31
Desde el día del incidente en Mouchemore’s, Hannah apenas sale de casa. Grace ha experimentado un retroceso y está aún más encerrada en sí misma, pese a los esfuerzos de su madre.
—Quiero irme a casa. Quiero a mi mamá —lloriquea la niña.
—Yo soy tu mamá, cariño. Ya sé que te cuesta entenderlo. —Le pone un dedo bajo la barbilla—. Te he querido desde el día que naciste. He esperado mucho para que volvieras a casa. Te prometo que algún día lo entenderás.
—¡Quiero a mi papá! —replica la niña, y le aparta el dedo.
—Papá no puede estar con nosotras. Pero te quería mucho. Muchísimo. —Y se imagina a Frank con su bebé en los brazos. La niña mira a Hannah con expresión de desconcierto, a veces de rabia y, al final, con resignación.
Una semana más tarde, volviendo a casa de una visita a su modista, Gwen le daba vueltas a la situación. Le preocupaba pensar qué sería de su sobrina: que un niño sufriera tanto tenía que ser pecado. No podía quedarse más tiempo cruzada de brazos.
Al pasar por el borde del parque, donde éste lindaba con el monte, se fijó en una mujer que estaba sentada en un banco con la mirada perdida en la lejanía. Primero miró el bonito tono verde de su vestido. Luego se dio cuenta de que era Isabel Sherbourne. Apretó el paso, pero no había ningún peligro de que ella la viera, porque estaba como en trance. Al día siguiente, y al siguiente, Gwen volvió a verla en el mismo sitio, y en el mismo estado de aturdimiento.
No habría sabido decir si la idea se le ocurrió antes o después del jaleo que montó Grace arrancando todas las páginas de su libro de cuentos. Hannah la había regañado, y luego se había echado a llorar mientras intentaba recoger los restos del primer libro que Frank le había comprado a su hija: los cuentos de los Hermanos Grimm en alemán, ilustrado con unas elaboradas acuarelas.
—¿Qué has hecho con el libro de papá? ¡Ay, cielo! ¿Cómo has podido hacer esto?
La niña se metió debajo de la cama y se quedó allí, hecha un ovillo.
—Me quedan tan pocos recuerdos de Frank… —volvió a lamentarse Hannah mientras contemplaba las arruinadas páginas que tenía en las manos.
—Ya lo sé, Hanny, ya lo sé. Pero Grace no. No lo ha hecho a propósito. —Gwen le puso una mano en el hombro—. Mira, ve a tumbarte un rato mientras yo me la llevo a dar un paseo.
—Tiene que acostumbrarse a estar en su casa.
—Sólo iremos a casa de papá. A él le encantará, y a Grace le sentará bien un poco de aire fresco.
—No, de verdad. No quiero…
—Hanny, necesitas descansar.
Hannah suspiró.
—De acuerdo. Pero sólo hasta casa de papá y volver.
Echaron a andar por la calle, y Gwen le dio un toffee a su sobrina.
—Quieres un caramelo, ¿verdad, Lucy?
—Sí —contestó la niña, y entonces ladeó la cabeza al darse cuenta de cómo la había llamado.
—Pues pórtate bien, e iremos a ver al abuelito.
A la niña se le iluminaron los ojos al oír mencionar al hombre de los caballos y los árboles gigantes. Siguió caminando mientras chupaba el caramelo. Gwen vio que no sonreía, pero que tampoco lloraba ni berreaba.
En sentido estricto, no había ninguna necesidad de pasar por el parque. Habrían podido llegar a la casa de Septimus mucho más deprisa por la ruta del cementerio y la capilla metodista.
—¿Estás cansada, Lucy? ¿Quieres que descansemos un poco? Hay que andar mucho para llegar a casa del abuelito, y tú eres muy chiquitina… —La niña se limitó a seguir abriendo y cerrando el pulgar y los dedos de una mano como si fueran unas tenazas, experimentando con el pegajoso residuo del toffee. Gwen vio a Isabel con el rabillo del ojo—. Sé buena y adelántate. Corre hasta el banco, y yo te seguiré. —La niña no echó a correr, sino que caminó sin ninguna prisa, arrastrando su muñeca de trapo por el suelo. Gwen mantenía la distancia y la observaba.
Isabel parpadeó.
—¡Lucy! ¡Cariño mío! —exclamó, y cogió a la niña en brazos sin pararse a pensar en cómo habría llegado hasta allí.
—¡Mami! —gritó la pequeña, y se aferró a ella con todas sus fuerzas.
Isabel levantó la vista y descubrió a Gwen, que asintió con la cabeza como diciendo: «Adelante».
A Isabel no le importaba qué intenciones tuviera aquella mujer. Abrazó a la niña, llorosa, y luego la apartó un poco para verla mejor. Quizá, pese a todo, Lucy todavía pudiera ser suya. Esa posibilidad le produjo un estremecimiento de placer.
—¡Estás más delgada, pequeñaja! Te has quedado en los huesos. Tienes que ser buena y comer. Tienes que hacerlo por mamá. —Poco a poco, fue percibiendo otros cambios en su hija: llevaba la raya del pelo en el otro lado; un vestido de muselina bordado con margaritas; zapatos nuevos con mariposas en las hebillas.
Gwen sintió un gran alivio al ver cómo reaccionaba su sobrina. Parecía otra niña: segura, de pronto, con la madre que amaba. Las dejó estar juntas todo el rato que pudo, y entonces se les acercó.
—Vale más que me la lleve —dijo—. No estaba segura de encontrarla aquí.
—Pero… No entiendo…
—Esto es terrible. Es muy duro para todos. —Negó con la cabeza y suspiró—. Mi hermana es buena persona, se lo aseguro. Ha sufrido mucho. —Apuntó con la barbilla a la niña—. Intentaré traerla otro día, aunque no puedo prometérselo. Tenga paciencia, es lo único que puedo decirle. Tenga paciencia y quizá… —Dejó la frase en el aire—. Pero por favor, no se lo cuente a nadie. Hannah no lo entendería. Y nunca me perdonaría… Vamos, Lucy —dijo, y le tendió los brazos a la pequeña.
La niña se aferró a Isabel.
—¡No, mamá! ¡No te vayas!
—Sé buena, corazón. Hazlo por mamá, ¿quieres? Ahora tienes que irte con esta señora, pero te prometo que pronto volveremos a vernos.
La niña seguía agarrándose a ella.
—Si te portas bien, podremos volver otro día —dijo Gwen, sonriendo, y la apartó con cuidado.
La poca capacidad de razonar que le quedaba impidió que Isabel obedeciera el impulso de agarrar a la niña y echar a correr. No. Si tenía paciencia, la mujer había prometido volver. ¿Quién sabía qué otras cosas cambiarían quizá con el tiempo?
Gwen tardó un buen rato en calmar a su sobrina. La abrazó, la llevó en brazos y aprovechó cualquier oportunidad para distraerla con acertijos y fragmentos de canciones infantiles. Todavía no sabía cómo llevaría a la práctica su plan, pero no soportaba más ver a la pobre niña apartada de su madre. Hannah siempre había sido muy testaruda, y Gwen temía que ese rasgo de su carácter la estuviera obcecando. Se preguntó si podría esconderle a su hermana aquel encuentro. Pero aunque no pudiera, valía la pena intentarlo. Cuando por fin la niña se hubo calmado, Gwen le preguntó:
—¿Sabes qué es un secreto, cariño?
—Sí —masculló ella.
—Muy bien. Pues nosotras dos vamos a jugar a un juego de secretos, ¿de acuerdo? —La niña la miró sin comprender—. Tú quieres a mamá Isabel, ¿verdad?
—Sí.
—Y yo sé que quieres volver a verla. Pero Hannah podría enfadarse un poco, porque está muy triste, así que no debemos contárselo, ni a ella ni al abuelito, ¿de acuerdo?
La niña se puso tensa.
—Éste será nuestro pequeño secreto, y si alguien nos pregunta qué hemos hecho hoy, tienes que decir que hemos ido a casa del abuelito. No debes decirle a nadie que has visto a tu mamá. ¿Me has entendido, tesoro?
La niña frunció los labios y asintió con gravedad; la confusión se reflejaba en su mirada.
—Es una niña muy inteligente. Sabe que Isabel Sherbourne no está muerta. Nos la encontramos en Mouchemore’s. —Hannah había vuelto al consultorio del doctor Sumpton, esa vez sin su hija.
—Mi opinión profesional es que la única cura para su hija es el tiempo, y alejarse de la señora Sherbourne.
—Es que he pensado… Bueno, he pensado que si consiguiera que me hablara de su otra vida… De su vida en la isla. ¿Eso no la ayudaría?
El médico dio una calada a su pipa.
—Plantéeselo así: si acabaran de extirparle el apéndice, lo peor que podrían hacerle sería abrirle la herida cada diez minutos y hurgar en ella otra vez para ver si se había curado. Ya sé que resulta difícil, pero en estos casos, cuanto menos se hable, mejor. Dele tiempo y lo superará.
Sin embargo, en opinión de Hannah, la niña no daba muestras de superarlo, ni mucho menos. Estaba obsesionada con poner sus juguetes en orden y hacerse muy bien la cama. Pegó al gatito por derribar la casa de muñecas, y mantenía siempre la boca bien cerrada, pues no quería que se le escapara la más leve muestra de afecto hacia su madre impostora.
Hannah, sin embargo, perseveraba. Le contaba historias: sobre los bosques y los hombres que trabajaban en ellos; sobre el colegio de Perth y las cosas que había hecho ella allí; sobre Frank y su vida en Kalgoorlie. Le cantaba canciones en alemán, pese a que la niña no prestaba demasiada atención. Cosía vestidos para sus muñecas y hacía pudin para cenar. La niña se limitaba a dibujar. Siempre dibujaba lo mismo: mamá, papá y Lulu en el faro, cuyo haz de luz llegaba hasta el borde mismo de la hoja, ahuyentando la oscuridad.
Desde la cocina, Hannah veía a la niña sentada en el suelo del salón, hablando con sus pinzas para la ropa. Últimamente parecía más nerviosa que nunca, excepto cuando estaba con el abuelo Septimus, de modo que su madre se alegró de ver que jugaba tranquila. Se acercó un poco más a la puerta para escuchar.
—Lucy, cómete un toffee —dijo una pinza.
—Ñam —decía otra pinza mientras se tragaba el aire que la niña le daba con sus deditos.
—Tengo un secreto —dijo la primera pinza—. Ven con tía Gwen. Cuando Hannah duerma.
Hannah la observaba atentamente, y un sudor frío se extendió por su cuerpo. Grace se sacó un limón del bolsillo del delantal y lo tapó con un pañuelo.
—Buenas noches, Hannah —dijo tía Gwen—. Ahora vamos a ir al parque a ver a mamá.
—Mua, mua. —Otras dos pinzas se pegaron la una a la otra y se dieron besos—. Mi querida Lucy. Vamos, corazón. Volvemos a Janus. —Y las pinzas brincaban un poco por la alfombra.
El silbido del hervidor asustó a la niña, y al volverse vio a Hannah en el umbral. Soltó las pinzas y dijo:
—¡Lucy, mala! —Y se dio un cachete en la mano.
El horror de Hannah al contemplar aquella charada se tornó en desesperación al oír aquella última admonición: así era como la veía su hija. No como la madre que la amaba, sino como una tirana. Intentó mantener la calma mientras pensaba qué podía hacer.
Le temblaban un poco las manos, pero preparó una taza de chocolate y la llevó al salón.
—Qué juego tan bonito, cariño —dijo, controlando el temblor de su voz.
La niña se quedó quieta, sin hablar y sin beberse la taza que tenía en la mano.
—¿Tienes algún secreto, Grace?
La niña asintió con la cabeza.
—Seguro que son secretos muy bonitos.
Grace volvió a asentir, mientras intentaba decidir qué reglas tenía que seguir.
—¿Quieres jugar conmigo?
La niña deslizó la punta del pie por el suelo, dibujando un arco.
—Vamos a jugar a que yo adivino tu secreto. Así seguirá siendo un secreto, porque tú no me lo habrás contado. Y si lo adivino, te daré un caramelo de premio. —La niña tensó las facciones, y Hannah esbozó una sonrisa—. Me parece que… fuiste a visitar a la mujer de Janus. ¿Es verdad?
La niña iba a asentir, pero se detuvo.
—Fuimos a visitar al hombre de la casa grande —respondió—. Tenía la cara colorada.
—No me enfadaré contigo, cariño. A veces, ir de visita es divertido, ¿verdad? ¿Te dio un gran abrazo esa mujer?
—Sí —contestó la niña con cautela, tratando de discernir mientras pronunciaba esa palabra si aquello formaba parte del secreto o no.
Media hora más tarde, mientras recogía la ropa tendida, Hannah todavía tenía el estómago revuelto. ¿Cómo podía haberle hecho eso su propia hermana? Recordó la expresión en las caras de las clientas de Mouchemore, y tuvo la impresión de que ellas habían visto algo que ella no podía ver: todos, incluida Gwen, se reían de ella a sus espaldas. Dejó un delantal colgando de una pinza, entró en la casa e irrumpió en la habitación de su hermana.
—¿Cómo has podido?
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó Gwen.
—¡Como si no lo supieras!
—¿De qué me hablas, Hannah?
—Sé lo que has hecho. Sé adónde llevaste a Grace.
Hannah se llevó una sorpresa cuando su hermana se echó a llorar y dijo:
—Esa pobre niña, Hannah…
—¿Qué?
—¡Pobre niña! Sí, la llevé a ver a Isabel Sherbourne. Al parque. Y las dejé hablar. Pero lo hice por ella. Esa pequeña ya no sabe quién es. Lo hice por ella, Hanny. Lo hice por Lucy.
—¡Se llama Grace! Se llama Grace y es mi hija, y lo único que quiero es que sea feliz y… —Su voz fue perdiendo fuerza y acabó ahogándose en un sollozo—. Echo de menos a Frank. ¡Cielos, te echo de menos, Frank! —Miró a su hermana—. ¡Y tú vas y la llevas a ver a la mujer del hombre que lo enterró en una zanja! ¿Cómo pudo ocurrírsete? Grace tiene que olvidarse de ellos. De los dos. ¡Su madre soy yo!
Gwen titubeó; entonces se acercó a su hermana y la abrazó con dulzura.
—Hannah, sabes lo mucho que te quiero. He hecho todo lo posible para ayudarte, desde el primer día. Y desde que la niña volvió a casa me he esforzado mucho. Pero ése es el problema. Ésta no es su casa, ¿no? No soporto verla sufrir. Y tampoco soporto verte sufrir a ti.
Hannah inspiró entre un sollozo y un gemido.
Gwen cuadró los hombros y continuó:
—Creo que deberías devolvérsela a Isabel Sherbourne. Dudo que haya otra solución. Deberías hacerlo por el bien de la niña. Y por el tuyo, Hanny, querida. Por el tuyo.
Hannah retrocedió y dijo con dureza:
—Jamás volverá a ver a esa mujer mientras yo viva. ¡Jamás!
Ninguna de las dos hermanas vio la carita asomada a la rendija de la puerta; ni las orejitas que oían todo lo que se decía en aquella casa tan extraña.
Vernon Knuckey estaba sentado frente a Tom, al otro lado de la mesa.
—Creía que ya lo había visto todo hasta que apareció usted. —Releyó el informe que tenía delante—. Un buen día aparece un bote en la playa y usted se dice: «Qué bebé tan mono. Si me lo quedo, nadie se enterará».
—¿Es eso una pregunta?
—¿Pretende obstaculizar mi trabajo?
—No.
—¿Cuántos hijos había perdido Isabel?
—Tres. Eso ya lo sabe.
—Pero fue usted quien decidió quedarse el bebé, y no la mujer que ya había perdido tres. Todo fue idea suya, porque creía que si no tenía sus propios hijos, la gente no lo consideraría un hombre de verdad. ¿Se ha creído que me chupo el dedo?
Tom no dijo nada, y Knuckey se inclinó hacia él y bajó la voz.
—Yo sé lo que significa perder un hijo. Y sé las consecuencias que eso tuvo para mi mujer. Le faltó poco para volverse loca. —Esperó un momento, pero Tom no reaccionó—. Se lo aseguro: serán indulgentes con ella.
—No la tocarán —saltó Tom.
Knuckey negó con la cabeza.
—La audiencia preliminar se celebrará la semana que viene, en cuanto llegue el juez itinerante. A partir de entonces, pasará usted a ser problema de Albany, y Spragg lo recibirá con los brazos abiertos y Dios sabe qué más. Le ha cogido manía, y allí yo no podré hacer nada para contenerlo.
Tom seguía sin reaccionar.
—¿Quiere que avise a alguien de que va a celebrarse la audiencia?
—No, gracias.
Knuckey lo miró con fijeza. Cuando estaba a punto de marcharse, Tom dijo:
—¿Puedo escribirle a mi esposa?
—Pues claro que no puede escribirle a su esposa. No puede comunicarse con un testigo potencial. Si quiere que juguemos, jugaremos, pero con las reglas en la mano.
Tom lo miró con recelo.
—Sólo necesito un trozo de papel y un lápiz. Si quiere, puede leer la carta. Es mi mujer.
—Y yo soy policía, por si no se ha dado cuenta.
—No me diga que nunca se ha saltado una regla, que nunca ha hecho la vista gorda por un pobre desgraciado. Un trozo de papel y un lápiz, no pido más.
Ralph le entregó la carta a Isabel esa misma tarde. Ella la cogió de mala gana, con mano temblorosa.
—Te dejo para que la leas —dijo Ralph, y le puso una mano en el antebrazo—. Ese hombre necesita tu ayuda, Isabel —agregó con gravedad.
—Y mi hija también —repuso ella con lágrimas en los ojos.
Cuando Ralph se marchó, Isabel se llevó la carta a su dormitorio y se quedó mirándola. Se la acercó a la cara para olería, buscando algún rastro de su marido, pero no encontró nada distintivo en ella. Cogió unas tijeras de uñas del tocador y empezó a cortar una esquina, cuando algo le paralizó los dedos. Recordó la cara de Lucy, llorando, y se estremeció al pensar que había sido Tom quien había provocado aquello. Dejó las tijeras y metió la carta en un cajón que cerró lentamente y sin hacer ruido.
La almohada está húmeda de lágrimas. Un luna creciente brilla a través de la ventana, demasiado tenue para alumbrar siquiera su propio camino por el cielo. Hannah la contempla. Hay tantas cosas en el mundo que podría compartir con su hija, pero la niña y el mundo le han sido arrebatados.
Quemadura de sol. Al principio la desconcierta el recuerdo que ha aparecido de golpe, espontáneamente, irrelevante. Una institutriz inglesa, que ni siquiera conocía el concepto de quemadura de sol, y mucho menos su tratamiento, la había metido en un baño de agua caliente para «aliviarla» de una sobreexposición al sol después de bañarse demasiado rato en la bahía, un día que su padre estaba ausente.
—No sirve de nada quejarse —le había dicho la mujer a Hannah, que entonces tenía diez años—. El dolor te hará bien. —Hannah había seguido llorando hasta que al final la cocinera fue a ver a quién estaban asesinando, y la sacó de la bañera.
—¡Jamás había visto una estupidez tan grande! —declaró la cocinera—. Lo último que hay que hacer con una quemadura es quemarla. ¡No hay que ser Florence Nightingale para saber eso!
Pero Hannah recuerda que no estaba enfadada. La institutriz estaba convencida de que hacía lo correcto. Sólo quería lo mejor para ella. Si le ocasionaba dolor era para ayudarla.
Furiosa, de pronto, con aquella luna tan débil, lanza la almohada contra el otro extremo de la habitación y golpea una y otra vez el colchón con el puño.
—Quiero que me devuelvan a mi Grace —dice, articulando en silencio, entre sollozos—. ¡Ésta no es mi Grace!
Realmente, su bebé murió.
Tom oyó el tintineo de las llaves.
—Buenas tardes —dijo Gerald Fitzgerald, que entró seguido de Harry Garstone—. Siento llegar tarde. El tren ha atropellado un rebaño de ovejas antes de llegar a Bunbury. Eso nos ha retrasado un poco.
—No tenía pensado ir a ningún sitio —replicó Tom.
El abogado ordenó sus papeles encima de la mesa.
—La audiencia preliminar se celebrará dentro de cuatro días.
Tom asintió con la cabeza.
—¿Todavía no ha cambiado de idea?
—No.
Fitzgerald suspiró.
—¿Y a qué espera? —Tom lo miró, y el hombre insistió—: ¿A qué demonios espera? Yo no veo a la caballería bajando por la colina, amigo mío. Nadie va a venir a salvarlo, excepto yo. Y si estoy aquí es sólo porque el capitán Addicott paga mis honorarios.
—Le pedí que no malgastara su dinero.
—¡No tiene por qué malgastar el dinero! Usted podría dejar que me lo ganara, y estaría bien invertido.
—¿Cómo?
—Déjeme decir la verdad, darle una oportunidad de salir de aquí como un hombre libre.
—¿Cree que destrozar a mi esposa me convertiría en un hombre libre?
—Lo único que digo es que puedo defenderlo bien de la mitad de estas acusaciones, sea lo que sea lo que usted haya hecho; al menos, obligarles a presentar pruebas. Si se declara no culpable, la Corona tendrá que demostrar cada uno de los elementos de todos los delitos. Ese maldito Spragg y sus melodramas: ¡déjeme plantarle cara, aunque sólo sea por orgullo profesional!
—Usted dijo que si me declaro culpable de todo, dejarán en paz a mi esposa. Usted conoce las leyes. Y yo sé qué quiero hacer.
—Ya verá como no es lo mismo pensarlo que hacerlo. La cárcel de Fremantle es un infierno. Se me ocurren sitios mejores donde pasar veinte años de mi vida.
Tom lo miró a los ojos.
—Usted no sabe lo que es un infierno. Vaya a Pozieres, Bullecourt, Passchendaele, y luego ya me dirá si se vive mal en un sitio donde te dan techo, cama y comida.
Fitzgerald consultó sus papeles y anotó algo.
—Si usted me pide que lo presente como culpable, así lo haré. Y lo acusarán de absolutamente todo. Pero mi obligación es explicarle cómo funciona esto. Y será mejor que rece a Jesucristo para que Spragg no se saque de la manga alguna acusación más cuando llegue usted a Albany.