25

ABBY

La reunión preparatoria se celebraba en el centro que la comunidad tenía en la ciudad. Nathaniel me explicó que allí no estarían todos los asistentes a la fiesta. El encuentro consistía en una especie de conferencia sobre un tema concreto y después tendría que firmar unos documentos.

—Nos tenemos que proteger —dijo, para explicar lo de los documentos—. No podemos dejar que cualquiera asista a la fiesta.

Yo pensé en Samantha, la chica que me explicó lo de Nathaniel. Eso debió de ser una gran transgresión del protocolo.

—Me alegro de que Samantha ya no esté en Nueva York —comentó él como si me hubiera leído la mente—. No me habría gustado nada tener que ser yo el encargado de hablar con ella. En especial, teniendo en cuenta que fue su descuido lo que te trajo a mí.

Su tono y sus palabras me dejaban entrever lo serio que era el asunto y lo importante que era para él el tema de la confidencialidad.

Llegamos al centro poco después de las tres. Nathaniel me acompañó al interior del edificio con la mano apoyada en la parte inferior de mi espalda. Siempre me tranquilizaba sentir su contacto. Y, aunque estaba excitada, también estaba un poco nerviosa. Era evidente que él podía sentir cómo la excitación me recorría el cuerpo.

Al final de un pequeño vestíbulo nos esperaba un hombre de mediana edad delante de una puerta. Saludó a Nathaniel con mucha calidez y a mí me miró esbozando una sonrisa.

«Son gente completamente normal», me recordé. Si me hubiera encontrado con ese hombre en el supermercado, no lo habría mirado dos veces. Bueno, ni siquiera lo miré dos veces en aquella situación.

En la sala había una enorme mesa de reuniones y unas quince personas. Los recorrí a todos rápidamente con la vista. Parecía haber un número equitativo de hombres y mujeres, aunque no todo el mundo parecía estar emparejado.

Me dije que era normal que fuera así. En una de las esquinas había un grupo de tres mujeres hablando. Una de ellas, una rubia, miró a Nathaniel de arriba abajo. Él no pareció darse cuenta, pero saludó con la cabeza y sonrió a varios de los asistentes. Parecía conocerlo casi todo el mundo, pero nadie vino a hablar directamente con nosotros.

Retiró una silla de la mesa y me hizo un gesto para que tomara asiento. Hasta que él se sentó a mi lado, no me paré a analizar la estancia con más atención.

Sentado a la cabecera de la mesa estaba el guardia de seguridad del despacho de Nathaniel, al que me encontré en la puerta del edificio el día de nuestra representación. Cuando me vio, me guiñó un ojo y esbozó una leve sonrisa.

Se me debió de escapar alguna clase de sonido, porque Nathaniel me apretó la rodilla por debajo de la mesa. Lo miré y él negó con la cabeza. «Ahora no», me dijo en silencio.

Me mordí los labios para evitar decir nada, pero le devolví la sonrisa a aquel hombre y lo miré de nuevo.

Tenía el pelo negro bastante largo y facciones angulosas. Estaba recostado en el respaldo de su silla y tamborileaba con los dedos sobre su rodilla, moviendo la cabeza al ritmo de alguna melodía que sólo él parecía escuchar. No había nadie sentado a su lado y enseguida me di cuenta de que no llevaba collar.

«Es un Dominante —decidí—. Definitivamente un Dominante».

Al saber lo que era y consciente de lo que yo necesitaba en una relación, lo miré más detenidamente, intentando distinguir si sentía algún interés por él. Era bastante guapo: tenía un cuerpo esbelto y musculoso y lucía un tatuaje oscuro alrededor del brazo derecho. Al margen del placer que podría haber sentido al admirar cualquier obra de arte, no sentí nada. No percibí ninguna chispa, deseo, ni atracción por aquel hombre.

Sin embargo, cuando volví a mirar a Nathaniel, todo mi cuerpo reaccionó. Se me aceleró el pulso, mi mirada resbaló de sus ojos a sus labios y me estremecí al recordar esa boca sobre mi piel. Sólo él conseguía estremecer mi cuerpo y mi alma. No había nadie más que pudiera ni acercarse a eso.

Pero al mirar otra vez al hombre de la cabecera de la mesa, me pregunté si sería uno de los que Nathaniel pensó facilitarme el nombre cuando le dejé, a principios de aquel año. Me había dicho que no lograba decidirse por nadie y por primera vez me pregunté por qué. ¿Sería cruel aquel hombre moreno? ¿Habría algún defecto en su carácter que lo hacía poco deseable como Dominante?

Entonces me llamó la atención un sonido procedente del fondo de la habitación y tanto yo como los demás asistentes nos volvimos para mirar a la mujer que entraba. Incluso el guardia de seguridad (deseé haber mirado su etiqueta identificativa cuando me crucé con él, para saber cómo llamarlo) se sentó más derecho y se concentró en la recién llegada.

No había nada especialmente destacable en ella, aparte de que era alta, pero tenía unos ojos muy despiertos y se movía con gran elegancia. Su presencia y su dominio eran innegables.

Dijo que se llamaba Eve y se dirigió a la sala con relajada autoridad, para darle la bienvenida a todo el mundo y ofrecer una breve charla sobre el tema del día: tipos de cuerdas y sus distintos usos.

No tardé mucho en desconectar de su conferencia sobre las ventajas y los inconvenientes de las cuerdas de fibras naturales y las de fibras sintéticas. También vi cómo la rubia que había estado mirando a Nathaniel disimulaba un bostezo. Nos miró y yo esbocé una leve sonrisa, acercándome un poco más a Nathaniel. Él me posó la mano en la rodilla y yo recordé el fin de semana anterior, cuando representó la escena que yo había escrito.

La mordaza de bola. Los azotes del látigo de piel, que me resultaron más punzantes que cuando me azotaba con el de ante. Nathaniel follándome duro y rápido desde atrás. Y cómo me ordenó, cuando acabamos, que me arrodillara y le besara los pies en señal de agradecimiento.

Joder.

Me revolví incómoda en la silla.

«Céntrate», me dije y obligué a mi cerebro a concentrarse en los distintos puntos que tener en cuenta a la hora de elegir una cuerda para atar a alguien. Porque la verdad era que, pensándolo bien, ¿cómo iba a imaginar que hubiera que plantearse tantas cosas?

Cuando la charla acabó y Eve respondió a todas las preguntas, se despidió de nosotros. Nathaniel se levantó y me retiró la silla.

—¿Estás lista para rellenar esos documentos? —me preguntó.

Cuando le dije que sí, me llevó ante el Dominante moreno y le pidió los papeles necesarios. Luego me dejó sola para que los leyera y los rellenara. Yo sabía que lo hacía para demostrar que la decisión era mía. Si no me hubiera sentido cómoda, nos habríamos marchado y él no me lo habría reprochado ni una sola vez.

Ya sabía qué clase de información tendría que detallar, ya que Nathaniel me lo había explicado. En los documentos se especificaban algunas normas básicas y, si estaba de acuerdo, debía firmar al final del pliego. En la última página también encontré los detalles sobre el nombre por el que quería que me llamaran y otras informaciones.

Cuando acabé de leerlos y completarlo todo, se los entregué al tipo moreno.

Él los miró antes de dirigirse a mí.

—Bienvenida, Abby —dijo, con los ojos iluminados por algo que debía de parecerle divertido—. Soy Jonah.

Le estreché la mano.

—Hola, Jonah. Me alegro de volver a verte.

—Igualmente —contestó, sin dejar de sonreír.

Sabía que me había sonrojado y dije lo primero que me vino a la cabeza:

—Pensaba que eras guardia de seguridad.

—Y soy guardia de seguridad —me aclaró—. Pero cuando el señor West llamó a la señora Eve, no me pude negar.

Aquello no tenía sentido para mí.

—¿Sólo le estabas haciendo un favor a otro Dominante? —le pregunté.

Él negó con la cabeza.

—Yo no le pedí explicaciones a la Señora. No suelo cuestionar sus decisiones. —Se rio—. A menos, claro, que me sienta especialmente descarado o quiera que me castigue.

Me quedé boquiabierta.

—¿Eres un sumiso?

—Prefiero el término pasivo —respondió con una sonrisa—. Pero sí, lo soy.

—Oh —exclamé, sintiéndome un poco estúpida—. No me había dado cuenta. —Me señalé el collar—. No podía distinguirlo.

Entonces levantó la mano derecha y por primera vez vi la muñequera de cuero que llevaba.

—No todos los collares se ponen en el cuello. Aunque también tengo algunos de ésos.

—Yo sólo tengo éste —dije.

Claro que ya sabía que la mayoría de las sumisas no llevaban collares de diamantes, pero pensaba que serían más evidentes.

«Idiota. Esto es lo que te pasa por hacer tantas conjeturas».

Él encogió los hombros por debajo de la camiseta.

—El señor West siempre hace las cosas a su manera.

Entonces pensé que Jonah debía de saber mucho sobre Nathaniel aparte de su forma de ser como jefe. Sentí curiosidad por saber cuánto tiempo hacía que lo conocía, así que se lo pregunté.

—Ya hace tres años —respondió—. Y llevo uno trabajando para él. Es un buen jefe. Tiene la cabeza muy bien puesta sobre los hombros. No hay muchos directores ejecutivos que conozcan al supervisor de seguridad de los fines de semana. —Sonrió con despreocupación—. También es un buen Dominante. Ya lo he visto en acción varias veces.

—¿Ah, sí? —pregunté, con la esperanza de que no se notara lo mucho que estaba abriendo los ojos.

—Claro —respondió—. A él y a su anterior sumisa. ¿Cómo se llamaba?

—Beth —contesté, y me pregunté si asistiría a la fiesta.

—Exacto. Solían hacer demostraciones de vez en cuando.

Nathaniel llevaba más de diez años siendo Dominante. Me había contado muchas cosas sobre sus anteriores sumisas y las cosas que hacían. Yo ya sabía que había sido muy activo en la comunidad, como mentor y como participante. No me ponía celosa pensar que hubiera estado con otras mujeres antes de conocerme a mí. Me reconfortaba saber que yo era la que quería. En ese momento y para siempre. Ninguna de sus anteriores sumisas dormía en su cama, ni se había hecho un lugar en su corazón y en su mente como yo. Y tampoco formaban parte de su sueño de la casita del árbol.

—¿Sabes? —dijo Jonah, interrumpiendo mis pensamientos—, también soy miembro de un grupo de sumisión que se reúne una vez al mes. ¿Te gustaría venir a nuestra reunión?

El último encargo que Nathaniel me hizo mientras estaba en China consistió en detallar dónde me veía, como sumisa, al cabo de cinco años. Yo había escrito que quería ser activa como mentora de nuevas sumisas, tal como había hecho él con otros Dominantes. Quería ayudar a otras personas, igual que Christine había hecho conmigo, y de la misma forma que me podría ayudar ese grupo.

—Sería genial —admití—. Y ¿qué hacéis?

Costaba mucho imaginar a un grupo de sumisos y sumisas hablando de, bueno, de cómo ser sumiso.

Él se inclinó sobre la mesa y cruzó los brazos.

—Depende —respondió—. En la última reunión, uno de los miembros nos trajo su receta de pasta casera y todos intentamos hacerla.

Mi carcajada atrajo la atención de algunos de los asistentes. Incluso Nathaniel me miró arqueando una ceja. Estaba hablando con la rubia.

—Perdona —me disculpé—. Sea lo que sea que hubiera imaginado que hacíais, definitivamente no tenía nada que ver con la pasta casera.

—No pasa nada. Supongo que al principio suena raro. También hablamos mucho sobre nuestro estilo de vida. Toma —añadió, cogiendo un trozo de papel de la mesa para escribir algo en él—. Éste es mi número. Llámame y te daré los detalles.

Cogí el papel.

—Gracias.

—Me tengo que ir —anunció, mirando por encima de mi hombro hacia donde fuera que estuviese Eve haciéndole gestos—. Te veo esta noche.

—Claro —respondí—. Será muy agradable conocer a alguien.

—Bueno —dijo, mirándome divertido—. No creo que te sea de mucha compañía; estaré atado. —Se acercó a mí—. La Señora y yo vamos a hacer una demostración de bondage japonés.

Mientras se alejaba, me sonrojé al pensar en lo mucho que probablemente acabaría viendo de él aquella noche.

—¿Nos vamos, Abigail? —me preguntó Nathaniel, apareciendo detrás de mí y posándome la mano en el hombro.

—Sí, Amo —contesté, sorprendida de la facilidad con que dije la palabra «Amo» y de que no me pareciera extraño decirla rodeada de aquella gente.

—Te he visto hablando con Jonah. Es un hombre brillante e inteligente. Supervisa a mis guardias de seguridad.

Echó a andar hacia la puerta.

—Me ha sorprendido mucho verlo aquí —comenté.

—Fue un detalle que Eve me dejara utilizarlo como lo hizo.

Recordé el papel de Jonah el día de nuestra representación. En ningún momento dejó de mirarme a la cara y no bajó la vista ni un segundo hacia el resto de mi cuerpo. Incluso cuando Nathaniel y yo salimos, vistiendo una ropa completamente distinta, se limitó a decirnos un «Que pasen un buen día».

—Un gran detalle, Amo —convine.

—Estoy segura de que Eve lo recompensó debidamente. Le dije que era muy digno de su entrenamiento.

Sus palabras me sorprendieron.

—Espero que yo también sea digna de tu entrenamiento, Amo.

—Claro que lo eres, preciosa —respondió—. Y como has superado tu primera reunión con nota, te recompensaré debidamente cuando lleguemos a casa.

—Lo que más te complazca, Amo —dije con una sonrisa en los labios.

Mi recompensa consistió en permanecer atada a su mesa con los brazos en cruz, las piernas flexionadas y el culo en el borde de la misma, mientras él deslizaba los labios por mi cuerpo. Me mordisqueó y me lamió, más abajo, más abajo, más abajo, hasta que, Dios, oh, sí, justo ahí…

Nathaniel levantó la cabeza.

«¿Qué narices?»

—Te puedes correr cuando quieras y todas las veces que quieras —me indicó, acariciándome la piel con su cálido aliento—. Pero no te puedes mover ni te permito que digas nada.

El diablo. Aquel hombre era el mismísimo diablo.

Y me encantaba.

Me esforcé por quedarme quieta, mientras me daba placer con los labios, los dedos y la lengua. Me fue presionando lenta y metódicamente, sabía exactamente qué hacer y cómo reaccionaría mi cuerpo.

Mi primer orgasmo llegó muy despacio y me recorrió el cuerpo con suavidad. Conseguí quedarme quieta sin problemas. Sin embargo, incluso a pesar de lo delicado y silencioso que fue, a Nathaniel no le pasó desapercibido.

—Sí —susurró—. Precioso.

Sus manos se tornaron más atrevidas y empezaron a acariciarme los pezones, los pechos y el vientre hasta que se concentró en la zona entre mis piernas. Esa vez fue más enérgico y me acarició el clítoris con la nariz —«Cielo santo, justo ahí»—, mientras me penetraba con la lengua.

Me costó más permanecer inmóvil cuando sentí aproximarse el segundo orgasmo. Mis rodillas amenazaban con cerrarse y tuve que esforzarme para no levantar las caderas, cuando lo que realmente quería era presionarme contra su boca. Pero al final lo conseguí y me quedé inmóvil también la segunda vez.

—Excelente —dijo él, rozando la nariz contra mi muslo, mientras yo me relajaba—. Ahora me muero por follarte.

No era el único.

—Pero voy a esperar —añadió—. No podrás tener mi polla hasta después de la fiesta. Y sólo la tendrás si considero que te la has merecido.

Un absoluto diablo. Tal como pensaba.

Era una casa modesta, muy parecida a la de Paul y Christine. No había nada ostentoso ni vi fuera nada que diera ninguna pista de lo que estaba ocurriendo dentro. Aunque ése era parte del motivo por el que yo debía llevar un abrigo. Nathaniel me dijo que sería irrespetuoso por nuestra parte llegar exhibiéndonos.

Debajo del abrigo llevaba el conjunto que Nathaniel había elegido para mí: un precioso corsé de encaje negro. Tenía un poco de relleno en las copas para que no se me vieran los pezones, aunque sí se me veía un poco la piel del torso a través del encaje. Se completaba con unas delicadas medias y un liguero, con una falda tan corta encima que nunca se me ocurriría llevarla en público, pero que me encantaba poder lucir aquella noche. Nathaniel ya me había advertido que en algún momento quizá me pidiera que me quitara la falda, pero incluso aunque lo hiciera, sabía que un bañador revelaría tanto como lo que llevaba o incluso más.

Nathaniel no apartó la mano de mi espalda cuando nos acercamos a la entrada y le dio nuestros nombres al hombre que había en la puerta. Cuando nos dejó pasar, nos recibió una mujer que asumí que debía de ser la anfitriona.

—Hola, Nathaniel —lo saludó y, como ya empezaba a ser habitual, me pareció que tenía un aspecto de lo más normal—. Me alegro mucho de verte. —Se volvió hacia mí—. Ésta debe de ser Abby.

La saludé también, pero estaba ansiosa por ver el resto de la casa. Estaba casi desesperada por ver lo que ocurría en una fiesta como aquélla. Al rato, Nathaniel avanzó conmigo y pude observar un poco más. Quería recorrer todos los rincones y verlo todo de golpe, pero me obligué a ir despacio.

Lo primero en lo que me fijé fue en que todas las puertas estaban abiertas.

—No se permite jugar con las puertas cerradas —me había explicado Nathaniel—. Si hay alguna puerta cerrada, significa que no se puede entrar en esa habitación, y si estás en una habitación, la puerta debe estar abierta.

Me pareció que tenía mucho sentido. Todo era más seguro de esa forma.

Oí unos suaves gemidos que procedían de una habitación muy cercana a nosotros, pero Nathaniel no se acercó. Nos quedamos en el salón y, aunque algunas personas vinieron a hablar con nosotros, yo sabía que el motivo principal de quedarnos era que yo me fuera acostumbrando a estar allí.

Vi una o dos personas completamente desnudas y a muchos otros a los que les faltaba poco. La mayoría, como Nathaniel, llevaban vaqueros y una camiseta, aunque había varias mujeres que vestían conjuntos muy parecidos al mío. Una llevaba una correa que sostenía un hombre. Ella estaba arrodillada a sus pies y miraba el suelo mientras él hablaba con otra persona.

Aparte de los gemidos y del nivel de desnudez de algunos de los presentes, la fiesta podría ser como cualquier otra.

—Al contrario de lo que mucha gente cree —me había dicho Nathaniel—, estas fiestas no son orgías multitudinarias. Aunque sí existen grupos y clubes que ofrecen esa clase de cosas. Pero no es lo que a mí me gusta.

En las fiestas del grupo de Nathaniel no se permitía la penetración de ninguna clase.

—Ni siquiera entre parejas como nosotros —explicó—. Cualquiera que quiera seguir con el juego, deberá hacerlo después, en su propio tiempo y en su propio espacio.

Me sentí un poco aliviada al saber que no vería a nadie practicando sexo. Era agradable observar a otros, pero ése no era el motivo por el que estábamos allí.

Miré a Nathaniel y le rocé la mano con delicadeza, nuestra señal predeterminada para indicarle que estaba preparada para seguir explorando la casa. Él me miró arqueando una ceja y yo asentí.

Fuimos juntos a la siguiente habitación, aquella de la que procedían los gemidos de mujer. Cuando conseguimos abrirnos paso entre un pequeño grupo de personas, pude verla.

Estaba tumbada sobre una mesa acolchada muy parecida a la que tenía Nathaniel en su cuarto de juegos, mientras un hombre la azotaba con un látigo de tiras. Me sorprendió ver que era la rubia con la que había estado hablando Nathaniel después de la reunión. Quería preguntarle lo que quería, pero no había encontrado el momento. Y tampoco podía preguntárselo en medio de la fiesta.

«Luego», me dije.

—Mira cómo se arquea —me susurró él, para que sólo pudiera oírlo yo. Se puso detrás de mí y me rodeó la cintura con las manos mientras hablaba—. Cómo suplica en silencio el siguiente azote del látigo. Cómo lo desea su cuerpo.

Al observar cómo se movía mientras aquel hombre la azotaba, comprendí a qué se refería Nathaniel. Él caminaba a su alrededor con el látigo en la mano, mientras la provocaba, la atormentaba y jugaba con ella. Me sorprendió descubrir que me estaba moviendo al mismo ritmo que ella contra el cuerpo de Nathaniel.

Otra de las cosas que me impresionaron fue que no parecía que estuviéramos allí. Nadie nos prestaba ninguna atención. Tampoco a ella ni al hombre que la azotaba parecía importarles, ni se mostraban nerviosos por estar representando una escena delante de otras personas. La libertad que vi en aquella mujer me excitó.

Nathaniel deslizó las manos hacia arriba y me rozó el lateral de los pechos.

—En tu diario decías que te gustaría convertirte en mentora dentro de cinco años —dijo—. ¿Sigues pensando lo mismo?

El hombre al que estábamos observando hizo impactar el látigo de tiras sobre el trasero de la mujer con un sonoro chasquido. Juro que pude sentir el calor en mi propia piel y me presioné contra Nathaniel.

—Sí, Amo —respondí.

—¿Algún día te gustaría convertirte en una participante más activa de una de estas fiestas? ¿Te gustaría que te observara todo el mundo mientras te azoto y te doy lo que tanto deseas? —me preguntó—. ¿Te gustaría servirme en público?

—Sí, Amo —contesté, presionándome contra él con más fuerza. No podía sentir su erección a través de los pantalones, pero estaba segura de que estaba ahí.

—¿Es una fantasía exhibicionista?

El estadio de fútbol. Paul y Christine. La biblioteca.

Los placeres traviesos aumentaban la excitación del riesgo de que alguien te sorprendiera.

—Sí, Amo.

Su voz sonó grave y profunda.

—Quítate la falda.