NATHANIEL
Aquella semana, Abby sólo trabajaría lunes y martes. Se había tomado el resto de la semana libre para ayudar a Felicia. Antes de marcharse de mi casa el domingo, hicimos planes para comer juntos el martes.
Me llamó el martes por la mañana. Dos de las bibliotecarias habían llamado para decir que estaban enfermas, iban a llegar tres clases de estudiantes de secundaria para la hora del cuento y el ordenador de la biblioteca estaba imprimiendo fechas de devolución de libros de varios años atrás. Se sentía fatal, pero era imposible que pudiera escaparse una hora para comer.
Así que a las once y media llamé a su restaurante italiano favorito y al mediodía le llevé la comida a la biblioteca.
—Nathaniel —dijo, levantando la vista desde el mostrador principal, donde estaba sentada junto a Martha—. No tenías por qué traerme la comida.
—Y en caso de que no lo hubiera hecho, ¿cuándo y qué hubieras comido? —le pregunté.
Ella salió de detrás del mostrador.
—Me habría comido una barrita rica en proteínas un poco pasada hace dos horas. —Me abrazó—. Gracias.
—No hay de qué —contesté, disfrutando al sentir sus brazos rodeándome.
—¿Te puedes quedar a almorzar conmigo? —me preguntó—. Me puedo tomar treinta minutos, siempre que no te importe comer en la sala de descanso.
—Me encantaría. En realidad, contaba con ello. He traído comida para dos. —Metí la mano en la bolsa—. También he traído esto para ti, Martha. Una pequeña muestra de agradecimiento.
Le di a la sorprendida bibliotecaria una rosa de color amarillo pálido.
—Vaya, muchas gracias, señor West —dijo la mujer, cogiendo la rosa—. Ya no me acuerdo de la última vez que un hombre me regaló una flor.
—Ha sido un detalle por tu parte —comentó Abby, mientras salíamos de la sala principal de la biblioteca y nos alejábamos de Martha, que se quedó en su sitio oliendo su rosa—. Estará alterada durante el resto del día.
—Era lo mínimo que podía hacer. Ya te dije que jamás te habría dejado aquella rosa si ella no me hubiera sorprendido. Y hablando de eso… —Volví a meter la mano en la bolsa—. Creo que ésta es para ti.
Saqué otra rosa, ésta de color crema con un suave rubor en la punta de los pétalos, y se la di.
Su boca dibujó una «O» absolutamente adorable antes de esbozar una traviesa sonrisa.
—¡Vaya, gracias, amable señor! —exclamó, cogiendo la flor—. Pero creo que le acabas de ofrecer la misma muestra de afecto a mi supervisora.
—Yo no he hecho eso —repliqué con fingido desaire—. La suya era amarilla, la tuya tiene mucho más significado. —Me palpé el bolsillo para asegurarme de que la caja seguía allí—. Además, es posible que tenga alguna cosa más para ti.
Ella arqueó una ceja.
—Después de comer —apunté.
Abby abrió la puerta de la sala de descanso.
—Tendremos que comer aquí. Hoy hay un estudiante de posgrado en la colección de libros raros trabajando en su tesis.
La seguí al interior de la sala.
—Supongo que deberíamos dejarlo trabajar.
—Lo echaría a patadas si pudiera —comentó ella.
—Falta mucho para la noche del sábado. No me tientes.
Saqué los entrantes y le di un tenedor.
—¿Cómo está Felicia?
Abby se sentó.
—Enfadada conmigo.
Levanté la vista del plato.
—¿Por qué?
—Está enfadada porque he pasado el fin de semana en New Hampshire.
—¿De verdad?
Hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
—Ella es así. Creo que todas las novias pasan por eso. Tampoco sé cómo podría haberla ayudado durante el fin de semana. Ha estado todo el tiempo con Jackson.
Pinché una aceituna.
—Siento que nuestra escapada de fin de semana haya causado problemas entre vosotras.
—No lo sientas. Ya te he dicho que últimamente se pone así por cualquier cosa.
—¿Qué planes tienes para el resto de la semana?
—Mañana tengo almuerzo de damas de honor —explicó—. Papá llega el jueves. Elaina y yo vamos a llevar a Felicia a un spa el viernes, antes del ensayo. —Cuando me miró le brillaban los ojos—. ¿Y tú?
—El viernes Todd y yo nos llevaremos a Jackson por ahí.
Era una venganza por lo que Jackson le hizo a Todd cuando se casó con Elaina.
—No lo llevaréis a un club de striptease, ¿no?
Yo arqueé las cejas.
—¿Y si fuera así?
Ella posó los ojos sobre el plato con despreocupación.
—Pues tendría que expresar mi respetuosa protesta.
—¿Una respetuosa protesta? ¿Nada de firmes reprimendas?
—Si protesto, no habrá nada firme.
Me rozó la parte superior del muslo con la mano por debajo de la mesa y fue deslizándola hacia arriba.
—Será mejor que quites la mano de ahí. A menos que quieras que te levante de la silla, te cargue sobre mi hombro e irrumpa en la colección de libros raros para darle a ese pobre estudiante de posgrado el mayor susto de su vida.
Su mano trepó un centímetro más y me rozó la base de la polla.
—No te atreverías.
—Abby —le advertí con el tono de voz que reservaba para los fines de semana.
Ella me miró un momento, quizá tratando de decidir si estaba bromeando o no. No bromeaba. Empecé a contar mentalmente. Le daba de margen hasta llegar a tres.
«Uno… dos…»
Apartó la mano.
—Estúpido estudiante de posgrado —murmuró entre dientes.
Hablamos un rato sobre la boda, los planes que teníamos para el fin de semana y en cómo estaban decorando la casa de Todd y Elaina para celebrar la ceremonia y el banquete. Pensé que quizá estuviéramos tan ocupados que el tiempo pasaría muy rápido y enseguida podríamos volver a estar juntos.
Le rocé la mano por encima de aquella minúscula mesa y tuve la sensación de que la caja que llevaba en el bolsillo entraba en combustión. Me cambié de postura en la silla.
Cuando acabamos de comer y recogimos la mesa, Abby se levantó.
—Será mejor que vuelva al trabajo. Gracias otra vez por la comida.
—Antes de que te vayas… tengo una cosa para ti.
—Es verdad —dijo, cogiendo la rosa—. Algo para compensar que le hayas regalado a mi jefa la misma flor que a mí.
Me saqué la caja de color azul pálido del bolsillo.
Ella abrió mucho los ojos y dejó la rosa sobre la mesa.
—Nathaniel.
—Sólo es algo que encontré y que quiero que te quedes tú.
—¿De Tiffany?
—Ábrelo —dije, dándole la caja.
Ella la cogió con dedos vacilantes.
—Se me ha chafado un poco el lazo de llevarla en el bolsillo —comenté.
Abby soltó el lazo y levantó la tapa con cautela. Al ver lo que contenía se quedó sin aliento: dos pendientes de diamantes. Largos e inmaculados. Mi padre tenía un gusto excepcional.
Su expresión pasó de la sorpresa al asombro.
—Esto es… Son…
Se llevó una mano a la garganta.
—Eran de mi madre —le expliqué—. Quiero que te los quedes.
—¿De tu madre?
Asentí a pesar de que ella no me estaba mirando. Resiguió una de las piedras con la yema del dedo. El domingo por la noche me acordé de aquellos pendientes, eran una de las muchas joyas que conservaba de mi madre. Los recordé en aquella caja cerrada que contenía los anillos de boda de mis padres. En cuanto me acordé de ellos, supe que quería que los tuviera Abby.
Quería que ella tuviera otro pedacito de mí, una parte del pasado que me había convertido en lo que era.
—No debería —empezó a decir—. Es demasiado… son de tu madre.
—Por favor. —Le cogí las manos entre las mías, con la caja en medio—. ¿Lo harás por mí?
Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.
Le sequé una con el pulgar.
—He pensado que podrías ponértelos el día de la boda. Siempre que Felicia no te haya elegido otras joyas.
—No —contestó y yo tuve miedo de que estuviera rechazando mi regalo—. Me ha dicho que no le importa.
La sala se quedó momentáneamente en silencio y yo contuve el aliento mientras esperaba que dijera algo más.
—Gracias —murmuró por fin—. Me encantan. Me siento… muy honrada.
—Mi madre querría que te los quedaras tú —afirmé, completamente seguro de ello—. Me habría gustado mucho que te hubiera conocido. Le habrías encantado.
Abby me sonrió. Esbozó aquella fabulosa sonrisa que iluminaba mis días, como sólo ella era capaz de hacerlo.
—A mí también me habría gustado conocerla.
La abracé sin decir nada y ella me posó las manos en los hombros con la caja aún en la mano.
—Te quiero —le susurré, besándole la oreja—. Si pudiera, te daría el mundo, pero me conformo con ofrecerte pequeñas astillas de mí mismo.
—Me encanta cuando me ofreces astillas de ti mismo —reconoció—. Además, yo no quiero el mundo, te quiero a ti.
Me retiré un poco para poder darle un beso. Largo, lento y profundo. Abby tiró de mí, pasándome la mano que tenía libre por el pelo, sin despegar los labios de los míos.
Entonces alguien carraspeó en la puerta y ella se separó sin dejar de rodearme con los brazos.
—¿Sí? —le preguntó a la adolescente que había abierto la puerta sin que nos diéramos cuenta.
—Siento interrumpir, señorita Abby, pero me han pedido que le diga que el ordenador ha dejado de imprimir fechas de entrega de 2007.
—Buenas noticias —contestó ella—. Pero ¿por qué te han pedido que me lo digas?
—Porque ahora está imprimiéndolas del año 1807.
—Ahora voy —dijo suspirando.
La joven se marchó.
—Disculpen de nuevo —se excusó al hacerlo.
Abby apoyó la cabeza en mi pecho.
—¿Señorita Abby? —pregunté extrañado.
—No preguntes.
Le di un beso en la frente.
—Será mejor que me vaya. Te dejo que te enfrentes con el siglo diecinueve.
Ella se puso de puntillas para besarme.
—Créeme, el siglo diecinueve no tiene nada que ver conmigo.
—Llámame esta noche, ¿vale?
—Claro —contestó, apartándome un mechón de pelo de los ojos con suavidad—. Te quiero.
Cuando sonó el timbre a las seis y media del jueves, sonreí. Sólo Abby llamaría al timbre de mi casa, cuando quedaban menos de dos semanas para que se viniera a vivir conmigo. Ya sabía que le había dado la noticia a su padre, pero mentiría si dijera que no me ponía nervioso pensar que lo iba a conocer.
Apolo corrió hacia la puerta. Sabía que Abby estaba al otro lado.
—Tranquilízate —le dije, imaginando lo rápido que se acostumbraría a tenerla por allí de forma permanente.
Abrí la puerta y decidí que en cambio yo nunca me acostumbraría a que viviera conmigo. Que viniera a cenar a mi casa ya me parecía demasiado bueno para ser verdad.
Le cogí las manos y le di un beso en la mejilla, advirtiendo enseguida que llevaba puestos los pendientes que le había regalado.
—No tienes por qué llamar al timbre. No me importa que utilices tu llave.
Ella me estrechó la mano y me devolvió el beso.
—Es la costumbre. —Dio un paso atrás y me presentó a su acompañante—. Éste es mi padre.
Era un hombre fuerte y robusto. Abby ya me había dicho que llevaba más de veinte años trabajando como contratista. Le estreché la mano.
—Señor King —dije—, bienvenido a Nueva York.
—No me llames señor King —respondió, esbozando una leve sonrisa—. Y gracias.
Abrí un poco más la puerta.
—Por favor, pase. Disculpe a Apolo. Siempre se muestra un poco tímido con los desconocidos.
El perro se había quedado pegado a mí y sólo se movía para acariciar a Abby con el hocico cuando pasaba junto a él. Sonreí al recordar cómo reaccionó cuando la vio por primera vez. La reacción que tuvo al conocer a su padre fue mucho más normal.
Miré a Abby a los ojos e hice un gesto con la cabeza en dirección al perro.
«¿Lo ves? —le dije con los ojos—. No te mentía cuando te dije que no le gustan los desconocidos».
Ella me miró poniendo los ojos en blanco y acarició la cabeza de Apolo.
—¿Te puedo ayudar en la cocina?
—Tengo el solomillo Wellington y las patatas en el horno —dije.
Abby me había dicho que a su padre le gustaba mucho la carne con patatas y planifiqué la cena según sus preferencias.
—¿Has preparado solomillo Wellington? —repitió, arqueando una ceja—. ¿Crees que debería ir a echarle un vistazo?
—Tu padre y yo te esperaremos en el salón.
Lo mejor era acabar con aquello cuanto antes.
Nos sentamos, yo en el sofá y él en el confidente. Observó la habitación con aire apreciativo. Me pareció que era un hombre callado, más o menos como su hija.
Carraspeé.
—Abby me ha dicho que el sábado llevará a Felicia al altar.
—Felicia siempre ha sido como una segunda hija para mí. Ha pasado por algunas dificultades y me alegro de que por fin haya encontrado a alguien.
—Jackson está completamente enamorado de ella. Nunca lo he visto tan feliz.
Sonrió y en sus ojos vi el reflejo de su amabilidad y su calidez; entonces supe que su hija había heredado algo más de él que su naturaleza callada.
—Por lo que me ha dicho Abby, Felicia y Jackson no son los únicos que están enamorados —dijo.
Vale. No me esperaba que fuera tan franco. Abby no había heredado eso.
Mi mente empezó a girar con frenesí e intenté pensar desesperadamente qué debía responder.
«¿Mis intenciones con su hija son completamente honorables?»
No estaba seguro de que eso fuera del todo cierto, teniendo en cuenta lo que le había dicho a Abby que le iba a hacer la próxima vez que la tuviera en mi cuarto de juegos.
«Joder. El padre de Abby está en mi casa». Estaba sentado justo debajo del cuarto de juegos donde yo provocaba y atormentaba a su hija. ¿Cómo le explicaría aquella puerta cerrada si me pedía que le enseñara la casa?
«No lo hagas —me dije—. Deja de pensar en eso».
¿De verdad creía que el hombre se detendría delante de aquella puerta cerrada y me preguntaría qué había allí dentro?
No.
Pero, aun así, era algo que podía suceder.
—Si no lo he entendido mal, Abby se va a venir a vivir contigo el próximo fin de semana —planteó.
Yo me puse más derecho y me esforcé por ignorar el hilillo de sudor que me resbalaba por la espalda. Aquello era peor que el baile de graduación. ¿Y si le prohibía a ella que lo hiciera? ¿Sería capaz aquel hombre de hacer algo así? ¿Qué haría si me convertía en causa de conflicto entre Abby y su padre?
Las palabras escaparon de mis labios:
—Mis intenciones con su hija son completamente honorables, señor.
Me encogí. «Idiota».
Él hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
—Ya sé que eres un hombre con éxito, Nathaniel, y sé que Abby tiene una cabeza muy bien amueblada sobre los hombros. No voy a decir que esté muy contento de lo rápido que va todo esto o que me guste lo de que os vayáis a vivir juntos. —Me lanzó una mirada penetrante y me pregunté cuánto sabría de mi pasado con Abby—. Pero recuerdo muy bien las alegrías de compartir la vida con alguien.
Abby me había dicho que llevaba mucho tiempo solo.
—Así que, aunque no esté muy contento —prosiguió—, lo pasaré por alto. Por Abby. Si tú la haces feliz, bueno, lo único que yo siempre he querido es que sea feliz.
—Gracias, señor —dije, sintiéndome extrañamente aliviado—. Yo también quiero que sea feliz.
—Dios —exclamó—. No me llames señor. Me hace sentir como un anciano. Háblame de tu primo. ¿Hay algo de lo que deba advertir a Felicia?
Me reí y la conversación derivó hacia el mundo del fútbol.
Cenamos en el salón. Yo quería que lo hiciésemos en la cocina, pero Abby creía que el salón era más apropiado y después de pensarlo mejor, accedí. Además de servir a su propósito de los fines de semana, aquella pieza también formaba parte de la casa y debía usarse como tal.
Además, cuando ella le pidió a su padre que se sentara, me di cuenta de que yo estaba disfrutando mucho viéndola hacer de anfitriona en mi casa. Hasta entonces, nunca había celebrado muchas cenas, pero decidí que Abby y yo cambiaríamos eso cuando ella se trasladara.
Me ofrecí a ayudarla a servir, pero se negó rotundamente y me pidió que me sentara a hacerle compañía a su padre. Tomé asiento en mi sitio, a la cabecera de la mesa. El padre de Abby se sentó a mi derecha y ella, a mi izquierda. Yo ya había puesto la mesa antes de que llegaran, lo único que faltaba era la comida.
Abby entró en el salón y se quedó de pie junto a mí. Mi polla reaccionó al recordar cómo me servía allí durante los fines de semana. Me puse la servilleta sobre el regazo. Aún no había llegado el fin de semana.
Aun así, mi cuerpo recordaba…
Y también estaba aquella electricidad que zumbaba entre nosotros siempre que estábamos juntos.
Dejó el solomillo Wellington delante de mí y me rozó el hombro con los dedos.
«Yo también lo noto —me decía su caricia—. Sé exactamente lo que estás pensando».
Me miró a los ojos cuando se sentó y yo le sonreí.
«No del todo —le respondí con la mirada—. Espera a que te vuelva a tener para mí solo».
—¿Lo has cocinado tú? —preguntó su padre, interrumpiendo nuestra silenciosa conversación.
Me volví hacia él sintiéndome un poco avergonzado por estar teniendo pensamientos inapropiados sobre su hija mientras él estaba sentado a mi mesa.
—Sí —respondí. Esperaba que no fuera de esa clase de persona que piensa que cocinar no es cosa de hombres.
—A Abby también le gusta mucho cocinar —aseveró—. Lo debéis de pasar muy bien en la cocina.
—Así es —contesté y mi mente regresó a un día de nieve, una cocina llena de vapor y una comida a base de risotto frío.
—Hace algunas semanas asistimos a unas clases para aprender a hacer sushi —informó Abby, dándome una patada por debajo de la mesa.
Esbozó media sonrisa y yo la miré. «¿Qué?», le pregunté con los ojos. Quizá hubiera perdido mi capacidad de poner cara de póquer.
—¿Le gusta el béisbol? —le pregunté a su padre.
—Oh, sí —respondió—. El béisbol. El fútbol.
—Tengo un palco en el estadio de los Yankees —dije—. Quizá pueda volver este verano y venir a ver algunos partidos. A Abby y a mí nos encantaría tenerlo por aquí unos días.
Intenté subrayar que yo no únicamente veía aquella casa como mía, sino también como de Abby. Y que siempre sería bienvenido en ella.
«Nuestra casa».
Noté un sorprendente vuelco en el estómago y me di cuenta de que aquello, justo aquello, era la felicidad. ¿Qué era lo que había dicho él? «La alegría de compartir la vida con alguien».
Volví a mirar a Abby y sí, ella también lo sentía. Alargué el brazo en busca de su mano y se la estreché con suavidad. Pero no se trataba sólo de compartir la vida con alguien, sino de compartirla con aquel alguien en concreto.