35
Cuando llueve en Partageuse, las nubes arrojan agua con fuerza y empapan el pueblo hasta los cimientos. Milenios de diluvios así han originado la aparición de los bosques en el suelo limoso. El cielo se oscurece y la temperatura desciende en picado. Unos cauces enormes atraviesan los caminos sin asfaltar, y las riadas los hacen intransitables para los automóviles. Los ríos se aceleran al oler por fin el mar, del que se separaron hace tanto tiempo. Nada los detendrá en su carrera por volver a él, por volver a casa.
El pueblo se detiene. Los últimos caballos, tristes, esperan enganchados a sus carros mientras la lluvia gotea por sus anteojeras y rebota en los automóviles que cada vez más los superan en número. Hay gente de pie bajo los anchos porches de las tiendas de la calle principal, cruzada de brazos y con una mueca de derrota en los labios. Al fondo del patio de la escuela, un par de gamberros meten los pies en los charcos. Las mujeres miran exasperadas la ropa que no han retirado de las cuerdas de tender, y los gatos se escabullen por el umbral más cercano que encuentran, expresando con maullidos su repulsa. El agua baja como un torrente por el monumento a los caídos, cuyas letras doradas están desgastadas. Salta del tejado de la iglesia, sale por la boca de una gárgola y cae sobre la nueva tumba de Frank Roennfeldt. La lluvia transforma a los vivos y a los muertos, sin preferencias.
«Lucy no tendrá miedo». También a Tom se le ocurre pensar eso. Recuerda la sensación que lo invadía, aquel extraño estremecimiento de admiración, cuando la niña le hacía frente al relámpago y reía. «¡Haz que explote, papi!», gritaba, y esperaba a que se oyera el trueno.
—¡Maldita sea! —exclamó Vernon Knuckey—. Ya tenemos otra maldita gotera.
El torrente de agua que descendía por la loma y caía sobre la comisaría era algo más que una gotera. El agua entraba a chorro por la parte trasera del edificio, más hundida que la parte delantera. Al cabo de pocas horas, en el suelo del calabozo de Tom había quince centímetros de agua, que entraba por arriba y por abajo. La araña había abandonado su telaraña y había ido en busca de un lugar más seguro.
Knuckey apareció con las llaves en la mano.
—Hoy es su día de suerte, Sherbourne. —Tom no entendió qué quería decir—. Suele pasar cuando llueve tanto. El techo de esta parte tiende a derrumbarse. En Perth siempre nos prometen que lo repararán, pero se limitan a enviarnos a un tipo que lo enmasilla con un poco de harina mezclada con agua, por lo que veo. Eso sí, se molestan un poco si los prisioneros se nos van al otro barrio antes del juicio. Será mejor que venga a la parte delantera. Hasta que se vacíe el calabozo. —Dejó la llave un momento en la cerradura, sin hacerla girar—. No va a hacer ninguna estupidez, ¿verdad que no?
Tom lo miró a los ojos y no dijo nada.
—Está bien. Puede salir.
Tom siguió a Knuckey hasta el despacho de la parte delantera, donde el sargento le ató una esposa a la muñeca y la otra a una tubería vista.
—No creo que vayamos a «inundarnos» de clientes mientras dure esto —le dijo a Harry Garstone. Rió entre dientes de su propio chiste—. ¡Chúpate ésa, Mo McCackie!
Sólo se oía la lluvia, que caía con gran estrépito, convirtiendo todas las superficies en un tambor o un címbalo. El viento había cesado, y fuera el agua era lo único que se movía. Garstone cogió una mopa y unas toallas e intentó poner remedio al estropicio del interior.
Tom se quedó sentado mirando la calle por la ventana, imaginándose cómo sería la vista desde el balcón del faro de Janus en ese momento: con la repentina inversión térmica, el farero tendría la impresión de estar en una nube. Observó el avance de las agujas del reloj por la esfera; se movían como si tuvieran todo el tiempo del mundo por delante.
Entonces algo le llamó la atención. Una pequeña figura caminaba hacia la comisaría. Iba sin chubasquero ni paraguas, con los brazos cruzados, y se inclinaba hacia delante como si se apoyara en la lluvia. Reconoció la silueta al instante. Unos momentos más tarde, Isabel abrió la puerta. Mirando al frente, se dirigió hacia el mostrador, donde Harry Garstone, desnudo de cintura para arriba, intentaba recoger un charco con la mopa.
—Necesito… —empezó Isabel. Garstone se volvió para ver quién le hablaba—. Necesito hablar con el sargento Knuckey…
El aturullado agente, ataviado de aquella guisa y con la mopa en la mano, se puso colorado. Desvió la mirada hacia Tom; Isabel siguió la dirección de su mirada y dio un grito de asombro.
Tom se puso en pie de un brinco, pero no pudo separarse de la pared. Le tendió una mano a Isabel mientras ella escudriñaba su rostro, aterrorizada.
—¡Izzy! ¡Izzy, amor mío! —Estiró un brazo forzando al máximo las esposas.
Isabel permaneció inmóvil, paralizada por el miedo, el arrepentimiento y la vergüenza, sin atreverse a moverse. De pronto, el pánico la venció; se dio media vuelta para salir de nuevo a la calle.
Al verla, fue como si el cuerpo de Tom hubiera vuelto a la vida. No soportaba pensar que ella pudiera volver a desaparecer. Tiró otra vez de las esposas metálicas, con tanta fuerza que arrancó la tubería de la pared. Un chorro de agua salió disparado hacia arriba.
—¡Tom! —dijo Isabel, sollozando, cuando él la abrazó—. ¡Ay, Tom! —Le temblaba todo el cuerpo, pese a la fuerza con que él la sujetaba—. Tengo que contárselo. Tengo que…
—Chsst, Izzy, chsst, tranquila, cariño. No pasa nada.
El sargento Knuckey salió en ese momento de su despacho.
—Garstone, ¿qué demonios…? —Se interrumpió al ver a Isabel en los brazos de Tom, y a ambos empapados por el chorro que salía de la tubería.
—¡Es mentira, señor Knuckey, es todo mentira! —gritó Isabel—. Frank Roennfeldt estaba muerto cuando apareció el bote. Fue idea mía que nos quedáramos a Lucy. Impedí que mi marido informara de la aparición del bote. Fue culpa mía. —Tom la abrazaba con fuerza, besándole la coronilla.
—Chsst, Izzy. Déjalo estar. —Se apartó de ella, la agarró por los hombros y se inclinó para mirarla a los ojos—. Tranquila, cariño. No digas nada más.
Knuckey negó lentamente con la cabeza.
Garstone se había puesto la chaqueta precipitadamente y se pasaba la mano por el pelo tratando de alisárselo.
—¿Quiere que la detenga, señor?
—Haga el favor de usar la cabeza por una vez en la vida, agente. ¡Dese prisa y arregle esa maldita tubería antes de que nos ahoguemos todos! —Knuckey se volvió hacia la pareja, que se miraba fijamente y cuyo silencio era un lenguaje en sí mismo—. Y en cuanto a ustedes dos, será mejor que me acompañen a mi despacho.
Vergüenza. A Hannah la sorprendió sentir más vergüenza que rabia cuando el sargento Knuckey fue a verla para darle la noticia de la revelación de Isabel Sherbourne. Le ardía la cara al recordar la visita que le había hecho el día anterior, y el acuerdo al que había llegado con ella.
—¿Cuándo? ¿Cuándo le ha dicho eso? —quiso saber.
—Ayer.
—¿Ayer a qué hora?
A Knuckey lo sorprendió la pregunta. ¿Qué más daba? ¿Para qué quería saberlo?
—Sobre las cinco —respondió.
—Entonces fue después de… —Su voz se apagó antes de acabar la frase.
—¿Después de qué?
Hannah se ruborizó aún más, humillada al pensar que Isabel había rechazado su sacrificio, y disgustada por saber que le había mentido.
—Nada.
—He pensado que querría saberlo.
—Sí, por supuesto…
No estaba concentrada en lo que le decía el policía, sino en el cristal de una ventana. Estaba sucio; había que limpiarlo. Había que limpiar toda la casa; hacía semanas que apenas la tocaba. Sus pensamientos treparon por aquel enrejado familiar de tareas domésticas, manteniéndola en terreno seguro, hasta que consiguió poner orden en su cabeza.
—Y… ¿dónde está ahora?
—Está en libertad bajo fianza, en casa de sus padres.
Hannah se arrancó un pellejo del pulgar.
—¿Qué le pasará?
—Se enfrentará a un juicio junto con su marido.
—Mentía, desde el principio… Me hizo creer… —Negó con la cabeza, distraída con otro pensamiento.
Knuckey inspiró hondo.
—Un asunto muy extraño. Isabel Graysmark era una joven decente hasta que se marchó a Janus. La vida en esa isla no le hizo ningún bien. Creo que no le hace bien a nadie. Al fin y al cabo, Sherbourne consiguió el puesto porque Trimble Docherty se suicidó.
Hannah no sabía cómo formular la pregunta que tenía en mente.
—¿Cuánto tiempo pasarán en la cárcel?
—El resto de sus vidas —contestó Knuckey mirándola a los ojos.
—¿El resto de sus vidas?
—No me refiero a la condena. Pero esos dos nunca volverán a ser libres. Nunca se librarán de lo que ha pasado.
—Yo tampoco, sargento.
Knuckey la evaluó con la mirada y decidió arriesgarse.
—Mire, a nadie lo condecoran con la Cruz Militar por ser un cobarde. Ni le dan una Barra, además, a menos que… bueno, a menos que salvara muchas vidas en su bando poniendo en peligro la suya propia. Creo que Tom Sherbourne es un hombre honrado. Incluso me atrevería a afirmar que es un buen hombre, señora Roennfeldt. E Isabel es una buena chica. Tuvo tres abortos en la isla, sin nadie que la ayudara. Uno no soporta las cosas que han tenido que soportar ellos dos sin quedar afectado.
Hannah lo miró, con las manos quietas, en espera de saber adónde quería llegar.
—Es lamentable ver a un hombre como él en la situación en que se encuentra. Por no mencionar a su mujer.
—¿Qué quiere decir?
—No le estoy diciendo nada que usted no vaya a pensar dentro de unos años. Pero entonces ya será demasiado tarde.
Hannah ladeó un poco la cabeza, como si así fuera a entenderlo mejor.
—Lo único que le pregunto es si eso es realmente lo que usted quiere. Un juicio. La cárcel. Ya ha recuperado a su hija. Tendría que haber alguna otra forma de…
—¿Alguna otra forma?
—Spragg perderá el interés ahora que no puede acusar a Sherbourne de asesinato. Mientras éste siga siendo un caso a resolver en Partageuse, tengo cierta libertad de acción. Y quizá podría convencer al capitán Hasluck para que interceda por él ante el Departamento de Puertos y Faros. Y si también usted pudiera defenderlo, pedir clemencia…
Hannah volvió a ponerse colorada, y se levantó de golpe. Las palabras que habían ido acumulándose durante semanas, durante años, palabras cuya existencia la propia Hannah ignoraba, salieron en tropel:
—¡Estoy harta! ¡Estoy harta de que me manipulen, de que los caprichos de otros me arruinen la vida! ¡Usted no tiene ni idea de lo que es estar en mi situación, sargento Knuckey! ¿Cómo se atreve a venir a mi casa y proponerme algo así? ¡¿Cómo se atreve?!
—No era mi intención…
—¡Déjeme acabar! Estoy harta, ¿me entiende? —continuó Hannah a voz en grito—. ¡Nadie volverá a decirme cómo tengo que vivir mi vida! Primero mi padre diciéndome con quién puedo casarme y con quién no, luego el pueblo entero atacando a Frank como una banda de salvajes. Luego Gwen intenta convencerme para que le devuelva a Grace a Isabel Graysmark, ¡y me convence! ¡Me convence! No ponga esa cara: usted no se entera de todo lo que pasa aquí.
»¡Y ahora resulta que esa mujer tuvo la desfachatez de mentirme! ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a decirme, a proponerme siquiera, que debería, una vez más, poner los intereses de otros por delante de los míos? —Se enderezó—. ¡Fuera de mi casa! ¡Ahora mismo! ¡Largo! ¡Antes de que… —cogió lo primero que encontró, un jarrón de cristal tallado— le tire esto por la cabeza!
Knuckey tardó demasiado en levantarse; el jarrón le dio en el hombro, rebotó y se estrelló contra el zócalo.
Hannah paró de chillar; no sabía si estaba imaginándose lo que acababa de hacer. Se quedó mirando al policía, esperando alguna señal.
Knuckey se quedó inmóvil. La brisa agitó una cortina. Una gruesa moscarda zumbaba contra la mosquitera. Un último fragmento de cristal produjo un ruidito al sucumbir por fin a la gravedad.
Tras un largo silencio, Knuckey dijo:
—¿Se siente mejor ahora?
Hannah todavía tenía la boca abierta. Jamás le había pegado a nadie. Rara vez levantaba la voz. Y, desde luego, nunca le había hecho lo uno ni lo otro a un agente de policía.
—Me han lanzado cosas peores.
—Le ruego que me perdone. —Hannah bajó la vista.
El policía se agachó para recoger los trozos más grandes de cristal y los puso encima de la mesa.
—No vaya a ser que la niña se corte un pie.
—Su abuelo la ha llevado al río —masculló Hannah. Mirando de soslayo los cristales, añadió—: No suelo… —Pero no terminó la frase.
—No puede más, ya lo sé. Suerte que me lo ha lanzado a mí y no al sargento Spragg. —Esa idea le arrancó una sonrisa.
—No debería haberle hablado así.
—A veces la gente habla así. Gente que ha tenido que lidiar con menos que usted. No siempre controlamos plenamente nuestros actos. Si lo hiciéramos, me quedaría sin trabajo. —Recogió su gorra—. La dejo en paz para que piense. Pero no nos queda mucho tiempo. En cuanto llegue el juez y los envíe a Albany, yo ya no podré hacer nada.
Y salió de la casa. Fuera, el sol caía a plomo y consumía las últimas nubes que quedaban en el este.
Hannah cogió la escoba y el recogedor; su cuerpo se movía de forma mecánica. Barrió los fragmentos de cristal, vigilando que no quedara ninguna esquirla, llevó el recogedor a la cocina y lo vació sobre un periódico viejo. Envolvió los cristales y los llevó fuera, al cubo de basura. Pensó en la historia de Abraham e Isaac: Dios puso a prueba a Abraham, quiso comprobar si estaba dispuesto a entregar lo que más amaba en el mundo. Hasta que Abraham no levantó el cuchillo por encima del cuello del niño, Dios no lo dirigió hacia un sacrificio menor. Ella todavía tenía a su hija. Se disponía a entrar cuando se fijó en el grosellero, y recordó aquel día terrible tras el regreso de Grace, cuando su hija se había escondido detrás de él. Se arrodilló en la hierba y estalló en sollozos, y entonces recordó una conversación que había tenido con Frank.
—Pero ¿cómo? ¿Cómo puedes superar estas cosas, cariño? —le había preguntado ella—. A pesar de todo lo que has sufrido, siempre estás contento. ¿Cómo lo haces?
—Es una decisión voluntaria —contestó él—. Podría pudrirme en el pasado, pasarme la vida odiando a la gente por lo que pasó, como hizo mi padre, o perdonar y olvidar.
—Pero no es tan fácil.
Frank esbozó su encantadora sonrisa.
—No, tesoro mío, pero es mucho menos agotador. Sólo tienes que perdonar una vez. Para estar contrariado tienes que hacerlo todo el día, todos los días. Tienes que recordar constantemente todo lo malo. —Rió e hizo como si se secara el sudor de la frente—. Tendría que redactar una lista, una lista muy larga, y asegurarme de que odiaba lo suficiente a las personas que aparecían en ella. Y que odiaba debidamente: ¡muy teutónico! No —añadió con más sobriedad—, siempre podemos elegir. Todos podemos elegir.
Hannah se tumbó boca abajo en la hierba y notó cómo la fuerza del sol minaba la suya. Agotada, apenas consciente de las abejas y del perfume de los dientes de león que tenía alrededor, apenas consciente de los vinagrillos bajo sus dedos, entre la hierba más crecida, acabó quedándose dormida.
Al día siguiente, pese a que en el calabozo ya no hay agua, Tom todavía siente el tacto de la piel mojada de Isabel. Tiene la ropa seca y su encuentro con ella es sólo un recuerdo; quiere que sea real y que sea una ilusión, ambas cosas a la vez. Si es real, su Izzy ha vuelto junto a él, y sus oraciones han sido atendidas. Si es una ilusión, Isabel todavía está a salvo de ir a la cárcel. El alivio y el miedo se mezclan en sus tripas, y se pregunta si algún día volverá a tener a su mujer entre sus brazos.
Violet Graysmark llora en su cama.
—Ay, Bill. No sé qué pensar ni qué hacer. Nuestra hijita podría ir a la cárcel. Qué pena me da.
—Lo superaremos, querida. Y ella también lo superará, de una forma o de otra. —No menciona la conversación que ha mantenido con Vernon Knuckey. No quiere que su esposa se haga ilusiones. Pero todavía existe una pequeña posibilidad.
Isabel está sentada bajo la jacarandá, sola. El dolor que siente por Lucy es más fuerte que nunca: es un dolor no localizado y sin cura. Deshacerse de la carga de la mentira ha significado abandonar la libertad del sueño. El dolor reflejado en la cara de su madre, la pena en los ojos de su padre, la angustia de Lucy, el recuerdo de Tom, esposado: intenta rechazar el ejército de imágenes, e imagina cómo será la cárcel. Al final ya no le quedan fuerzas. No le queda espíritu de lucha. Su vida se reduce a una serie de fragmentos que nunca podrá volver a juntar. Su mente se derrumba bajo su peso, y sus pensamientos descienden por un pozo negro y profundo, donde la vergüenza, la pérdida y el miedo empiezan a ahogarla.
Septimus y su nieta miran los barcos desde la orilla del río.
—¿Sabes quién era una excelente marinera? Mi Hannah. Cuando era pequeña. Cuando era pequeña todo se le daba bien. Era más lista que el hambre. Me obligaba a estar siempre alerta, como tú. —Le alborotó el pelo—. ¡Mi pequeña Grace!
—¡Me llamo Lucy! —insiste ella.
—El día que naciste te pusieron Grace.
—Pero yo quiero llamarme Lucy.
La mira de arriba abajo, midiéndola.
—Mira, vamos a hacer un trato. Ni tú ni yo: te llamaré Lucy-Grace. ¿De acuerdo?
Hannah se despertó de su sueño sobre la hierba cuando una sombra le tapó la cara. Abrió los ojos y encontró a Grace de pie a escasa distancia, mirándola fijamente. Hannah se incorporó y se arregló el cabello, desorientada.
—Ya te he dicho que así conseguiríamos que nos hiciera caso —dijo Septimus, risueño.
Grace esbozó una sonrisa.
Hannah empezó a levantarse, pero su padre la detuvo:
—No, quédate ahí. Y ahora, princesa, ¿por qué no te sientas en la hierba y le cuentas a Hannah que hemos ido a ver los barcos? ¿Cuántos has visto?
La pequeña titubeó.
—¿Te acuerdas? Los has contado con los dedos.
—Seis —dijo la niña, levantando las manos y mostrando los cinco dedos de una y tres de la otra, antes de doblar dos.
—Voy a buscar en la cocina, a ver si encuentro algún refresco —comentó Septimus—. Quédate aquí y explícale que has visto una gaviota muy glotona que llevaba un pez enorme en el pico.
Grace se sentó en la hierba, a unos palmos de Hannah. Su rubio cabello brillaba al sol. Hannah estaba atrapada: quería contarle a su padre que Knuckey había ido a visitarla, y pedirle consejo. Pero nunca había visto a Grace tan dispuesta a hablar, a jugar, y no quería estropear aquel momento. Por pura costumbre, comparó a la niña con el bebé que ella recordaba, e intentó recuperar a su hija perdida. «Siempre podemos elegir», dijo una voz en su cabeza.
—¿Quieres que hagamos una guirnalda de flores? —preguntó.
—¿Qué es una guirnalda de flores?
Hannah sonrió.
—Una corona. Mira, yo te enseñaré —dijo, y empezó a arrancar los dientes de león que tenía más cerca.
Mientras enseñaba a Grace cómo perforar un tallo con la uña del pulgar y pasar el siguiente tallo por la hendidura, miraba las manos de su hija, cómo se movían. No eran las manos de su bebé. Eran las manos de una niña a la que todavía tenía que conocer. Y que tendría que conocerla a ella. «Siempre podemos elegir». Siente una ligereza en el pecho, como si un gran soplo hubiera atravesado su cuerpo.