NATHANIEL
La abracé mientras dormía.
La llevé en brazos del cuarto de juegos hasta el dormitorio y allí la tapé con mantas y le acaricié el pelo. Nuestro día había sido más largo y más intenso que nunca y no estaba seguro de cómo reaccionaría Abby. Aunque sí imaginaba que se dormiría cuando acabáramos y sabía que al día siguiente estaría dolorida. Cuando se despertara, pasaríamos un rato en el jacuzzi climatizado para relajarnos y desentumecer los músculos.
No pude evitar comparar mis acciones y mis planes con ella con lo que había hecho con otras sumisas. Yo siempre las cuidaba, pero incluso después de un día tan duro como al que acababa de someter a Abby, las demás habrían dormido en el cuarto de las sumisas. Jamás habrían dormido en mi cama.
Me pregunté si era diferente porque aquélla era nuestra habitación. ¿Si Abby no hubiera aceptado irse a vivir conmigo, la habría dejado descansar en la habitación del otro extremo del pasillo?
No. Sabía que incluso aunque ella se hubiera quedado en su apartamento, aquella noche habríamos dormido en mi cama.
Cuando se empezó a desperezar, las sombras de la habitación ya comenzaban a alargarse. Yo mantuve la mano sobre su hombro y la fui acariciando con suavidad mientras se despertaba. Se desperezó contra mí y me rozó la ingle con el trasero sin querer; dejó escapar un delicado gemido.
«Está dolorida».
Tenía el agua y el ibuprofeno preparados, pero en ese momento lo más importante era que supiera que yo estaba a su lado. Se había quedado dormida en el cuarto de juegos, era posible que se sintiera desorientada.
Me apoyé en un codo para incorporarme y le susurré al oído:
—Estás en nuestra habitación. Cuando te apetezca levantarte, dímelo.
—Hum —murmuró ella, aún medio dormida.
—He preparado unas ensaladas César para la cena de esta noche —dije. Sabía que era una de sus comidas ligeras favoritas—. He pensado que cuando te levantes, podemos ir un rato al jacuzzi.
Se mostró más habladora dentro del agua. En especial cuando le sugerí que durmiera en nuestra cama aquella noche.
Se revolvió sobre mi regazo y me miró.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Amo?
—Sí —asentí, encantado de que se sintiera más cómoda hablando conmigo durante el fin de semana—. Claro. Puedes hablar con libertad.
—Si no fuera yo… —empezó—. Si estuvieras con otra de tus sumisas, ¿le pedirías que durmiera contigo?
—No. Pero no comprendo qué tiene que ver esto con nada.
—Si el dormitorio del otro extremo del pasillo era lo bastante bueno para ellas, ¿por qué no lo es para mí?
Se le había soltado un mechón de pelo de la cola y se mecía delante de sus ojos. Se lo puse detrás de la oreja.
—Tú no eres una de mis anteriores sumisas —contesté—. Tú eres tú.
—No quiero que me trates diferente.
—Y te lo agradezco, pero todo lo que tiene que ver contigo es diferente. Y —añadí, levantándole un poco la barbilla con la mano—, mis anteriores sumisas tenían experiencia. Tú no.
Inspiró con rabia.
—Pues no veo qué tiene eso que ver con nada —replicó, repitiendo mis mismas palabras.
—¿Te estás volviendo a poner insolente? —le pregunté, medio en broma medio en serio.
—No, Amo —se apresuró a negar—. Sólo quiero que me lo expliques.
Inspiré hondo.
—¿Estás de acuerdo conmigo en que hoy hemos pasado más tiempo en el cuarto de juegos que nunca? —le planteé—. ¿Y en que la sesión ha sido más intensa que nunca?
Ella asintió.
—A veces se pueden sentir ciertas… —busqué la palabra que necesitaba— emociones después de una sesión tan larga y tan intensa —dije—. Puede resultar difícil desconectar.
Ella se quedó allí sentada y reflexionó durante algunos minutos; estaba muy concentrada.
—¿A ti te pasa lo mismo?
—Sí —respondí—. Pero ya me he acostumbrado. Yo ya sé qué puedo esperar después de una sesión así y sé cómo reaccionaré. Y siempre lo he llevado bien.
—¿Te importaría que no durmiera contigo esta noche? —me preguntó—. Sólo quiero el mismo trato que dispensabas a tus anteriores sumisas.
—¿Quieres pasar la noche en la otra habitación?
Yo sabía que nunca la trataría exactamente igual que a mis anteriores sumisas, pero comprendía los motivos de su petición.
—Me gustaría —contestó, deslizando una mano vacilante por mi pecho.
Yo reprimí un gemido. Ella estaba dolorida y no quería que hiciera nada muy enérgico.
—¿Me prometes que vendrás a buscarme si necesitas hablar? —le pedí—. ¿O que por lo menos llamarás a Christine?
—Lo prometo.
—Aun así, hablaremos mañana —determiné—. Y quizá también el lunes. Me quiero asegurar de que estás bien.
—Estoy bien —aseveró.
—¿Te sientes dolorida?
—Sólo un poco. —Se revolvió sobre mi regazo—. Nada que sea terriblemente incómodo.
—Quiero que te tomes otro ibuprofeno antes de irte a dormir esta noche. Es muy probable que mañana te sientas incómoda. —Había planeado un domingo muy relajante, nada muy activo ni intensamente físico. Posé los labios sobre los suyos y le di un beso rápido—. Si te empiezas a sentir a disgusto, ¿me lo dirás?
Ella sonrió contra mis labios.
—Sí, Amo.
Cuando le quité el collar el domingo, fui con ella al sofá y le empecé a masajear los pies. No había pasado por alto que se sentía más cómoda hablando mientras nos tocábamos y quería que estuviera a gusto. Además, a mí también me relajaba.
—¿Qué ha sido lo que más te ha gustado de lo que hemos hecho este fin de semana? —le pregunté, para romper el hielo.
Ella apoyó la cabeza contra el respaldo del sofá y suspiró.
—Cuando me tomaste ayer. Fue muy surrealista; todo el día de ayer lo fue. Incluso he llegado a olvidar algunas partes. —Sonrió—. ¿Me llevaste en brazos hasta el dormitorio? No recuerdo que fuera caminando.
—Sí. Estabas agotada.
—¿Eso es normal?
—Para ti es evidente que sí —dije—. Aunque teniendo en cuenta algunas de tus reacciones previas, yo ya esperaba que te quedaras dormida.
—Quiero volver a sentirlo —afirmó, con un brillo travieso en los ojos.
—Me alegro. Yo también quiero volver a hacerte sentir así.
Alargó el brazo hasta una de mis piernas.
—¿Por qué no subes las piernas y me dejas que te masajee los pies?
—No, déjame hacer esto por ti.
—Me gustaría devolverte el favor.
—¿Te acuerdas de que te dije que necesitaba reordenar mis sentimientos cuando se acaba el fin de semana?
—Sí.
—Ésta es una de las formas. —Le masajeé la parte superior del pie—. Me ayuda. —No dijo nada—. No es que hiciera esto con mis anteriores sumisas, porque nunca lo hice. Pero me he dado cuenta de que contigo me ayuda. —Arqueé una ceja—. ¿Te parece bien?
Ella relajó un poco más el pie.
—Claro, siempre que lo hagas bien.
Me llevé su pie a los labios y le di un beso en la suave planta.
—¿No lo hago siempre?
Se limitó a estremecerse a modo de respuesta y yo bajé el pie y continué con el masaje.
—Lo que menos te ha gustado de todo el fin de semana —le pregunté.
—En eso no tengo dudas —contestó—. Odio gatear. Lo odio. Lo odio. Lo odio.
—¿Ah, sí? —dije. Aunque su respuesta no me sorprendió. Ya había advertido su expresión de desagrado en algunos momentos.
—Sí, no quiero hacerlo mucho.
—Es una pena —comenté—. Me refiero a que no te haya gustado.
—¿A ti sí? —Levantó la cabeza del respaldo del sofá—. Dime que no te ha gustado.
—Sí me ha gustado —la contradije y ella gimoteó.
—¿Por qué? ¿Por qué no puede gustarte que te bese los pies? ¿Por qué te tiene que gustar que gatee?
—Porque cuando me besas los pies no te puedo ver el culo.
—¿Qué?
—He dicho —sonreí— que cuando me besas los pies no te puedo ver el culo.
—¿Me estabas mirando el culo mientras gateaba?
—¿Qué pensabas que estaba haciendo? —le planteé. Deslicé la mano por su muslo desnudo y rocé la costura de sus shorts—. Tienes un culo increíble.
—Tendré que creérmelo. Yo nunca lo he visto.
—Eso no supone ningún problema. Tengo fotos.
Abby se sonrojó.
—Oh, Dios.
Me reí.
—¿Quieres que las traiga?
—No.
—En otro momento —dije, prosiguiendo con el masaje.
—¡Vaya! —replicó. Pocos segundos después, habló de nuevo—. Entonces ¿me volverás a pedir que gatee?
—¿Es un límite infranqueable? —le pregunté, en lugar de responder su pregunta.
—No.
—Verás, Abby, el Dominante soy yo y a mí me gusta verte gatear. Pero me alegro de que seas abierta y sincera sobre lo que te gusta y lo que no te gusta. Necesito la información.
Yo sabía que le volvería a pedir que gateara, igual que sabía que le volvería a pedir que me besara los pies, incluso aunque era algo que no me gustaba particularmente.
Seguí masajeándole los pies en silencio durante algunos minutos y utilicé las manos para aliviarla y relajarla.
—¿A qué ha venido todo eso de mantener la cabeza por debajo de la tuya? —me consultó—. No me ha parecido que tuviera mucho sentido.
—Es un tema mental —le expliqué—. Algo que te ayuda a mantener el estado anímico adecuado. Pensé que te ayudaría a concentrarte.
—Oh.
—¿Ha funcionado?
—Supongo que sí —admitió y yo cambié de pie.
Dejé resbalar la mano por el empeine y le agarré el talón.
—Quiero hablar de lo que pasó el viernes por la noche.
—Debería haber dicho «amarillo» cuando me entró el pánico.
—Sí —convine—. Pero al margen de eso, debo admitir que yo fui un poco agresivo con mis planes y lo siento. No debería haberte presionado tanto después de un castigo tan largo.
—Pensaba que estabas enfadado conmigo por no utilizar mi palabra de seguridad —confesó.
—Eso también, pero la palabra de seguridad no habría sido necesaria si yo hubiera hecho mejor las cosas.
—No quiero decepcionarte.
—El hecho de que utilices tu palabra de seguridad nunca será un motivo de decepción —afirmé—. Sólo puedo presionarte si estoy convencido de que dirás «amarillo» o «rojo» cuando lo necesites. Y sí, también espero que digas «amarillo» cuando sientas pánico y creas que te estoy presionando para que fracases.
—No estaba segura.
—Prométeme que lo harás —dije, negándome a seguir hablando del tema hasta que me demostrara que estaba de acuerdo.
—Lo prometo —contestó—. Al fin y al cabo dije «verde», ¿no?
Pensé en el día anterior, cuando la azoté con los látigos mientras estaba encadenada. No era la primera vez que una sumisa decía «verde» durante una sesión y a pesar de que oír esa palabra me seguía provocando un desconcierto momentáneo, yo no había reaccionado del modo que tanto temía. Cuando Abby dijo «verde» lo que sentí fue orgullo y placer.
—Sí —respondí—. Lo hiciste. Y me encantó ver que te sentías lo bastante cómoda como para decirme lo que necesitabas.
—Me sentía justo al límite de ese sentimiento. ¿Sabes a qué me refiero?
—El espacio sumiso. No lo conozco por experiencia personal, pero sí, sé de lo que estás hablando.
—Sencillamente, supe que si empezabas a ir más rápido y a hacerlo más fuerte, llegaría hasta ahí —comentó, dejando resbalar la vista por una estantería lejana, mientras recordaba.
—Y ¿lo conseguiste? —le pregunté, para confirmar lo que ya sabía. Pero ella no contestaba—. ¿Abby?
—¿Eh? —Me volvió a mirar a los ojos y sonrió—. Sí. —Apartó los pies de mis manos y se sentó—. Gracias.
—De nada, pero aún no había acabado.
—Quiero darte las gracias con un beso —explicó, acercándose a mí—. Como es debido.
Sus labios estaban junto a los míos. No pude evitar mirarlos.
—Me gustaría decir que no tienes por qué darme las gracias, pero me muero por ese beso.
—¿Ah, sí? —dijo, sentándose sobre mi regazo.
—Mmmm —murmuré, cuando sus labios rozaron los míos.
Abby empezó a besarme y le dejé llevar la batuta mientras disfrutaba de su lengua deslizándose por mi boca. Separé un poco los labios y degusté su sabor. Su muestra de agradecimiento fue suave, lenta y larga. Podría haber dejado que se quedara sentada en mi regazo durante horas, pero sabía que seguía estando dolorida.
«Luego —me dije—. Quizá esta noche».
Cuando por fin nos separamos, se quedó sobre mi regazo y yo le acaricié el pelo mientras ella se apoyaba en mi pecho.
—Los recién casados estarán de vuelta la semana que viene, ¿verdad? —pregunté.
—Sí, el viernes por la noche. La última vez que llamó Felicia me comentó que podríamos ir a comer el sábado. Le dije que ya veríamos. No estaba segura de qué decirle.
—No tenemos por qué recluirnos. Podemos ir y estar con ellos una o dos horas. Tendremos que acostumbrarnos a equilibrar nuestros fines de semana. —Le acaricié la espalda—. Siempre que tú quieras ir, claro.
—La he echado de menos.
—Ya lo sé. Sólo porque sea fin de semana no significa que no podamos hacer otra cosa que estar encerrados en el cuarto de juegos.
—Aunque sería divertido —bromeó ella.
—Estoy de acuerdo, pero no te quiero presionar. —Dejé resbalar una mano por su espalda—. ¿Sigues dolorida?
—Sólo un poco. —Se encogió de hombros—. Nada que no pueda soportar.
—Quiero saber…
—Nathaniel —me interrumpió—, ya soy mayorcita y conozco mi cuerpo. Ya te he dicho que te lo diré. Te lo diré.
—Lo siento. Sólo quería asegurarme.
—Ya te has asegurado.
—Cambiemos de tema —propuse—. He hecho una lista de la compra para la asistenta. Está en la cocina. Quiero que la repases y que pienses si necesitas que compre algo más.
—¿No haces tú la compra?
—No —respondí, tratando de recordar cuándo fue la última vez que fui a comprar.
—¿Nunca?
—Ya no —respondí—. No lo necesito. ¿Por qué?
—Es un poco raro eso de tener a alguien que lo haga por ti.
—Te acostumbrarás —le aseguré—. Además, entre la empresa y mis fines de semana contigo, no tengo tiempo para recorrer los pasillos del supermercado buscando pan y leche.
—Lo dices como si estuvieras por encima de eso —comentó—. ¿Sabes que la mayoría de la gente lo hace sin siquiera planteárselo?
—¿Vamos a discutir sobre esto? —le pregunté—. ¿De verdad?
Ella se quedó inmóvil entre mis brazos, probablemente sopesando sus palabras.
—No —dijo al fin—. No quiero discutir contigo.
—Me alegro. Yo tampoco quiero discutir contigo. —La volví a besar—. ¿Quieres salir a pasear un rato?
—Sí —contestó, levantándose y estirándose—. Me irá bien un poco de aire fresco.
Aquella noche me esperó metida en nuestra cama, con las sábanas hasta el cuello y una traviesa sonrisa en los labios.
—¿Te estás escondiendo? —le pregunté, gateando para ponerme a su lado.
—No. Sólo es una pequeña sorpresa.
Tenía los hombros desnudos, así que decidí que no podía tratarse de ninguna prenda de lencería nueva. No conseguía imaginar qué otra cosa podía ser.
—¿Para mí? —quise saber.
Ella asintió.
—Tienes que destaparla —dijo, arqueando el pecho.
—¿Ah, sí? —Me acerqué y le reseguí el contorno de la clavícula—. Pues resulta que me encanta destapar sorpresas.
Bajé los labios y seguí con ellos el mismo camino que había dibujado con el dedo.
—Mmmm —murmuró—. Más abajo.
—Ya llegaré —dije, haciendo girar la lengua por el hueco de su garganta—. Al final.
Quería preguntarle si seguía dolorida, pero sabía que lo más probable era que la hiciera enfadar. Si ella me deseaba…
Bueno, no iba a discutirle eso.
Levanté la sábana con delicadeza.
—¿Qué estás escondiendo aquí debajo? —inquirí, echando una ojeada—. Joder, Abby —exclamé, momentáneamente sorprendido.
—¿Te gustan?
Lo que quería saber si me gustaban eran unos anillos para los pezones o algo muy parecido, que decoraban cada uno de sus pechos. Al contrario que los anillos normales, los suyos eran rojos. No los llevaba antes y había estado en casa toda la tarde y toda la noche.
—¿Nathaniel? —preguntó.
—Oh, sí —exclamé, rozando uno—. Sí que me gustan. Me gustan mucho.
—He pensado que me apetecía probarlos.
—¿De dónde has sacado la idea? —quise saber, sin despegar los ojos de sus pechos.
—Christine lleva piercings, o por lo menos antes los llevaba. ¿Lo sabías?
Inspiró hondo cuando yo agaché la cabeza para lamerle con suavidad el pezón expuesto.
—No —respondí. La última vez que la había visto en el cuarto de juegos llevaba sujetador y ya hacía muchos años de la vez anterior.
—Me dijo que era muy estimulante sexualmente, pero me sugirió que probara éstos primero.
—Christine es una mujer muy lista —susurré, concentrándome en el otro pecho—. Sabía que presentártela era una buena idea.
—Me gustaría hacerme algo permanente, como un piercing, si a ti no te parece mala idea.
Se me puso la polla incómodamente dura.
—¿Piercing?
Ella asintió.
—¿Quizá sólo un pezón? No lo sé.
«Joder».
—¿Estás pensando en hacerte un piercing? —insistí.
—Sí. ¿Te molesta la idea?
Suspiré y me incorporé un poco para poder mirarla a los ojos.
—Creo que tienes un cuerpo precioso, Abby. Debo admitir que la idea del piercing resulta bastante excitante, pero no quiero que te precipites. —Volví a rozarle el pezón—. De momento empezaremos con éstos.
Ella recuperó la sonrisa traviesa.
—También tengo colgantes.
—¿Colgantes?
—Mmmm. —Se dio media vuelta para ponerse encima de mí—. Puede que te sorprenda con ellos mañana.