10

ABBY

Nathaniel me cogió de la mano y yo me sobresalté, sorprendida de la punzada de deseo que me provocó el contacto. Me llevó la mano sobre mi regazo.

—Ponte en posición de espera —susurró y su voz ronca me provocó otra oleada de deseo.

Yo me levanté del almohadón y me coloqué en la postura que adoptaba cuando estaba en su cuarto de juegos. Arrodillada en el suelo, agucé el oído para intentar averiguar lo que estaba ocurriendo. No llevaba el tiempo suficiente en el cuarto de juegos de Paul como para saber cerca de qué mueble estaría Nathaniel, ni mucho menos lo que estaría haciendo o qué estaría cogiendo.

¿Seguirían Paul y Christine en la habitación? ¿Me estarían mirando? Nathaniel me dijo que no forzaría mis límites sobre el exhibicionismo ese fin de semana, pero ¿aquello se podía considerar exhibicionismo? En realidad sólo estaba arrodillada.

Volví a intentar oír algo, percibir alguna voz, cualquier susurro. Y entonces lo entendí: no importaba. No importaba lo que hubiera planeado Nathaniel, lo tenía todo controlado. Yo le concedía ese poder y preocuparme era como ponerlo en entredicho.

Si Paul y Christine estaban en la habitación, yo quería que mi sumisión fuera un reflejo de lo que acababa de ver. Entonces me di cuenta de que no importaba si ellos seguían allí. Yo quería que nos vieran. Quería demostrarles lo orgullosa que me sentía de servir a mi Amo.

Unos pies desnudos se acercaron a mí.

—Levántate, Abigail —dijo Nathaniel.

Yo me puse en pie con toda la elegancia que pude, pero el cambio de postura y el hecho de tener los ojos vendados me desorientaron y me tambaleé un poco.

Él me cogió y me rodeó los hombros con los brazos.

—Cuidado, preciosa. —No movió las manos, siguió sujetándome—. Necesito que confíes en mí.

«Sí. Lo que sea».

—Paul y Christine se han marchado. Estamos solos.

Se me aceleró el corazón. Estábamos solos. Solos. Oh, las cosas que podía hacerme cuando estábamos solos.

—Quiero que me contestes cada pregunta que te haga con rapidez y total sinceridad —dijo—. ¿Lo entiendes?

—Sí, Amo.

«Amo».

Esa palabra significaba mucho más después de haber visto a Paul y a Christine.

«Amo».

Me estremecí al comprender sus nuevos significados. Cada vez que la decía, renovaba mi compromiso con él. Le recordaba que estaba a su lado por decisión propia. Le había dado el control y le confirmaba que lo deseaba.

¿Habría una palabra de tres letras con más significado que ésa?

Me cogió de la mano.

—Ven conmigo.

Caminamos. No estaba segura de adónde íbamos. No nos estaríamos marchando, ¿no? Yo no quería irme. Quería quedarme en el cuarto de juegos. Quería que Nathaniel me hiciera suya, que me utilizara, que…

Pero era elección suya y si él quería que nos marcháramos, tendría un buen motivo.

Entonces nos detuvimos. No me parecía que estuviéramos cerca de la puerta. Me costaba mucho situarme, pero me pareció que estábamos cerca de la pared opuesta a la puerta.

—Desnúdate —me ordenó, soltándome la mano.

Yo ya me había desnudado para él muchas veces, tanto en calidad de amante como de sumisa, pero esa vez fue distinta. Más intensa.

Me metí los dedos en el elástico de la cintura y me imaginé que él me estaba mirando.

—La parte de arriba primero.

Me llevé las manos a la espalda y me desabroché el sujetador. Lo dejé caer al suelo y noté sus manos sobre mí casi inmediatamente. Luego me obligó a caminar hacia atrás hasta que mi espalda tocó algo de madera.

Me acarició los pezones con los pulgares y me mordí los labios. Luego deslizó la boca por mi cuello con suavidad.

—Esta mañana lo has hecho muy bien. Estoy orgulloso de ti.

Yo era incapaz de decidir qué me hacía más feliz, si sus manos y su boca o su elogio.

—Estoy tan orgulloso que he decidido concederte una pequeña recompensa. —Me cogió la muñeca y me la sujetó con una suave esposa por encima de mi cabeza. Hizo lo mismo con la otra muñeca y luego me mordisqueó el lóbulo de la oreja—. Te voy a follar con fuerza atada a la cruz de Paul.

«Oh, joder, sí».

No dejaba de mover las manos mientras hablaba: por encima de mis hombros, por mi pecho, retorciéndome un pezón, acariciándome el vientre. Enseguida me convertí en una temblorosa masa deseosa, estimulada por su voz grave y ronca.

—Yo también tengo una de esas en mi cuarto de juegos —continuó, ignorando mis deseos, aunque quizá supiera exactamente lo que hacía—. La próxima vez que estemos allí, te ataré de espaldas a mí. —Sus caricias se tornaron más ásperas—. Dejaré tu culo completamente expuesto. —Cogió la tela que me cubría la cadera y tiró de ella hacia abajo para desnudarme del todo—. ¿Te gustaría que hiciera eso, Abigail?

Yo jadeé cuando el aire frío rozó mi carne necesitada. Él me acarició el clítoris con los dedos.

—Sí, Amo, por favor —contesté en un susurro que sonó a rugido.

Empezó a dibujar lentos círculos en mi piel desnuda y de vez en cuando internaba los dedos en mi humedad.

—Sé que te gustó el látigo de piel de conejo. Creo que ha llegado el momento de utilizar el de ante.

Yo me estremecí al pensar en ofrecer mi trasero a su látigo.

—Pero de momento —dijo, abriéndome las piernas— tenemos otras cosas que hacer. ¿No te parece?

Me estaba atormentando deliberadamente. Entre las promesas de lo que me esperaba en su cuarto de juegos, sus manos sobre mi cuerpo y la expectativa de lo que se disponía a hacer, apenas podía formar un pensamiento coherente.

—Lo que tú desees, Amo.

Se rio.

—Me alegro mucho de que compartas mi punto de vista.

Entonces me agarró de las piernas y me penetró de un solo movimiento. Mi espalda golpeó contra la madera con tanta fuerza que se internó más profundamente en mí.

—No te contengas —dijo, y le rodeé la cintura con las piernas—. Esta habitación está insonorizada. —Se retiró, me embistió de nuevo y yo dejé escapar un fuerte gemido—. O eso creo.

Una parte de mí quería que Paul y Christine lo oyeran. A fin de cuentas, me parecía lo más justo. Quería que supieran lo que me hacía Nathaniel durante los fines de semana, cómo le respondía yo, cómo dictaba cada uno de mis movimientos, mis pensamientos y, al parecer, a veces, incluso mi respiración.

Me embistió de nuevo y Paul y Christine abandonaron mi mente por completo. Me concentré sólo en sentirlo mientras él me llevaba más y más cerca de la liberación. Me movió las piernas, varió el ángulo y alcanzó ese punto tan dulce que había escondido en mi interior.

No pude contenerme y grité.

Nathaniel siguió embistiendo y acariciándome por dentro una y otra vez, hasta que me mareé de placer. A él se le entrecortó la respiración y deslizó la mano entre nuestros cuerpos.

Cuando me acarició el clítoris, dejé escapar otro grito.

—Por favor, Amo —le supliqué.

Él tenía la voz ronca.

—Por favor, ¿qué?

Oh, Dios, sus dedos. Su polla. Sentirme vulnerable y completamente a su merced.

—Por favor, Amo, no aguanto más.

Me penetró de nuevo.

—Pues córrete.

El clímax me recorrió en cuanto me volvió a acariciar.

Me agarró las caderas y me empotró contra la pared mientras yo seguía rodeándole la cintura con las piernas. Me penetró una y otra vez mediante rápidos y profundos movimientos y poco a poco él también fue acercándose a la liberación.

Cuando se corrió, noté cómo crecía un segundo orgasmo en mi interior y sus movimientos me llevaron de nuevo al clímax.

Se quedó pegado a mí durante los minutos siguientes; tenía la respiración entrecortada y pesada. Cuando por fin los dos nos recuperamos un poco, me volvió a dejar las piernas en el suelo con delicadeza. Se apresuró a soltarme las muñecas y pasó varios minutos masajeándome los brazos y los hombros.

Y al final noté sus dedos detrás de mi cabeza y la venda cayó de mis ojos. Entonces pude mirarlo a los ojos por primera vez desde que entramos en el cuarto de juegos.

Y allí estaba.

El intenso deseo, la pasión y el amor que me preguntaba si encontraría en ellos. Inspiré hondo.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí, Amo. —Me quedé allí de pie, mirando sorprendida los sentimientos que había descubierto en sus ojos—. Mucho más que bien —susurré.

Luego me llevó de nuevo a la habitación de invitados. Una vez en la cama, se recostó contra el cabezal y yo me acurruqué entre sus brazos. Por mucho que quisiera hablar después de la mañana que habíamos pasado, estaba feliz de que me abrazara, porque me seguía sintiendo más cómoda hablando con él mientras me tocaba.

—Ahora quiero que seas completamente sincera conmigo —expuso y yo me relajé entre sus brazos—. ¿Qué te parece lo que ha ocurrido hasta ahora?

—He pensado tantas cosas que aún no he procesado toda la información —respondí—. Pero lo primero que quiero hacer es darte las gracias por haber organizado esto. Al principio estaba preocupada, pero ha sido de mucha ayuda.

—¿En qué sentido?

—En todos —respondí, sin estar muy segura de cómo describirlo—. Empezando por Christine. Es tan confiada y está tan segura de sí misma…

Cuando habló, pude percibir la preocupación en su tono.

—¿Tú has tenido dudas sobre ti misma?

Incliné la cabeza y mi pelo cayó hacia adelante.

—Cuando estoy contigo no. Es cuando estoy en el trabajo o hablando con Felicia. Incluso cuando estoy con Elaina y Todd. A veces me he preguntado si a nosotros nos pasaba algo raro.

—¿Y ahora? —preguntó con emoción en la voz.

—Ahora ya no me lo pregunto —contesté con intención de tranquilizarlo—. Al ver a Paul y Christine y la vida que han construido. No estoy diciendo que esté preparada para tener hijos y eso, pero ahora comprendo que cuando lo esté… estaré bien.

—Estaremos bien —me corrigió.

El corazón me dio un vuelco al comprender el trasfondo de sus palabras y volví la cabeza para besarlo.

—Estaremos bien —repetí.

—¿Hay algo más? —me preguntó, acariciándome el pelo.

—Hay mucho más. —Me volví a recostar entre sus brazos—. Christine me ha ayudado a comprender lo importante que es darte información. Ahora entiendo que no es como decirte lo que tienes que hacer.

—Me alegro de que alguien haya conseguido aclarar eso.

—No quería que pensaras que te estaba marcando el camino.

—Hay un mundo de diferencia entre decirme lo que tengo que hacer y decirme lo que te gusta o lo que te gustaría que hiciéramos más habitualmente —me explicó en aquel tono de voz firme pero suave que tanto me gustaba.

—Lo sé. Christine me dijo que si me resultaba más fácil, te lo podía decir entre semana.

—O en fin de semana.

Yo negué con la cabeza.

—No me imagino haciendo eso.

Él se quedó callado y yo me pregunté si cambiaría de tema, pero entonces volvió a hablar:

—¿Qué te parecería que te diera otra palabra de seguridad?

—¿Qué?

—Podríamos añadir la palabra «verde».

—Y ¿para qué serviría?

Nathaniel inspiró hondo.

—La podrías utilizar si quisieras que fuera más rápido o te presionara un poco más.

—¿Ah, sí? —pregunté, excitada ante la perspectiva.

—Sí. Tal vez te sientas más cómoda diciendo «verde» en lugar de hablar directamente —dijo—. Pero seguiré pidiéndote que me expliques los detalles después.

Me pregunté por qué no me había dado la palabra «verde» cuando hablamos de las palabras de seguridad, pero entonces decidí que probablemente no había pensado que yo alguna vez querría que me presionara más o que me sentiría cómoda utilizándola.

—Me gusta —confesé—. Utilicémosla.

—¿De qué más hablasteis Christine y tú? —inquirió, en lugar de seguir con las palabras de seguridad.

—Me dio curiosidad oírla hablar de la relación de veinticuatro horas cada día de la semana que mantuvo con Paul durante un tiempo. Me pregunté cómo sería.

Él se cambió de postura detrás de mí.

—Sólo durante una semana o así —me apresuré a añadir—. No por un período muy largo o de forma indefinida.

Entonces contestó con cautela.

—Si en algún momento del futuro sigues queriendo explorar algo así, no me opondré a ampliar nuestros juegos del fin de semana. Pero sólo durante un período específico de tiempo y sólo cuando me puedas demostrar que eres capaz y estás dispuesta a darme la información necesaria.

—De acuerdo.

—No es algo en lo que yo esté especialmente interesado. Pero si tú quieres probarlo, lo haré por ti.

Estaba empezando a comprender los beneficios de comunicarle mis pensamientos.

—Gracias.

Me dio un beso en la cabeza.

—Casi me da miedo preguntar, pero ¿hay algo más?

—La escena de Paul y Christine. Nunca había pensado cómo se vería. Lo… —me detuve un momento—. Lo bonito que sería.

—¿Bonito?

—Mmmm —murmuré, resiguiendo el contorno de los dedos que tenía entrelazados con los míos—. La confianza. El control. El modo en que se enfrentaban y se equilibraban el uno al otro.

—Es casi abrumador.

—La forma en que él la miraba… —me callé.

—¿Sí?

—Pensar que tú pudieras contemplarme de esa forma.

Él me apoyó las manos en los hombros.

—Mírame.

Me di la vuelta sobre su regazo y lo miré a los ojos.

Y jadeé cuando vi la verdad de lo que me dijo a continuación.

—Ya lo hago —afirmó—. Siempre.