27
Desde el día de su regreso, Isabel buscaba constantemente a Lucy. ¿Dónde se habría metido? ¿Era hora de acostarla? ¿Qué iba a darle para comer? Entonces su cerebro la corregía, le recordaba cuál era la situación, y volvía a atormentarla el sentimiento de pérdida. ¿Qué le estaría pasando a su hija? ¿Quién le daría de comer? ¿Quién la desvestiría? Lucy debía de estar fuera de sí.
Se le hacía un nudo en la garganta al recordar la carita de la niña cuando la habían obligado a tragarse aquel amargo jarabe somnífero. Intentó borrar ese recuerdo con otros: Lucy jugando en la arena; Lucy tapándose la nariz para zambullirse en el agua; su cara cuando dormía por la noche: descansada, segura, perfecta. No había en el mundo imagen más grata que la de un hijo dormido. Isabel llevaba grabada en todo el cuerpo la impronta de su hija: sus dedos conocían la suavidad de su pelo cuando se lo cepillaba; sus caderas recordaban su peso y la firme traba de sus piernas alrededor de la cintura; la tibia tersura de su mejilla.
Mientras se recreaba con esas escenas, extrayendo consuelo de ellas como el insecto liba el néctar de una flor que se marchita, percibía algo oscuro detrás de sí misma, algo que no soportaba mirar. Se le aparecía en sueños, emborronado y espantoso. Le gritaba: «¡Izzy! Izzy, amor mío…», pero ella no era capaz de volverse, y encogía los hombros hasta tocarse con ellos las orejas, como si evitara huir de sus garras. Se despertaba sin aliento y con el estómago revuelto.
Los padres de Isabel confundían su silencio con una lealtad inmerecida. «No puedo decir nada», fueron las únicas palabras que dijo el día de su llegada, y las repetía cada vez que Bill y Violet mencionaban a Tom e intentaban sacar a colación lo ocurrido.
Normalmente, los calabozos de la comisaría sólo servían para encerrar a algún borracho hasta que hubiera dormido la mona o dar a un marido furioso tiempo para entrar en razón y prometer que no volvería a desahogarse empleando los puños. La mayoría de las veces, quien estuviera de guardia no se molestaba en cerrar con llave, y si el detenido era alguien a quien conocía, o si el turno era especialmente aburrido, lo dejaba salir a la oficina a jugar a las cartas, con la estricta condición de que no intentara escapar.
Ese día, Harry Garstone estaba muy emocionado, pues por fin tenía a su cargo a un criminal peligroso. Todavía se jactaba de que estaba de guardia hacía un año, la noche en que habían llevado a la comisaría a Bob Hitching desde Karridale. El tipo nunca había estado muy bien de la cabeza desde que volvió de Gallípoli. Se le había ido la mano con una cuchilla de carnicero y había matado a su hermano, que vivía en la granja de al lado, porque no se ponían de acuerdo con el testamento de su madre. Había acabado en la horca. Así que Garstone se deleitaba ahora con los detalles del procedimiento. Sacó el reglamento para comprobar que lo estaba siguiendo al pie de la letra.
Cuando Ralph pidió que le dejaran ver a Tom, el agente, con mucha parsimonia, consultó el libro, aspirando entre dientes y haciendo un mohín con su gran boca.
—Lo siento, capitán Addicott. Me gustaría permitírselo, pero aquí pone…
—No me vengas con tonterías, Harry Garstone, o se lo contaré a tu madre.
—Es que lo dice con toda claridad, y…
Las paredes de la comisaría eran delgadas, y al agente lo interrumpió la voz de Vernon Knuckey, que rara vez se molestaba en levantarse de su silla.
—No sea tan puntilloso, Garstone. El que está en el calabozo es el farero, y no el maldito Ned Kelly. Deje pasar a ese hombre.
El abatido agente sacudió enérgicamente el llavero en señal de protesta, pero hizo pasar a Ralph por una puerta que abrió con una llave, bajó con él una escalera y lo acompañó por un pasillo oscuro hasta que llegaron ante unas celdas con barrotes.
En una de esas celdas estaba Tom, sentado en una litera de lona plegable. Miró a Ralph; estaba demacrado y pálido.
—Hola, Tom.
—Hola, Ralph. —Tom lo saludó con la cabeza.
—He venido en cuanto he podido. Hilda te manda recuerdos —dijo—. Y Blue. —Fue soltando los saludos como si se sacara la calderilla de los bolsillos.
Tom volvió a asentir. Los dos se quedaron sentados en silencio. Al cabo de un rato, Ralph dijo:
—Si prefieres que te deje…
—No, me alegro de verte. Es sólo que no tengo mucho que contar, lo siento. ¿Te importa que sigamos un rato sin hablar?
Ralph tenía muchas preguntas que hacerle, suyas y de su mujer, pero permaneció sentado en silencio en una silla desvencijada. Empezaba a hacer calor, y las paredes de madera crujían, como un animal que se despereza al despertar. Fuera gorjeaban los melifágidos y los abanicos lavandera. Oyeron petardear un automóvil un par de veces por la calle, y ese sonido ahogó el chirrido de los grillos y las cigarras.
Las ideas se agitaban en la mente de Ralph y conseguían llegar hasta su lengua, pero él las mantuvo a raya. Puso las manos bajo los muslos para dominar el impulso de zarandear a Tom. Cuando ya no pudo soportarlo más, saltó:
—Por el amor de Dios, Tom, ¿qué está pasando? ¿Qué es todo eso de que Lucy es la hija de Roennfeldt?
—Es la verdad.
—Pero… ¿Cómo…? ¿Qué demonios…?
—Ya se lo he explicado a la policía, Ralph. No estoy orgulloso de lo que he hecho.
—¿Es esto… era esto a lo que te referías aquella vez, en Janus, cuando hablabas de arreglar lo que habías hecho mal?
—No es tan sencillo. —Hubo una larga pausa.
—Cuéntame lo que pasó.
—No tiene mucho sentido, Ralph. Hace tiempo tomé una decisión equivocada, y ahora tengo que pagar por ello.
—¡Cielo santo, chico, al menos déjame ayudarte!
—No puedes hacer nada. Tengo que enfrentarme a esto yo solo.
—No me importa lo que hayas hecho. Eres un buen hombre y no voy a dejar que te hundas así. —Se levantó—. Déjame buscarte un buen abogado. Seguro que él sabrá qué hacer.
—Tampoco hay nada que pueda hacer un abogado, Ralph. Me sería más útil un sacerdote.
—Pero ¡si todo eso que dicen de ti son sandeces!
—No todo, Ralph.
—¡Mírame a los ojos y dime que todo esto lo planeaste tú! ¡Que amenazaste a Isabel! Mírame a los ojos y dímelo, muchacho, y te dejaré en paz.
Tom examinaba atentamente el veteado de una viga en la pared.
—¿Lo ves? —exclamó Ralph, triunfante—. ¡No puedes!
—Era yo el que tenía un deber que cumplir, no ella. —Tom miró a Ralph y se preguntó si habría algo que pudiera contarle, algo que pudiera explicarle, sin perjudicar a Isabel. Al final dijo—: Izzy ya ha sufrido bastante. No debe sufrir más.
—Colocarte en el punto de mira no es la manera de arreglar esto. Esto hay que resolverlo como es debido.
—No hay nada que resolver, Ralph, y no hay forma de volver atrás. Le debo esto a Isabel.
Los milagros existían: era oficial. Los días posteriores al regreso de Grace, el reverendo Norkells constató un claro aumento de su congregación, sobre todo entre la población femenina. Muchas madres que habían abandonado toda esperanza de volver a ver a su querido hijo y muchas viudas de guerra empezaron a rezar con renovado vigor y ya no se sentían ridículas por pedir lo imposible. San Judas nunca había recibido tanta atención. Volvieron a despertar aquellos dolores sordos, y la viva añoranza se aplacaba con aquel bálsamo ya casi agotado: la esperanza.
Gerald Fitzgerald estaba sentado frente a Tom; en la mesa que los separaba había esparcidos documentos y la cinta rosa del expediente. El abogado de Tom era un hombre de corta estatura, con calvicie incipiente; parecía un jockey vestido con traje de tres piezas, enjuto pero ágil. Había llegado en el tren de Perth la noche anterior, y había leído el expediente mientras cenaba en The Empress.
—Lo han acusado formalmente. A Partageuse llega un juez itinerante cada dos meses, y acaba de irse, de modo que permanecerá usted detenido hasta que vuelva. Está mucho mejor en prisión preventiva aquí que en la cárcel de Albany, eso se lo aseguro. Aprovecharemos ese tiempo para preparar la audiencia preliminar.
Tom lo interrogó con la mirada.
—Es en la audiencia preliminar donde se decide si tiene acusaciones a las que responder. Si las tiene, se dictará auto de procesamiento en Albany o en Perth, depende.
—¿De qué? —preguntó Tom.
—Repasemos los cargos y lo entenderá —dijo Fitzgerald. Volvió a dirigir la vista hacia la lista que tenía delante—. Bueno, no se han quedado cortos, desde luego. Código Penal de Australia Occidental; Ley de Funcionarios Civiles de la Commonwealth; Ley de Enjuiciamiento Criminal de Australia Occidental; Ley de Enjuiciamiento Criminal de la Commonwealth. Un bonito cóctel de delitos que competen al Estado y a la Commonwealth. —Sonrió y se frotó las manos—. Como a mí me gusta.
Tom arqueó una ceja.
—Eso significa que están dando palos de ciego; no saben con certeza de qué pueden acusarlo —continuó el abogado—. Incumplimiento de Deberes Legales: eso son dos años y una multa. Tratamiento indebido de un cadáver: dos años de trabajos forzados. No informar del hallazgo de un cadáver: bueno —dijo con tono burlón—, eso sólo es una multa de diez libras. Falsedad en el registro de un nacimiento: dos años de trabajos forzados y multa de doscientas libras. —Se rascó la barbilla.
Tom se aventuró a decir:
—¿Y la acusación de robo de menor? —Era la primera vez que utilizaba ese término, y se estremeció al oír las palabras.
—Sección 343 del Código Penal. Siete años de trabajos forzados. —El abogado apretó los labios y asintió con la cabeza para sí—. La ventaja que usted tiene, señor Sherbourne, es que la ley cubre lo habitual. Las leyes se redactan para juzgar lo que ocurre la mayoría de las veces. Por ejemplo, la sección 343 se aplica a… —cogió el manoseado código y leyó en voz alta—: «Cualquier persona que, con la intención de privar a un padre de la posesión de su hijo… sustrae, atrae o retiene a un menor por la fuerza o fraudulentamente».
—¿Y? —preguntó Tom.
—Pues que nunca podrán condenarlo por eso. Afortunadamente para usted, la mayoría de las veces los bebés no abandonan a sus madres a menos que alguien se los lleve. Y normalmente no encuentran el camino hasta una isla prácticamente deshabitada. ¿Me sigue? No pueden presentar los elementos necesarios para considerarlo un delito. Usted no «retuvo» al bebé: legalmente hablando, la niña podría haberse marchado cuando quisiera. Tampoco la «atrajo». Y nunca podrán demostrar «intención de privar», porque alegaremos que usted estaba convencido de que los padres habían muerto. De modo que supongo que ese cargo no nos causará muchos problemas. Y es usted un héroe de guerra, con una Cruz Militar con Barra. La mayoría de los tribunales no serían muy duros con un hombre que arriesgó la vida por su país y que nunca se ha metido en ningún lío.
El rostro de Tom se relajó, pero el abogado mudó la expresión y continuó:
—Lo que no les gusta, señor Sherbourne, son los mentirosos. De hecho, les gustan tan poco que la pena por perjurio es de siete años de trabajos forzados. Y si el mentiroso impide que el verdadero culpable reciba su merecido, eso es obstaculizar la aplicación de la ley, y se castiga con otros siete años. ¿Entiende por dónde voy?
Tom le lanzó una mirada.
—A la ley le gusta asegurarse de que los verdaderos culpables reciben su castigo. Los jueces son un poco escrupulosos con esas cosas. —Se levantó, fue hasta la ventana y se quedó mirando los árboles entre los barrotes—. Verá, si yo entrara en un tribunal y contara la historia de una pobre mujer trastornada por el dolor tras el parto de un hijo muerto, una mujer cuya mente estaba transitoriamente ofuscada, incapaz de distinguir entre el bien y el mal… Y de su marido, un hombre honrado que siempre había cumplido con su deber, pero que, por una vez, para ayudar a su esposa, aparcó su sentido común, se dejó llevar por el corazón y secundó la idea de ella… Bueno, eso podría vendérselo al juez. Podría vendérselo al jurado. El tribunal se reserva lo que llamamos «derecho de gracia», el derecho a imponer una pena menor, también a la esposa.
»Pero de momento, lo que tengo es un hombre que ha admitido ser no sólo un mentiroso, sino un bravucón. Un hombre que, supuestamente preocupado por si la gente pensará que es impotente, decide quedarse un bebé que no es suyo y obliga a su mujer a ocultar su mentira.
Tom se enderezó.
—Yo he dicho lo que he dicho.
Fitzgerald continuó:
—Pues bien, si es verdad que es usted la clase de hombre capaz de hacer algo así, según la policía, también es la clase de hombre capaz de ir un poco más lejos para conseguir lo que quiere. Si es usted la clase de hombre que se apropia de lo que desea porque sí, y si está dispuesto a hacer que su mujer actúe bajo coacción, entonces tal vez esté dispuesto a matar para conseguir lo que quiere. Todos sabemos que aprendió a matar en la guerra. —Hizo una pausa—. Eso es lo que podrían decir.
—No me han acusado de eso.
—Hasta ahora no. Pero según me han dicho, ese poli de Albany se muere de ganas de echarle el guante. Me he cruzado otras veces con él, y le aseguro que es un cabronazo.
Tom respiró hondo y negó con la cabeza.
—Y está muy emocionado con eso de que su mujer no haya corroborado su versión de que Roennfeldt ya estaba muerto cuando lo encontró. —Se enroscó la cinta del expediente alrededor de un dedo—. Debe de estar furiosa con usted. —Desenroscó la cinta y dijo con lentitud—: Ahora bien, podría estar furiosa porque usted la obligó a mentir con lo de quedarse el bebé. O incluso porque mató usted a un hombre. Pero yo creo que es más probable que esté furiosa porque usted ha abandonado el juego.
Tom no contestó.
—Le corresponde a la Corona demostrar cómo murió ese hombre. Cuando un cadáver lleva casi cuatro años enterrado, eso no resulta tarea fácil. No queda gran cosa de él. Ni huesos rotos, ni fracturas, ni antecedentes de problemas cardíacos. En general, seguramente eso conduciría a un veredicto abierto por parte del juez de instrucción. Suponiendo que confesara usted y contara toda la verdad.
—Si me declaro culpable de todos los cargos… Supongamos que consiguiera que Isabel corroborara mi versión, y que no hubiera más pruebas… A ella no podrían acusarla de nada, ¿no es así?
—No, pero…
—Entonces aceptaré la condena que me impongan.
—El problema es que podrían acusarlo de mucho más de lo que usted prevé —dijo Fitzgerald mientras guardaba los documentos en su maletín—. No tenemos ni idea de qué va a declarar su esposa que hizo o dejó de hacer, si es que algún día se decide a hablar. Yo, en su lugar, me lo pensaría muy bien.
Si antes de que volviera Grace ya era habitual que la gente se quedara mirando a Hannah por la calle, ahora la miraban mucho más. Esperaban que se produjera una suerte de transformación milagrosa, una especie de reacción química, cuando madre e hija se reencontraran. Pero en ese sentido se habían llevado un chasco: la niña parecía muy afligida, y la madre, consternada. Lejos de haber recuperado el rubor de las mejillas, Hannah estaba aún más demacrada, pues cada uno de los berridos de Grace le hacían cuestionarse si habría hecho bien reclamando a la niña.
Tras examinar la caligrafía de las cartas que había recibido Hannah, la policía había requisado los cuadernos de servicio de Janus. No cabía duda de que la letra, firme y segura, era la misma. Tampoco había ninguna duda respecto al sonajero que Bluey había identificado. Lo que había cambiado de manera casi irreconocible era la propia niña. Hannah le había entregado a Frank una criatura diminuta, morena, que apenas pesaba cinco kilos, y el destino le había devuelto a una niña rubia, terca y asustada, capaz de caminar de un lado a otro y berrear hasta que se ponía morada y las babas y las lágrimas resbalaban por su barbilla. La seguridad que Hannah había adquirido en el manejo del bebé durante sus primeras semanas de vida se vio rápidamente debilitada. Los ritmos de la intimidad, los acuerdos tácitos que Hannah suponía que podría recuperar estaban lejos de su alcance: la niña ya no respondía de una manera que ella pudiera prever. Eran como una pareja de baile cuyos pasos les eran extraños a ambas.
A Hannah la aterrorizaban los momentos en que perdía la paciencia con su hija, que al principio sólo comía, dormía y se dejaba bañar después de una batalla campal, y que más adelante se limitaba a retraerse. Nunca en todos aquellos años de ensoñaciones, ni siquiera en sus pesadillas, la imaginación de Hannah había previsto algo tan espantoso como aquello.
Desesperada, llevó a la niña a ver al doctor Sumpton.
—Bueno —dijo el rollizo médico tras dejar su estetoscopio encima de la mesa—, físicamente goza de una salud excelente. —Empujó el tarro de caramelos de goma hacia Grace—. Coge uno, señorita.
La niña, muerta de miedo todavía por su primer encuentro con el médico en la comisaría, permaneció muda, y Hannah le ofreció el tarro.
—Coge uno. Del color que quieras, cariño. —Pero su hija giró la cabeza y empezó a enroscarse un mechón de pelo en el dedo.
—¿Y dice usted que moja la cama?
—Sí, muy a menudo. A su edad, lo lógico sería que…
—No, no hace falta que me recuerde que eso no es normal para su edad. —Hizo sonar una campanilla que había encima de la mesa y, tras unos discretos golpecitos en la puerta, entró una mujer de pelo cano.
—Señora Fripp, ¿quiere llevarse a la pequeña Grace con usted mientras hablo un momento con su madre, por favor?
La mujer sonrió.
—Vamos, muñequita. A ver si encontramos una galleta para ti en algún sitio —dijo, y se llevó a la apática criatura.
—No sé qué hacer ni qué decir —empezó Hannah—. Grace sigue preguntado por… por Isabel Sherbourne.
—¿Qué le ha contado usted de ella?
—Nada. Le he dicho que yo soy su madre, que la quiero y que…
—Pues tendrá que decirle algo de la señora Sherbourne.
—Sí, pero ¿qué?
—Podría decirle que ella y su marido han tenido que irse.
—Irse ¿adónde? ¿Por qué?
—A esa edad no tiene mucha importancia. Lo que importa es que la niña tenga una respuesta a esas preguntas. Al final lo olvidará, si no hay nada alrededor que le recuerde a los Sherbourne. Se acostumbrará a su nuevo hogar. He visto muchos casos, con huérfanos adoptados, por ejemplo.
—Pero es que se pone de una manera… Yo sólo quiero hacer lo que sea mejor para ella.
—Me temo, señora Roennfeldt, que todo tiene un coste. El destino le ha repartido unas cartas muy complicadas a esta niña, y eso es algo que usted no puede remediar. Al final, esos dos acabarán de borrarse de su pensamiento, siempre que no mantenga ningún contacto con ellos. Y, entretanto, dele una gota de somnífero cuando la vea demasiado nerviosa o angustiada. Eso no le hará ningún daño.