Capítulo 36

36

El sol pendía sobre el horizonte mientras Tom esperaba de pie al final del embarcadero de Partageuse. Vio a Hannah, que se acercaba despacio. Habían pasado seis meses desde la última vez que la vio, y parecía muy cambiada: la cara más redondeada, más relajada.

Cuando Hannah habló, lo hizo con voz serena:

—¿Y bien?

—Quería decirle que lo siento. Y darle las gracias por lo que hizo.

—No quiero que me dé las gracias.

—Si no hubiera hablado en nuestro favor, habría pasado mucho más de tres meses en la cárcel de Bunbury. —Tom articuló esas últimas palabras con dificultad, como si la vergüenza volviera pegajosas las sílabas—. Y la suspensión condicional de la sentencia de Isabel… dice mi abogado que eso fue sobre todo gracias a usted.

—Encerrarla en la cárcel no habría arreglado nada —dijo Hannah mirando la lejanía—. Como tampoco que usted cumpliera años de condena. Lo hecho, hecho está.

—De todos modos, no debió de ser una decisión fácil para usted.

—La primera vez que lo vi fue porque vino a salvarme. Yo era una desconocida, y usted no me debía nada. Supongo que eso tuvo cierto peso a la hora de decidirme. Y sé que si usted no hubiera encontrado a mi hija, ella habría muerto. Eso también intenté recordarlo. —Hizo una pausa—. No los perdono, ni a usted ni a su mujer. Que te mientan así… Pero no voy a dejar que el pasado me hunda. Mire lo que le pasó a Frank precisamente por eso, porque la gente se dejó aplastar por el pasado. —Se interrumpió y se quedó un momento dándole vueltas a su alianza—. Y lo irónico del asunto es que Frank habría sido el primero en perdonarlos. Habría sido el primero en salir en su defensa. En defensa de las personas que cometen errores.

»Era la única manera que tenía de rendirle homenaje: hacer lo que él habría hecho. —Lo miró con los ojos empañados—. Yo amaba a mi marido.

Se quedaron callados mirando el agua.

—Nunca podremos devolverle los años que perdió con Lucy —dijo Tom finalmente—. Es una niña preciosa. —La expresión de Hannah le hizo añadir—: Le prometo que no volveremos a acercarnos a ella.

Las palabras que pronunció a continuación se le atascaron en la garganta, y tuvo que volver a empezar:

—No tengo derecho a pedirle nada. Pero si un día, quizá cuando Lucy sea mayor, se acuerda de nosotros y pregunta algo… si puede usted, dígale que la queríamos. Aunque no tuviéramos derecho a quererla.

Hannah se quedó pensativa.

—Su cumpleaños es el 18 de febrero. Usted no lo sabía, ¿verdad?

—No —contestó Tom con voz queda.

—Y cuando nació llevaba dos vueltas de cordón alrededor del cuello. Y Frank… Frank le cantaba para dormirla. ¿Lo ve? Hay cosas de ella que yo sé y usted no.

—Sí.

—Los culpo a usted y a su mujer. Por supuesto que los culpo. —Lo miró a los ojos—. Me daba mucho miedo que mi hija nunca me quisiera.

—Todos los niños quieren a sus madres.

Hannah desvió la mirada hacia un bote que golpeaba el embarcadero con cada ola, y arrugó la frente.

—Aquí nadie menciona cómo fue que Frank y Grace acabaron metiéndose en aquel bote. Nadie ha pedido perdón. Ni siquiera a mi padre le gusta hablar de ello. Al menos usted ha dicho que lo siente. Y ha pagado por lo que le hizo. —Tras una pausa, añadió—: ¿Dónde vive ahora?

—En Albany. Ralph Addicott me ayudó a encontrar trabajo en el puerto cuando salí, hace tres meses. Así puedo estar más cerca de mi mujer. Los médicos dijeron que necesitaba tranquilidad absoluta. De momento está mejor en la clínica de reposo, donde recibe toda la atención que precisa. —Carraspeó—. No la entretengo más. Espero que tengan suerte en la vida, usted y Lu… Grace.

—Adiós —dijo Hannah, y echó a andar por el embarcadero.

La puesta de sol bañaba en oro las hojas de los árboles del caucho mientras Hannah subía hasta la casa de su padre por el camino.

—Este cerdito se quedó en casa… —recitaba Septimus, meneándole un dedito del pie a su nieta, que estaba sentada sobre su rodilla en el porche—. Mira quién ha llegado, Lucy-Grace.

—¡Mami! ¿Adónde has ido?

A Hannah volvió a sorprenderla ver en su hija la sonrisa de Frank, los ojos de Frank, su pelo rubio.

—A lo mejor te lo digo algún día, cariño mío —respondió, y le dio un beso—. ¿Nos vamos a casa?

—¿Mañana podremos venir a casa del abuelito?

Septimus rió.

—Puedes venir a ver al abuelito cuando quieras, princesa. Siempre que quieras.

El doctor Sumpton tenía razón: con el tiempo, la niña había ido acostumbrándose a su nueva vida. Hannah extendió los brazos y esperó a que su hija fuera hasta ella para auparla. Su padre sonrió.

—Así me gusta, pequeña. Así me gusta.

—Vamos, cariño —dijo Hannah.

—Quiero ir andando.

Hannah la bajó al suelo, la niña se dejó coger de la mano y salieron por la cancela a la calle. Hannah iba despacio, para que Lucy-Grace pudiera seguirle el ritmo.

—¿Has visto esa cucaburra? —preguntó—. Parece que sonría, ¿verdad?

La niña no le hizo mucho caso, hasta que al acercarse más al pájaro éste soltó una carcajada que recordaba el sonido de una ametralladora. Se paró, asombrada, y se quedó mirando aquel pájaro que nunca había visto tan de cerca. La cucaburra volvió a hacer aquel ruido tan estridente.

—Se ríe. Debes de caerle bien —comentó Hannah—. O a lo mejor es que va a llover. Las cucaburras siempre ríen cuando se acercan lluvias. ¿Sabes hacer ese ruido? Mira, es así. —E imitó con bastante habilidad el canto del pájaro; su madre le había enseñado a hacerlo años atrás—. A ver, pruébalo tú.

La niña no logró imitar aquel canto tan complicado.

—Yo seré una gaviota —dijo, e imitó a la perfección el estridente graznido del pájaro que mejor conocía—. Ahora tú —la retó, y Hannah rió de sus fallidos intentos.

—Tendrás que enseñarme, corazón. —Y siguieron caminando juntas.

En el embarcadero, Tom recuerda la primera vez que vio Partageuse. Y la última. Fitzgerald y Knuckey habían desmontado los cargos y el melodrama de Spragg. El abogado había demostrado con elocuencia que la acusación de robo de menor no se sostenía y que, por lo tanto, todas las otras acusaciones debían descartarse también. La declaración de culpable del resto de cargos administrativos, que no se juzgaban en Albany sino en Partageuse, habría podido acarrearle a Tom un castigo muy severo, de no ser porque Hannah habló en su favor, pidiendo clemencia. Y la cárcel de Bunbury, a mitad de camino de Perth, resultó más llevadera que las de Fremantle o Albany.

Ahora, mientras el sol se disuelve en el agua, Tom percibe un impulso acuciante. Meses después de abandonar Janus, sus piernas todavía se preparan para subir los cientos de peldaños de la escalera y encender el faro. Pero se sienta al final del embarcadero y se queda mirando las últimas gaviotas posadas en las cantarinas aguas del mar.

Piensa que el mundo ha seguido adelante sin él, que tantas historias han seguido desarrollándose tanto si él estaba allí para verlas como si no. Lucy ya debe de estar acostada. Imagina su cara, demudada por el sueño. Se pregunta cómo será ahora, y si sueña con su vida en Janus; si añora su faro. Piensa también en Isabel, acostada en su camita de hierro de la casa de reposo, llorando por su hija y por la vida que ha perdido.

El tiempo se la devolverá, le promete él. Se lo promete a sí mismo. Isabel se curará.

El tren de Albany sale dentro de una hora. Esperará a que oscurezca para atravesar el pueblo y volver a la estación.

Unas semanas más tarde, Tom e Isabel estaban sentados en el jardín de la casa de reposo de Albany, cada uno en un extremo del banco de hierro forjado. Las zinnias rosa, que ya habían pasado su mejor momento, lucían desgreñadas y con manchas marrones. Los caracoles habían empezado a atacar las hojas de los ásteres, y el viento del sur arrastraba sus pétalos.

—Al menos has empezado a engordar, Tom. Cuando volví a verte tenías un aspecto horrible. ¿Te las arreglas bien? —Isabel hablaba con un deje de preocupación, aunque distante.

—No padezcas por mí. Ahora tenemos que concentrarnos en ti. —Un grillo se instaló en uno de los brazos del banco y empezó a chirriar—. Dicen que puedes marcharte cuando quieras, Izz.

Ella agachó la cabeza y se puso un mechón de cabello detrás de la oreja.

—No hay vuelta atrás, Tom. No hay forma de cambiar lo que ocurrió, de borrar todo lo que hemos pasado —dijo. Él la miró con fijeza, pero ella esquivó su mirada y murmuró—: Además, ¿qué nos queda?

—¿Qué nos queda de qué?

—De lo que sea. ¿Qué queda de nuestra vida?

—No puedo volver a los Faros, si te refieres a eso.

Isabel suspiró.

—No, no me refiero a eso, Tom. —Arrancó un poco de madreselva del muro de piedra que tenía detrás y la examinó. Mientras troceaba una hoja, y luego otra, los trocitos iban cayendo sobre su falda formando un mosaico irregular—. Perder a Lucy… ha sido como si me amputaran algo. Ojalá encontrara palabras para explicarlo.

—Las palabras no importan. —Tom le ofreció una mano, pero ella no se la cogió.

—Dime que sientes lo mismo que yo —dijo.

—¿Acaso eso hará que te sientas mejor, Izz?

Isabel apiló los trocitos de hoja.

—Ni siquiera entiendes de qué te hablo, ¿verdad?

Tom frunció el entrecejo, incómodo, y ella desvió la vista hacia una gran nube blanca que amenazaba con tapar el sol.

—No es fácil conocerte —declaró Isabel—. A veces, vivir contigo era una tarea muy solitaria.

—¿Qué quieres que diga a eso, Izzy? —repuso él tras una pausa.

—Quería que fuéramos felices. Los tres. Lucy consiguió meterse dentro de ti. Fue como si te hubiera abierto el corazón, y era maravilloso verlo. —Hubo un largo silencio, y entonces la expresión de Isabel cambió con la llegada de un recuerdo—. Tanto tiempo, y yo sin saber lo que habías hecho. Que cada vez que me tocabas, cada vez que… No tenía ni idea de que guardaras secretos.

—Intenté hablar contigo, Izz, pero tú no me dejaste.

Ella se levantó, y los trocitos de hoja cayeron al suelo en espirales.

—Quería hacerte daño, Tom, como tú me lo habías hecho a mí. ¿No te das cuenta? Quería vengarme. ¿No tienes nada que decir a eso?

—Ya lo sé, cariño mío. Ya lo sé. Pero eso ya es agua pasada.

—¿Cómo? ¿Me perdonas, sin más? ¿Como si nada?

—¿Qué quieres que haga? Eres mi esposa, Isabel.

—Lo que quieres decir es que estás atado a mí…

—Lo que quiero decir es que prometí pasar mi vida contigo. Y todavía quiero pasar mi vida contigo. Izz, he aprendido a base de golpes que para aspirar a tener un futuro tienes que abandonar toda esperanza de cambiar tu pasado.

Ella se volvió y arrancó un poco más de madreselva.

—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vida nos espera? No puedo vivir a tu lado reprochándote constantemente lo que hiciste. Y avergonzándome de mí misma.

—No, amor mío, no puedes.

—Todo se ha roto. Jamás podremos arreglarlo.

Tom puso una mano sobre las suyas.

—Hemos arreglado las cosas lo mejor que hemos podido. Es lo único que podemos hacer. Ahora tenemos que aceptar la realidad y seguir viviendo.

Isabel se levantó y echó a andar por el sendero que discurría junto a la extensión de hierba; Tom se quedó sentado en el banco. Tras dar toda una vuelta al jardín, ella regresó a su lado y dijo:

—No puedo volver a Partageuse. Ya no tengo nada que me ate allí. —Negó con la cabeza y contempló el avance de aquella nube—. Ya no sé cuál es mi sitio.

Tom se levantó y la cogió del brazo.

—Tu sitio está a mi lado, Izz. No importa dónde estemos.

—¿Es eso cierto, Tom? ¿Todavía?

Tenía el ramito de madreselva en la mano y lo acariciaba distraídamente. Él arrancó una flor de un blanco cremoso.

—Cuando éramos pequeños nos las comíamos —dijo—. ¿Vosotros también?

—¿Os las comíais?

Tom mordió el estrecho pedúnculo de la flor y succionó una gota de néctar.

—El sabor sólo dura un segundo. Pero merece la pena. —Cogió otra flor y se la acercó a Isabel a los labios para que la mordiera.