Capítulo 32

32

—¿Qué demonios pasa? —preguntó Vernon Knuckey cuando Harry Garstone cerró la puerta a sus espaldas y se quedó plantado en silencio en el despacho del sargento.

Garstone arrastró los pies por el suelo, carraspeó y señaló con la cabeza hacia la entrada de la comisaría.

—Vaya al grano, agente.

—Ha llegado una visita.

—¿Para mí?

—No, señor, no es para usted.

Knuckey le lanzó una mirada de advertencia.

—Es para Sherbourne, señor.

—¿Y bien? Ya sabe lo que tiene que hacer, por amor de Dios. Anótelo en el registro y hágale pasar.

—Es que es… Hannah Roennfeldt, señor.

El sargento se incorporó.

—Ah. —Cerró una carpeta que tenía encima de la mesa y se frotó la barbilla—. Será mejor que salga a hablar con ella.

—Dejar que los miembros de la familia de la víctima vean al acusado no es el procedimiento habitual, señora Roennfeldt —dijo Knuckey, de pie junio al mostrador de la comisaría.

Hannah miró al sargento, escrutadora, obligándole a seguir hablando.

—Me temo que eso se saldría de lo normal. Con todos mis respetos…

—Pero no va contra las normas, ¿verdad? No va contra la ley.

—Mire, señora. Ya será bastante duro para usted cuando llegue el juicio. Créame, un juicio como éste no es nada agradable. Creo que no le conviene remover las cosas antes incluso de que haya dado comienzo.

—Quiero verlo. Quiero mirar a los ojos al hombre que mató a mi hija.

—¿Qué mató a su hija? Espere un momento…

—Nunca recuperaré a la hija que perdí, sargento. Nunca. Grace no volverá a ser la misma.

—Mire, no sé muy bien a qué se refiere, señora Roennfeldt, pero en cualquier caso yo…

—Al menos tengo derecho a eso, ¿no le parece?

Knuckey suspiró. Aquella mujer daba lástima. Llevaba años rondando por el pueblo. Quizá así pudiera dejar descansar a sus fantasmas.

—Si tiene la amabilidad de esperar aquí un momento…

Tom se había levantado, y todavía estaba desconcertado por la noticia.

—¿Que Hannah Roennfeldt quiere hablar conmigo? ¿Para qué?

—No está obligado, por supuesto. Puedo decirle que se vaya.

—No… —dijo Tom—. Déjela pasar. Gracias.

—Como usted quiera.

Al cabo de unos momentos entró Hannah. Tras ella iba el agente Garstone con una silla pequeña que colocó a escasa distancia de los barrotes.

—Dejaré la puerta abierta, señora Roennfeldt, y esperaré fuera. O si lo prefiere, puedo quedarme aquí.

—No hace falta. No me entretendré mucho.

Garstone hizo un mohín y agitó su manojo de llaves.

—Está bien. Como usted quiera, señora —dijo, y enfiló de nuevo el pasillo.

Hannah se quedó callada, escudriñando a Tom, fijándose en cada detalle de su persona: la pequeña cicatriz de metralla con forma de gancho justo debajo de la oreja izquierda; los lóbulos de las orejas, muy separados; los dedos largos y delgados, pese a las callosidades.

Tom se sometió a aquella inspección sin parpadear, como una presa que se rinde al cazador que la tiene a tiro. Entretanto, una serie de vívidas escenas se sucedían en su mente: el bote, el cadáver, el sonajero. Luego aparecieron otros recuerdos: cuando escribió la primera carta, a altas horas de la noche, en la cocina de los Graysmark, cómo se le removían las tripas mientras intentaba escoger las palabras; la suavidad de la piel de Lucy, su risa, cómo flotaba su pelo, como las algas, cuando la tenía en brazos en el agua en la Playa del Naufragio; el momento en que descubrió que conocía a la madre de la niña. El sudor le bajaba por la espalda.

—Gracias por dejarme venir a verlo, señor Sherbourne.

Esa cortesía impresionó a Tom más que si Hannah lo hubiera insultado o lanzado la silla contra los barrotes.

—Ya sé que no estaba obligado. —Tom asintió levemente, y Hannah continuó—: Qué raro, ¿verdad? Hasta hace sólo unas semanas, si se me hubiera ocurrido pensar en usted habría sido con gratitud. Pero resulta que era a usted a quien debí temer aquella noche, y no al borracho. «Muchos vuelven de allí cambiados», me dijo usted. «Para algunos, ya no hay tanta diferencia entre el bien y el mal». Por fin comprendo lo que quiso decir. —Hizo una pausa y, con voz templada, preguntó—: ¿Es cierto que todo esto ha sido cosa suya? Necesito saberlo.

Tom hizo un gesto afirmativo.

El dolor pasó brevemente por el semblante de Hannah, como si hubiera recibido una bofetada.

—¿Se arrepiente de lo que hizo?

Esa pregunta lo desestabilizó, y se concentró en un nudo de los tablones de madera del suelo.

—Estoy tan arrepentido que no sabría expresarlo.

—¿Nunca pensó ni por un momento que la niña quizá tuviera una madre? ¿No se le ocurrió que podía haber alguien que la quisiera y la añorara? —Echó un vistazo a la celda, y luego volvió a mirar a Tom—. ¿Por qué? Si pudiera entender por qué lo hizo…

Tom tenía las mandíbulas rígidas.

—La verdad es que no puedo decir por qué hice lo que hice.

—Inténtelo. Por favor.

Hannah merecía saber la verdad. Pero Tom no podía decirle nada sin traicionar a Isabel. Había hecho lo que tenía que hacer: había devuelto a Lucy y había asumido las consecuencias. El resto eran sólo palabras.

—De verdad. No puedo decírselo.

—Ese policía de Albany cree que usted mató a mi marido. ¿Es verdad?

Tom la miró a los ojos y respondió:

—Le juro que ya estaba muerto cuando lo encontré. Sé que debería haber actuado de otra forma, y lamento muchísimo todo el dolor que han causado desde aquel día las decisiones que tomé. Pero su marido ya estaba muerto.

Hannah inspiró hondo y se dispuso a marcharse.

—Haga lo que quiera. No voy a implorarle que me perdone —prosiguió Tom—, pero mi mujer… ella no tuvo alternativa. Adora a esa niña. La quiere como si fuera lo único que existiera en el mundo. Tenga piedad de ella.

El resentimiento de Hannah se desvaneció y dejó paso a la tristeza.

—Frank era un hombre adorable —dijo, y se alejó lentamente por el pasillo.

En la penumbra, Tom escuchaba el coro de las cigarras, que parecían marcar el paso de los segundos. Se dio cuenta de que abría y cerraba las manos, como si ellas pudieran llevarlo a algún sitio adonde sus pies no podían. Se las miró y pensó en todo lo que habían hecho. Aquel conjunto de células, músculos y pensamientos formaban su vida, pero sin duda debía de haber algo más. Volvió al presente, a las paredes recalentadas y a la atmósfera cargada. Había sido retirado el último peldaño de la escalera que podía sacarlo del infierno.

Isabel pasaba horas ahuyentando a Tom de su mente: mientras ayudaba a su madre a realizar las tareas domésticas; mientras miraba los dibujos que había hecho Lucy durante sus breves visitas a Partageuse y que Violet había conservado; mientras se intensificaba aún más la pena que sentía por haber perdido a su hija. Entonces Tom volvía a colarse en su mente, e Isabel pensaba en la carta que Ralph le había entregado, y que ella había guardado en un cajón.

Gwen había prometido volver a llevarle a Lucy, pero en los días posteriores no volvió a aparecer por el parque, pese a que Isabel pasaba horas esperando. Debía mantenerse firme mientras existiera la menor esperanza de volver a ver a su hija. Debía odiar a Tom, aunque sólo fuera por Lucy. Y sin embargo… Sacó la carta y se fijó en el desgarrón que le había hecho en una esquina cuando empezó a abrirla. Volvió a guardarla y se fue corriendo al parque, a esperar, por si acaso.

—Dime qué quieres que haga, Tom. Ya sabes que quiero ayudarte. Dime qué puedo hacer, por favor. —A Bluey se le quebraba la voz y le brillaban los ojos.

—No hay que hacer nada más, Blue.

En el calabozo de Tom hacía calor y olía a ácido carbólico porque lo habían fregado hacía una hora.

—Ojalá no hubiera visto ese maldito sonajero. Debí tener la boca cerrada. —Se agarró a los barrotes—. Ese sargento de Albany vino a verme y me acribilló a preguntas sobre ti: si te manejabas bien con los puños, si bebías mucho. También fue a hablar con Ralph. La gente habla… habla de asesinato, Tom, por amor de Dios. ¡En el pub dicen que deberían colgarte!

—¿Tú les crees? —le preguntó Tom, mirándolo a los ojos.

—Claro que no les creo. Pero creo que esa clase de conversaciones adquieren vida propia. Y creo que se puede acusar a un hombre inocente de algo que no ha hecho. No sirve de nada decir lo siento cuando ya está muerto. —Bluey siguió suplicándole a Tom con la mirada.

—Hay cosas que son difíciles de explicar —dijo éste—. Existen razones por las que hice lo que hice.

—Pero ¿qué hiciste?

—Hice cosas que han destrozado la vida a ciertas personas, y ahora tengo que pagar por ello.

—Según el viejo Potts, si una mujer no da la cara por su marido, debe de ser porque el tipo ha hecho algo muy feo.

—Gracias, amigo mío. Eres un gran consuelo.

—¡No te hundas sin pelear, Tom! ¡Prométemelo!

—No te preocupes por mí, Blue.

Pero mientras oía alejarse el eco de los pasos de Bluey, Tom se preguntó si aquello sería cierto. Isabel no había contestado a su carta, y él tenía que afrontar el hecho de que quizá fuera por la peor de las razones. Aun así, tenía que aferrarse a lo que sabía de ella, a quien sabía que era ella.

En las afueras del pueblo están las casas de los antiguos empleados de los aserraderos, unas precarias construcciones de tablas de madera que abarcan desde lo ruinoso hasta lo decente. Ocupan unas parcelas pequeñas, cerca de la estación de bombeo que suministra agua al pueblo. Isabel sabe que Hannah Roennfeldt vive en una de ellas, y que es allí adonde han llevado a su adorada Lucy. Isabel ha esperado en vano a que apareciera Gwen. Ahora, desesperada, busca a Lucy. Sólo para ver dónde está. Sólo para saber si está bien. Es mediodía y no se ve ni un alma en la calle, ancha y flanqueada por jacarandás que entrelazan sus ramas.

Hay una casa más cuidada que las otras. La madera está recién pintada, la hierba cortada y, a diferencia del resto, la bordea un seto alto que resulta más eficaz que una valla para proteger de las miradas curiosas.

Isabel va hasta el sendero que discurre por la parte trasera de los edificios y, desde detrás del seto, oye unos chirridos rítmicos. Se asoma por un hueco del follaje y se le acelera el corazón al ver a su pequeña paseando en triciclo por el camino de la casa. Está sola, y su cara no delata felicidad ni tristeza, sino una intensa concentración mientras pedalea. Está tan cerca que Isabel casi podría tocarla, abrazarla, consolarla. De pronto le parece absurdo no poder estar con la niña; es como si el pueblo entero se hubiera vuelto loco e Isabel fuera la única persona sensata que quedara.

Se pone a elucubrar. El tren que cubre la ruta entre Perth y Albany pasa dos veces por el pueblo, una en cada dirección. Si esperara hasta el último minuto para subir, tal vez nadie se fijara en ellas. ¿Qué posibilidades había de que no se percataran de la desaparición de la niña? Una vez en Perth, sería mucho más fácil pasar desapercibidas. Desde allí podrían continuar hasta Sidney por mar. Quizá incluso hasta Inglaterra. Y empezar una nueva vida. El hecho de no tener ni un solo chelín a su nombre (nunca ha tenido cuenta bancaria) no parece amedrentarla. Observa a su hija y considera el siguiente paso.

Harry Garstone llamó con los nudillos a la puerta de los Graysmark. Bill abrió tras mirar por el cristal para ver quién podía ser a esas horas.

—Buenas noches, señor Graysmark —dijo el agente, y asintió enérgicamente con la cabeza.

—Buenas noches, Harry. ¿Qué lo trae por aquí?

—Asuntos oficiales.

—Entiendo —repuso Bill, y se preparó para recibir más malas noticias.

—Estoy buscando a la chica de los Roennfeldt.

—¿A Hannah?

—No, a su hija. A Grace.

Bill tardó un momento en darse cuenta de que se refería a Lucy, e interrogó al policía con la mirada.

—¿Está aquí? —preguntó Garstone.

—Por supuesto que no. ¿Por qué demonios…?

—Verá, la niña no está con Hannah Roennfeldt. Ha desaparecido.

—¿Me está diciendo que Hannah ha perdido a la niña?

—O se la han llevado. ¿Está su hija en casa?

—Sí.

—¿Está seguro? —El agente parecía ligeramente decepcionado.

—Pues claro que estoy seguro.

—Ha pasado todo el día aquí, ¿no?

—No, no todo el día. ¿A qué viene todo esto? ¿Dónde está Lucy?

Violet había acudido a la puerta y estaba detrás de Bill.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Necesito ver a su hija, señora Graysmark —dijo Garstone—. ¿Podría ir a buscarla, por favor?

De mala gana, Violet fue a la habitación de Isabel, pero la encontró vacía. Se apresuró hacia el porche trasero, donde su hija estaba sentada en la mecedora, con la mirada perdida.

—¡Isabel! ¡Ha venido Harry Garstone!

—¿Qué quiere?

—Vale más que vengas a hablar con él —dijo Violet con un tono que hizo que Isabel la siguiera hasta la puerta principal.

—Buenas noches, señora Sherbourne. He venido por Grace Roennfeldt —empezó Garstone.

—¿Qué le pasa? —preguntó Isabel.

—¿Cuándo la vio por última vez?

—No se ha acercado a ella desde que regresó —se adelantó su madre, y luego se corrigió—: Bueno, sí… Se la encontró por casualidad en Mouchemore’s, pero ésa fue la única vez que…

—¿Es eso cierto, señora Sherbourne?

Como Isabel no respondía, su padre dijo:

—Por supuesto que es cierto. ¿Qué cree que…?

—No, papá. La vi otra vez.

Sus padres se volvieron con expresión de desconcierto.

—En el parque, hace tres días. Gwen Potts la llevó allí para que me viera. —Isabel no estaba segura de si debía seguir hablando—. Yo no fui a buscarla; fue Gwen quien me la trajo, lo juro. ¿Dónde está Lucy?

—No está. Ha desaparecido.

—¿Cuándo?

—Creí que eso podría decírmelo usted —contestó el policía.

—Señor Graysmark, ¿le importa que eche un vistazo por aquí? Sólo para asegurarme. —Bill habría protestado, pero la información que acababa de ofrecer Isabel lo preocupaba—. En esta casa no ocultamos nada. Puede mirar donde quiera.

El policía, que todavía recordaba el día en que Bill Graysmark le había dado con la palmeta por copiar en un examen de matemáticas, se puso a abrir armarios y mirar debajo de las camas, aunque lo hacía con cierto nerviosismo, como si no descartara la posibilidad de que el maestro de escuela todavía pudiera arrearle seis de los buenos.

—Gracias. Si la ven, avísennos enseguida —dijo cuando por fin regresó al recibidor.

—¡Que los avisemos! —Isabel estaba indignada—. ¿Todavía no han empezado a buscarla? ¿Se puede saber a qué esperan?

—Eso no es asunto suyo, señora Sherbourne.

Nada más marcharse Garstone, Isabel se volvió hacia su padre y dijo:

—¡Tenemos que encontrarla, papá! ¿Dónde demonios puede haberse metido? Tengo que ir a…

—No te precipites, Izz. Déjame ver si puedo sonsacarle algo a Vernon Knuckey Llamaré a la comisaría y averiguaré qué está pasando.