26
La comisaría de Point Partageuse, como muchos otros edificios del pueblo, estaba construida con la piedra del lugar y con madera del bosque circundante. Era un horno en verano y una nevera en invierno, lo que daba lugar a ciertas irregularidades en el uniforme los días de temperaturas extremas. Cuando llovía demasiado, los calabozos se inundaban y había partes del techo que se combaban; en una ocasión, el techo había llegado a caerse matando a un prisionero. En Perth eran demasiado tacaños para aflojar el dinero necesario para reparar la estructura correctamente, de modo que ésta tenía un aire de herida permanente, más vendada que reparada.
Sentado a una mesa cerca del mostrador principal, Septimus Potts anotaba en un formulario los escasos detalles que recordaba sobre su yerno. Sabía el nombre completo de Frank y su fecha de nacimiento, que aparecían en la factura de la lápida de su tumba. Pero en cuanto al lugar de nacimiento, el nombre de sus padres…
—Mire, joven, yo creo que podemos dar por sentado que tenía padres. Ciñámonos a lo que importa —dijo con vehemencia, poniendo a raya al agente Garstone con una técnica afinada mediante años de tratos comerciales.
El agente concedió que con aquello bastaría para redactar el atestado policial contra Tom. Sobre el día de la desaparición no había dudas: Día de ANZAC, 1926; pero ¿y la fecha de la muerte de Frank?
—Eso tendrá que preguntárselo al señor Sherbourne —dijo Potts con acritud, y en ese momento Bill Graysmark entró en la comisaría.
Septimus se volvió, y los dos hombres se fulminaron con la mirada, como dos toros viejos.
—Voy a buscar al sargento Knuckey —balbució el agente, levantándose con tanta precipitación que tiró la silla al suelo.
Entró en el despacho del sargento, y regresó al cabo de un momento para hacer pasar a Bill, que desfiló hacia allá con la cabeza muy alta pasando al lado de Potts.
—¡Vernon! —arremetió contra el sargento nada más cerrarse la puerta—. No sé qué demonios ha pasado, pero exijo que devuelvan a mi nieta a su madre de inmediato. ¡Cómo se os ocurre quitársela así! Por amor de Dios, la niña todavía no ha cumplido cuatro años. —Señaló con un dedo hacia el otro lado de la comisaría—. Lo que les pasó a los Roennfeldt fue muy lamentable, pero Septimus Potts no puede robarnos a mi nieta para compensar lo que él ha perdido.
—Bill —dijo el sargento—, comprendo lo duro que esto debe de ser para ti…
—¿Que lo comprendes? ¡No me digas! No sé qué significa todo esto, pero sea lo que sea, se os ha ido de las manos, seguramente por creer a una mujer que lleva años viviendo en el mundo de las hadas.
—Tómate una copa de coñac…
—¡No necesito tomarme una copa de coñac! Lo que necesito es un poco de sentido común, si no es mucho pedir. ¿Desde cuándo se mete a alguien en la cárcel basándose en las acusaciones insustanciales de una loca?
Knuckey se sentó a la mesa e hizo rodar su pluma con las yemas de los dedos.
—Si te refieres a Hannah Roennfeldt, ella no ha dicho nada contra Tom. El que lo empezó todo fue Bluey Smart: él identificó el sonajero. —Hizo una pausa—. Isabel no nos ha dicho ni una sola palabra hasta el momento. Se niega a hablar. —Examinó la pluma sin parar de hacerla girar, y añadió—: ¿No te parece extraño, si todo esto sólo es un error?
—Bueno, es evidente que mi hija está destrozada. Acaban de arrebatarle a su hija.
Knuckey levantó la cabeza.
—Entonces, tal vez puedas contestarme esta pregunta, Bill: ¿Por qué Sherbourne no lo ha negado?
—Porque… —Lo dijo antes de haber registrado la pregunta del policía, y rectificó—: ¿Cómo que no lo ha negado?
—En Janus nos contó que el bebé iba en un bote que apareció en la playa, en el que encontraron también a un hombre muerto, y que él insistió para que se lo quedaran. Dio por hecho que la madre también se habría ahogado, porque en el bote encontraron una rebeca. Dijo que Isabel quiso informar de lo ocurrido, y que él se lo impidió. La culpaba por no haber podido darle descendencia. Por lo visto, desde entonces no ha parado de mentir: una gran farsa. Tenemos que investigarlo, Bill. —Vaciló un momento y, bajando la voz, agregó—: Y luego queda por dilucidar cómo murió Frank Roennfeldt. Quién sabe qué podría estar ocultando Sherbourne. Quién sabe qué podría haber obligado a Isabel a mantener en secreto… Todo este asunto huele muy mal.
Hacía años que no había tanto alboroto en el pueblo. Como el director del South Western Times ledijo a un colega suyo en el pub: —Es como si Jesucristo en persona hubiera aparecido y nos hubiese invitado a todos a una ronda de cerveza. Tenemos a una madre y una hija que se reencuentran, una muerte misteriosa, y al viejo Potts regalando pasta como si fuera… ¡no sé, Navidad! La gente está que no da crédito.
El día después del regreso de la niña, la casa de Hannah sigue decorada con cintas de papel crepé. Una muñeca nueva cuya carita de porcelana reluce bajo la luz de la tarde reposa en una silla, abandonada en un rincón, con los ojos muy abiertos, como si suplicara en silencio. Las agujas del reloj de la repisa de la chimenea avanzan impasibles, y de una caja de música salen las notas de Rock-a-bye Baby, con un tono macabro y amenazador. La música queda ahogada por los gritos provenientes del jardín trasero.
La niña berrea tirada en la hierba, colorada de rabia y de miedo; tiene la piel de los pómulos tensa y abre la boca mostrando unos dientecitos que parecen las teclas de un piano en miniatura. Intenta escabullirse de Hannah, que la coge cada vez que ella se suelta y se pone a gritar de nuevo.
—Grace, cariño. Chsst, chsst, Grace. Ven, por favor.
La niña vuelve a llorar desconsoladamente.
—Quiero a mi mamá. Quiero a mi papá. ¡Vete! ¡No me gustas!
El reencuentro de la madre con su hija había causado un gran revuelo. Les habían tomado fotografías, y tanto Dios como la policía habían recibido agradecimientos y alabanzas. Las lenguas del pueblo volvían a estar muy ocupadas divulgando noticias, describiendo con todo detalle la mirada aletargada de la niña, la alegre sonrisa de la madre.
—La pobre criaturita tenía tanto sueño cuando se la entregaron a su madre… Parecía un ángel. ¡Hemos de agradecer al Señor que la hayan librado de las garras de ese desgraciado! —dijo Fanny Darnley, que se había encargado de sonsacarle los detalles a la madre del agente Garstone.
Lo cierto era que Grace no estaba somnolienta, sino prácticamente inconsciente, pues el doctor Sumpton le había administrado un potente somnífero al ver que la niña estaba trastornada por la separación de Isabel.
Ahora Hannah mantenía un pulso con su aterrorizada hija. Durante años la había tenido tan cerca de su corazón que nunca se le había ocurrido pensar que tal vez a la niña no le hubiera pasado lo mismo. Cuando Septimus Potts llegó al jardín, no habría sabido decir cuál de las dos parecía más afligida.
—No voy a hacerte daño, Grace. Ven con mamá —suplicaba Hannah.
—¡No me llamo Grace! ¡Me llamo Lucy! —chilló la niña—. ¡Quiero irme a mi casa! ¿Dónde está mi mamá? ¡Tú no eres mi mamá!
Hannah, cada vez más dolida por esos gritos, sólo atinó a murmurar:
—Te he querido tanto, desde hace tanto tiempo…
Septimus recordó la impotencia que él había sentido cuando Gwen, más o menos a la misma edad, había seguido exigiendo que la llevaran con su madre, como si él tuviera a su difunta esposa escondida en algún lugar de la casa. Todavía se le hacía un nudo en la garganta.
Hannah vio a su padre, cuya expresión delataba qué opinaba de la situación, y se sintió humillada.
—Sólo necesita un poco de tiempo para acostumbrarse a ti. Ten paciencia, Hanny —dijo.
La niña había encontrado un rincón protegido entre el viejo limonero y el grosellero, y estaba allí agazapada, lista para salir disparada.
—No tiene ni idea de quién soy, papá. Ni idea. Es lógico que no quiera ni acercarse a mí —se lamentó Hannah entre sollozos.
—Ya se le pasará —opinó Septimus—. O se cansará y se quedará dormida ahí, o tendrá hambre y saldrá. De una forma u otra, sólo es cuestión de esperar.
—Ya lo sé, ya sé que tiene que volver a acostumbrarse a mí.
Él le pasó un brazo por los hombros.
—No tiene que «volver» a acostumbrarse. Para ella eres una persona completamente nueva.
—Inténtalo tú, por favor. A ver si consigues que salga de ahí. También ha huido de Gwen.
—Creo que por hoy ya ha visto suficientes caras nuevas. Ver la mía no le hará ninguna gracia. Yo, en tu lugar, la dejaría en paz.
—¿Qué he hecho mal para merecer todo esto, papá?
—Tú no tienes la culpa de nada. Esa niña es hija tuya, y ahora está donde le corresponde. Ten un poco de paciencia, Hanny.
Ten un poco de paciencia. —Le acarició el pelo—. Y yo ya me encargaré de que ese desgraciado de Sherbourne reciba su merecido. Te lo prometo.
Potts volvió dentro y encontró a Gwen, de pie en la penumbra de la galería, observando a su hermana. Gwen negó con la cabeza y susurró:
—Ay, papá, no soporto ver llorar a esa pobre niña. ¡Me parte el corazón! —Soltó un hondo suspiro—. A ver si se acostumbra —añadió, encogiéndose de hombros, aunque no parecía muy convencida.
En los alrededores de Partageuse, todos los seres vivos tienen sus defensas. Los que menos peligro entrañan son los que se mueven deprisa, pues desaparecen para sobrevivir: el varano de arena, los periquitos llamados «veintiochos», el opossum de cola de cepillo. Huyen a la menor señal de problemas: retirada, evasión, camuflaje son sus trucos de supervivencia. Otros sólo son mortíferos si te pones en su punto de mira. La serpiente tigre, el tiburón, el ctenícido emplean sus armas de ataque para defenderse de los humanos cuando se sienten amenazados.
Los más temibles son los que permanecen inmóviles, inadvertidos, pues no detectas sus defensas hasta que las haces saltar por accidente. No hacen distinciones. Si te comes la bonita flor de la digitalis, por poner un ejemplo, se te para el corazón. Lo único que intentan todos ellos es protegerse. Pero que Dios te ayude si te acercas demasiado. Las defensas de Isabel Sherbourne no se pusieron en funcionamiento hasta que se sintió amenazada.
Vernon Knuckey tamborileaba con los dedos en la mesa mientras, en la habitación contigua, Isabel esperaba a que la interrogaran. Partageuse era una localidad muy tranquila para un policía. Alguna agresión o alguna alteración del orden público por borrachera era lo máximo que podía surgir en una semana normal. El sargento habría podido trasladarse a Perth para obtener un ascenso, y así tener la oportunidad de participar en la resolución de delitos más graves, cicatrices más feas en unas vidas que significaran menos para él. Pero en la guerra ya había presenciado suficientes conflictos; se contentaba con los pequeños hurtos y las multas por venta ilegal de licores. Kenneth Spragg, en cambio, estaba impaciente por trasladarse a la gran ciudad. Iba a hacer cuanto estuviera en su mano para utilizar aquel caso como pasaporte a Perth. Knuckey pensó que Spragg no conocía a ningún vecino de Partageuse, y que por lo tanto no le importaban: Bill y Violet, por ejemplo, o los dos hijos que habían perdido. Recordó todas las veces que él había visto a la pequeña Isabel, con su hermosa voz y su hermosa carita, cantando en el coro de la iglesia por Navidad. Entonces pensó en el viejo Potts, que había vivido entregado a sus dos hijas desde que falleció su esposa, y que se había llevado un disgusto tremendo cuando Hannah eligió a su marido. En cuanto a la pobre Hannah… No podía decirse que fuera una gran belleza, pero era todo un cerebrito, y una joven decente. Él siempre había creído que le faltaba un tornillo por creer que su hija aparecería tras tantos años, pero al final, mira lo que había pasado.
Respiró hondo, hizo girar el pomo de la puerta y entró. Se dirigió a Isabel con respeto y formalidad.
—Isabel… señora Sherbourne, tengo que hacerle algunas preguntas más. Ya sé que es su marido, pero éste es un asunto muy serio. —Le quitó el capuchón a la pluma y la posó en el papel. El plumín dejó un pequeño charco de tinta negra, y el sargento la extendió en varias direcciones, trazando líneas negras que partían del punto central.
—Dice que usted quiso informar de la aparición del bote y que él se lo impidió. ¿Es eso cierto?
Isabel se miró las manos.
—Dice que estaba resentido porque usted no le había dado hijos, y que decidió hacer las cosas a su manera.
Esas palabras impactaron a Isabel. ¿Y si con esa mentira Tom había revelado una verdad?
—¿No intentó usted disuadirlo y hacerle entrar en razón? —preguntó Knuckey.
Ella no mintió cuando respondió:
—Cuando Tom Sherbourne cree que está haciendo lo que es correcto, no hay forma de persuadirlo de hacer lo contrario.
—¿La amenazó? —preguntó él con delicadeza—. ¿La agredió físicamente?
Isabel no respondió, y volvió a invadirla la rabia que había surgido en ella la pasada noche de insomnio. Se aferró a su silencio como a una roca.
Knuckey había sido testigo en numerosas ocasiones de cómo los peones de los aserraderos, auténticos gigantones, sometían a sus esposas e hijas con sólo una mirada.
—¿Le tiene miedo?
Isabel apretó los labios y no dijo nada.
El sargento puso los codos sobre la mesa y se inclinó hacia delante.
—Isabel, la ley reconoce que la esposa puede estar completamente impotente en manos de su esposo. Según el código penal, no se la puede responsabilizar de nada que él le haya hecho hacer o le haya impedido hacer, de modo que por ese lado no debe preocuparse. No van a castigarla a usted por sus delitos. Y ahora, necesito hacerle una pregunta, y quiero que reflexione antes de contestarla. Recuerde que no pueden acusarla de nada que él le obligara a hacer. —Carraspeó—. Según Tom, Frank Roennfeldt estaba muerto cuando apareció el bote. —La miró a los ojos—. ¿Es eso cierto?
Isabel se desconcertó. Estuvo a punto de saltar: «¡Claro que es cierto!», pero antes de abrir la boca, su mente había vuelto a recordarle la traición de Tom. Desbordada de pronto —por la pérdida de Lucy, por la rabia, por el agotamiento—, cerró los ojos.
El policía insistió:
—¿Es eso cierto, Isabel?
Ella fijó la mirada en la alianza que llevaba en el dedo. —No tengo nada que decir— dijo, y rompió a llorar.
Tom se bebió la taza de té despacio, observando las volutas de vapor que se disolvían en el aire. La luz de la tarde entraba sesgada por las altas ventanas de la habitación con escasos muebles. Mientras se frotaba la barba rala del mentón, recordó los días en que era imposible afeitarse o lavarse.
—¿Quiere otra? —le preguntó Knuckey con calma.
—No, gracias.
—¿Fuma?
—No.
—Está bien. Un bote de remos aparece en la playa. De la nada.
—Todo eso ya se lo expliqué en Janus.
—¡Y volverá a explicármelo tantas veces como yo quiera! Muy bien. Encuentra el bote.
—Sí.
—Y dentro hay un bebé.
—Sí.
—¿En qué estado se encuentra el bebé?
—Sano. Llora, pero está sano.
Knuckey tomaba notas.
—Y en el bote hay un hombre.
—Un cadáver.
—Un hombre —repitió Knuckey.
Tom le lanzó una mirada escrutadora.
—Usted está acostumbrado a ser el amo y señor de Janus, ¿verdad? —añadió el sargento.
Tom captó la ironía, que a nadie que supiera cómo era la vida en los Faros se le habría escapado, pero no contestó. Knuckey continuó:
—Supongo que allí uno puede hacer lo que se le antoje. No hay nadie vigilando.
—Lo que pasó no tuvo nada que ver con hacer lo que a uno se le antoje.
—Y decidió quedarse el bebé. Isabel había perdido un hijo. Nadie tenía por qué saberlo, ¿no es eso?
—Ya se lo he dicho: tomé una decisión y obligué a Isabel a aceptarla.
—Pega a su mujer, ¿verdad?
—¿De veras lo cree?
—¿Por eso perdió ella el niño?
La conmoción se reflejó en la cara de Tom.
—¿Eso se lo ha dicho ella?
Knuckey guardó silencio, y Tom inspiró hondo.
—Mire, ya le he contado lo que pasó. Mi mujer intentó disuadirme. Soy culpable de cualquier cosa de que me acuse usted, así que acabemos con esto y mantenga a mi mujer al margen.
—No me diga lo que tengo que hacer —le espetó Knuckey—. Yo no soy su ordenanza. Haré lo que decida hacer cuando me parezca bien. —Apartó la silla de la mesa y se cruzó de brazos—. El hombre que iba en el bote…
—¿Qué pasa con él?
—¿En qué estado se encontraba cuando usted lo vio?
—Estaba muerto.
—¿Está seguro?
—No era el primer cadáver que veía.
—¿Por qué tendría que creerle?
—¿Por qué tendría que mentirle?
Knuckey hizo una pausa y dejó la pregunta suspendida en el aire, para que su prisionero notara cómo su peso descendía sobre él. Tom se removió en la silla.
—Exacto —dijo Knuckey—. ¿Por qué tendría que mentirme?
—Mi mujer le confirmará que ese hombre estaba muerto cuando el bote llegó a la playa.
—¿Se refiere a la misma mujer a la que admite haber obligado a mentir?
—Mire, no es lo mismo proteger a una criatura indefensa que…
—¿Matar a alguien? —terminó Knuckey por él.
—Pregúnteselo a ella.
—Ya se lo he preguntado —dijo el sargento, impasible.
—Entonces ya sabrá que estaba muerto.
—No, no sé nada. Su mujer se niega a hablar de lo ocurrido.
Tom sintió como si recibiera un martillazo en el pecho. Evitó mirar a Knuckey a los ojos.
—¿Qué ha dicho?
—Que no tiene nada que decir.
Tom agachó la cabeza.
—Dios todopoderoso —masculló antes de responder—: Lo único que puedo hacer es repetir lo que ya he dicho. No llegué a ver a ese hombre con vida. —Entrelazó los dedos—. Si pudiera verla, hablar con ella…
—Eso está descartado. Además de no estar permitido, tengo la impresión de que ella no querría hablar con usted aunque fuera la última persona en el mundo.
El mercurio: fascinante pero impredecible. Podía soportar la tonelada de cristal de la óptica, pero si intentabas meter el dedo en una gota, ésta salía disparada en cualquier dirección. Esa imagen aparecía una y otra vez en la mente de Tom, mientras pensaba en Isabel tras el interrogatorio con Knuckey. Recordó los días posteriores al nacimiento del niño muerto, y cómo había intentado consolarla.
—Todo saldrá bien. Si hemos de pasar el resto de la vida solos tú y yo, para mí ya es suficiente.
Ella había vuelto la mirada hasta encontrarse con la de él, y la expresión de su rostro lo impresionó. Puro desconsuelo. Derrota.
Fue a acariciarla, pero ella se apartó.
—Te pondrás mejor. Todo se arreglará. Sólo es cuestión de tiempo.
Sin previo aviso, ella se levantó y se precipitó hacia la puerta; el dolor la obligó a doblarse un momento por la cintura, y entonces salió de la casa renqueando.
—¡Izzy! ¿Adónde vas, por el amor de Dios? ¡Vas a hacerte daño!
—¡Voy a hacer algo peor que eso!
La luna estaba suspendida en un cielo cálido y sin viento. El camisón largo y blanco que Isabel se había puesto en su noche de bodas, cuatro años atrás, brillaba como un farolillo de papel y la hacía destacar a lo lejos, reducida a un puntito de luz en un océano de oscuridad.
—¡No lo soporto! —gritó con una voz tan estridente que las cabras se despertaron y empezaron a moverse por el corral, haciendo sonar los cencerros—. ¡No lo soporto más! Dios mío, ¿por qué me dejas vivir y te llevas a mis hijos? ¡Llévame a mí! —Echó a andar dando traspiés hacia el acantilado.
Tom corrió hasta ella y la abrazó.
—Tranquilízate, Izz.
Pero ella se soltó y echó a correr, cojeando cuando el dolor se intensificaba.
—¡No me digas que me tranquilice, estúpido! Tú tienes la culpa. ¡Odio este sitio! ¡Te odio! ¡Quiero a mi hijo! —El faro abría un sendero de luz en lo alto, pero su haz no alcanzaba a iluminarla a ella—. ¡Tú no lo querías! ¡Por eso ha muerto! ¡Porque sabía que a ti no te importaba!
—Por favor, Izz. Entra en casa, te lo ruego.
—¡No tienes sentimientos, Tom Sherbourne! ¡No sé qué has hecho con tu corazón, pero no lo tienes dentro del pecho, eso seguro!
Todas las personas tienen un límite. Tom lo había comprobado en más de una ocasión. Muchachos que habían llegado llenos de entusiasmo y dispuestos a darles su merecido a los boches, que habían sobrevivido a los bombardeos, la nieve, los piojos y el barro, a veces durante años, perdían de pronto el juicio y se refugiaban en algún misterioso rincón de sí mismos donde nadie podía hacerles daño. A veces se volvían contra ti, caminaban hacia ti empuñando la bayoneta, riendo como maníacos y llorando al mismo tiempo. Dios mío, cuando pensaba en el estado en que había quedado él cuando todo terminó…
¿Quién era él para juzgar a Isabel? Ella había llegado al límite, eso era todo. Todos tenemos un límite. Todos. Y al separarla de Lucy, él la había llevado hasta el suyo.
Esa noche, Septimus Potts se quitó las botas y movió los dedos de los pies, enfundados en unos bonitos calcetines de lana. Rezongó al oír el conocido crujido de su espalda. Estaba sentado en el borde de su maciza cama de madera de jarrah, hecha con un árbol del bosque de su propiedad. En la espaciosa habitación sólo se oía el tictac del reloj de la mesilla de noche. Suspiró mientras contemplaba el lujo que lo rodeaba: las sábanas almidonadas, los muebles relucientes, el retrato de su difunta esposa Ellen, todo iluminado por las lámparas eléctricas, con pantallas de cristal esmerilado rosa. Todavía tenía muy fresca la imagen de su nieta esa tarde, angustiada y encogida de miedo: la pequeña Grace, a quien todos excepto Hannah daban por muerta. ¡La vida! ¿Quién demonios podía decirte qué sorpresas podía depararte?
Esa aflicción, la desesperación que provocaba perder a una madre… No creía que fuera a ver nada parecido tras la muerte de Ellen hasta que se enfrentó a su nieta en el jardín. Cuando ya creía haber visto todos los trucos que podía hacerle la vida, ésta salía con uno nuevo, como un fullero. Sabía por lo que estaba pasando la niña. Una duda se coló en un recoveco de su mente. Quizá… quizá fuera cruel arrebatársela a la mujer de Sherbourne…
Volvió a contemplar el retrato de Ellen. Grace tenía la misma mandíbula. Tal vez llegara a ser tan hermosa como su abuela cuando se hiciera mayor. Se puso a rememorar Navidades y cumpleaños del pasado. Una familia feliz, eso era lo único que él quería. Pensó en el rostro torturado de Hannah; recordó con sentimiento de culpa esa misma mirada cuando él había intentado evitar que se casara con Frank.
No. La niña debía volver junto a su verdadera familia. Tendría todo lo mejor y acabaría por acostumbrarse a su verdadero hogar y a su verdadera madre. Ojalá Hannah aguantara el tiempo suficiente.
Notó que se le llenaban los ojos de lágrimas, y la rabia encontró el camino hasta la superficie. Alguien tenía que pagar. Alguien tenía que sufrir como habían hecho sufrir a su hija. ¿A quién se le ocurría encontrarse un bebé y quedárselo, como si fuera un trozo de madera arrastrado por el mar hasta la playa?
Ahuyentó aquella duda intrusiva. No podía cambiar el pasado, ni los años en que se había negado a reconocer la existencia de Frank, pero ahora podía compensar a Hannah. Sherbourne recibiría su justo castigo. Él se encargaría de que así fuera.
Apagó la lámpara y se quedó mirando el reflejo de la luz de la luna en el marco de plata de la fotografía de Ellen. Y evitó pensar en qué estarían sintiendo los Graysmark esa noche.