34
Los Addicott vivían en una casa que, de no ser por unos pocos metros de algas costeras, habría estado mojándose los pies en el mar. Ralph se ocupaba del mantenimiento de la madera y el ladrillo, y Hilda, con paciencia, cultivaba un pequeño jardín en la parcela de tierra arenosa de la parte trasera: zinnias y dalias exuberantes como bailarinas bordeaban un sendero que conducía hasta una pequeña pajarera donde los pinzones gorjeaban alegremente, causando perplejidad a los pájaros autóctonos.
El olor a mermelada de naranja que salía por las ventanas recibió a Ralph mientras subía por el camino de la casa el día después de que encontraran a Lucy. Se quitó la gorra en el recibidor, y Hilda corrió a su encuentro con una cuchara de palo en la mano que brillaba como un pirulí de naranja. Se llevó un dedo a los labios y lo guió hasta la cocina.
—¡En el salón! —susurró con los ojos como platos—. ¡Isabel Sherbourne! Lleva rato esperándote.
—La gente se ha vuelto loca —dijo Ralph, negando con la cabeza—. ¿Qué quiere?
—Supongo que ése es el problema. No consigue decidir qué quiere.
El salón del capitán, pequeño y pulcro, no estaba decorado con barcos metidos en botellas ni maquetas de buques de guerra, sino con iconos. Los arcángeles Miguel y Rafael, la Virgen y el Niño, numerosos santos observando a los visitantes con una serenidad adusta desde su lugar en la eternidad.
Isabel tenía a su lado un vaso de agua casi vacío. Su mirada permanecía fija en un ángel armado con espada y escudo, y con una serpiente a los pies. Unas gruesas nubes ensombrecían la habitación, y los cuadros parecían tenues charcos de oro suspendidos en la oscuridad.
Isabel no vio entrar a Ralph, que pudo observarla un rato antes de decir:
—Ése fue el primero que tuve. Rescaté del mar a un marinero ruso cerca de Sebastopol, hará unos cuarenta años. Me lo regaló para agradecérmelo. —Hablaba despacio, intercalando pausas—. Los otros fui adquiriéndolos en mi época en la marina mercante. —Rió entre dientes—. Yo no soy muy beato que digamos, y no entiendo nada de pintura. Pero estos cuadros tienen algo, es como si te hablaran. Hilda dice que le hacen compañía cuando no estoy.
Metió las manos en los bolsillos y apuntó con la barbilla al cuadro que estaba mirando Isabel.
—Te aseguro que a ése le he dado bastante la lata. El arcángel Miguel. Ahí lo tienes, con la espada en la mano, pero también con el escudo medio levantado. Como si todavía estuviera tratando de decidirse sobre algo.
La habitación se quedó en silencio, y pareció que el viento sacudiera las ventanas con más insistencia, exigiendo a Isabel que prestara atención. Las olas rompían caóticamente, y otro chaparrón que se acercaba empezaba a emborronar el cielo. Su mente volvió a impulsarla hasta Janus, hasta aquel inmenso vacío, hasta Tom. Rompió a llorar, con grandes sollozos como olas que la arrastraban por fin hacia una orilla conocida.
Ralph se sentó a su lado y le cogió una mano. Durante media hora, ella lloró y él permaneció allí sentado, y ninguno de los dos dijo nada.
Entonces Isabel se aventuró:
—Anoche Lucy se escapó por culpa mía, Ralph. Salió a buscarme. Podría haber muerto. Oh, Ralph, esto es un desastre. No puedo explicárselo a mis padres…
El anciano siguió en silencio, sin soltar la mano de Isabel, mirándole las uñas en carne viva. Asintió lentamente con la cabeza.
—La niña está sana y salva.
—Yo sólo quería protegerla, Ralph. Desde el momento en que llegó a Janus, sólo quería hacer lo mejor para ella. Ella nos necesitaba, y nosotros a ella. —Hizo una pausa—. Yo la necesitaba. Y cuando apareció de la nada… fue un milagro, Ralph. Estaba convencida de que aquello era obra de la Providencia. Estaba más claro que el agua. Un bebé había perdido a sus padres, nosotros habíamos perdido un bebé…
»La quiero tanto. —Se sonó la nariz—. La vida allí… Ralph, tú eres de las pocas personas en el mundo que saben cómo es la vida en Janus. Una de las pocas personas que puede imaginárselo. Pero tú nunca le has dicho adiós a la barca; no te has quedado de pie en aquel embarcadero, oyendo cómo se apagaba el ruido del motor y viendo cómo la embarcación se hacía más y más pequeña. No sabes lo que es decirle adiós al mundo por varios años. Janus era real. Lucy era real. Todo lo demás era fantasía.
»Cuando nos enteramos de lo que le había pasado a Hannah Roennfeldt… ya era demasiado tarde, Ralph. No tuve valor para devolver a Lucy. No podía hacerle aquello.
El anciano respiraba acompasadamente, y de vez en cuando hacía un gesto afirmativo. Combatió los impulsos de cuestionar o contradecir a Isabel. Guardar silencio era la mejor forma de ayudarla, a ella y a todos.
—Éramos una familia feliz. Y cuando la policía vino a la isla, cuando me enteré de lo que había hecho Tom, me sentí desamparada. No había ningún lugar seguro. Ni siquiera dentro de mí estaba segura. Estaba tan dolida, y tan furiosa. Y aterrorizada. Desde el momento en que la policía me dijo lo del sonajero, ya nada tenía sentido.
Alzó la cabeza y lo miró.
—¿Qué he hecho? —No era una pregunta retórica. Isabel buscaba un espejo, algo que le mostrara lo que ella no podía ver.
—Eso no me preocupa tanto como qué vas a hacer ahora.
—No puedo hacer nada. Lo he arruinado todo. Ya nada tiene sentido.
—Mira, ese hombre te quiere. Eso debe de tener algún valor.
—Pero ¿y Lucy? Es mi hija, Ralph. —Buscó la forma de explicárselo—. Imagínate que tuvieras que pedirle a Hilda que regalara a una de sus hijas.
—Esto no es regalar, Isabel. Esto es devolver.
—Pero ¿acaso no nos regalaron a Lucy? ¿No la puso Dios en nuestras manos?
—Quizá os estuviera pidiendo que la cuidarais. Y lo hicisteis. Y quizá ahora te esté pidiendo que dejes que otra persona se encargue de eso. —Dio un resoplido—. Bueno, yo no soy sacerdote. ¿Qué sé yo de Dios? Pero sí sé que hay un hombre dispuesto a renunciar a todo, absolutamente todo, para protegerte. ¿Crees que eso es justo?
—Pero ya has visto lo que pasó ayer. Ya sabes lo desesperada que está Lucy. Me necesita, Ralph. ¿Cómo iba a explicárselo a la niña? A su edad, no puedo pretender que lo entienda.
—A veces la vida se pone difícil, Isabel. A veces te muerde con toda su rabia. Y a veces, cuando crees que ya no puede maltratarte más, vuelve y te da otro mordisco.
—Yo creía que ya me había hecho todo el daño posible.
—Quizá creas que esto es lo peor que podría pasar, pero la situación puede empeorar mucho si no hablas a favor de Tom. Esto es muy grave, Isabel. Lucy es pequeña. Hay personas dispuestas a cuidar de ella y ofrecerle una buena vida. Tom no tiene a nadie. Nunca he conocido a un hombre que merezca menos sufrir que Tom Sherbourne.
Bajo la atenta mirada de santos y ángeles, Ralph continuó:
—Sabe Dios lo que os pasaría a los dos allá lejos. Se ha tejido una mentira tras otra, todas bienintencionadas. Pero esto se os ha ido de las manos. Lo que habéis hecho para ayudar a Lucy ha perjudicado a otra persona. Entiendo lo difícil que debe de haber sido para ti, de verdad. Pero ese tipo, Spragg, es un desalmado y lo creo muy capaz de todo. Tom es tu marido. Para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad. A menos que quieras ver cómo acaba en la cárcel, o… —No pudo terminar la frase—. Me temo que ésta es tu última oportunidad.
—¿Adónde vas? —Una hora más tarde, a Violet la alarmó ver el estado en que se encontraba su hija—. Acabas de entrar por la puerta.
—Voy a salir, mamá. Tengo que hacer una cosa.
—Pero si está lloviendo a cántaros. Al menos, espera a que pare. —Señaló un montón de ropa que había en el suelo, junto a sus pies—. Iba a revisar estas cosas de los chicos. Camisas, botas… Quizá le sirvan a alguien. He pensado que podría llevarlas a la iglesia. —Le temblaba un poco la voz—. Pero me gustaría tener compañía mientras lo hago.
—Ahora tengo que ir a la comisaría.
—¿Para qué?
Isabel miró a su madre, y estuvo a punto de decírselo. Pero en el último momento se reprimió y dijo:
—Necesito ver al señor Knuckey.
Salió al pasillo y fue hacia la puerta de la calle, y desde allí le gritó a su madre:
—¡No tardaré!
Abrió la puerta y se sobresaltó al ver una silueta en el umbral. La figura empapada de lluvia que se disponía a llamar al timbre era Hannah Roennfeldt. Isabel se quedó estupefacta.
Hannah se puso a hablar atropelladamente, sin apartar la vista de un cuenco de rosas que había en una mesa que Isabel tenía detrás, por temor a cambiar de idea si la miraba a la cara.
—He venido a decirle una cosa. Se la diré y me iré. No me pregunte nada, por favor. —Recordó la promesa que le había hecho a Dios unas horas antes: no podía faltar a ella. Inspiró hondo, como si tomara carrerilla—. Anoche Grace pudo sufrir una desgracia. Estaba desesperada por verla a usted. Gracias a Dios la encontraron antes de que le pasara nada. —Levantó la cabeza—. ¿Se imagina lo que se siente? ¿Se imagina lo que es ver a la hija que has concebido y gestado, la hija que has parido y amamantado, llamando «madre» a otra persona? —Desvió la mirada hacia un lado—. Sin embargo, tengo que aceptarlo, por mucho que me duela. Y no puedo poner mi felicidad por delante de la de Grace.
»La hija que tuve, Grace, no volverá nunca. Ahora lo entiendo. La realidad es que ella puede vivir sin mí, aunque yo no pueda vivir sin ella. No puedo castigarla por lo que pasó. Ni puedo castigarla a usted por las decisiones que tomó su marido.
Isabel iba a decir algo, pero Hannah se le adelantó. Con la vista fija de nuevo en las rosas, continuó:
—Conocía muy bien a Frank. A Grace, en cambio, quizá sólo la conociera un poco. —Miró a Isabel a los ojos—. Grace la quiere. Tal vez le pertenezca a usted. —Con gran esfuerzo, se obligó a articular las palabras siguientes—: Pero necesito saber que se ha hecho justicia. Si me jura que todo esto fue obra de su marido, si me lo jura por su vida, dejaré que Grace se vaya a vivir con usted.
Por la mente de Isabel no pasó ningún pensamiento consciente; fue un acto reflejo lo que le hizo decir:
—Lo juro.
—Si testifica contra ese hombre —continuó Hannah—, en cuanto lo hayan encerrado, Grace podrá volver con usted. —De pronto rompió a llorar—. ¡Ayúdame, Dios mío! —dijo, y se marchó corriendo.
Isabel está perpleja. Repasa una y otra vez lo que acaba de oír, preguntándose si habrán sido sólo imaginaciones suyas. Pero allí están las pisadas en el porche, y el rastro de agua que ha dejado el paraguas plegado de Hannah Roennfeldt.
Mira a través de la mosquitera, pegándose a ella tanto que el relámpago parece dividido en cuadrados diminutos. Entonces se oye el trueno, y el tejado tiembla.
—¿No ibas a la comisaría? —Esas palabras interrumpen los pensamientos de Isabel, que por un instante no tiene ni idea de dónde está. Se vuelve y ve a su madre—. Creía que ya te habías marchado. ¿Qué ha pasado?
—Está tronando.
«Por lo menos Lucy no tendrá miedo», se sorprende pensando Isabel cuando un rayo abre una grieta brillante en el cielo. Desde que Lucy era muy pequeña, Tom le ha enseñado a respetar, pero no temer, las fuerzas de la naturaleza: los rayos que pueden caer en el faro de Janus, los océanos que baten contra la isla. Isabel recuerda la reverencia que mostraba Lucy en la cámara de iluminación: nunca tocaba los instrumentos, ni acercaba los dedos al cristal. Rescata de la memoria una imagen de la niña en brazos de Tom, riendo y saludando con la mano a Isabel, que estaba abajo tendiendo la colada. «Érase una vez un faro…». ¿Cuántas de las historias de Lucy empezaban así? «Y estalló una tormenta. Y el viento soplaba y soplaba y el farero hacía brillar el faro, y Lucy lo ayudaba. Y estaba oscuro, pero el farero no tenía miedo, porque él tenía la luz mágica».
Recuerda el rostro atormentado de Lucy. Podrá quedarse a su hija, protegerla y hacerla feliz, y olvidar todo lo que ha pasado. Podrá quererla, mimarla y verla crecer. Dentro de unos años, el hada de los dientes hará desaparecer sus dientes de leche por tres peniques, y poco a poco Lucy irá creciendo, y madre e hija hablarán del mundo y de…
Puede quedarse a su hija. Con una condición. Ovillada en la cama, solloza: «Quiero a mi hija. ¡Lucy! ¡No puedo soportarlo!».
La declaración de Hannah. El ruego de Ralph. Su falso juramento, con el que traiciona a Tom igual que él la traicionó a ella. Todo da vueltas y vueltas como un tiovivo; las posibilidades giran y se mezclan en un remolino, y la arrastran, primero en una dirección y luego en otra. Isabel oye las palabras que han sido pronunciadas. Pero falta la voz de Tom. El hombre que ahora se interpone entre Lucy y ella. Entre Lucy y su madre.
Incapaz de resistir más tiempo su llamada, va hasta el cajón y saca la carta. Abre el sobre despacio.
Izzy, amor,
Espero que estés bien y con ánimo. Sé que tus padres estarán cuidando de ti. El sargento Knuckey ha tenido la amabilidad de dejarme escribirte, pero leerá esta carta antes que tú. Lamento que no podamos hablar cara a cara.
No sé si podré volver a hablar contigo, ni cuándo. Uno siempre imagina que tendrá ocasión de decir lo que necesite decir, de aclarar las cosas. Pero no siempre es así.
No podía seguir tal como estábamos. No tenía la conciencia tranquila. Nunca podré llegar a expresar cuánto siento haberte hecho daño.
Estamos en este mundo de paso, y si resulta que a mí se me ha acabado el tiempo, habrá valido la pena. Debió llegarme la hora hace muchos años. Haberte conocido cuando creía que la vida había terminado, y que me hayas amado… aunque viviera cien años más no podría aspirar a nada mejor. Te he querido lo mejor que he sabido, Izz, aunque eso no sea decir mucho. Eres una mujer maravillosa, y merecías a alguien mucho mejor que yo.
Estás enfadada y dolida y no entiendes nada; sé cómo te sientes. Si decides desentenderte de mí, no te lo reprocharé.
Quizá, bien mirado, nadie es sólo el peor de sus actos. Lo único que puedo hacer es pediros a ti y a Dios que me perdonéis por el daño que he causado. Y darte gracias por cada uno de los días que hemos pasado juntos.
Sea cual sea tu decisión, la aceptaré, y apoyaré tu elección.
Tu amante esposo, siempre,
TOM
Como si lo que tiene en las manos fuera una fotografía, y no una nota, Isabel pasa la yema de un dedo por las letras, siguiendo su constante inclinación, las elegantes curvas, como si ésa fuera la forma de entender las palabras. Imagina los largos dedos de Tom sujetando el lápiz mientras escribía un renglón tras otro. Toca una y otra vez la palabra «Tom», extraña y familiar a la vez. Recuerda aquel juego al que jugaban: ella trazaba letras con un dedo sobre la espalda desnuda de él, que tenía que adivinarlas; luego las trazaba él sobre la espalda de Isabel. Pero ese recuerdo queda rápidamente desplazado por el recuerdo del tacto de Lucy. Su piel de bebé. Vuelve a imaginar la mano de Tom, esa vez escribiéndole las notas a Hannah. Sus pensamientos oscilan como un péndulo, entre el odio y el arrepentimiento, entre el hombre y la niña.
Levanta la mano de la hoja y vuelve a leer la carta, pero esta vez trata de descifrar el significado de las palabras. Oye a Tom pronunciarlas. La lee una y otra vez, y siente como si su cuerpo se rasgara y se separara en dos mitades, hasta que al fin, sacudida por fuertes sollozos, toma una decisión.