Capítulo 37

37

Hopetoun, 28 de agosto de 1950

En Hopetoun ya no quedaba gran cosa, salvo un largo embarcadero que todavía recordaba los días gloriosos en que el pueblo servía de puerto a los yacimientos de oro. Habían cerrado el puerto en 1936, unos años después de que Tom e Isabel se instalaran allí. Cecil, el hermano de Tom, apenas había sobrevivido un par de años a su padre, y cuando murió dejó suficiente dinero para comprar una granja en las afueras del pueblo. La finca era pequeña según los criterios del lugar, pero aun así bordeaba varios kilómetros de costa, y la casa estaba ubicada sobre una loma en la parte del interior, con vistas a la extensión de playa. Llevaban una vida tranquila. De vez en cuando iban al pueblo. Los mozos de labranza los ayudaban en la granja.

Hopetoun, situado en una amplia bahía seiscientos kilómetros al este de Partageuse, estaba suficientemente lejos como para que no se tropezaran con ningún conocido, pero lo bastante cerca para que los padres de Isabel pudieran trasladarse hasta allí por Navidad, en los años anteriores a su muerte. Tom y Ralph se escribían de vez en cuando: eran meros saludos, breves y sencillos, pero no por ello menos sinceros. Una de las hijas de Ralph y su familia se habían mudado a la casita del capitán después de morir Hilda, y cuidaban bien de él, aunque últimamente su salud se había debilitado. Cuando Bluey se casó con Kitty Kelly, Tom e Isabel le enviaron un regalo, pero no asistieron a la boda. Ninguno de los dos volvió nunca a Partageuse.

Y pasaron casi veinte años, que fluyeron como un tranquilo río campestre que va profundizando su lecho con el tiempo.

El reloj da la hora. Casi ha llegado el momento de partir. Ahora no se tarda nada en ir en coche al pueblo, con las calles asfaltadas. No es como cuando ellos llegaron. Tom se hace el nudo de la corbata, y un desconocido con el pelo entrecano le lanza una breve ojeada, y entonces recuerda que es él quien se refleja en el espejo. Ahora el traje le queda más holgado, y hay un hueco entre el cuello de la camisa y su cuello.

Por la ventana ve alzarse las olas, sacrificándose ellas solas en una ventisca de espuma, mar adentro. El océano nunca da ninguna muestra de que haya pasado el tiempo. El único sonido es el embate de los vendavales. Tras meter el sobre en el baúl, Tom cierra la tapa con solemnidad. Dentro de poco su contenido perderá todo significado, igual que el idioma olvidado de las trincheras, tan aprisionado en un tiempo determinado. Los años destiñen el sentido de las cosas hasta que lo único que queda es un pasado blanco como la nieve, desprovisto de sentimiento y significado.

El cáncer llevaba meses acabando su trabajo, mordisqueando los días de Isabel, y no quedaba nada que hacer salvo esperar. Tom se había pasado días enteros sentado junto a su cama, dándole la mano. «¿Te acuerdas de aquel gramófono?», le preguntaba, o «¿Qué habrá sido de la señora Mewett?». Y ella esbozaba una sonrisa. A veces Isabel tenía suficiente energía para decir: «No te olvides de podar», o «Cuéntame una historia, Tom. Cuéntame una historia con final feliz», y él le acariciaba la mejilla y susurraba: «Érase una vez una muchacha llamada Isabel, la muchacha más batalladora en muchos kilómetros a la redonda…». Y mientras le contaba la historia, le miraba las manchas que tenía en la mano, y se fijaba en que últimamente se le habían hinchado un poco los nudillos, y en que la alianza le bailaba alrededor del dedo.

Hacia el final, cuando Isabel ya no podía beber agua, Tom le daba la punta de un paño mojado para que la chupara, y le aplicaba lanolina en los labios para que no se le agrietaran. Le acariciaba el pelo, entreverado de plata, recogido en una gruesa trenza que descendía por su espalda. El enflaquecido pecho de Isabel subía y bajaba con la misma precariedad que el de Lucy cuando llegó a Janus: cada respiración era una lucha y un triunfo.

—¿Lamentas haberme conocido, Tom?

—Estaba destinado a conocerte desde que nací, Izz. Creo que fue para eso para lo que vine al mundo —contestó él, y la besó en la mejilla.

Tom recordó aquel primer beso, hacía ya décadas, en la playa, bajo una ventosa puesta de sol: el beso de una muchacha intrépida que sólo se dejaba guiar por su corazón. Recordó cómo había querido Isabel a Lucy, con un amor instantáneo, feroz e incuestionable; la clase de amor que, de haber sido otro el desenlace, le habría sido devuelto durante toda una vida.

Llevaba treinta años demostrándole su amor a Isabel, en todos sus actos, todos los días. Pero ya no iba a haber más días. Ya no podría seguir demostrándoselo, y esa urgencia lo incitó a decir:

—Izz, ¿hay algo que quieras preguntarme? ¿Hay algo que quieras que te diga? Lo que sea. Estas cosas no se me dan muy bien, pero si quieres preguntarme algo, te prometo que haré todo lo posible por contestarte.

Isabel esbozó una sonrisa.

—Entonces debes de creer que esto casi ha terminado, Tom. —Asintió levemente con la cabeza y le dio unas palmaditas en la mano. Él le sostuvo la mirada.

—O quizá signifique sólo que por fin estoy preparado para hablar.

—No pasa nada —repuso ella con voz débil—. Ya no necesito nada más.

Tom le acarició el pelo y la miró largamente a los ojos. Apoyó la frente en la de ella, y se quedaron quietos hasta que la respiración de Isabel cambió y se volvió más irregular.

—No quiero dejarte —dijo ella asiendo su mano—. Tengo tanto miedo, amor mío. Tanto miedo. ¿Y si Dios no me perdona?

—Dios te perdonó hace muchos años. Ya va siendo hora de que tú te perdones también.

—¡La carta! —dijo ella, nerviosa—. ¿Conservarás la carta?

—Sí, Izz, la conservaré. —Y el viento sacudió los cristales de las ventanas, como había hecho décadas atrás en Janus.

—No voy a decirte adiós, por si Dios me oye y cree que estoy preparada para irme.

Volvió a apretarle la mano; ya no tenía fuerzas para hablar. De vez en cuando abría los ojos, y Tom veía en ellos una chispa, una luz que se intensificaba a medida que su respiración se hacía más superficial y dificultosa, como si se le hubiera revelado un secreto y de pronto hubiera comprendido algo.

Y esa noche, mientras la luna menguante atravesaba unas nubes invernales, la respiración de Isabel cambió de aquella forma que Tom conocía tan bien, y cesó al fin.

Aunque tenían electricidad, dejó que el débil resplandor de la lámpara de queroseno le iluminara la cara: la luz de una llama era mucho más suave. Más amable. Permaneció toda la noche junto al cadáver, y esperó al alba para telefonear al médico. En vela, como en los viejos tiempos.

Mientras recorre el sendero, Tom arranca una rosa amarilla de uno de los rosales que plantó Isabel nada más mudarse allí. La flor desprende un perfume intenso que lo transporta casi dos décadas atrás, y se imagina a su esposa arrodillada en el arriate, apisonando la tierra con las manos alrededor del arbusto que acaba de plantar. «Por fin tenemos nuestra rosaleda, Tom», le había dicho. Era la primera vez que la veía sonreír desde que se marcharon de Partageuse, y conservaba esa imagen, vivida como una fotografía.

Después del funeral, unas pocas personas se congregan en el local social. Tom se queda todo el tiempo que exige la buena educación. Pero le gustaría que esas personas supieran realmente a quién están despidiendo: a la Isabel que él conoció en el embarcadero, llena de vida, audaz y traviesa. Su Izzy. Su otra mitad del cielo.

Dos días después del funeral, Tom estaba sentado, solo, en una casa vacía y silenciosa. Una columna de polvo elevándose hacia el cielo señalaba la llegada de un vehículo. Debía de ser algún mozo de labranza. Al acercarse el coche, Tom volvió a mirar. Era un modelo caro, nuevo, con matrícula de Perth.

El coche paró cerca de la casa, y Tom salió a la puerta. Una mujer se apeó del vehículo y se pasó una mano por el rubio cabello, recogido en la nuca. Miró alrededor y echó a andar despacio hacia el porche, donde él esperaba.

—Buenas tardes —dijo—. ¿Se ha perdido?

—Espero que no —repuso la mujer.

—¿Puedo ayudarla en algo?

—Busco la casa de los Sherbourne.

—Pues ya la ha encontrado. Soy Tom Sherbourne. —Se quedó esperando una aclaración.

—Entonces no me he perdido. —Esbozó una sonrisa vacilante.

—Lo siento —dijo Tom—, ha sido una semana complicada. ¿Se me ha olvidado algo? ¿Alguna cita?

—No, no tengo ninguna cita, pero he venido a verlo a usted. Y… —titubeó—. A la señora Sherbourne. Me han dicho que estaba muy enferma.

Al ver la confusión de Tom, la mujer dijo:

—Me llamo Lucy-Grace Rutherford. Mi apellido de soltera es Roennfeldt… —Volvió a sonreír—. Soy Lucy.

Tom la miró sin dar crédito a lo que veía.

—¿Lulu? La pequeña Lulu —dijo como si hablara para sí. No se movió de donde estaba.

La mujer se sonrojó.

—No sé cómo debo llamarlo. Ni a la señora Sherbourne. —De pronto la asaltó un pensamiento, y añadió—: Espero que a ella no le importe. Espero no haberlos importunado.

—Ella siempre confió en que vendrías.

—Espere. He traído algo para enseñarles —dijo, y volvió al coche.

Sacó un moisés del asiento delantero, y regresó con él; en su rostro se reflejaban la ternura y el orgullo.

—Éste es Christopher, mi hijito. Tiene tres meses.

Tom vio la cara de un niño que asomaba por debajo de una manta y lo recorrió un escalofrío: se parecía muchísimo a Lucy cuando era un bebé.

—A Izzy le habría encantado conocerlo. Tu visita habría significado mucho para ella.

—Oh, lo siento. ¿Cuándo…? —No terminó la pregunta.

—Hace una semana. El lunes fue el funeral.

—No lo sabía. Si prefiere que lo deje a solas…

Tom siguió contemplando el bebé un buen rato, y cuando por fin levantó la cabeza, tenía una sonrisa nostálgica en los labios.

—Pasa, por favor.

Tom llevó una bandeja con una tetera y tazas, mientras Lucy-Grace se quedaba contemplando el mar, con el bebé a su lado en el moisés.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó.

—¿Qué te parece si nos tomamos el té tranquilamente? —propuso Tom—. Y nos familiarizamos. —Suspiró—. Mi pequeña Lucy. Después de tantos años.

Se tomaron el té en silencio, escuchando el rugido del viento que entraba desde el mar y de vez en cuando apartaba una nube y dejaba que un rayo de sol atravesara el cristal y cayera sobre la alfombra. Lucy percibía los olores de la casa: madera vieja, humo de leña, cera para muebles. No se atrevía a mirar directamente a Tom, pero echó una ojeada a la habitación. Un icono de san Miguel; un jarrón con rosas amarillas. Una fotografía de Tom e Isabel el día de su boda, jóvenes, radiantes y llenos de esperanza. En los estantes había libros sobre navegación y faros, y sobre música; algunos, como el Atlas de las estrellas Brown, eran tan grandes que tenían que estar tumbados. Había un piano en un rincón, con un montoncito de partituras encima.

—¿Cómo te enteraste? —dijo Tom por fin—. De que Isabel estaba enferma.

—Me lo dijo mamá. Cuando escribiste a Ralph Addicott para decirle lo mal que estaba, él fue a ver a mi madre.

—¿A Partageuse?

—Ahora ella vuelve a vivir allí. Mi madre me llevó a Perth cuando yo tenía cinco años. Quería empezar de cero. No volvió a Partageuse hasta que entré en el cuerpo auxiliar de las Fuerzas Aéreas, en 1944. Después… bueno, se encontraba a gusto allí, con tía Gwen, en Bermondsey, la casa de mi abuelo. Tras la guerra yo me quedé en Perth.

—¿Y tu marido?

Lucy esbozó una sonrisa radiante.

—A Henry… lo conocí en las Fuerzas Aéreas. Es un hombre maravilloso. Nos casamos el año pasado. Soy una mujer muy afortunada. —Miró al horizonte y añadió—: He pensado mucho en vosotros, todos estos años. Me preguntaba cómo seríais. Pero hasta que no… —Hizo una pausa—. Bueno, cuando nació Christopher lo entendí: por qué hicisteis lo que hicisteis. Y por qué mi madre no pudo perdonaros. Yo mataría por mi hijo, no tengo ninguna duda.

Se alisó la falda.

—Recuerdo algunas cosas. O creo recordarlas; son como fragmentos de un sueño: el faro, por supuesto; la torre; y una especie de mirador que tenía alrededor. ¿Cómo se llama?

—El balcón.

—Recuerdo que me llevabas sobre los hombros. Y que tocaba el piano con Isabel. Y algo de unos pájaros en un árbol, y diciéndote adiós.

»Luego todo se vuelve muy confuso, y no recuerdo mucho más. Sólo la nueva vida en Perth, y el colegio. Pero sobre todo recuerdo el viento y el mar: eso lo llevo en la sangre. A mi madre no le gusta el agua. Nunca se baña en el mar. —Miró al bebé—. No he podido venir antes. Tuve que esperar a que mi madre… No sé, a que me diera permiso, supongo.

Mientras la observaba, Tom atisbaba vestigios en su cara. Pero no era fácil relacionar a la mujer con la niña. También le resultó difícil, al principio, encontrar dentro de sí mismo a aquel hombre más joven que tanto la había querido. Y sin embargo… todavía existía, en algún rincón, y de pronto lo asaltó un recuerdo claro como el agua de la aguda vocecilla de Lucy: «¡Cógeme en brazos, papi!».

—Isabel dejó algo para ti —dijo.

Fue al baúl, sacó el sobre y se lo dio a Lucy-Grace, que lo tuvo un momento en las manos antes de abrirlo.

Mi querida Lucy,

Ha pasado mucho tiempo. Muchísimo. Prometí que no me acercaría a ti, y he cumplido mi palabra, pese a lo difícil que ha sido.

Ahora ya no estoy aquí, y por eso tú estás leyendo esta carta. Y eso me alegra, porque significa que has venido a buscarnos. Nunca abandoné la esperanza de que vinieras.

En el baúl, junto a esta carta, hay algunas cosas de cuando eras pequeña: tu traje de bautizo, tu manta amarilla, algunos dibujos que hiciste. También hay cosas que hice para ti a lo largo de los años: ropa de casa y cosas así. Te lo he guardado, porque son cosas de esa parte perdida de tu vida. Por si venías a buscarla.

Ahora eres una mujer adulta. Espero que la vida se haya portado bien contigo. Espero que puedas perdonarme por haberte retenido. Y por haberte dejado marchar.

Piensa que nunca dejé de quererte.

Con todo mi amor.

Los pañuelos delicadamente bordados, las botitas de punto, el gorrito de raso: estaba lodo cuidadosamente doblado en el baúl, escondido bajo otras cosas de cuando Isabel era niña. Tom no sabía que Isabel las había conservado; se enteró entonces. Fragmentos de tiempo, retazos de una vida. Por último, Lucy-Grace desenrolló un rollo de papel atado con una cinta de raso. Era el mapa de Janus que Isabel había decorado mucho tiempo atrás: Playa del Naufragio, Cala Traicionera… La tinta no se había borrado. Tom sintió una punzada de dolor al recordar el día en que Isabel se lo había enseñado, y su consternación por haber infringido las normas. Y de pronto volvió a sentir un profundo amor por su esposa, y un profundo dolor por haberla perdido.

Mientras Lucy-Grace leía el mapa, una lágrima resbaló por su mejilla, y Tom le ofreció su pañuelo, pulcramente doblado. Ella se enjugó las lágrimas; se quedó un momento pensativa, y entonces dijo:

—Nunca tuve ocasión de daros las gracias. A ti y a… mamá, por salvarme y por cuidar tan bien de mí. Yo era muy pequeña… y luego ya era demasiado tarde.

—No tienes nada que agradecernos.

—Si estoy viva es gracias a vosotros dos.

El bebé rompió a llorar, y Lucy se agachó para cogerlo en brazos.

—Chsst, pequeñín. No pasa nada, ratoncito. —Lo meció un poco hasta que el niño dejó de llorar, y entonces se volvió hacia Tom—. ¿Quieres cogerlo en brazos?

—Ya no tengo mucha práctica —vaciló él.

—Cógelo —insistió ella, y le puso al bebé en los brazos.

—Qué niño tan guapo —dijo Tom, sonriente—. Eres igual que tu mamá cuando era pequeña. La misma naricita, los mismos ojos azules.

El pequeño lo miró con seriedad, y Tom se sintió invadido por sensaciones que creía olvidadas.

—A Izzy le habría encantado conocerte. —Se formó una burbuja de saliva en los labios del bebé, y Tom vio el arcoíris que la luz del sol dibujó en ella—. Izzy te habría adorado —añadió con la voz quebrada.

Lucy-Grace miró la hora en su reloj.

—Creo que tengo que marcharme. Hoy voy a dormir en Ravensthorpe. No quiero conducir de noche. Habrá canguros en la carretera.

—Claro. —Tom señaló el baúl—. ¿Te ayudo a poner esas cosas en el coche? Bueno, si es que quieres llevártelas. Si no, lo entenderé.

—No, no quiero llevármelas —dijo ella, y al ver que el rostro de Tom se ensombrecía, sonrió y agregó—: Porque así tendremos una excusa para volver. Pronto, espero.

El sol no es más que una fina rodaja que titila sobre las olas cuando Tom se sienta en la vieja tumbona del porche. A su lado, en la butaca de Isabel, están los cojines que ella misma hizo, con estrellas y una luna creciente bordados. El viento ha amainado, y unas nubes con fisuras naranja intenso se acumulan en el horizonte. Un puntito de luz atraviesa la penumbra: el faro de Hopetoun. Ahora es automático; ya no hacen falta fareros desde que cerró el puerto. Tom piensa en Janus, en el faro al que tanto tiempo dedicó; sus destellos todavía viajan en la oscuridad, allá lejos, hacia los confines del universo.

Todavía nota en los brazos el escaso peso del bebé de Lucy, y esa sensación desentraña el recuerdo físico de sostener a Lucy del mismo modo, y antes de eso, de tener brevemente en brazos a su hijo muerto. Qué diferentes habrían sido muchas vidas si ese niño hubiera sobrevivido. Musita este pensamiento largo rato, y luego suspira. De nada sirve pensarlo. Una vez que echas a andar por ese camino, no tiene fin. Él ha vivido la vida que ha vivido. Ha amado a la mujer que ha amado. Nadie ha recorrido ni recorrerá nunca el mismo camino en este mundo, y Tom lo acepta. Todavía echa de menos a Isabel: su sonrisa, la suavidad de su piel. Las lágrimas que ha reprimido delante de Lucy resbalan ahora por sus mejillas.

Gira la cabeza y ve la luna llena, que aparece poco a poco en el cielo como un contrapeso en ese otro horizonte, alzada por el sol poniente. Todo fin es el inicio de algo más. El pequeño Christopher ha nacido en un mundo que Tom jamás habría imaginado. Quizá ese niño no tenga que vivir una guerra. Lucy-Grace también pertenece a un futuro que Tom sólo puede intuir. Si ella quiere a su hijo la mitad de lo que Isabel la quiso, el niño tiene todas las de ganar.

Todavía quedan días por vivir. Y Tom sabe que al hombre que inicia ese viaje le han dado forma todos los días y todas las personas que ha ido encontrando por el camino. Las cicatrices no son sino otra clase de recuerdos. Isabel forma parte de él, lo acompaña esté donde esté, igual que la guerra, el faro y el océano. Pronto los días se cerrarán sobre sus vidas, crecerá la hierba sobre sus tumbas, hasta que su historia no sea más que una lápida que nadie visita.

El océano va rindiéndose a la noche, y Tom sabe que la luz volverá a aparecer.