2

NATHANIEL

Me dio la mano y yo se la estreché antes de soltarla. No se tambaleó al bajar del potro en dirección a la mesa.

—Párrafo dos —dije.

Ya había pensado que quizá tuviera que castigarla ese fin de semana, el primer fin de semana que volvíamos a nuestros respectivos papeles. Habíamos pasado las últimas semanas como amantes y, a pesar de que ambos disfrutábamos mucho de nuestra relación, no podíamos ignorar que nos faltaba algo. Y, sin embargo, ese fin de semana tan esencial también sería el más complicado.

Castigarla jamás se convertiría en mi actividad favorita, pero me sentía aliviado. Por fin sabía que podía hacerlo. Nunca había dudado de que Abigail podría soportarlo.

Mientras la observaba, noté cómo poco a poco iba entrando en el estado anímico adecuado. Hacía varios meses que no hacía aquello y me sorprendió descubrir lo cómodo que me sentía al recuperar mi posición. Como siempre, ella tenía razón: ya estábamos preparados.

Me volví a centrar en Abigail. Estaba tumbada boca arriba sobre la mesa, con los brazos a ambos lados del cuerpo y las rodillas flexionadas y separadas. Una representación exacta del párrafo dos.

—Me complace mucho que lo recuerdes —confesé.

Ella no se movió ni dio ninguna señal de haber oído lo que le había dicho, pero yo sabía que mi elogio la animaría.

Deslicé la vista por su cuerpo. Observé sus largas extremidades y la confianza con que se me ofrecía. Pura perfección.

Posé las manos en sus caderas, se las subí por el torso, seguí por sus brazos, le cogí las manos y se las coloqué por encima de la cabeza. Nuestros ojos se encontraron un momento.

—Cierra los ojos —le ordené.

Le flexioné los codos y la até a la mesa. Deslicé los dedos por su estómago y sus caderas con cuidado de no rozarle el trasero y le até los tobillos a la mesa. Se le puso la carne de gallina. Cuando acabé, di un paso atrás.

«Joder».

Las sensaciones que me provocaba el mero hecho de mirarla eran increíbles.

—Date un minuto para sentir, Abigail —dije—. Siente lo expuesta que estás. —Al oír mis palabras se le endurecieron los pezones. Excelente—. Lo vulnerable que eres.

Dejé que lo asimilara; yo era muy consciente de lo indefensa que se debía de estar sintiendo en aquella postura.

—Puedo hacerte todo lo que quiera —añadí sin tocarla. Dejé que fueran mis palabras las que la acariciaran y la excitaran—. Y tengo la intención de hacerte muchas cosas.

Cogí un almohadón y se lo puse debajo de las nalgas. Aún las debía de tener doloridas, y, por otra parte, esa postura me daba mejor acceso a su sexo. Por un momento pensé recordarle que no se podía correr hasta que yo le diera permiso, pero luego decidí no hacerlo. Tenía que aprender. Estaba seguro de que lo recordaría y, si no era así, formaría parte de su entrenamiento. Aunque también sabía que trece azotes sumados a los ocho que ya le había dado acabarían por completo con el juego.

—Estás preciosa —murmuré.

Empecé por su cuello y fui bajando. Deslicé las manos por los delicados huesos de sus hombros y reseguí con los pulgares los contornos del collar cuando me detuve junto al hueco de su garganta. Pasé algunos minutos acariciándole el cuerpo con suavidad, mientras dejaba que se acostumbrara a su cautivo e indefenso estado. Dándole tiempo para que se concentrara en mí y en mis caricias. Poco a poco, éstas se fueron haciendo más ásperas, pero ella guardó silencio.

Me coloqué entre sus piernas y deslicé un dedo entre sus húmedos pliegues. Ella se sobresaltó un poco, pero permaneció quieta y en silencio.

—Mmmmm —susurré, posando el pulgar sobre su clítoris, al tiempo que insertaba un poco el dedo anular—. Veo que te excita estar a mi merced, ¿verdad, chica traviesa? —La penetré un poco más—. Te excita estar atada. —La acaricié con el pulgar—. ¿Qué es lo que tanto te gusta, saber que me perteneces o saber que te haré todo lo que quiera? —Deslicé un segundo dedo en el interior de su sexo—. ¿O quizá sean ambas cosas? —le pregunté con un susurro.

Yo sabía que eran las dos cosas. Sin ninguna duda.

Saqué los dedos y bajé la cabeza para besar con ternura su piel desnuda. Se estremeció debajo de mí. Luego le separé los pliegues con suavidad para deslizar la lengua por su abertura. Ella se volvió a estremecer, pero siguió en silencio. La lamí y disfruté de su dulce sabor, percibiendo su ligero estremecimiento, mientras ella se esforzaba por seguir inmóvil y en silencio. Interné un poco más la lengua y arrastré la punta hasta su clítoris, para acabar con un pequeño giro. La siguiente vez utilicé también los dientes y la rocé sólo un poco.

Le acaricié muy levemente los muslos mientras la chupaba y la mordisqueaba. Luego me pegué a ella para morderla con más fuerza, alargando su placer y llevándola peligrosamente cerca del límite.

Me di cuenta del momento exacto en que tuvo que empezar a esforzarse para contener el clímax: se le entrecortó la respiración y le empezaron a temblar las piernas. Soplé y provoqué una larga y continua corriente de aire caliente sobre su hinchado clítoris. Abigail se puso tensa: seguía manteniendo a raya la necesidad de liberación.

Yo no quería que fracasara en su esfuerzo y sabía que si volvía a tocar su sensible sexo sería incapaz de contenerse, así que me retiré acariciándola desde los muslos hasta las pantorrillas. La alejé del precipicio. La bajé de las alturas.

Ella suspiró con fuerza y se le relajó todo el cuerpo.

—Lo has hecho muy bien, Abigail —dije—. Estoy muy contento.

Esbozó una leve sonrisa.

«Eso es, preciosa. Busca la felicidad en mi placer».

Ya llevaba atada en esa postura demasiado rato, así que la desaté. Primero los brazos. Empecé por las muñecas y fui bajando las manos hasta sus hombros. Se los acaricié para aliviar la tensión y cuando acabé se los coloqué a ambos lados del cuerpo. Luego bajé hasta sus piernas e hice lo mismo con la mitad inferior de su cuerpo: le desaté los tobillos y le masajeé las pantorrillas con ternura. Cuando acabé, le separé las piernas y las dejé colgar por el borde de la mesa.

Me alejé para dirigirme al armario que había en el otro extremo de la habitación. Abrí una puerta, me metí un vibrador en el bolsillo y cogí el látigo de tiras de piel de conejo. Volví a la mesa escuchando los pasos de mis pies desnudos sobre el suelo. Les imprimí más fuerza de la habitual para que ella me oyera y supiera dónde estaba en todo momento.

Seguía con los ojos cerrados.

«Excelente».

—Adivina lo que tengo —dije, a pesar de saber que no contestaría. Su cuerpo seguía relajado. Entonces deslicé las tiras del látigo por el pecho—. Un látigo. —Hice serpentear las puntas por su cuerpo hasta que le hicieron cosquillas en el estómago—. Dime, Abigail, ¿te gustaría que te azotara con el látigo?

Se le entrecortó la respiración.

—Quizá esté siendo un poco desconsiderado —continué—. Tal vez no debería haberte ordenado permanecer en silencio mientras utilizo un juguete nuevo. —Le rocé el vientre con las puntas del látigo—. Pero tú harás lo que yo te diga, ¿verdad? —pregunté—. Tú harás cualquier cosa que yo te pida.

Ése era el estado al que tenía que llevarla, debía conseguir que me confiara su cuerpo por completo, que me diera todo lo que podía ofrecer y un poco más. Pero aún no había llegado a ese punto. Quizá ella creyera que sí, pero yo sabía muy bien que eso llevaría su tiempo.

Me volví a tomar mi tiempo y fui trabajando su cuerpo muy despacio. Utilicé el látigo no sólo para darle placer, también para recordarle que yo controlaba perfectamente la situación. Pensaba utilizarla, sí, pero nunca le haría daño. Le demostraría que podía confiar en mí y que conmigo estaba a salvo.

Cambié de postura y el látigo aterrizó en su pecho, primero de un lado y luego del otro, y las puntas rozaron sus sensibles pezones. Arrastré las suaves tiras por su cuerpo y fui aumentando la velocidad gradualmente. La piel de conejo era suave. Había planeado utilizar el látigo de ante, pero eso fue antes del castigo. Quería ir despacio con ella, tratarla con suavidad, y temía que el de ante fuera demasiado después de los azotes.

Me pasé el látigo a la mano izquierda y deslicé los dedos de la derecha entre sus piernas, le rocé el clítoris con suavidad y luego me interné ligeramente en su evidente humedad.

«Perfecto».

Volví a coger el látigo con la mano derecha y le azoté un muslo. Las puntas rozaron su abertura. Luego posé la mano sobre su sexo para volver a acariciarla.

—¿Te hace cosquillas, Abigail? —le pregunté—. ¿Sientes la suficiente fricción como para darte placer, pero no la bastante como para que resulte liberadora?

Seguí azotándola unos minutos más, sin dejar de cambiar de postura y de alternar las zonas en las que aterrizaban las puntas del látigo. Cuando se empezó a poner demasiado tensa, me di cuenta enseguida.

—Relájate, Abigail —le dije, rozándole el estómago con la piel—. Esta noche no utilizaré nada más fuerte y, si no, te lo diría antes de hacerlo.

Ella suspiró y la tensión abandonó su cuerpo.

—Eso es —la animé, haciendo impactar el látigo sobre su pecho una vez más—. Tú limítate a sentir. —Arrastré las tiras por su cuerpo y le golpeé el clítoris con ellas.

—Confía en mí.

Entonces me saqué el vibrador del bolsillo y lo puse en marcha para dejar que lo oyera antes de sentirlo.

—¿Puedes aguantar un poco más? —le pregunté, sabiendo que sí podía.

Seguí azotándola con el látigo en una mano y utilicé la otra para penetrarla lentamente con el vibrador. Sabía que si lo hacía con demasiada fuerza y muy deprisa le provocaría el orgasmo, así que fui despacio para dejar que se fuera acostumbrando a la vibración.

Noté cómo se me ponía la polla dura dentro de los vaqueros, pero reprimí mis necesidades y deseos y me obligué a concentrarme en Abigail. Aquella noche era para ella. Debía conseguir que se acostumbrara a nuestro nuevo acuerdo y esforzarme por recuperar su confianza. Tenía que enseñarle que existía una nueva clase de control, uno que aún no habíamos forzado demasiado hasta entonces.

Fui moviendo el vibrador dentro y fuera de su cuerpo con lentitud, mientras seguía provocándola con el látigo. Las tiras de piel aterrizaban sobre sus pechos al mismo tiempo que internaba el vibrador profundamente. Adopté un ritmo y luego lo varié un poco para mantenerla en suspense.

Cuando empecé a notar que se esforzaba de nuevo por mantener el orgasmo a raya, saqué el vibrador y lo dejé encima de la mesa junto al látigo. Luego me puse a su lado y le acaricié la cara.

—Abre los ojos, preciosa.

Ella parpadeó varias veces antes de conseguir enfocarme bien.

La confianza y el amor que vi en su mirada casi me dejaron sin aliento, pero conseguí controlarme.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí, Amo —susurró.

Me incliné y le rocé los labios con los míos.

—Lo estás haciendo muy bien —dije contra ellos, antes de retirarme—. No hace falta que cierres más los ojos.

Me desabroché los vaqueros. Estaba lo bastante cerca como para que ella pudiera oírlo, pero fuera de su visión directa, para que no pudiera verme. Me bajé los vaqueros y cuando liberé mi erección, tragué saliva con fuerza.

«Joder».

No estaba muy seguro de cuánto podría aguantar. Me quedé quieto durante algunos minutos, decidiendo cómo proceder y, sin darme cuenta, me acaricié la polla unas cuantas veces.

Saqué los pies de los vaqueros y me acerqué a la mesa. Abigail estaba inmóvil; parpadeaba de vez en cuando y respiraba pausadamente. Paseé la vista por su cuerpo, desde sus durísimos pezones hasta la suave piel de su vientre que podía saborear con la memoria: en ese momento ya tendría un ligero sabor salado. Tuve que hacer acopio de todo mi autocontrol para no abalanzarme sobre la mesa y hundirme en ella.

Pero no podía esperar que aprendiera a controlarse si no era capaz de demostrarle que yo también podía hacerlo.

Le retorcí un pezón.

—Creo que mañana usaremos las pinzas —dije, estrujándole el otro pezón con fuerza. Ella inspiró hondo—. Pero de momento quiero que te pongas a cuatro patas y me ofrezcas ese precioso culito.

Abigail se empezó a mover enseguida; primero se puso de lado y luego se apoyó en las manos y las rodillas.

—Separa bien los brazos y las piernas —le indiqué.

Cuando estuvo en posición, yo di un paso atrás y bajé lentamente la mesa. Era una mesa acolchada, hecha por encargo, y disponía de un mecanismo automático para subirla y bajarla. Cuando la tuve a la altura que quería, me puse detrás de ella.

—Agáchate hasta que yo te diga.

Abigail empezó a hacerlo hasta que le puse una mano en el trasero.

—Así está bien —dije.

Le pasé las manos por las nalgas.

—¿Qué te parece? —le pregunté—. ¿Ya te he atormentado lo suficiente? —Apreté las caderas contra su trasero para que pudiera sentirme—. ¿Debería dejar que disfrutaras de mi polla?

Ella dejó caer la parte superior del cuerpo hasta apoyar todo el peso en los codos y esperó.

—Hum —murmuré, disfrutando de la visión de su cuerpo abierto y esperándome. Abierto y preparado. Le di un suave azote. Para entonces, el dolor del castigo ya habría desaparecido un poco y el golpe sólo sirvió para excitarla más.

Apoyé las manos a ambos lados de sus caderas y la penetré muy despacio.

«Joder».

Aquella mañana ya lo habíamos hecho en la ducha. Lo habíamos hecho dos veces más la noche anterior. ¿Por qué me gustaba tanto cada vez? Eché la cabeza hacia atrás y me interné más profundamente.

Tan bien. Tan perfecto.

«Concéntrate».

Me retiré un poco y le froté el clítoris con la yema de los dedos.

—Esta noche te has portado tan bien que puede que deje que te corras. —Me retiré un poco más—. O quizá te haga esperar hasta mañana.

Y después de decir eso, adopté un ritmo lento y provocador. Me retiraba casi por completo. Esperaba durante lo que parecía una cantidad de tiempo desproporcionada y luego me volvía a abrir paso hacia su interior.

Reduje un poco más el ritmo. Disfruté de la sensación de estar dentro de ella. Me aseguré de que sentía cada centímetro de mi longitud. Sentía cómo se dilataba a mi paso.

Y luego, poco después, empecé a moverme más deprisa. Pero sólo un poco. Con cada nueva embestida deslizaba la yema del dedo alrededor de su clítoris, evitando el contacto directo a propósito.

—Muévete conmigo —le ordené.

Cuando la volví a embestir, ella empujó hacia atrás y me absorbió hacia adentro.

«Sí».

Me esforcé por mantener un ritmo constante. Mientras me movía en su interior le acariciaba los pechos, que encajaban en mis manos a la perfección. Le pellizqué ambos pezones, imaginando las pinzas que le pondría al día siguiente y Abigail echó la cabeza hacia atrás presa del éxtasis, mientras yo la llevaba de nuevo al límite del placer.

Le di un capirotazo en un pezón y luego hice rodar la dura punta entre los dedos. Ella se dejó caer contra mí con más fuerza y me demostró cómo se sentía sin necesidad de palabras o sonidos. Le deslicé las manos por los costados y noté cómo se le entrecortaba la respiración. Cada vez le costaba más aguantar. Ninguno de los dos podría resistir mucho más.

Aumenté el ritmo y la embestí con fuerza y constancia. Su respiración era cada vez más pesada.

—Me encanta estar dentro de ti —dije, apretándole las caderas en un vano esfuerzo por acercarme más a ella y conseguir más profundidad—. Me encanta sentir cómo te dilatas. —Jadeaba al tiempo que empezaba a moverme más deprisa—. Cómo me aceptas. —Balanceé las caderas y me interné aún más—. Joder.

Mis palabras se convirtieron en gruñidos y ya no estaba seguro de lo que había dicho. El mundo desapareció. El tiempo aminoró. Sólo existíamos nosotros dos.

Abigail se estremeció debajo de mí.

—¿Qué me dices? ¿Dejo que te corras? —la provoqué. Su única respuesta fue un nuevo empujón contra mí—. ¿O debería ser cruel? —Callé un segundo mientras ella me absorbía más profundamente—. ¿Debería hacerte esperar hasta mañana y dejarte sufrir toda la noche?

Comencé a moverme a más velocidad, con largas y duras embestidas. Abigail se quedó quieta; tenía el cuerpo tenso y tirante de lo mucho que se estaba esforzando por contener el orgasmo. A mí me dolían los testículos; necesitaba dejarme ir.

Me incliné sobre su espalda y susurré:

—Córrete con fuerza para mí, nena. —Volví a deslizar el dedo alrededor de su clítoris y mi voz sonó incluso más grave—. Quiero oírte.

Le rocé el clítoris con la punta del dedo.

Su grito resonó en el silencio de la habitación.

«Joder».

La embestí de nuevo.

—¡Madre mía! —gritó, mientras su cuerpo se contraía a mi alrededor.

Su orgasmo arrastró el mío y me corrí con tanta fuerza como ella.

Estaba completamente agotada y al acabar cayó flácida sobre la mesa. Yo me incliné, me apoyé en los codos y empecé a darle suaves besos en la parte inferior de la espalda, mientras me esforzaba por volver a respirar con normalidad. Ella no se movió.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—S-sí. —Inspiró hondo—. Amo.

Subí la boca por su cuerpo, acariciándola y besándola mientras avanzaba, acercándome más antes de salir de ella.

—Siéntate cuando estés preparada —le indiqué—. Puedes hablar con libertad.

Abigail se quedó quieta unos minutos más y yo me tomé mi tiempo para masajearle los músculos y mordisquear y rozar su piel con los labios muy suavemente.

—Lo has hecho muy bien —repetí contra su nuca—. Estoy muy contento.

Se dio media vuelta con una leve sonrisa de orgullo en los labios y no pude evitar besarla con dulzura. «¿Por qué se me ocurrió en algún momento que no besarla era una buena idea?»

—Tómate tu tiempo —dije—. Date una ducha, bebe un poco de agua o lo que te apetezca; luego reúnete conmigo en la biblioteca más o menos en treinta minutos.