11

NATHANIEL

La miré a los ojos y me di cuenta de que por fin se había percatado. Lo había entendido. Por lo menos en parte. Entonces jadeó y tuve la esperanza de que hubiera encontrado en mis ojos lo que estaba buscando.

—¿Ahora le ves el sentido? —Le puse la mano en la mejilla y se la acaricié—. ¿Ahora entiendes, aunque sólo sea un poco, cómo me siento cuando veo lo que me das?

—Sí —contestó, sin dejar de buscar mi mirada—. Ahora lo veo.

—Me alegro.

La atraje hacia mí y la besé con firmeza y urgencia. Quería saborearla. Quería sentirla debajo de mi cuerpo.

Gimió dentro de mi boca y me rodeó los hombros con los brazos. Por un momento me dejé ir y me abandoné a la necesidad que había estado conteniendo desde que vi su cara de sorpresa en el cuarto de juegos. Sólo me detuve cuando ella tiró de mí y trató de tumbarme encima de su cuerpo.

—No —dije, apartándome—. No podemos. Paul ha pedido que traigan comida preparada.

Tenía muchas ganas de decirle a mi amigo que nosotros comeríamos más tarde y pasar las siguientes horas a solas con Abby en la cama. Pero no podíamos hacerlo, éramos sus invitados y él había sido muy considerado al preguntarme a qué hora debía pedir que trajeran la comida. Teníamos que respetarlos el tiempo que estuviéramos en su casa.

Ella suspiró.

—Sí, Señor.

—Luego —le susurré.

Me respondió con una sonrisa. Sus dedos resbalaron por mi camisa.

—¿Te puedo hacer una última pregunta?

—Lo que quieras.

Sus dedos no se detuvieron.

—Tus anteriores sumisas —dijo—. ¿Ellas… y tú…?

Yo posé las manos en su pelo y las arrastré por la suavidad de su melena. Comprendía los motivos por los que Paul quería que las sumisas llevaran el pelo recogido en su cuarto de juegos, pero yo no pensaba igual. Le había soltado el pelo a Abigail en cuanto salimos del cuarto.

—¿Si las miraba de la misma forma que te miro a ti? —le pregunté.

—Si es así, lo entiendo. Me refiero a que ahora comprendo más cosas. —Sus dedos se deslizaron por el cuello de mi camisa—. Aunque supongo que sólo os he visto a ti y a Paul. Y Christine y yo somos… bueno. —Dejó caer la mano—. Es igual, no sé lo que estoy intentando decir.

—Yo sí. —Le cogí la cara con las manos—. Y no, no creo que nunca haya mirado a nadie de la forma que te miro a ti. Tú eres mi uno por ciento.

Ella arqueó las cejas.

—Tu ¿qué?

—Antes de que entraras en mi despacho aquel primer día —le expliqué—, yo me sentía completo y en paz durante el noventa y nueve por ciento del tiempo. Pero me obsesionaba ese uno por ciento. Y entonces te encontré: el uno por ciento que me faltaba.

Abrió unos ojos como platos.

—Vaya.

—Eres tú. Siempre has sido tú. Cuando me dejaste, eras tú. Cuando volviste, eras tú. Nunca habrá nadie más. —Le rocé la mejilla con los labios—. Así que si me preguntas si alguna vez he mirado a alguien, ya fuera sumisa o no, de la misma forma que te miro a ti, la respuesta es un contundente «no». —Volví a tirar de ella—. Y por muchas ganas que tenga de quedarme contigo en la cama para demostrártelo repetidamente, le he prometido a Paul que bajaríamos a comer con ellos.

Pareció desanimarse.

—Luego —le repetí—. Te lo prometo.

Después de comer, nos sentamos los cuatro en el salón. Yo ya le había explicado a Abby que como hacía menos de tres meses que Christine había dado a luz y estaba dando el pecho, Paul dedicaba más tiempo del habitual a cuidar de ella después de cada escena.

—Una suspensión invertida es particularmente intensa —le expliqué—. Incluso sin añadirle las demás circunstancias.

Christine parecía completamente satisfecha y relajada sentada en el sofá entre los brazos de Paul. Su madre ya había vuelto a traer a Sam y, después de darle el pecho, Christine se lo dejó coger a Abby.

Yo no estaba preparado para las emociones que me asaltaron cuando la vi acunando al bebé. Antes de que ella formara parte de mi vida, yo nunca había pensado en casarme o tener hijos. Pero ahora todo me parecía posible.

Recordé el día que encontré los anillos de boda de mis padres, cómo me puse el de mi padre y lo raro que me sentí. Quizá ya no me sintiera así.

Me recosté en el sofá y disfruté viendo cómo Abby hablaba con Paul y Christine. Antes de salir de casa estaba tan nerviosa que estuve a punto de cancelarlo. Lo único que evitó que lo hiciera fue la esperanza de que aquel fin de semana pudiera sernos de mucha ayuda. Me sentía aliviado. Todo había salido mucho mejor de lo que esperaba.

De vez en cuando, ella me miraba y sonreía cuando nuestros ojos se cruzaban.

«Joder. La deseo».

Paul le hizo una pregunta sobre la biblioteca y ella se centró en él. Yo me acomodé en el sillón y seguí observando. Sam se quedó dormido y Abby lo cambió de postura para que estuviera más cómodo.

—¿Qué planes tienes para mañana, Nathaniel? —preguntó Paul.

Dejé de mirarla.

—Había pensado llevarme a Abby al campus de Dartmouth después de desayunar. Para enseñarle parte de mi pasado. ¿Te gustaría? —le pregunté.

—Sí, Amo —respondió ella.

«Amo».

Joder, era increíble las sensaciones que me provocaba cada vez que decía eso delante de otras personas.

Y, a juzgar por su mirada, ella lo sabía.

El día siguiente le elegí la ropa antes de bajar.

—Hoy quiero que te recojas el pelo. Quiero que pasees por las calles de Dartmouth con el cuello completamente expuesto. —Deslicé un dedo por su collar—. Nadie más sabrá lo que es esto, pero quiero que lo sepas tú. Quiero que lo sientas. —Le di un beso en el cuello—. Cada vez que sople el viento y te acaricie la piel, quiero que te estremezcas pensando que llevas la marca de mi control.

Después de desayunar nos despedimos de Paul y Christine. Prometimos volver pronto a visitarlos e incluso comentamos la posibilidad de que ellos tres pudieran venir a Nueva York en algún momento. Abby y Christine se abrazaron y ésta le susurró algo al oído. Abby se rio y le contestó con otro susurro. Paul me miró arqueando una ceja y yo asentí. Sí, el fin de semana había sido un éxito.

Cuando estuvimos en el coche, le dije:

—Hoy vamos a probar algo un poco distinto. Vamos a explorar mis lugares favoritos de mi antiguo campus; pareceremos una pareja como cualquier otra. —Le apoyé una mano sobre la rodilla desnuda—. Sólo tú y yo sabremos la diferencia.

Ella se puso más derecha.

—Mientras caminemos, deberás ir un paso por detrás de mí. Cuando nos sentemos, deberás apoyarme la mano en la rodilla. No puedes cruzar las piernas ni los tobillos en ningún momento. No te pediré que me llames Señor o Amo si alguien te puede oír. ¿Lo entiendes?

—Sí, Amo —dijo con una seductora sonrisa en los labios.

Pocos minutos después, detuve el coche en un aparcamiento público cerca del campus. Salí y lo rodeé para abrirle la puerta.

—Estás preciosa, Abigail.

—Gracias, Amo.

Paseamos por la zona principal del campus y le señalé varios edificios donde estaban mis antiguas aulas. Pasamos por delante de algunos alumnos que disfrutaban del sol de la mañana, quizá preparándose para las clases.

Al principio, ella caminaba con cautela, despacio, comprobando sin parar que estaba en el lugar correcto. De vez en cuando miraba a su alrededor como si esperara que alguien pudiera darse cuenta de lo que estábamos haciendo. Pero, poco a poco, cuando por fin comprobó que nadie nos prestaba atención, empezó a mostrarse más segura.

Me detuve en los escalones del Webster Hall, junto a la biblioteca en la que acostumbraba a estudiar; y me senté. Ella lo hizo vacilante junto a mí y posó una mano nerviosa en mi rodilla.

Yo apoyé la mano sobre la suya.

—Solía sentarme aquí a escribir las cartas que mandaba a casa.

Seguí hablando, compartiendo intimidades con ella, recordando episodios que había olvidado. Al rato, Abby adoptó una postura más cómoda.

Hubo un momento en que movió las piernas y pareció que fuera a cruzarlas.

Yo me incliné hacia ella y le susurré:

—No me obligues a castigarte. De momento hemos pasado bastante inadvertidos, pero si te tengo que tumbar sobre mis rodillas es posible que llamemos la atención.

—Lo siento, Amo.

—La próxima vez no te lo recordaré. Sube más la mano.

Ella subió los dedos por mi pierna y yo reprimí un gemido al sentir el contacto. Mi plan de demostrarle que podíamos estar en público durante el fin de semana era muy bueno, pero también ponía a prueba mi autocontrol. Si hubiéramos estado en casa, o incluso en casa de Paul y Christine, ya la tendría tumbada sobre algo. Me miré el reloj, aún disponíamos de algunas horas antes de ir al aeropuerto.

Inspiré hondo y empezamos a charlar de nuevo. Le hablé de cosas intrascendentes, de pequeños detalles sin importancia. Y, sin embargo, era la clase de cosas que también quería saber sobre ella, las cosas que quería oír sobre su etapa universitaria. Así que me pasé la hora siguiente recordando el pasado. Abby se rio de algunas de las anécdotas que le conté y a su vez me explicó más sobre sus experiencias en la universidad.

Para cuando nuestro fin de semana en New Hampshire llegaba a su fin, supe que por fin lo había comprendido, que ya sabía que podía hablar conmigo durante el fin de semana. Incluso sobre absurdas historias de universidad.

Luego la llevé a comer a un restaurante de lujo. Se mordió el labio mientras pensaba en cómo debía sentarse. Yo me deslicé en un reservado y ella me siguió para sentarse junto a mí y apoyarme la mano en la rodilla.

—Excelente, Abigail —la felicité—. Cuando llegue tu comida, podrás utilizar ambas manos para comer.

«Esta vez», quise añadir.

Mi cuerpo era consciente de cada una de sus inspiraciones, de cada pequeño movimiento. Cada molécula de mi cuerpo reaccionaba a su presencia. Apoyé un brazo en el respaldo del reservado para poderle rozar el hombro con los dedos.

—¿Lo ves? —le dije—. ¿Te das cuenta de que podemos relacionarnos con otras personas aunque lleves puesto mi collar?

—Sí, Amo —contestó, mirando a su alrededor para observar el comedor relativamente vacío—. Para ser sincera, todo el día ha sido… —Bajó la voz—. Bueno, ha sido bastante excitante. Haber estado así contigo. Es como si estuviéramos ocultando un secreto a los ojos del mundo.

Alargué la mano y le acaricié la nuca.

—Más allá de tu collar, hay una conexión entre nosotros que es más profunda de la que tienen otros.

Ella volvió la cabeza.

—Yo también lo pienso —dijo.

La besé con suavidad.

—¿Quieres que pasemos la tarde como hemos pasado la mañana? —le pregunté, cuando trajeron la comida.

—Sí, Amo. Lo estoy pasando muy bien.

—Hace algunas semanas no habría estado seguro de que me estuvieras diciendo la verdad. Pero después de este fin de semana, sí que te creo.

—Gracias.

Después, cuando íbamos de camino al aeropuerto, pensé en la semana que teníamos por delante. Como la boda de Jackson y Felicia se celebraría el domingo, Abby pasaría todas las noches en su apartamento. Su padre llegaría el jueves y habíamos planeado que viniera a cenar a mi casa. No podría volver a tenerla en mi cama hasta el sábado por la noche. Sería la vez que más tiempo pasábamos separados desde que retomamos la relación.

Y el sábado parecía muy lejos.

Cuando estuvimos en el avión, con el cinturón abrochado, y la azafata se marchó para sentarse con el piloto, me volví hacia ella.

—Cuando diga «ahora» tendrás treinta segundos para irte a la habitación, desnudarte y ponerte en la postura número dos, página cinco. ¿Lo has entendido?

Ella tensó la mano que tenía sobre mi rodilla y el deseo que brilló en sus ojos reflejó el mío.

—Sí, Amo.

Cuando estuvimos en el aire y el avión dejó de ascender, lo hice:

—Ahora.

Ella se desabrochó el cinturón y corrió hacia la habitación que había en la parte posterior del avión. Cuando conté treinta, me desabroché también el cinturón muy despacio y me puse de pie.

Abby me esperaba en la habitación, tumbada boca arriba y con las rodillas flexionadas y separadas. Me situé en su campo de visión. Me saqué la camisa de los pantalones y me la quité por encima de la cabeza. Mis zapatos, calcetines y pantalones pronto se unieron a la pila de ropa que había en el suelo.

Me acerqué a la cama, le cogí las manos y se las puse por encima de la cabeza.

—No las muevas de ahí. No me siento cómodo atándote en un avión.

Inspiré hondo tratando de controlarme. Si aquélla iba a ser la última vez que la hiciera mía en seis días, quería tomarme mi tiempo.

—Te puedes correr cuando quieras —le dije—. Todas las veces que puedas. Y quiero oírte.

Me tumbé a su lado. Quería absorber hasta el último ápice de necesidad de ambos. Y quería alimentar su expectativa todo lo que me fuera posible. La mordisqueé. La sentí. Me deslicé entre sus muslos abiertos y la saboreé. Disfruté de la intensidad y la dulzura de su deseo.

—Tócame —le ordené, subiendo por su cuerpo con la necesidad de sentir sus manos sobre mi piel.

Ella las dejó resbalar por mi pecho para explorarme y yo gemí. Luego las deslizó hacia abajo para tocarme la polla.

Contraataqué metiéndome uno de sus pezones en la boca y dibujando un círculo con la lengua. Le di un capirotazo en el otro pezón con los dedos. Ella arqueó la espalda para ofrecerse por completo y acepté lo que me daba metiéndome su pecho en la boca, chupándola con más fuerza y mordiéndola con suavidad.

Metí el muslo entre sus piernas y la estimulé con la rodilla, frotándola lentamente contra ella. Asegurándome de que le rozaba el clítoris. Abby meció las caderas contra mí y gimió mientras se corría lentamente.

Me puse encima de ella.

—Abre los ojos. Mírame.

Sus profundos ojos castaños se posaron en los míos y yo me coloqué en la entrada de su sexo.

—Mírame a los ojos —insistí—. Mientras yo poseo tu cuerpo, quiero que comprendas que tú has poseído mi alma.

Me interné en ella.

—Te preguntabas si alguna vez había mirado a alguien de la misma forma que te miro a ti. —Me interné más adentro—. Nunca lo he hecho. Mírame a los ojos. Quiero que veas en ellos la verdad de mis palabras.

Cuando la penetré por completo, abrió mucho los ojos y, a pesar de que yo casi cerré los míos, conseguí seguir mirándola fijamente. Nos movimos juntos lenta y acompasadamente. El uno se ofrecía al otro, encontrando y tomando lo que necesitaba a cambio.

Deslicé una mano entre nuestros cuerpos para acariciarle el clítoris con suavidad y ella volvió a alcanzar el orgasmo, con más intensidad esa segunda vez. Parpadeó y cerró los ojos cuando el placer la recorrió. Yo aumenté el ritmo. Mientras la embestía, disfrutaba de la sensación de su cuerpo contrayéndose alrededor del mío.

Pronto me resultó demasiado difícil seguir conteniéndome y me corrí dentro de ella. Seguí abrazándola; no quería abandonar la comodidad de sus brazos y tampoco estaba preparado para dejar que Abby abandonara los míos. Nos esperaba una semana atareada y muy loca. Ni siquiera estaba seguro de que fuéramos a tener la oportunidad de comer juntos.

Me puse de lado y la arrastré conmigo, de forma que su espalda quedó pegada a mi pecho. Le desabroché el collar.

—Gracias por estar a mi disposición este fin de semana —dije contra la piel de su cuello.

Ella me acarició la mejilla.

—Gracias por concederme el honor de poder estar a tu disposición.