29
—¿Por qué la proteges? —Esa pregunta hizo reaccionar a Tom, que miró a Ralph con recelo entre los barrotes—. Está más claro que el agua, amigo. En cuanto nombro a Isabel, empiezas a decir tonterías.
—Debí protegerla mejor. Protegerla de mí.
—No digas estupideces.
—Has sido un buen amigo, Ralph. Pero… hay muchas cosas de mí que no sabes.
—Y hay muchas cosas de ti que sí sé, muchacho.
Tom se levantó.
—¿Ya habéis arreglado el motor? Me dijo Bluey que habíais tenido problemas con él.
Ralph lo observó atentamente.
—No pinta nada bien.
—Esa barca te ha hecho muy buen servicio durante años.
—Sí. Siempre he confiado en ella, y nunca pensé que me decepcionaría. Fremantle quiere retirarla del servicio. —Miró a Tom a los ojos—. Pronto estaremos todos criando malvas. ¿Quién eres tú para echar por la borda los mejores años de tu vida?
—Los mejores años de mi vida terminaron hace mucho tiempo, Ralph.
—¡Eso son paparruchas, y tú lo sabes! ¡Ya va siendo hora de que te levantes y hagas algo! ¡Por amor de Dios, despierta ya!
—¿Qué me propones que haga, Ralph?
—Te propongo que digas la verdad, sea la que sea. Lo único que se consigue mintiendo es meterse en líos.
—A veces eso también es lo único que consigues diciendo la verdad… Todos tenemos un límite, Ralph. Dios mío, eso lo sé yo mejor que nadie. Izzy era una muchacha alegre y normal hasta que se enredó conmigo. Si no hubiera venido a Janus, no habría pasado nada de todo esto. Ella creyó que aquello sería el paraíso. No tenía ni idea de lo que le esperaba. No debí dejarla venir.
—Es una mujer adulta, Tom.
Miró al capitán y sopesó lo que iba a decir a continuación.
—Ralph, esto tenía que pasar tarde o temprano. Al final, los pecados siempre se pagan. —Suspiró y desvió la vista hacia una telaraña que había en un rincón de su celda, de la que colgaban unas cuantas moscas como olvidadas decoraciones navideñas—. Yo debería haber muerto hace muchos años. Debió alcanzarme una bala o una bayoneta, no faltaron ocasiones. Llevo mucho tiempo en la prórroga. —Tragó saliva—. Para Izz ya es bastante duro no tener a Lucy. No sobreviviría mucho en… Ralph, esto es lo único que puedo hacer por ella. Es la única compensación que puedo ofrecerle.
—No hay derecho. —La niña repite esa frase una y otra vez, no con tono lastimero, sino como una llamada desesperada a la razón. Parece que estuviera explicándole una expresión a un extranjero—. No hay derecho. Quiero irme a casa.
A veces, Hannah consigue distraerla unas horas haciendo pasteles o recortando muñecas de papel. Les echa migas a los maluros blanquiazules, y los diminutos pajarillos van hasta la puerta dando saltitos con sus patas finas como el alambre, embelesando a Grace mientras picotean con delicadeza las migas de pan.
Un día ve su expresión de placer al pasar al lado de un gato atigrado, y pregunta por el pueblo si alguien tiene gatitos. Se llevan a casa uno pequeño, negro y con las patas y la cara blancas.
A Grace le interesa el animal, pero desconfía.
—Es tuyo, Grace. Todo tuyo —le asegura Hannah, y le pone el gatito en las manos—. Tendrás que ayudar a cuidarlo. A ver, ¿cómo quieres llamarlo?
—Lucy —responde la niña sin vacilar.
Hannah se resiste:
—A mí me parece que Lucy es un nombre de niña, no de gato. ¿Y si le ponemos un nombre de gato?
Así que Grace propone el único nombre de gato que conoce:
—Tabatha Tabby.
—No se hable más. Se llamará Tabatha Tabby —dice Hannah, conteniendo el impulso de decirle que no es un nombre muy apropiado para un macho. Al menos ha conseguido que la niña hable.
Al día siguiente, Hannah le propone:
—¿Vamos a darle un poco de carne picada a Tabatha?
—A ti no te quiere —responde Grace mientras juguetea con un mechón de pelo—. Sólo me quiere a mí. —Lo dice sin malicia, limitándose a exponer los hechos.
—Quizá deberías dejar que viera a Isabel Sherbourne —sugirió Gwen, tras un asalto especialmente violento entre madre e hija a raíz de unos zapatos.
Hannah se quedó horrorizada.
—¡Gwen!
—Ya sé que es lo último que querrías. Pero lo único que digo es que… a lo mejor ayudaría que Grace pensara que eres amiga de su madre.
—¡Amiga de su madre! ¡Cómo se te ocurre decir una cosa así! Además, ya sabes lo que me ha recomendado el doctor Sumpton. ¡Cuanto antes se olvide de esa mujer, mucho mejor!
Pero Hannah no podía eludir el hecho de que su hija llevaba estampado el sello de aquellos otros padres, de aquella otra vida. Cuando paseaban por la playa, Grace siempre intentaba irse hacia el agua. Por la noche, mientras que otros niños se limitarían a identificar la luna, Grace señalaba la estrella más brillante del firmamento y exclamaba: «¡Sirius! ¡Y la Vía Láctea!», con tanta seguridad que Hannah se asustaba y la hacía entrar precipitadamente en la casa, diciéndole que era hora de acostarse.
Hannah rezaba para no sentir resentimiento ni amargura.
«Señor, soy muy afortunada por haber recuperado a mi hija. Enséñame el buen camino». Pero a continuación se imaginaba a Frank, arrojado a una tumba sin lápida, envuelto en un trozo de lona. Recordaba la expresión de su cara la primera vez que cogió en brazos a su hija, como si su mujer le ofreciera el cielo y la tierra arropados en aquella manta rosa.
No era asunto suyo. Lo menos que podían hacer era aplicarle la ley a Tom Sherbourne. Si el tribunal decidía que debía ir a la cárcel… La Biblia decía: ojo por ojo. Hannah dejaría que la justicia siguiera su curso.
Pero entonces se acordaba del hombre que la había salvado de quién sabía qué, años atrás, en aquel barco. Se acordaba de lo segura que de pronto se había sentido en su presencia. Esa ironía le cortaba la respiración. ¿Cómo se podía saber cómo era una persona en el fondo? Hannah había visto el tono autoritario que Sherbourne había adoptado con aquel borracho. ¿Consideraría que estaba por encima de las normas? Pero aquellas dos notas, aquella hermosa caligrafía… «Rece por mí». Así que volvía a concentrarse en sus oraciones, y rezaba también por Tom Sherbourne: para que recibiera un castigo justo, aunque una parte de ella quisiera verlo sufrir por lo que había hecho.
Al día siguiente, por la tarde, Gwen y su padre daban un paseo por el jardín cogidos del brazo.
—¿Sabes qué? Echo de menos esta casa —dijo ella, volviendo la vista hacia la mansión de piedra caliza.
—Pues ella también te echa de menos a ti, Gwenny —replicó su padre. Dieron unos pasos más y añadió—: Ahora que Grace ha vuelto a casa con Hannah, quizá tú deberías volver con tu anciano padre.
Ella se mordió el labio.
—Me encantaría, de verdad, pero…
—Pero ¿qué?
—Creo que Hannah todavía no está preparada para vivir sola. —Se soltó y se puso frente a su padre—. Lamento tener que decirlo, papá, pero no sé si llegará a superarlo algún día. ¡Y esa pobre niña! No sabía que un crío pudiera sentirse tan desgraciado.
Septimus le acarició la mejilla.
—Pues yo sé de una niñita que se sentía igual de desgraciada. Casi me partes el corazón cuando murió tu madre, te lo aseguro. Fueron meses terribles. —Se agachó para oler una aterciopelada rosa roja. Aspiró su perfume, y luego se puso una mano en la espalda para enderezarse.
—Pero eso es lo más triste —insistió Gwen—. Que su madre no está muerta. Está aquí, en Partageuse.
—Sí. ¡Hannah está aquí mismo, en Partageuse!
Gwen conocía a su padre, y sabía que más valía no insistir. Siguieron andando en silencio; Septimus inspeccionaba los arriates, mientras Gwen intentaba no oír el sonido de la aflicción de su sobrina, que tenía grabado en la mente.
Esa noche, Septimus estuvo pensando qué podía hacer. Tenía experiencia con niñas pequeñas que habían perdido a su madre, y era persuasivo. Cuando hubo tramado su plan, se quedó profundamente dormido.
A la mañana siguiente fue a casa de Hannah y anunció:
—Muy bien, ¿todos preparados? Nos vamos de excursión sorpresa. Ya va siendo hora de que Grace conozca mejor Partageuse y sepa de dónde proviene.
—Es que estoy arreglando las cortinas para el local social. Le prometí al reverendo Norkells…
—Ya me la llevo yo. Lo pasaremos muy bien.
La «excursión sorpresa» empezó con un viaje a los aserraderos de Potts. Septimus recordaba que, de niñas, a Hannah y a Gwen les encantaba dar manzanas y terrones de azúcar a los caballos clydesdale que había allí. Ahora transportaban la madera en ferrocarril, pero en los aserraderos todavía había algunos caballos de tiro para emergencias, cuando la lluvia inutilizaba algún tramo de vía que atravesaba el bosque.
Mientras acariciaba a una de las yeguas, dijo:
—Ésta, pequeña Grace, es Arabella. ¿Sabes decir «Arabella»? —Y se volvió hacia el mozo de cuadra—. Engánchala al carro, ¿quieres?
Al poco rato, el mozo llevó a Arabella al patio tirando de un carro de dos ruedas. Septimus subió a Grace al asiento y se sentó a su lado.
—Vamos a explorar, ¿de acuerdo? —le dijo, y sacudió las riendas.
Grace nunca había visto un caballo tan grande. Nunca había visto un bosque de verdad: lo más parecido había sido su malograda aventura en los matorrales de detrás de la casa de los Graysmark. Aparte de eso, en su vida sólo había visto dos árboles: los dos pinos Norfolk de Janus. Septimus siguió los viejos caminos que discurrían entre los altísimos eucaliptos, señalando los canguros y varanos que veía; la niña estaba enfrascada en aquel mundo de cuento de hadas. De vez en cuando señalaba un pájaro o un ualabí. «¿Qué es eso?», preguntaba, y su abuelo le decía su nombre.
—Mira, un bebé de canguro —comentó Grace, señalando un marsupial que saltaba lentamente cerca del camino.
—Eso no es un bebé de canguro. Se llama quokka. Es como un canguro, pero muy pequeño. Eso es todo lo que crece. —Le dio unas palmaditas en la cabeza a la niña—. Me alegro de verte sonreír, pequeña. Ya sé que has estado triste y que echas de menos tu antigua vida… —Septimus caviló un momento—. Yo sé lo que es eso porque… bueno, porque a mí también me pasó.
La niña lo miró con perplejidad, y su abuelo continuó:
—Tuve que decirle adiós a mi madre y cruzar el mar hasta Fremantle en un barco de vela. Y sólo era un poco mayor que tú. Ya sé que cuesta imaginárselo. Pero vine aquí, y me acogieron unos padres nuevos que se llamaban Walt y Sarah. Ellos me cuidaron a partir de entonces, y me quisieron como mi Hannah te quiere a ti. Ya lo ves, no todo el mundo tiene una sola familia en la vida.
El rostro de Grace no revelaba ninguna reacción, así que Septimus cambió de táctica. Mientras el caballo avanzaba lentamente, el sol atravesaba las copas de los árboles esparciendo sombras moteadas.
—¿Te gustan los árboles?
Grace hizo un gesto afirmativo.
Él señaló unos árboles jóvenes.
—Mira: arbolitos que vuelven a crecer. Nosotros cortamos los más grandes y viejos, y otros nuevos ocupan su lugar. Si le das tiempo, todo vuelve a crecer. Cuando tú tengas mi edad, ese árbol será un gigante. Y se convertirá en madera. —Entonces se le ocurrió una idea—. Algún día, este bosque será tuyo. Será tu bosque.
—¿Mi bosque?
—Verás, ahora es mío, y algún día será de tu mamá y tu tía Gwen, y después será tuyo. ¿Qué te parece eso?
—¿Puedo hacer que corra el caballo? —preguntó Grace.
Septimus rió.
—Dame las manos y sujetaremos las riendas juntos.
—Aquí la tienes, sana y salva —dijo Septimus al devolver a Grace.
—Gracias, papá. —Hannah se agachó para ponerse a la altura de su hija—. ¿Lo has pasado bien?
Grace asintió con la cabeza.
—¿Has acariciado los caballos?
—Sí —repuso ella en voz baja, frotándose los ojos.
—Ha sido un día muy largo, corazón. Ahora tienes que ir a darte un baño, y luego a la cama.
—Me ha regalado el bosque —dijo Grace esbozando una sonrisa, y a Hannah le dio un vuelco el corazón.
Esa noche, después de bañar a Grace, Hannah se sentó en la cama de la niña.
—Me alegro mucho de que lo hayas pasado bien. Cuéntame las cosas que has visto, cariñito.
—Una cota.
—¿Cómo dices?
—Una cota pequeña que salta.
—¡Ah! ¡Un quokka! Qué monos son, ¿verdad? ¿Y qué más?
—Un caballo muy grande. Lo he llevado yo.
—¿Te acuerdas de cómo se llamaba?
La niña hizo memoria y respondió:
—«Araballa».
—Exacto, Arabella. Es una yegua preciosa. Y tiene muchos amigos allí: Sansón, Hércules, Diana… Arabella ya es muy viejecita. Pero todavía es muy fuerte. ¿Te ha enseñado el abuelito las carretas que puede arrastrar, esos carros con sólo dos ruedas enormes? Con ellos sacaban los troncos más grandes del bosque después de talarlos. —La niña negó con la cabeza, y Hannah continuó—: Ay, pequeña. Quiero enseñarte tantas cosas. El bosque te encantará, ya lo verás.
Mientras Grace se dormía, Hannah se quedó a su lado haciendo planes. Cuando llegara la primavera, le enseñaría a distinguir las flores silvestres. Le compraría un poni, un shetland quizá, y juntas cabalgarían por los estrechos caminos del bosque. De pronto se abrieron en su imaginación décadas de imágenes, y Hannah se atrevió a explorarlas.
—Bienvenida a casa —le susurró a su hija dormida—. Bienvenida por fin, pequeña mía.
Y esa noche se puso a hacer sus tareas tarareando.