Capítulo 28

28

Aléjate de ese hombre, ¿me oyes?

—Tengo que ir a verlo, madre. ¡Lleva mucho tiempo en el calabozo! ¡Todo esto es culpa mía! —se lamentó Bluey.

—No digas tonterías. Has hecho que una madre se reencuentre con su hija, y estás a punto de embolsarte una recompensa de tres mil guineas. —La señora Smart sacó la plancha del fuego y la presionó sobre un mantel, apretando un poco más con cada frase—. Usa la sesera, muchacho. Tú has hecho lo que tenías que hacer. Ahora no lo estropees.

—Tiene más apuros que los primeros colonos, madre. Dudo que salga muy bien parado de ésta.

—Eso no es asunto tuyo, hijo mío. Y ahora, sal al jardín y arranca las hierbas de los rosales.

Instintivamente, Bluey dio un paso hacia la puerta trasera; su madre masculló:

—¡Mira que quedarme con el hijo tonto!

Bluey se paró y, para sorpresa de su madre, se irguió cuan alto era.

—Mira, quizá sea tonto, pero no soy un traidor. Y no soy de la clase de hombres que abandonan a sus amigos. —Se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta principal.

—¿Adónde crees que vas, Jeremiah Smart?

—¡A la calle, madre!

—¡Por encima de mi cadáver! —le espetó ella, y le cerró el paso.

Medía un metro cincuenta, y Bluey, un metro ochenta.

—Lo siento —dijo el chico; cogió a su madre por la cintura, la levantó como si fuera un trozo de madera de sándalo y la puso suavemente a un lado.

Allí la dejó, con la boca abierta y los ojos llameantes; salió por la puerta y recorrió el sendero que llevaba hasta la calle.

Bluey recorrió la estancia con la mirada. El reducido espacio, el orinal en un rincón, la taza de estaño encima de una mesa atornillada al suelo. Desde que conocía a Tom, jamás lo había visto sin afeitar; nunca lo había visto despeinado ni con la camisa arrugada. Ahora tenía unas marcadas ojeras, y sus pómulos sobresalían como crestas sobre el cuadrado mentón.

—¡Tom! Cuánto me alegro de verte, amigo —declaró el visitante, y ese saludo los transportó a ambos a otros tiempos, cuando la Winward Spirit atracaba en el embarcadero tras un largo viaje, y cuando de verdad se alegraban de volver a verse.

Bluey intentó mirar a los ojos a Tom, pero no conseguía sortear los barrotes, de modo que o bien la cara o bien los barrotes estaban desenfocados. Estuvo pensando un rato, hasta que se le ocurrió preguntar:

—¿Cómo va todo?

—No tan bien como yo quisiera.

Bluey jugueteó un poco con el sombrero que tenía en las manos, hasta que se hubo armado de valor.

—No voy a aceptar la recompensa —dijo atropelladamente—. No estaría bien.

Tom desvió brevemente la vista hacia un lado.

—Ya pensé que debía de haber alguna razón para que no vinieras aquel día con la policía —dijo con apatía más que con enfado.

—¡Lo siento! Me obligó mi madre. No debí escucharla. No tocaría ese dinero por nada del mundo.

—Tanto da que te lo quedes tú como que se lo quede otro. A mí ya no me importa.

Fuera lo que fuese lo que Bluey esperara de Tom, desde luego no era aquella indiferencia.

—¿Qué va a pasar ahora?

—No tengo ni idea, Blue.

—¿Necesitas algo? ¿Se te ocurre algo que pueda traerte?

—Un poco de cielo y un poco de mar no me vendrían mal.

—Lo digo en serio.

—Yo también. —Tom inspiró hondo y se quedó pensativo antes de proseguir—: Hay una cosa que podrías hacer. Podrías ir a ver a Izzy. Debe de estar en casa de sus padres. Sólo… quiero saber si está bien. Habrá sido un duro golpe. Lucy lo era todo para ella. —Se interrumpió, porque empezó a quebrársele la voz—. Dile… que lo entiendo. Nada más. Dile que lo entiendo, Bluey.

El joven no lo entendió muy bien, pero se tomó aquel encargo como una tarea sagrada. Le transmitiría el mensaje a Isabel como si su propia vida dependiera de ello.

Cuando Bluey se marchó, Tom se tumbó en la litera y volvió a preguntarse cómo estaría Lucy, cómo le estaría afectando todo aquello. Intentó pensar si habría podido hacer las cosas de otra manera, si habría podido actuar de otro modo desde el primer día. Entonces recordó las palabras de Ralph: «La forma más rápida de hacer enloquecer a un hombre es dejarle seguir luchando en su guerra hasta que la resuelve». Decidió buscar consuelo en la perspectiva: dibujó mentalmente en el techo la posición exacta en que estarían las estrellas esa noche, empezando por Sirius, que siempre es la más brillante; la Cruz del Sur; y luego los planetas, Venus y Urano, fácilmente localizables en el cielo de la isla. Trazó las constelaciones y su trayectoria por la bóveda celeste desde el anochecer hasta el alba. Aquella precisión, el silencioso orden de los astros, le producía una sensación de libertad. No había nada que a él le estuviera sucediendo y que las estrellas no hubieran visto antes, en algún lugar del planeta, en algún momento. Con el tiempo, su vida sólo existiría en la memoria de las estrellas. Todo quedaría olvidado, toda herida cicatrizada, todo sufrimiento eliminado. Entonces se acordó del atlas de las estrellas y la dedicatoria de Lucy: «Para siempre y siempre y siempre y siempre», y volvió a invadirlo el dolor del presente.

Rezó por Lucy. «Protégela. Haz que tenga una vida feliz. Déjala olvidarme». Y por Isabel, perdida en la oscuridad: «Devuélvela a casa, a sí misma, antes de que sea demasiado tarde».

Plantado en la puerta de la casa de los Graysmark, la cabeza gacha, Bluey dibujaba en el suelo con un pie y volvía a ensayar mentalmente su discurso. Cuando se abrió la puerta, Violet lo miró con recelo.

—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó; su formalidad era un escudo que la protegía de nuevos disgustos.

—Buenas tardes, señora Graysmark. —Como ella no dijo nada, Bluey continuó—: Me llamo Bl… Jeremiah Smart.

—Ya sé quién eres.

—¿Le importaría…? ¿Cree usted… que podría hablar un momento con la señora Sherbourne?

—No recibe visitas.

—Yo… —Estuvo a punto de rendirse, pero recordó la cara de Tom e insistió—: No la entretendré mucho. Sólo quiero…

La voz de Isabel llegó desde el oscuro salón:

—Déjalo pasar, mamá.

Su madre arrugó la frente.

—Será mejor que entre. Límpiese los zapatos en el felpudo, por favor —pidió, y se quedó mirando las botas de Bluey mientras él frotaba las suelas una y otra vez en el felpudo, antes de seguirla.

—Tranquila, mamá. No hace falta que te quedes —dijo Isabel desde su butaca.

Bluey vio que tenía tan mal aspecto como Tom: pálida y con la mirada ausente.

—Gracias por… dejarme entrar. —Bluey vaciló. El ala de su sombrero estaba húmeda por la parte donde la sujetaba—. He ido a ver a Tom.

El rostro de Isabel se ensombreció; desvió la mirada.

—Está muy mal, señora Sherbourne. Muy mal.

—¿Y te ha pedido que vengas a decírmelo?

Bluey siguió manoseando el sombrero.

—No. Me ha pedido que le trajera un mensaje.

—¿Ah, sí?

—Me ha pedido que le diga que lo entiende.

Isabel no pudo evitar que la sorpresa se reflejara en su cara.

—¿Que entiende qué?

—Eso no me lo ha dicho. Me ha pedido que le diga solamente eso.

Isabel mantuvo la vista fija en Bluey, pero no lo estaba mirando. Al cabo de un rato, después de que el chico se ruborizara aún más por sentirse observado, respondió:

—Muy bien. Pues dile que me lo has dicho. —Se levantó despacio—. Te acompañaré a la puerta.

—Pero… —empezó Bluey, confuso.

—¿Pero qué?

—¿Qué tengo que decirle? ¿No quiere que le lleve ningún mensaje a Tom?

Isabel no contestó.

—Él siempre se ha portado bien conmigo, señora Sherbourne. Los dos se han portado bien conmigo.

—Es por aquí —continuó ella, y lo guió hasta la puerta de la calle.

Después de cerrar, Isabel se quedó con la cara apoyada contra la pared, temblando.

—¡Isabel, cariño! —exclamó su madre—. Ven a tumbarte. —Y la acompañó hasta su habitación.

—Voy a vomitar otra vez —dijo ella, y Violet le puso la vieja vasija de porcelana en el regazo justo a tiempo.

Bill Graysmark presumía de saber juzgar a la gente. Como director de la escuela, tenía la oportunidad de observar el carácter humano en su proceso de formación. Rara vez se equivocaba respecto a quién saldría adelante en la vida y quién acabaría fracasando. Su instinto no le indicaba que Tom Sherbourne fuera un mentiroso ni un hombre violento. Bastaba verlo con Lucy para saber que la niña no le tenía ningún miedo. Y era evidente que amaba a su hija como el que más.

Sin embargo, tras haber perdido a la única nieta que jamás tendría, Bill había depositado su lealtad en la única hija que había sobrevivido. Su juicio instintivo quedaba en segundo plano: había aprendido a base de golpes que la sangre tira.

—Todo esto es terrible, Vernon. Terrible. La pobre Isabel está destrozada —dijo, cuando se sentaron los dos en un rincón del pub.

—Mientras declare en contra de Tom —comentó Knuckey—, tu hija no tiene nada que temer.

Bill lo interrogó con la mirada.

—A Isabel no se le puede imputar ningún delito que él la haya obligado a cometer, así que basta con que presente su versión de la historia. Está dispensada de la obligación de declarar —explicó el policía—. Su testimonio es admisible; según el tribunal, es tan válido como el de cualquiera. Pero no se puede obligar a una mujer a testificar contra su marido. Y, por supuesto, él tiene derecho a guardar silencio. Tampoco podemos obligarlo a declarar contra ella si no quiere, y él ya ha dejado muy claro que no piensa decir ni una palabra. —Hizo una pausa—. Isabel… ¿Nunca os ha parecido que estuviera intranquila respecto a la niña?

Bill le lanzó una mirada.

—No nos desviemos del tema, Vernon.

Knuckey lo dejó estar y caviló en voz alta:

—Mira, el de farero es un puesto de confianza. Nuestro país, por no decir el mundo entero, depende de que esos hombres sean honrados y decentes. No podemos permitir que vayan por ahí falsificando documentos del gobierno ni coaccionando a sus esposas. Y menos aún hacer lo que sea que Tom le hiciera a Frank Roennfeldt antes de enterrarlo. —Se percató de la expresión de alarma de Bill, pero continuó—: No. Eso es mejor atajarlo cuanto antes. El juez llegará dentro de unas semanas para la audiencia preliminar. Dado lo que Sherbourne ha dicho hasta ahora… Bueno, seguramente lo enviarán a Albany, donde el tribunal tiene poder para imponer penas más severas. Aunque también podrían ponerse duros con él y llevárselo a Perth. Spragg todavía está buscando algún indicio de que ese tipo no estuviera muerto cuando llegó a Janus. —Apuró su jarra de cerveza y añadió—: Esto no pinta nada bien para él, Bill, te lo aseguro.

—¿Te gustan los libros, tesoro? —aventuró Hannah.

Había intentado por todos los medios construir un puente hasta su hija. A ella le encantaban los cuentos cuando era niña, y uno de los pocos recuerdos que conservaba de su madre era leer con ella La historia de Peter Rabbit, una soleada tarde en los jardines de Bermondsey. Recordaba claramente el perfume floral y poco común de su madre y la blusa de seda azul claro que llevaba. Y recordaba su sonrisa, el mayor de los tesoros.

—¿Qué pone aquí? —le preguntaba a Hannah—. Conoces esta palabra, ¿verdad?

—Zanahoria —contestaba ella con orgullo.

—¡Muy bien, Hannah! —le decía su madre sonriendo—. ¡Qué niña tan lista!

El recuerdo se interrumpía allí, como el final de un cuento, y Hannah no tenía más remedio que volver a empezar, una y otra vez.

Ahora intentaba tentar a Grace con el mismo libro.

—¿Lo ves? Es sobre un conejito. Ven a leerlo conmigo.

Pero la niña la miró con resentimiento.

—Quiero a mi mamá. ¡Odio ese cuento!

—¡No digas eso! Pero ¡si ni siquiera lo has mirado! —Inspiró hondo y volvió a intentarlo—. Sólo una página. Leeremos una página, y si no te gusta, lo dejaremos.

La niña le arrancó el libro de las manos y se lo lanzó; una esquina le arañó la mejilla a Hannah y estuvo a punto de lastimarle un ojo. Luego salió disparada de la habitación y tropezó con Gwen, que entraba en ese momento.

—¡Eh, señorita! —dijo Gwen—. ¿Qué le has hecho a Hannah? ¡Pídele perdón ahora mismo!

—Déjala, Gwen. No lo ha hecho a propósito. Ha sido un accidente. —Hannah recogió el libro y lo dejó con cuidado en el estante—. He pensado que esta noche podría tentarla con un poco de sopa de pollo. A todos los niños les gusta la sopa de pollo, ¿no? —preguntó sin mucha convicción.

Unas horas más tarde, Hannah estaba a gatas, limpiando la sopa que su hija había vomitado en el suelo.

—Pensándolo bien, ¿qué sabíamos realmente de él? Todas esas historias de que era de Sidney… podrían ser cuentos chinos. Lo único que sabemos con certeza es que no es de Partageuse. —Violet Graysmark hablaba con Bill aprovechando que su hija dormía—. ¿Qué clase de hombre es? Espera hasta que Isabel ya no puede vivir sin la niña y entonces se la quita. —Tenía la mirada fija en la fotografía de su nieta. La había quitado de la repisa de la chimenea y ahora la estaba escondiendo bajo su ropa interior en un armario de la cómoda.

—Sí, de acuerdo, pero ¿tú qué crees, Vi? Sinceramente.

—Por el amor de Dios. Aunque no le haya puesto una pistola en la sien a Isabel, sigue siendo responsable. Está claro que ella estaba muy trastornada después de perder el tercer bebé. Y culparla de ello… Le correspondía a él obedecer las normas desde el principio, si eso era lo que pensaba hacer. Y no dar marcha atrás años más tarde, cuando iban a verse afectadas tantas personas. Tenemos que vivir con las decisiones que tomamos, Bill. En eso consiste la valentía. Atenerte a las consecuencias de tus errores.

Su marido no dijo nada, y mientras volvía a colocar las bolsitas de lavanda, Violet continuó:

—Era echar sal en la herida, anteponer su sentimiento de culpa a lo que pudiera pasarnos a Isabel, a Lucy o… —posó una mano sobre la de su esposo— a nosotros, querido. No ha pensado en nosotros en ningún momento. Como si no hubiéramos sufrido ya suficiente. —Una lágrima resbaló por su mejilla—. Nuestra nietecita, Bill. Tanto amor… —Cerró lentamente el cajón.

—Vamos, Vi, querida. Ya sé que es muy duro para ti —dijo su esposo. La estrechó entre sus brazos y se fijó en que últimamente su cabello había encanecido. Se quedaron los dos abrazados, mientras Violet lloraba—. Fui un ingenuo al creer que los malos tiempos habían pasado. —De pronto se le escapó un fuerte sollozo, y abrazó a su esposa aún más fuerte, como si pretendiera impedir físicamente aquel nuevo derrumbe de su familia.

Después de limpiar el suelo, y con la niña por fin dormida, Hannah se sienta junto a su camita y la contempla. De día, eso es imposible. Grace esconde la cara cuando cree que la están observando. Se da media vuelta, o huye a otra habitación.

Ahora, a la luz de una sola vela, Hannah puede observar cada una de sus facciones, y en la curva de su mejilla, en la forma de sus cejas, ve a Frank. Eso la emociona, y casi cree que si hablara con la niña dormida, sería Frank quien contestaría. La llama de la vela arroja sombras que tiemblan al ritmo de la respiración de su hija y hace brillar su rubio cabello, o un hilillo de baba que cuelga de una comisura de sus labios, de un rosa transparente.

Poco a poco, Hannah se percata de que en el fondo de su mente se ha formado un deseo: que Grace pudiera quedarse dormida días, años, si fuera necesario, hasta que se hubiera borrado todo recuerdo de esas personas, de esa vida. Siente dentro ese extraño vacío que sintió la primera vez que vio aflicción en la cara de su hija recién recuperada. Ojalá Frank estuviera allí. Él sabría qué hacer, cómo superar aquello. A él la vida lo había derribado una vez tras otra, y siempre había vuelto a levantarse, con una sonrisa en los labios y sin resentimiento.

Hannah retrocede en su memoria hasta que ve una figura más pequeña —su bebé de una semana, tan perfecto— y oye a Frank cantar su canción de cuna: Schlaf, Kindlein, schlaf. Recuerda cómo Frank miraba a la niña en su cunita y le susurraba en alemán. «Le susurro cosas bonitas para que tenga sueños bonitos —decía—. Si uno tiene cosas bonitas en la cabeza, puede ser feliz. Te lo digo yo».

Ahora Hannah se endereza. Esos recuerdos bastan para infundirle el valor necesario para afrontar el día siguiente. Grace es su hija. Al final, el alma de la niña acabará recordando, acabará reconociendo a su madre. Lo único que necesita es paciencia, como dice su padre. Muy pronto volverá a ser suya, volverá a ser el motivo de alegría que fue el día de su nacimiento.

Apaga la vela sin hacer ruido y sale de la habitación aprovechando la luz que entra desde el pasillo. Cuando se acuesta en su cama, la impresiona lo vacía que la nota.

Son las tres de la madrugada. Isabel ha salido por la puerta trasera de la casa de sus padres y se pasea arriba y abajo. Un gomero fantasma ha atrapado la luna entre dos de sus largas ramas, que semejan dedos largos y flacos. La hierba seca cruje débilmente bajo sus pies descalzos cuando va de la jacarandá a la nuytsia, de la nuytsia a la jacarandá: ésa era el área central cuando jugaban a críquet, hace ya muchos años.

Pasa de la incomprensión a la comprensión, del ser al no ser, en ese revuelo de pensamientos que surgió por primera vez tras el primer aborto y que creció con los otros dos, y ahora Lucy. Y el Tom al que amaba, el Tom con el que se casó, también ha desaparecido en la niebla del engaño, ha ido escabulléndose cuando ella no miraba: ha ido corriendo a llevarle notas a otra mujer; ha conspirado para quitarle a su hija.

«Lo entiendo». El mensaje de Tom la desconcierta. El estómago se le encoge de rabia y añoranza. Sus pensamientos echan a volar en todas direcciones, y por un momento recuerda lo que sentía físicamente cuando tenía nueve años e iba a lomos de un caballo desbocado. Recuerda la serpiente tigre que encontró en el camino. El caballo se encabritó y salió disparado, echó a correr entre los troncos, haciendo caso omiso de las ramas y de la niña que se aferraba desesperadamente a su crin. Isabel se tumbó sobre el cuello del animal hasta que a éste se le agotaron el miedo y los músculos y se paró, por fin, en un claro, cuando había recorrido casi dos kilómetros. «No puedes hacer nada —había dicho su padre—. Cuando un caballo se desboca, lo único que puedes hacer es rezar y agarrarte con todas tus fuerzas. No hay forma de detener a un caballo cegado por el pánico».

No puede hablar con nadie. Nadie lo entendería. ¿Qué sentido puede tener su vida por sí sola, sin la familia para la que ella vivía? Pasa los dedos por la corteza de la jacarandá y encuentra la marca que grabó Alfie para señalar la estatura de Isabel, el día antes de que Hugh y él partieran para Francia.

—Cuando volvamos, vendré a ver cuánto has crecido, hermanita, así que no te duermas.

—Pero ¿cuándo volveréis? —había preguntado ella.

Los chicos se habían mirado, entre preocupados y emocionados.

—Cuando llegues aquí —había contestado Hugh, haciendo un corte en la corteza, quince centímetros por encima de la primera marca—. Cuando llegues aquí, habremos vuelto a casa y te estaremos chinchando otra vez, Bella.

Isabel nunca llegó a crecer tanto.

El correteo de un geco la devuelve al presente y a sus tribulaciones. La acosan las preguntas mientras la luna languidece en las ramas altas de los árboles: ¿quién es Tom en realidad? Ese hombre al que ella creía conocer tan bien. ¿Cómo ha podido traicionarla? ¿Qué ha sido su vida con él? ¿Y quiénes eran esos seres, esas mezclas de su sangre y la de él, que no encontraron el camino hasta la vida de Isabel? La asalta un pensamiento terrible: ¿qué sentido tiene el mañana?

Las semanas posteriores al regreso de Grace fueron para Hannah más angustiosas que las posteriores a su pérdida, pues se enfrentaba a verdades que, tras mucho tiempo apartadas, se habían vuelto ineludibles. Era cierto que habían pasado los años. Era cierto que Frank estaba muerto. Una parte de la vida de su hija se había perdido y nunca podría recuperarla. Todo el tiempo que Grace había estado ausente del día a día de Hannah, había estado presente en el de otra persona.

Se sorprendió pensando que su hija había vivido una vida sin ella, sin pensar ni un instante en ella. Se dio cuenta de que se sentía traicionada. Por un bebé. Y eso la avergonzó.

Se acordó de la esposa de Billy Wishart, y de que la alegría por el regreso de su marido, al que ella daba por muerto en el Somme, se había transformado en desesperación. La víctima del gas que volvió a casa era un extraño para sí mismo y para su familia. Después de cinco años de lucha, una mañana, cuando una gruesa capa de hielo cubría todavía el agua del depósito, la mujer se había subido a un cubo de ordeñar en el establo de las vacas y se había colgado, y sus hijos tuvieron que cortar la cuerda para bajarla porque Billy todavía no tenía fuerzas ni para sujetar un cuchillo.

Hannah pedía a Dios que le diera paciencia, fuerza y entendimiento. Todas las mañanas, pedía a Dios que la ayudara a llegar hasta el final del día.

Una mañana, al pasar por delante del cuarto de la niña, oyó una voz. Aminoró el paso y se acercó de puntillas a la puerta, que estaba entreabierta. Se emocionó al ver que su hija jugaba por fin con las muñecas: hasta ese momento, todos los intentos de Hannah para que lo hiciera habían sido rechazados. Había piezas de un juego de té de juguete esparcidas por la colcha de la cama. Una muñeca todavía llevaba su exquisito vestido de encaje, pero la otra iba en enagua y bombachos. La muñeca con vestido tenía en el regazo una pinza de madera para la ropa. «Hora de cenar», decía, y la niña acercaba la tacita de té a la pinza y hacía «ñam ñam». «Muy bien. Y ahora, a la cama, corazón. Buenas noches», y acercaba la pinza a los labios de la muñeca y hacía como que ésta le daba un beso. «Mira, papá —continuaba—. Lucy ya duerme». Y acariciaba la pinza con su manita. «Buenas noches, Lulu, buenas noches, mamá», decía la muñeca con bombachos. «Voy a subir a encender. Ya casi se ha puesto el sol». Y metía la muñeca debajo de la manta. La muñeca con vestido decía: «No te preocupes, Lucy. La bruja no puede llevarte, porque la he matado».

Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, Hannah irrumpió en la habitación y le quitó las muñecas a su hija.

—¡Basta de jueguecitos estúpidos, ¿me oyes?! —le gritó, y le dio un cachete en la mano. La pequeña se puso en tensión, pero no lloró, y se limitó a mirar a Hannah en silencio.

Ésta se arrepintió al instante.

—¡Lo siento, corazón! ¡Lo siento mucho! No quería hacerte daño. —Recordó las instrucciones del médico—: Esa gente se ha ido. Se portaron muy mal cuando te arrancaron de tu familia. Y ahora se han ido. —Grace la miró con gesto de desconcierto al oírla hablar de su familia, y Hannah suspiró—. Algún día lo entenderás todo.

A la hora de comer, mientras Hannah lloraba en la cocina, avergonzada por su arrebato, su hija ya volvía a jugar al mismo juego, pero con tres pinzas. Hannah se acostó tarde; estuvo cosiendo, y por la mañana, al despertar, la niña encontró una nueva muñeca de trapo en su almohada: una niña con su nombre, «Grace», bordado en el delantal.

—No soporto pensar por lo que debe de estar pasando, mamá —se lamentó Isabel.

Estaban las dos sentadas en unas butacas de mimbre bajo el alero de la parte trasera de la casa.

—Nos echará de menos, echará de menos su casa. La pobre no debe de entender nada —añadió.

—Ya lo sé, cariño. Ya lo sé —la consoló su madre.

Violet le había preparado una taza de té y se la había puesto en las rodillas. Su hija había cambiado mucho: tenía los ojos hundidos y con ojeras, y el pelo sin brillo y enredado.

Isabel habló como si pensara en voz alta, quizá para entender mejor lo que acababa de ocurrírsele:

—Nunca ha habido un funeral…

—¿Qué quieres decir? —preguntó Violet. Últimamente, Isabel decía cosas sin sentido.

—Todos los seres queridos que he perdido… A todos me los han arrebatado dejándome sin nada. Quizá un funeral habría ayudado. No sé, quizá habría sido diferente. Al menos tenemos la fotografía de la tumba de Hugh en Inglaterra. Alfie sólo es un nombre en ese monumento a los caídos. A mis tres primeros hijos (tres, mamá) ni siquiera les cantaron un himno. Y ahora… —se le empañó la voz, y rompió a llorar— Lucy…

Violet siempre se había alegrado de no haber celebrado los funerales de sus hijos: un funeral era una prueba irrefutable. Un funeral significaba admitir que tus hijos estaban definitivamente muertos y enterrados. Era una traición. Que no hubiera funeral significaba que un buen día podías verlos entrar tan contentos en la cocina y preguntar qué había para cenar y reírse con ella de aquel estúpido error que le había hecho pensar —¡imagínate!— que sus niños se habían ido para siempre.

Meditó muy bien sus palabras cuando dijo:

—Cariño, Lucy no está muerta. —Isabel hizo como si ignorara ese comentario, y su madre frunció el entrecejo—. Tú no tienes la culpa de nada, hija mía. Jamás perdonaré a ese hombre.

—Creía que me amaba, mamá. Me dijo que yo era lo más valioso que tenía en el mundo. Y luego va y hace algo horrible…

Más tarde, mientras limpiaba los marcos de plata de las fotografías de sus hijos, Violet repasó mentalmente la situación por enésima vez. Una vez que un niño entra en tu corazón, ya no existe ni bien ni mal. Ella sabía de mujeres que habían tenido hijos cuyos padres eran maridos a los que ellas detestaban, o incluso algo peor, hombres que las habían forzado. Y esas mujeres amaban a sus hijos con todo su corazón, al mismo tiempo que odiaban al bruto que los había engendrado. Violet sabía muy bien que no podías defenderte del amor de un bebé.