla con la lengua y cuando me retiré, me la lamió entera para deslizarla después por toda mi longitud cuando me volví a internar en su boca.
Me había vuelto a desobedecer. Le había hecho una pregunta, le había pedido una respuesta y no me la había dado. Tenía que corregirlo.
—Estoy a punto de correrme —le advertí, cuando mi liberación empezó a ser inminente. Embestí su boca con más fuerza—. Pero no puedes tragártelo. Te quedarás mi semen en la boca hasta que yo te lo diga.
Permanecí inmóvil mientras el orgasmo me recorría el cuerpo y le clavaba los dedos en la suave piel de la cintura.
«Joder».
Abigail se quedó muy quieta mientras yo me retiraba y recogía mis pantalones. Cuando la miré seguía sin moverse.
—Siéntate.
Lo hizo respirando por la nariz, con las mejillas ligeramente hinchadas. Yo me acerqué y le cogí la cara con la mano.
—Cuando te digo que quiero que me contestes, quiero que me contestes. Tragarte mi semen es un honor que no te concedo a la ligera. ¿Lo entiendes? —Ella asintió y le apreté las mejillas—. Paladea mi sabor en tu boca, porque eres la única persona del mundo que puede hacerlo. Eres la única sumisa que puede servirme. —Le levanté la barbilla—. Tú eres la elegida para llevar mi collar.
Se le llenaron los ojos de lágrimas y yo sentí una punzada de incomodidad, pero la ignoré. Necesitaba provocarle una impresión muy intensa aquel fin de semana, para recordarle que no le mentí al decirle que la última vez fui suave con ella.
Le pasé el pulgar por debajo de los ojos y limpié la humedad que encontré a mi paso. Había dejado claro mi mensaje y Abby lo había comprendido.
—Veo la decepción en tus ojos. Traga, Abigail.
Dejé la mano en su mandíbula y observé el movimiento de su garganta mientras me obedecía.
Aunque ya sabía que ese fin de semana no sería fácil, nunca pensé que sería tan duro para ambos.
Quería encontrar la forma de volver a conectar con ella, de hacerle ver que estábamos bien, pero estaba perdido, no sabía cómo hacerlo. Jamás me había enfrentado a nada parecido en toda mi vida.
Abigail estaba sentada frente a mí, con la mirada gacha y la decepción escrita en la cara. Busqué las palabras adecuadas. Cualquier cosa que la convenciera de que todo iba bien. De que aquello sólo era un pequeño resbalón en el camino y que no debía sentirse demasiado mal. Y, sin embargo, me incomodaba la idea de susurrarle palabras de amor después de la reprimenda.
Y entonces me llegó la inspiración. Me incliné hacia adelante y le murmuré:
—«Pues yo debo amar porque vivo.
»Y eres tú quien me llena de vida».
Estaba seguro de que ella recordaría que ésos eran los dos últimos versos de «Porque ella me preguntará por qué la amo», de Christopher Brennan, uno de los últimos poetas que leyó en las sesiones que dirigió en la biblioteca en la que trabajaba.
Jadeó al reconocer los versos y yo sonreí. Sí. Se acordaba.
Me retiré y, al hacerlo, mis labios le rozaron la mejilla.
—Buenas noches, preciosa.
Cuando me fui a mi habitación y me metí en la cama, la oí merodear por la casa. Estaba limpiando el cuarto de juegos; probablemente no se había podido dormir después de que la despertara.
Me di media vuelta y miré el reloj. Eran las dos de la madrugada. Vaya, era muy tarde. Por un momento, me pregunté distraídamente cómo habría ido el primer fin de semana de Paul y Christine cuando decidieron los detalles de su acuerdo, hacía ya tantos años. Probablemente él aún estaría despierto. La última vez que hablamos mencionó que su hijo Sam estaba sufriendo unos cólicos terribles. Pero aunque Paul estuviera despierto, dudaba mucho que le gustara oír mi voz a esas horas. Lo llamaría después de desayunar. O de comer.
Aparté la vista del despertador y esperé hasta que oí a Abigail volver a su dormitorio antes de dejarme arrastrar por el sueño.
Poco después de desayunar, ella me estaba esperando en el cuarto de juegos. Sentada sobre los talones, con las manos en el regazo y la cabeza gacha. Exactamente como le había dicho que debía esperarme cuando estuviera allí. Al verla en posición y sólo con mi collar puesto, mi polla cobró vida.
—Perfecto —dije—. No esperaba menos. —Advertí el orgullo que irradiaba de su cuerpo—. Levántate, Abigail —añadí—. Deja que vea lo que me pertenece.
«Es jodidamente preciosa», pensé cuando se levantó.
Tenía la mirada baja, pero podía sentir su expectación y su excitación. Faltó poco para que su energía zumbara por toda la habitación.
Me puse detrás de ella, le deslicé una mano por el costado y noté cómo se le aceleraba la respiración. Luego me incliné un poco para susurrarle al oído:
—Hoy te voy a presionar un poco. —Se estremeció bajo mi caricia. Yo proseguí—: Recuerda que puedo hacerlo, porque confío en que utilizarás tus palabras de seguridad si las necesitas. —Le cogí un pecho—. Voy a dejar que hables y te abandones al orgasmo como quieras. Pero seguiré necesitando que seas completamente sincera conmigo cuando te pregunte cómo estás.
Me acerqué al armario y cogí dos pinzas para pezones, unidas por una cadena. Sus ojos me siguieron mientras regresaba y me detenía delante de ella.
—Tampoco te voy a tapar los ojos. Quiero que veas todo lo que hago.
Bajé la cabeza y me metí uno de sus pezones en la boca. Deslicé la lengua por la punta y, al hacerlo, le arranqué un gemido. Succioné y alargué la mano para acariciarle el otro pezón. Cuando empezó a estremecerse bajo mis caricias, cambié de postura para prestarle la misma atención al otro pecho.
Luego me incorporé y le cogí el pecho izquierdo con las manos. Se lo masajeé, hice rodar su pezón entre mis dedos y se lo pellizqué mientras observaba cómo se le ponía la carne de gallina. Lo que venía a continuación le dolería un poco y necesitaba asegurarme de que estaba preparada.
—Inspira hondo, preciosa —susurré, pellizcándole el pezón con una mano, mientras abría la pinza con la otra. Cuando inhaló, le coloqué la pinza con suavidad.
Abigail soltó el aire con un pequeño jadeo.
Yo deslicé la mano por su cuerpo y la acaricié entre las piernas.
—Muy bien.
Repetí el procedimiento con el otro pezón, muy despacio y evaluando su reacción. La observé atentamente. Cerró los ojos un momento y se estremeció, pero estaba bien.
—¿Estás bien? —le pregunté al terminar.
Ella sonrió.
—Sí, Amo.
Yo le devolví la sonrisa.
—Mira hacia abajo, Abigail —dije—. Mira lo traviesa que eres.
Mis ojos siguieron la trayectoria de los suyos y me di un momento para asimilar la imagen de sus pezones erectos, adornados con mis pinzas y la cadena colgante.
—Vamos a jugar a un jueguecito —proseguí—. Quiero que me desnudes. —Ella seguía mirándose los pechos—. Mírame. —Cuando levantó la vista, expliqué—: La trampa es que cada vez que me toques la polla, yo me ganaré el derecho a tirar de esa cadena.
Di un paso atrás.
—Ya puedes empezar.
Cerré los ojos y esperé que comenzara. Yo sólo llevaba puestos los pantalones. Sería difícil, pero no imposible, que me desnudara sin tocarme la polla. Las pinzas eran nuevas para ella. Si las odiaba, las temía o le dolían mucho, sabía que procuraría no tocarme.
Para cuando mis pantalones estuvieron en el suelo, había contado cuatro roces de su mano. La última fue cuando me acarició la polla con descaro al ponerse de pie.
«Cuatro».
Oculté una sonrisa.
—¿Cuántos tirones me he ganado? —le pregunté.
—Cuatro, Amo.
—Hum. Cuatro.
Cogí la cadena y tiré despacio. Abigail dejó escapar un gemido gutural que viajó directamente a mi polla.
Cómo me gustaba esa mujer.
—Me debes tres más —puntualicé—. Me los cobraré más tarde.
Volví a los armarios y cogí una cuerda de seda. Cuando volví a estar detrás de ella, le cogí los brazos y se los puse a la espalda. Me tomé mi tiempo para atarle la cuerda con el máximo cuidado y le inmovilicé los brazos.
—Me gustas en esta postura —comenté, volviendo a colocarme delante de ella—. Así tus pechos están hacia afuera, en silenciosa ofrenda para mí.
Deslicé el dedo por debajo de la cadena, la miré a los ojos y di un lento tirón hacia arriba.
Abigail parpadeó.
—Oh, Dios.
—Te gusta, ¿verdad?
Dejó escapar otro gemido.
—Sí, Amo.
Yo esbocé una sonrisa ladeada, encantado de que se hubiera acostumbrado tan bien a las pinzas.
—Abre las piernas.
Deslicé una mano entre ellas: estaba húmeda y preparada.
Casi.
Necesitaba que estuviera más excitada. Más sensible.
Me arrodillé entre sus piernas y le besé el clítoris, luego me retiré y soplé con suavidad. Saqué la lengua y lamí su abertura de principio a fin, centrando mi atención en su clítoris. Repartí suaves besos por la cara interior de sus muslos y dibujé un camino para acabar entre ellos, donde le mordisqueé un poco más el clítoris.
Ella se sobresaltó y yo seguí centrándome en esa parte de su cuerpo con más intensidad; mi objetivo era unir el placer y el dolor en su mente. La volví a rozar con los dientes y tiré de la cadena una vez más. Abigail se estremeció contra mí.
Solté la cadena y luego deslicé dos dedos en su interior, tratando de alcanzar ese lugar, justo ahí, ese punto que sabía que la haría perder el control. Hice girar la lengua por encima de su clítoris y le volví a internar los dedos.
Ella jadeó y alcanzó el clímax.
«Joder».
Mientras me ponía de pie, oí su respiración pesada y advertí el ligero rubor que le cubría la piel. Sus pechos tenían buen aspecto, pero ya había llevado las pinzas puestas durante suficiente rato para ser la primera vez.
—Respira hondo, preciosa —dije, cogiendo una pinza con una mano y agarrándole el pecho con suavidad con la otra. Su cálido aliento me rozó los hombros y el torso—. Otra vez. Suelta el aire muy despacio.
Lo hizo y yo le quité la pinza lo más lentamente posible. Cuando la sangre volvió a circular por su pezón, ella inspiró con fuerza.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí, Amo —contestó con voz ronca.
—Muy bien.
Volví a alargar el brazo hasta su entrepierna y acaricié su carne aún sensible. Abigail acercó las caderas.
—Inspira otra vez —le ordené, cuando noté que empezaba a relajarse—. Suelta el aire despacio.
Le quité la otra pinza y luego las dejé caer las dos al suelo. Después interné un dedo en su sexo y le rocé el clítoris suavemente con el pulgar, con la esperanza de aliviar parte del dolor. Cuando le murmuré lo contento que estaba, su pelo me hizo cosquillas en la mejilla. Le dije que estaba muy orgulloso y ella suspiró.
—Abre más las piernas —le indiqué, retirándome un poco.
La dejé en esa postura durante algunos minutos, consciente de que estaría sintiendo el aire cálido entre las piernas, de que todas sus terminaciones nerviosas estarían alerta. Estaba preciosa.
«Maldito bastardo con suerte».
Cogí el lubricante con efecto calor de encima de la mesa y me volví a colocar detrás. La rodeé con los brazos y le rocé los pezones con las yemas de los dedos. Abigail me respondió con un gemido y echó las caderas hacia atrás para pegarlas a mi cuerpo.
Me reí. Pocos minutos después, ya había extendido el lubricante por mi polla y mis dedos.
—Hace poco, me dijiste que cuando te la metí por el culo te sentiste completamente llena —expuse.
Se sobresaltó cuando le empecé a extender el lubricante por el ano.
—¿Estás preparada para volver a sentirte así, Abigail?