Capítulo 33

33

Desde sus primeros días, la niña de Janus Rock ha vivido situaciones extremas. ¿Quién sabe qué recuerdos de su primer viaje a la isla, y del escenario que lo provocó, han quedado arraigados en ella? Y aunque eso se hubiera borrado por completo, sus días en el faro, en un mundo habitado por sólo tres personas, se han filtrado en su ser. Su vínculo con la pareja que la crió es intenso e incuestionable. La niña no concibe como dolor la sensación de haberlos perdido. No tiene palabras para designar la añoranza o la desesperación.

Pero echa de menos a papá y mamá, suspira por verlos y se pasa el día pensando en ellos, incluso ahora, cuando ya lleva varias semanas en el continente. Debe de haberse portado muy mal para hacer llorar tanto a mamá. En cuanto a la mujer del pelo castaño y los ojos oscuros que dice ser su verdadera madre… Mentir es feo. Entonces, ¿por qué insiste esa mujer en contar esa mentira tan grande, a ella y a todos? ¿Por qué los adultos la dejan mentir así?

Sabe que su madre está en Partageuse. Sabe que unos hombres malos se llevaron a su padre, pero no sabe adónde. Ha oído la palabra «policía» muchas veces, pero sólo tiene una vaga idea de lo que significa. Ha entreoído muchas conversaciones. Ha oído a la gente murmurar en la calle: «Qué jaleo, qué situación tan violenta»… Y a Hannah diciéndole que nunca volverá a ver a mamá.

Janus es enorme, y sin embargo ella conoce cada rincón de la isla: la Playa del Naufragio, Cala Traicionera, Cresta del Viento… Para llegar a casa sólo tiene que buscar el faro; eso es lo que siempre le dice papá. Sabe, porque lo ha oído muchas veces, que Partageuse es un pueblo muy pequeño.

Mientras Hannah está en la cocina y Gwen fuera, la pequeña va a su habitación y se prepara. Se abrocha meticulosamente las sandalias. Mete en una cartera un dibujo del faro con papá, mamá y Lulu. Mete también la manzana que la mujer le ha dado esta mañana y las pinzas que utiliza como muñecas.

Cierra la puerta trasera sin hacer ruido y busca en el seto del fondo del jardín hasta que encuentra un hueco lo bastante ancho para pasar. Ha visto a mamá en el parque; allí es donde piensa ir. La encontrará. Y encontrará a papá. Y se irán los tres a casa.

Se embarca en su misión a última hora de la tarde. Los rayos de sol caen sesgados, y las sombras de los árboles ya se alargan como la goma hasta alcanzar longitudes insólitas.

Tras atravesar el seto, la niña arrastra su cartera por el suelo y se dirige hacia los matorrales que hay detrás de la casa. Aquí los sonidos son muy diferentes a los de Janus. Se oyen muchos pájaros que se cantan unos a otros. A medida que avanza, la maleza se vuelve más densa, y la vegetación, más verde. No la asustan los lagartos que ve deslizarse, negros, ágiles y escamosos. Sabe que los lagartos no le harán daño. Pero no sabe que aquí, al contrario que en Janus, no todo lo que es negro y se desliza es un lagarto. Nunca ha tenido que hacer la vital distinción entre los lagartos con patas y los que no las tienen. Nunca ha visto una serpiente.

Cuando la niña llega al parque, la luz ha empezado a menguar. Corre hacia el banco, pero no ve a su madre. Levanta la cartera, se sienta y mira alrededor. Saca de la cartera la manzana, magullada después del viaje, y le da un mordisco.

A esta hora hay mucho ajetreo en las cocinas de Partageuse, llenas de madres irritables y niños hambrientos. Hay que lavar caras y manos, sucias tras todo un día de refriegas en los árboles o de volver a pie desde la playa. Los padres se permiten una cerveza del refrigerador Coolgardie, mientras las madres vigilan ollas donde hierven patatas y hornos donde se incuban estofados. Las familias se reúnen, completas y seguras, al final de un nuevo día. Y la oscuridad va inundando el cielo segundo a segundo, hasta que las sombras ya no caen sino que se elevan del suelo y llenan el aire por completo. Los humanos se retiran a sus hogares y ceden la noche a los animales a los que pertenece: los grillos, los búhos, las serpientes. Un mundo que no ha cambiado desde hace cientos de miles de años despierta, y sigue adelante como si la luz del día, los humanos y la transformación del paisaje hubieran sido una ilusión. No se ve a nadie en las calles.

Cuando el sargento Knuckey llega al parque, sólo hay una cartera en el banco, y un corazón de manzana con pequeñas marcas de dientes, aunque las hormigas ya se han apoderado de él.

Cae la noche, y las luces empiezan a centellear en la penumbra. Puntitos en la oscuridad, a veces de una lámpara de petróleo en una ventana, otras de lámparas eléctricas, en las casas más nuevas. La calle principal de Partageuse tiene una hilera de farolas eléctricas a ambos lados. Las estrellas también iluminan el ambiente, y la Vía Láctea arrastra una mancha reluciente por la bóveda celeste.

Algunos de los puntos luminosos que se ven entre los árboles oscilan como frutos ardientes: entre la maleza hay gente buscando con faroles. Además de policías, hay empleados de los aserraderos de Potts y de Puertos y Faros. Hannah, angustiada, espera en su casa, como le han indicado. Los Graysmark recorren los senderos llamando a la niña. Se oyen gritos de «Lucy» y «Grace», pese a que sólo se ha perdido una niña.

Aferrada a su dibujo de papá, mamá y el faro, la niña recuerda el cuento de los Sabios que encontraron el camino hasta el Niño Jesús guiados por una estrella. Ha divisado la luz del faro de Janus en el mar: no está muy lejos; el faro nunca está muy lejos. Aunque hay algo que no acaba de encajar. Ve un destello rojo entre los destellos blancos. Sin embargo, la niña persigue esa luz.

Baja hacia el agua; por la noche aumenta el oleaje, y las olas han tomado la orilla como rehén. En el faro encontrará a papá y mamá. Avanza hacia el istmo estrecho y alargado —la «punta» de Point Partageuse, donde años atrás Isabel enseñó a Tom a tumbarse para asomarse al géiser marítimo sin que se lo llevara el agua. Con cada paso la niña está más cerca de la luz que brilla en el océano.

Pero la luz por la que se guía no es el faro de Janus. Cada faro tiene su propia apariencia, y el destello rojo intercalado de éste indica a los marinos que se acercan a los bajíos de la boca del puerto de Partageuse, a casi cien millas de distancia de Janus Rock.

El viento arrecia. El agua se agita. La niña camina. La oscuridad no cede.

Desde su calabozo, Tom oyó las voces que arrastraba el viento. «¿Lucy? ¿Estás ahí, Lucy?». Y luego: «¿Grace? ¿Dónde estás, Grace?».

Gritó hacia la parte delantera de la comisaría:

—¿Sargento Knuckey? ¿Sargento?

Se oyó un tintineo de llaves y apareció el agente Lynch.

—¿Quiere algo?

—¿Qué está pasando? Ahí fuera hay gente llamando a Lucy.

Bob Lynch caviló su respuesta. Aquel hombre merecía saberlo. De todos modos, él no podía hacer nada.

—La niña ha desaparecido.

—¿Cuándo? ¿Cómo?

—Hace unas horas. Por lo visto se ha escapado.

—¡Cielo santo! ¿Cómo demonios ha podido ocurrir?

—No tengo ni idea.

—Bueno, ¿y qué piensan hacer?

—Están buscándola.

—Déjenme ayudar. No puedo quedarme aquí sentado. —La expresión de Lynch bastó como respuesta—. ¡Por el amor de Dios! —exclamó Tom—. ¿Adónde quieren que vaya?

—Si me entero de algo, se lo diré, amigo. Es lo único que puedo hacer. —Volvió a oírse el tintineo de las llaves, y el agente se marchó.

Tom se quedó a oscuras pensando en Lucy, tan curiosa siempre por explorar el entorno. No la asustaba la oscuridad. Tal vez debería haberle enseñado a tener miedo. No había sabido prepararla para la vida más allá de Janus. Entonces lo asaltó otro pensamiento. ¿Dónde estaba Isabel? ¿De qué sería capaz en su estado? Rezó para que no hubiera decidido actuar por su cuenta.

Menos mal que no era invierno. Vernon Knuckey notaba cómo descendía la temperatura a medida que se acercaba la medianoche. La niña llevaba un vestido de algodón y unas sandalias. Al menos, en el mes de enero tenía posibilidades de sobrevivir a la noche. En agosto, a esas alturas ya estaría morada de frío.

No tenía sentido buscar a esas horas. El sol saldría poco después de las cinco. Era mejor tener a la gente alerta y descansada cuando la luz estuviera de su parte.

—Haga correr la voz —dijo cuando se reunió con Garstone al final de la calle—. Lo dejamos por esta noche. Que vuelvan todos a la comisaría al alba y seguiremos buscando.

Era la una de la madrugada, pero necesitaba poner en orden sus ideas. Emprendió su paseo nocturno habitual llevando todavía el farol, que oscilaba contra la oscuridad con cada paso que daba.

Hannah rezaba en su casa. «Protégela, Señor. Protégela y sálvala. Ya la has salvado otras veces…». Hannah estaba preocupada. ¿Y si Grace había agotado su cuota de milagros? Luego se tranquilizaba. No hacía falta un milagro para que un niño sobreviviera una sola noche a la intemperie. Bastaba con que no tuviera mala suerte, y eso era completamente diferente. Pero otro temor más apremiante, más aterrador, relegó esa idea. Pese a que estaba agotada, un pensamiento la asaltó con retorcida claridad: quizá Dios no quisiera que Grace estuviera con ella. Quizá ella fuera la culpable de todo. Esperó y siguió rezando. E hizo un pacto solemne con Dios.

Se oyen unos golpes en la puerta de la casa. Aunque las luces están apagadas, Hannah sigue despierta, y se levanta de un brinco para ir a abrir. Ante ella está el sargento Knuckey, con el cuerpo desmadejado de Grace en los brazos.

—¡Dios mío! —Hannah se abalanza hacia ella. No mira al hombre, sino a la niña, y por eso no ve que el sargento sonríe.

—Casi tropiezo con ella en el cabo. Duerme profundamente —dice—. Está claro que esta niña tiene más vidas que un gato. —Y aunque sonríe, tiene los ojos llorosos, pues recuerda el peso de su hijo, al que no pudo salvar.

Hannah apenas lo oye; abraza a su hija, que duerme en sus brazos.

Esa noche, Hannah acostó a Grace a su lado en su cama; la oía respirar, y la veía girar la cabeza o mover un pie. Pero el alivio de sentir el cálido cuerpo de su hija quedó eclipsado por un pensamiento más oscuro.

El sonido de las primeras gotas de lluvia, como grava esparcida por el tejado de zinc, transportó a Hannah al día de su boda: a una época de techos con goteras y cubos en la humilde casita, una época de amor y esperanza. Sobre todo, esperanza. Frank, su sonrisa, la alegría con que lo afrontaba todo. Hannah quería que Grace tuviera eso. Quería que su hija fuera una niña feliz, y le pedía a Dios que le diera el valor y la fuerza necesarios para hacer lo que tenía que hacer.

Un trueno despertó a la niña, que miró adormilada a Hannah y se arrimó más a ella. Volvió a dormirse y dejó a su madre llorando en silencio, recordando su promesa.

La araña negra ha vuelto a su telaraña en el rincón del calabozo, y repasa los desordenados hilos, dándoles forma según un diseño que sólo ella conoce: ¿por qué la seda debe estar en ese sitio en concreto, con esa tensión o ese ángulo en particular? Sale por la noche para reparar la telaraña, un embudo de fibras que acumulan polvo y forman dibujos caprichosos. Teje su mundo arbitrario, lo repara continuamente, y nunca abandona su telaraña a menos que la obliguen.

Lucy está a salvo. Tom siente un profundo alivio. Pero todavía no sabe nada de Isabel. No tiene ninguna señal de que lo haya perdonado, ni de que vaya a perdonarlo algún día. La impotencia que ha sentido por no poder hacer nada por Lucy fortalece ahora su resolución de hacer todo lo que pueda por su esposa. Ésa es la única libertad que le queda.

Saber que tendrá que vivir la vida sin ella hace que sea más fácil dejarse llevar, dejar que las cosas sigan su curso. Su mente divaga y se pone a recordar: el resoplido del petróleo vaporizado al prender cuando le acercaba la cerilla; los arcoíris que proyectaban los prismas; los océanos extendiéndose ante él alrededor de Janus como un regalo secreto… Si va a tener que abandonar este mundo, Tom quiere recordar su belleza, y no sólo el sufrimiento. La respiración de Lucy, que confió en dos desconocidos y se adhirió a sus corazones como una molécula. E Isabel, la Isabel de antes, que le alumbró el camino para volver a la vida tras tantos años de muerte.

Una débil lluvia transporta los olores del bosque hasta su calabozo: la tierra, la madera húmeda, el olor acre de las banksias, esas flores que parecen enormes bellotas peludas. Piensa que hay diferentes versiones de sí mismo de las que despedirse: el niño de ocho años abandonado; el soldado neurótico perdido en el infierno; el farero que osó dejar su corazón desprotegido. Todas esas vidas están dentro de él, como muñecas rusas.

El bosque le canta: la lluvia tamborileando en las hojas, goteando en los charcos; las cucaburras riendo como chifladas de algún chiste que escapa a la comprensión humana. Tiene la sensación de formar parte de un todo interconectado, de ser suficiente. Un día más, o una década más, no va a cambiar eso. Lo abraza la naturaleza, que espera que llegue el momento de recibirlo, de reorganizar sus átomos para darle otra forma.

La lluvia arrecia, y a lo lejos un trueno se queja de que el relámpago lo haya dejado atrás.