Capítulo 30

30

En Partageuse no vive mucha gente, y tampoco hay muchos sitios donde pueda estar esa gente. Tarde o temprano, uno acaba encontrándose a alguien a quien habría preferido no ver.

Violet había tardado días en convencer a su hija de que saliera de casa.

—Venga, acompáñame hasta Mouchemore’s. Necesito más lana para esa colcha que estoy haciendo. —Se habían acabado las rebequitas y los vestiditos de flores. Últimamente volvía a tejer mantas a ganchillo para los últimos desdichados que languidecían en el asilo de repatriados. Al menos así tenía las manos ocupadas, aunque no siempre consiguiera tener ocupada la mente.

—En serio, mamá, no me apetece. Me quedaré aquí.

—No seas así, hija. Vamos, anímate.

Salieron juntas a la calle, y la gente con que se cruzaban intentaba disimular que las miraba. Algunas personas les sonrieron educadamente, pero ya nadie preguntaba «¿Cómo va todo, Vi?», o «¿Nos vemos en la iglesia el domingo?». Nadie estaba seguro de cómo debía tratar aquel duelo que no era por una muerte. Algunos cambiaban de acera para evitarlas. Los vecinos leían el periódico para conseguir toda la información que pudieran, pero últimamente las cosas se habían calmado.

Al entrar Violet y su hija en la mercería, Fanny Darnley, que salía en ese momento por la puerta, dio un grito ahogado y se quedó parada en la acera, con gesto de alarma y deleite.

La tienda olía a limpiamuebles de lavanda, y a rosas de un popurrí que había en un cesto cerca de la caja registradora. Alineados en las paredes, a ambos lados, había rollos de tela: damascos y muselinas, linos y algodones. Había arcoíris de hilos y nubes de lana ovillada. Encima de una mesa donde el señor Mouchemore atendía a una anciana había cartones de diferentes encajes: grueso, fino, de Bruselas, francés. A ambos lados de la tienda, partiendo del mostrador del fondo, sendas hileras de mesas con sillas servían de asiento a los clientes.

Sentadas a una de esas mesas, de espaldas a Isabel, había dos mujeres. Una era rubia, y la otra, morena, examinaba un rollo de lino amarillo pálido que el dependiente había desenrollado ante ella. A su lado, cabizbaja y jugueteando con una muñeca de trapo, había una niñita rubia, inmaculadamente vestida con un vestido rosa con canesú de nido de abeja y calcetines blancos con adornos de encaje.

Mientras la mujer examinaba la tela y hablaba con el dependiente sobre el precio y la cantidad, la niña desvió la mirada para ver quién acababa de entrar. Soltó la muñeca y se bajó apresuradamente de la silla.

—¡Mamá! —gritó, y corrió hacia Isabel—. ¡Mamá! ¡Mamá!

Antes de que nadie pudiera entender qué pasaba, Lucy había rodeado las piernas de Isabel con los brazos y se agarraba a ella como un cangrejo.

—¡Lucy! —Isabel la cogió en brazos y la abrazó, dejando que la niña se acurrucara contra su cuello—. ¡Lucy, cariño mío!

—¡Esa mujer mala se me llevó, mamá! ¡Y me pegó! —gimoteó la niña, señalando a Hannah.

—¡Ay, cariño mío! ¡Pobrecita!

Isabel estrujaba a la niña, sollozaba de emoción por el contacto con ella; las piernas de la pequeña encajaban a la perfección alrededor de su cintura y su cabeza se acomodó automáticamente bajo su barbilla, como la última pieza de un rompecabezas. Estaba ajena a todo y a todos.

Hannah las observaba atónita, humillada y derrotada por la atracción magnética que Isabel ejercía sobre Grace. Por primera vez, comprendió la atrocidad del robo. Ante ella tenía la prueba de todo lo que había sido robado. Veía los centenares de días y los millares de abrazos que las dos habían compartido, el amor usurpado. Notó un temblor en las piernas y temió desplomarse. Gwen le puso una mano en el brazo, sin saber qué hacer.

Hannah intentó rechazar la humillación y las lágrimas que ésta le provocaba. La mujer y la niña seguían entrelazadas como si fueran un solo ser, en un mundo donde nadie podía entrar. Sintió mareo mientras intentaba mantenerse erguida, mantener una pizca de dignidad. Esforzándose para respirar acompasadamente, cogió su bolso del mostrador y caminó tan dignamente como pudo hacia Isabel.

—Grace, cariño —dijo vacilante. La niña seguía apretujada contra Isabel, y ninguna de las dos se movió—. Grace, cariño, tenemos que irnos a casa. —Estiró un brazo para tocar a la niña, que se puso a gritar; no fue un simple chillido, sino un berrido atronador que retumbó en las ventanas.

—¡Mamá, dile que se vaya! ¡Dile que se vaya, mamá!

El resto de los presentes contemplaban la escena; los hombres estaban perplejos, y las mujeres, horrorizadas. La niña tenía el rostro crispado y amoratado.

—¡Por favor, mamá! —suplicaba, con una manita en cada mejilla de Isabel, gritándole las palabras como si tuviera que salvar una gran distancia o una profunda sordera.

Isabel permanecía muda.

—Quizá podríamos… —se aventuró a decir Gwen, pero su hermana la interrumpió:

—¡Suéltela! —gritó, incapaz de dirigirse a Isabel por su nombre—. Ya nos ha hecho usted bastante daño —añadió en voz más baja, con un tono cargado de resentimiento.

—¿Cómo puede ser tan cruel? —le espetó Isabel—. ¡Ya ve en qué estado está! ¡Usted no sabe nada de ella, ni lo que necesita, ni cómo hay que cuidarla! ¡Tenga un poco de sentido común, ya que no puede tener ninguna amabilidad para con ella!

—¡Suelte a mi hija ahora mismo! —exigió Hannah, temblando. Estaba impaciente por salir de la tienda, por romper aquel abrazo magnético.

Agarró por la cintura a la niña, que se resistía y gritaba:

—¡Mamá! ¡Quiero a mi mamá! ¡Suéltame!

—No pasa nada, cariño —la consoló Hannah—. Ya sé que estás enfadada, pero no podemos quedarnos. —Y siguió tratando de tranquilizar a la niña con palabras mientras la sujetaba con suficiente fuerza para impedir que se soltara de sus brazos y huyera.

Gwen miró a Isabel y negó con la cabeza, desconsolada. Entonces se volvió hacia su sobrina y dijo:

—Chsst, cariño. No llores. —Le enjugó las lágrimas con un fino pañuelo de encaje—. Vámonos a casa y te daremos un tofe. Tabatha Tabby te echará de menos. Vamos, corazón.

Hannah y Gwen siguieron pronunciando palabras tranquilizadoras mientras salían con la niña de la tienda. Al llegar a la puerta, Gwen se volvió y miró a Isabel, cuya desesperación se reflejaba en su mirada.

Se quedaron todos quietos un instante. Isabel, con la mirada perdida, no se atrevía a moverse para no perder la sensación que la niña había dejado en su cuerpo. Su madre miraba a los empleados, desafiándolos a hacer algún comentario. Al final, el dependiente que había desenrollado la pieza de lino la recogió y empezó a enrollarla de nuevo.

Larry Mouchemore aprovechó ese momento para decirle a la anciana a la que estaba atendiendo:

—¿Y sólo quiere dos metros? ¿De ese encaje?

—Sí, sí, sólo dos metros —confirmó la mujer, aparentando normalidad, aunque intentó pagar con un peine en lugar de con las monedas que pensaba sacar de su bolso.

—Vamos, hija —dijo Violet en voz baja. Y añadió más alto—: Creo que esta vez no quiero la misma lana. Volveré a mirar el modelo y ya lo decidiré.

Fanny Darnley, que chismorreaba con una mujer que estaba a su lado en la acera, se quedó inmóvil al ver salir las dos mujeres, y sólo se atrevió a seguirlas por la calle con la mirada.

Knuckey camina por el istmo de Point Partageuse, escuchando el sonido de las olas que rompen contra la orilla a ambos lados. Suele ir allí a poner en orden sus ideas por la noche, después de cenar y secar los platos que su mujer ha lavado. Todavía echa de menos aquellos tiempos en que los chicos estaban en casa y los ayudaban, convirtiéndolo en un juego. Ahora ya son mayores. Sonríe al recordar al pequeño Billy, que para él siempre tendrá tres años.

Entre el pulgar y el índice le da vueltas a una concha, fría y redonda como una moneda. Familias: no sabe qué sería de él sin la suya. Que una mujer quisiera tener un hijo era lo más natural. Su Irene habría hecho cualquier cosa para devolver a Billy a la vida. Cualquier cosa. Cuando se trata de sus hijos, los padres son todo instinto y esperanza. Y miedo. Las normas y las leyes no cuentan para nada.

La ley es la ley, pero las personas son las personas. Recuerda el día en que empezó todo ese turbulento asunto: el Día de ANZAC en que él había ido a Perth para asistir al funeral de su tía. De haber estado en el pueblo, habría podido salir a detener a aquellos hombres, a aquella multitud entre la que se contaba Garstone; a los hombres que utilizaron a Frank Roennfeldt para ahuyentar el dolor, aunque sólo fuera un momento. Pero así sólo habría empeorado las cosas. No puedes enfrentar a todo un pueblo con su vergüenza. A veces, olvidar es la única forma de volver a la normalidad.

Volvió a pensar en su prisionero. Tom Sherbourne era un enigma. Más cerrado que una nuez de Macadamia: no había manera de saber qué se escondía dentro de aquella cáscara lisa y dura, y no había ningún punto débil sobre el que ejercer presión. El maldito Spragg estaba deseando pillarlo. Él lo había entretenido tanto como había podido, pero pronto tendría que dejar que interrogara a Sherbourne. No sabía qué podían hacer con él en Albany, o en Perth. Tal como se estaba comportando, Sherbourne era su peor enemigo.

Al menos había conseguido que Spragg dejara en paz a Isabel.

—Ya sabe que no podemos obligar a una mujer a testificar contra su marido, así que no la moleste. Si la presiona, ella podría cerrarse en banda. ¿Es eso lo que quiere? —le había preguntado al sargento—. Déjemela a mí.

La situación lo desbordaba. Una vida tranquila en un pueblo tranquilo: eso era para lo que él había firmado. Y, sin embargo, se enfrentaba a un caso difícil, muy difícil. Su trabajo consistía en ser justo y concienzudo, y dejar que Albany se ocupara del asunto cuando llegara el momento. Tiró la concha al agua. No hizo el menor ruido, o lo ahogó el rugido de las olas.

El sargento Spragg, sudoroso todavía tras el largo viaje desde Albany, se sacudió un poco de pelusa de la manga. Se volvió lentamente hacia los documentos que tenía delante.

—Thomas Edward Sherbourne. Fecha de nacimiento: 28 de septiembre de 1893.

Tom no hizo ningún comentario a esa declaración. Las cigarras entonaban su estridente canto en el bosque; parecía el mismísimo sonido del calor.

—Todo un héroe de guerra. Cruz Militar con Barra. He leído sus menciones: capturó un nido de ametralladoras alemán sin la ayuda de nadie. Puso a salvo a cuatro de sus hombres bajo el fuego de francotiradores. Y todo lo demás. —Spragg hizo una pausa—. Debió de matar a mucha gente.

Tom permaneció callado.

—He dicho —dijo Spragg inclinándose hacia él por encima de la mesa— que debió de matar a mucha gente.

Tom respiraba acompasadamente y miraba al frente con gesto inexpresivo.

Spragg dio un golpe en la mesa.

—Cuando le haga una pregunta, quiero que me conteste, ¿entendido?

—Cuando me haga una pregunta, se la contestaré —repuso Tom sin alterarse.

—¿Por qué mató a Frank Roennfeldt? Ésa es la pregunta.

—Yo no lo maté.

—¿Lo hizo porque era alemán? Todavía conservaba el acento, según cuentan.

—Cuando yo lo encontré no tenía ningún acento. Estaba muerto.

—Usted mató a muchos como él en Europa. Uno más no tenía importancia, ¿verdad?

Tom inspiró, soltó el aire lentamente y se cruzó de brazos.

—Eso también es una pregunta, Sherbourne.

—¿A qué viene todo esto? Ya le he dicho que fui yo quien decidió quedarse a Lucy. Le he dicho que ese hombre estaba muerto cuando apareció el bote. Lo enterré, y de eso también me hago responsable. ¿Qué más quiere?

—Oh, sí, es tan valiente, tan sincero, tan dócil, está tan dispuesto a ir a la cárcel… —se burló Spragg con retintín—. Pues yo no me lo trago, amigo, ¿me entiende? Me da la impresión de que lo que intenta es librarse de la acusación de asesinato.

La imperturbabilidad de Tom lo irritó aún más, y continuó:

—Conozco a los de su calaña. Y estoy harto de héroes de guerra. Volvieron aquí y esperaban que los adoraran el resto de sus días. Y miran por encima del hombro a cualquiera que no llevara uniforme. Pues bien, la guerra terminó hace ya mucho tiempo. Hemos visto a muchos de ustedes volver y descarriarse. Lo que hacían para sobrevivir allí no es lo mismo que hay que hacer para sobrevivir en un país civilizado, y no se librará usted tan fácilmente.

—Esto no tiene nada que ver con la guerra.

—Alguien tiene que defender la decencia, y yo soy el encargado de defenderla aquí.

—¿Y qué me dice del sentido común, sargento? ¡Por el amor de Dios, piense un poco! Podría haberlo negado todo. Podría haber dicho que Frank Roennfeldt ni siquiera estaba en el bote, y ustedes no sabrían nada. Dije la verdad porque quería que su mujer supiera lo que había pasado, y porque ese hombre merecía un entierro digno.

—O dijo sólo media verdad porque quería tranquilizar su conciencia y librarse con un pequeño castigo.

—Le estoy preguntando qué es lo que tiene sentido.

El sargento lo miró con frialdad.

—Afirman que mató a siete hombres en su pequeña incursión al nido de ametralladoras. A mí eso me parece obra de un hombre violento. De un asesino despiadado. Podría resultar que su heroísmo le acarreara la muerte —dijo, y recogió sus notas—. Es difícil ser un héroe cuando cuelgas de una soga. —Cerró la carpeta y llamó a Harry Garstone para que volviera a llevar al prisionero al calabozo.