Capítulo 25

25

Nada más desembarcar, el sargento Spragg se sacó unas esposas del bolsillo y caminó hacia Tom. Vernon Knuckey lo detuvo negando con la cabeza.

—Es el procedimiento habitual —dijo el sargento de Albany, cuyo rango era superior al de Vernon.

—Eso no importa. Hay una niña pequeña —contestó Knuckey apuntando con la barbilla a Lucy, que corrió hacia Tom y se agarró a su pierna.

—¡Papi! ¡Cógeme en brazos, papi!

La aflicción apareció fugazmente en la cara de Tom cuando ella lo miró a los ojos y le hizo aquella súplica tan rutinaria. En lo alto de un árbol pipermint cantaban un par de abanicos lavanderas. Tom tragó saliva y se hincó las uñas en las palmas de las manos.

—¡Mira, Lulu! Mira qué pájaros tan graciosos. De ésos no hay en casa, ¿verdad? —Sin dejar de mirarlos, añadió—: Ve a verlos.

Cerca del embarcadero había dos automóviles aparcados, y el sargento Spragg se dirigió a Tom.

—Por aquí. Suba al primero.

Tom se volvió hacia Lucy, que estaba distraída observando a los pájaros sacudir sus largas colas negras. Fue a tenderle una mano, pero se imaginó cómo se angustiaría ella: era mejor que se marchara sin decirle nada.

Pero la niña detectó el movimiento de Tom y le tendió los brazos.

—¡Espera, papi! ¡Cógeme en brazos! —volvió a suplicar; su tono de voz delataba que había notado que pasaba algo raro.

—Haga el favor —lo urgió Spragg, asiéndolo por el codo.

Al alejarse Tom a regañadientes, Lucy lo persiguió con los brazos extendidos.

—¡Espera a Lulu, papá! —le rogaba, dolida y desconcertada.

Entonces tropezó, cayó de bruces en la grava y dio un grito; Tom, incapaz de continuar, se dio media vuelta y se soltó del policía.

—¡Lulu! —La levantó del suelo y le besó la rasguñada barbilla—. Lucy, Lucy, Lucy, Lucy —murmuró, acariciándole la mejilla con los labios—. No pasa nada, pequeñaja. Tranquila, no ha sido nada.

Vernon Knuckey bajó la vista al suelo y carraspeó.

—Ahora tengo que marcharme, corazón —dijo Tom—. Espero… —Se interrumpió. Miró a Lucy a los ojos y le acarició el pelo; por último, le dio un beso—. Adiós, pequeña.

Como la niña no mostraba la menor intención de soltarlo, Knuckey miró a Isabel.

—¿Señora Sherbourne?

Ella separó a Lucy de Tom.

—Ven aquí, tesoro. No pasa nada. Ven con mamá —dijo, pese a que la niña seguía llamando a su padre:

—¡Papá! ¡Quiero ir contigo, papá!

—¿Estás contento, Tom? Esto era lo que querías, ¿verdad? —Las lágrimas resbalaban por la cara de Isabel y caían en la mejilla de Lucy.

Tom se quedó contemplándolas un instante; el dolor se reflejaba en las caras de las dos personas que él había prometido a Bill Graysmark proteger y cuidar. Al final consiguió decir:

—Lo siento, Izz.

A Kenneth Spragg se le había agotado la paciencia; volvió a agarrarlo por el brazo y lo empujó hacia el coche. Tom se metió en la parte trasera del vehículo, y Lucy se puso a berrear:

—¡No te vayas, papá! ¡Por favor, papi! ¡Por favor! —Tenía el rostro crispado y colorado, y las lágrimas le entraban en la boca abierta, mientras Isabel trataba en vano de consolarla—. ¡Mamá, no les dejes! ¡Son malos, mamá! ¡Se están portando mal con papá!

—Ya lo sé, cariño, ya lo sé. —Acercó los labios a la cabeza de la niña y murmuró—: A veces los hombres hacen cosas horribles, corazón. Cosas muy malas. —Mientras decía esas palabras, era consciente de que lo peor estaba por llegar.

Ralph contemplaba la escena desde la cubierta de la barca. Cuando llegó a su casa, miró a Hilda; la miró como quizá hacía veinte años que no la miraba.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su mujer, desconcertada por aquella intensidad.

—Nada —respondió él, y le dio un largo abrazo.

En su despacho, Vernon Knuckey hablaba con Kenneth Spragg:

—Vuelvo a repetírselo, sargento. Esta tarde no puede llevárselo a Albany. Lo trasladarán a su debido tiempo, cuando yo haya tenido ocasión de hacerle unas preguntas.

—Es nuestro detenido. Los faros pertenecen a la Commonwealth, no lo olvide, así que hemos de proceder correctamente.

—Conozco las normas tan bien como usted. —Kenneth Spragg era famoso entre todos los policías de la región de Perth por su afán de mangonear. Todavía estaba resentido por no haberse alistado, e intentaba compensarlo comportándose como si fuera un maldito brigada—. Insisto: se lo llevarán a Albany a su debido tiempo.

—Quiero ocuparme personalmente de Sherbourne, llegar al fondo de este asunto. No veo por qué no he de llevármelo, aprovechando que estoy aquí.

—Si tanto le interesa, puede volver por él. Esta comisaría la dirijo yo.

—Llamaremos a Perth.

—¿Cómo dice?

—Déjeme llamar por teléfono a Perth. Si me lo ordena la autoridad del distrito, lo dejaré aquí. Si no, Sherbourne ya está subiendo al coche y viniendo conmigo a Albany.

Isabel tardó mucho en convencer a la compungida niña de que se metiera en el segundo automóvil, de modo que Tom ya estaba en una celda cuando llegaron a la comisaría.

En la sala de espera, Lucy se sentó en el regazo de Isabel, quejumbrosa y agotada por el largo viaje y los extraños sucesos. No paraba de tocarle la cara a Isabel, dándole palmadas e hincándole el dedo para reclamar su atención.

—¿Dónde está papá? Quiero verlo.

Isabel estaba pálida, y arrugaba el entrecejo con expresión ausente. De vez en cuando se quedaba ensimismada, concentrada en una muesca de la madera del mostrador, o en el graznido de una urraca que se oía a lo lejos. Entonces Lucy le hincaba un dedo en la mejilla y le hacía otra pregunta, e Isabel volvía a tomar conciencia de dónde estaba.

Un anciano que había ido a pagar una multa por dejar que su ganado ocupara la calzada de la carretera esperaba frente al mostrador a que le entregaran su recibo. Se entretuvo intentando hacer reír a Lucy tapándose y destapándose los ojos con una mano.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Lucy —contestó ella con timidez.

—Eso es lo que tú crees —masculló Harry Garstone esbozando una sonrisa sarcástica, mientras firmaba el recibo.

En ese momento llegó el doctor Sumpton de su consultorio, resoplando y con un maletín en la mano. Saludó de pasada a Isabel, pero evitó mirarla a los ojos. Ella se puso muy colorada al recordar la última visita que le había hecho al médico y la aplastante conclusión a la que éste había llegado.

—Por aquí, doctor —dijo Garstone, y lo hizo pasar a una habitación del fondo. El agente volvió junto a Isabel—. El doctor tiene que examinar a la niña. Démela, por favor.

—¿Examinarla? ¿Para qué? ¡A la niña no le pasa nada!

—Esto no es asunto suyo, señora Sherbourne.

—¿Que no es asunto mío? Soy su… —Isabel se interrumpió antes de terminar la frase—. No necesita ningún médico. ¡Tenga un poco de consideración, por favor!

El policía agarró a la niña, que gritaba y forcejeaba, y se la llevó. Sus agudos chillidos resonaron por toda la comisaría y llegaron hasta la celda de Tom, a quien le parecieron aún más fuertes, pues él no sabía qué estaba sucediendo.

En el despacho de Knuckey, Spragg colgó el auricular y miró con el entrecejo fruncido a su homólogo de Partageuse.

—Muy bien. De momento se ha salido con la suya… —Se subió la cintura del pantalón y cambió de táctica—. En mi opinión, a la mujer también habría que recluirla en una celda. Seguramente está metida en esto hasta el cuello.

—La conozco desde que era una cría, sargento —replicó Knuckey—. No ha faltado ni un solo domingo a la iglesia. Ya ha oído la historia que ha contado Tom Sherbourne: por lo visto, ella sólo es una víctima más.

—¡La historia que ha contado! Se lo digo yo: esa mujer no es ninguna mosquita muerta. Déjeme hablar con él a solas y pronto sabremos cómo murió realmente ese tal Roennfeldt.

Knuckey también estaba al corriente de la reputación de Spragg a ese respecto, pero hizo caso omiso del comentario.

—Mire, yo no conozco a Sherbourne. Podría ser el mismísimo Jack el Destripador, no voy a negarlo. Si es culpable, le va a caer una buena. Pero encerrar a su mujer porque sí no va a servir de nada, así que no se precipite. Usted sabe tan bien como yo que a una mujer casada no se le puede imputar ningún delito que su marido la haya obligado a cometer. —Alineó un montón de papeles con la esquina de su secante—. Esto es un pueblo pequeño. Aquí los errores se pagan caros. No encierras a una joven si no estás completamente seguro de tus acusaciones. Así que, si no le importa, vamos a ir por partes.

Cuando el contrariado sargento Spragg hubo salido de la comisaría, Rnuckey entró en la sala de interrogatorios y salió con Lucy.

—El doctor ya nos ha dado luz verde —dijo. Entonces bajó la voz y añadió—: Ahora vamos a llevar a la niña con su madre, Isabel. Le agradecería que no nos pusiera las cosas aún más difíciles. Así que… si quiere… despedirse de ella…

—¡Por favor! ¡No nos haga esto!

—No empeore las cosas. —Vernon Knuckey, que durante años había visto la difícil situación de Hannah Roennfeldt, convencido de que la mujer se aferraba a una vana ilusión, miraba ahora a Isabel y pensaba que a ella le sucedía lo mismo.

Creyendo que ya estaba otra vez a salvo en los brazos de su madre, la niña se agarró con fuerza a Isabel cuando ésta la besó en la mejilla, incapaz de separar sus labios de aquella suave piel. Harry Garstone cogió a Lucy por la cintura y tiró de ella.

A pesar de que aquél era el desenlace lógico de las últimas veinticuatro horas, y a pesar de que era un temor que Isabel había albergado desde el día en que había mirado por primera vez a la pequeña, sintió un dolor desgarrador.

—¡Por favor! —suplicó, anegada en llanto—. ¡Tenga piedad! —Su voz rebotaba en las desnudas paredes—. ¡No se lleve a mi niña!

Le arrancaron de los brazos a Lucy, que no paraba de berrear, e Isabel se desmayó y cayó al suelo de piedra con un sonoro golpe.

Hannah Roennfeldt no podía estarse quieta. Miraba la hora en su reloj y en el de la repisa de la chimenea; le preguntaba la hora a su hermana, ansiosa por saber cuánto tiempo había transcurrido. La barca había zarpado hacia Janus el día anterior por la mañana, y desde entonces cada minuto había sido un suplicio comparable al de Sísifo.

Le costaba creer que pronto volvería a abrazar a su hija. Desde el día que había encontrado el sonajero, había soñado con su regreso. Los abrazos. Las lágrimas. Las sonrisas. Había cogido flores de frangipán del jardín y las había puesto en el cuarto de la niña, y el perfume invadía toda la casa. Sonriendo y tarareando, había barrido y quitado el polvo, y había colocado las muñecas encima de la cómoda. Entonces la asaltaron las dudas: ¿qué comería la niña? Había enviado a Gwen a comprar manzanas, leche y dulces, pero Hannah se preguntó de pronto si debería darle algo más. Como ella apenas comía, fue a casa de su vecina, la señora Darnley, que tenía cinco hijos pequeños, y le preguntó qué comían los críos de la edad de Grace. Fanny Darnley, siempre encantada de tener una historia que contar, no tardó nada en comentarle al señor Kelly en la tienda de comestibles que Hannah se había vuelto completamente loca y había empezado a cocinar para los fantasmas, pues la noticia todavía no se había extendido. «No me gusta hablar mal de mis vecinos, pero… bueno, para algo tenemos manicomios, ¿no? No me hace ninguna gracia que mis hijos vivan tan cerca de una persona a la que le falta un tornillo. A usted, en mi lugar, le pasaría lo mismo».

La llamada telefónica había sido breve.

—Será mejor que venga en persona, señor Graysmark. Tenemos a su hija aquí.

Bill Graysmark llegó a la comisaría de policía aquella tarde en un estado de profunda confusión. Tras la llamada, en su mente se había formado una imagen del cadáver de Isabel sobre una mesa, esperando que pasaran a recogerlo. Apenas había oído el resto de las palabras que le llegaron a través del teléfono recientemente instalado: la muerte era la conclusión más obvia que se podía sacar. Un tercer hijo no, por favor. No podía haber perdido a toda su prole; eso era algo que Dios no podía permitir. Aquellas palabras inconexas sobre la hija de los Roennfeldt, y algo relacionado con Tom y un cadáver no tenían ningún sentido.

Cuando llegó a la comisaría, lo condujeron a una habitación donde estaba su hija sentada en una silla, con las manos en el regazo. Bill estaba tan convencido de que había muerto que al verla se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¡Isabel! ¡Isabelita mía! —susurró, al tiempo que la envolvía en un cálido abrazo—. Creía que nunca volvería a verte.

Tardó unos segundos en percatarse del extraño comportamiento de su hija, que no lo abrazó ni lo miró a los ojos. Isabel, apagada y pálida, se quedó sentada en la silla.

—¿Dónde está Lucy? —preguntó Bill, primero a su hija, y luego al agente Garstone—. ¿Dónde está la pequeña Lucy? ¿Y Tom? —Su mente volvió a ponerse en funcionamiento: debían de haberse ahogado. Debían de…

—El señor Sherbourne está en el calabozo, señor. —El policía puso una hoja de papel sobre la mesa—. Van a trasladarlo a Albany tras la audiencia preliminar.

—¿Audiencia preliminar? ¿De qué demonios me está hablando? ¿Dónde está Lucy?

—La niña está con su madre, señor.

—¡Es evidente que la niña no está con su madre! ¿Qué han hecho con ella? ¿Qué significa todo esto?

—Parece ser que la verdadera madre de la niña es la señora Roennfeldt.

Bill creyó que había entendido mal lo que fuera que Garstone hubiera dicho, e insistió:

—Le exijo que ponga a mi yerno en libertad inmediatamente.

—Me temo que no voy a poder. El señor Sherbourne está detenido.

—¿Detenido? ¿Y se puede saber por qué?

—Hasta ahora, por falsificación de documentos de la Commonwealth e incumplimiento del deber como funcionario. Eso, para empezar. Luego está el robo de menor. Y el hecho de que hemos desenterrado los restos de Frank Roennfeldt en Janus Rock.

—¿Se ha vuelto loco? —Se volvió hacia su hija, y de pronto comprendió la palidez de su rostro y su aparente desorientación—. No te preocupes, Isabel. Yo lo arreglaré. No sé qué ha pasado, pero es evidente que se ha cometido un tremendo error. Pienso llegar hasta el fondo de esto.

—Me parece que no lo entiende, señor Graysmark —dijo el policía.

—¡Pues claro que no lo entiendo! ¡Esto va a tener consecuencias! Llevar a mi hija a una comisaría de policía a santo de no sé qué historia absurda, calumniar a mi yerno… —Miró a su hija—. Isabel, ¡diles que todo esto es ridículo!

Pero ella permaneció inmóvil e inexpresiva. El policía carraspeó.

—La señora Sherbourne se niega a hablar, señor.

Tom nota sobre sí el peso del silencio del calabozo, denso y líquido como el mercurio. Hace mucho tiempo que el sonido de las olas y el viento, y el ritmo del faro, dan forma a su vida. De pronto todo se ha detenido. Escucha a la zordala crestada que reivindica su territorio cantando desde lo alto de los eucaliptos, ajena a todo.

La soledad le resulta familiar, y lo transporta al tiempo en que estuvo solo en Janus; se pregunta si los años que ha pasado con Isabel y Lucy habrán sido imaginados. Entonces se mete una mano en el bolsillo y saca la cinta de raso lila de la niña, y recuerda cómo le sonrió al dársela cuando se le cayó. «Aguántame esto, papi, por favor». Cuando Harry Garstone intentó confiscársela en la comisaría, Knuckey le espetó: «Por el amor de Dios, hombre. Dudo mucho que nos vaya a estrangular con eso», y Tom la dobló y se la guardó.

No logra conciliar la pena que siente por lo que ha hecho y el profundo alivio que lo invade. Esas dos fuerzas opuestas crean una reacción inexplicable, dominada por una tercera fuerza, aún más fuerte: la conciencia de haber privado a su mujer de una hija. Lo asalta el sentimiento de pérdida, y siente como si le clavaran un gancho de carnicero: lo mismo que debió de sentir Hannah Roennfeldt, eso que Isabel ha sentido tantas veces y vuelve a abrumarla ahora. Empieza a preguntarse cómo puede él haber infligido semejante sufrimiento. Empieza a preguntarse qué demonios ha hecho.

Intenta comprenderlo, darle sentido: todo ese amor, tan deformado, refractado, como la luz que atraviesa una lente.

Vernon Knuckey conocía a Isabel desde que era una cría. Su padre había impartido clases a cinco de sus hijos.

—Lo mejor que puede hacer es llevársela a casa —le había dicho con gravedad a Bill—. Mañana ya hablaré con ella.

—Pero ¿qué hay de…?

—Llévesela a casa, Bill. Llévese a la pobre chica a casa.

—¡Isabel, hija mía! —Su madre la abrazó nada más verla entrar por la puerta. Violet Graysmark estaba tan aturdida como el que más, pero cuando vio en qué estado se encontraba su hija, no se atrevió a preguntarle nada—. Tienes la cama hecha. Ve a buscar su bolsa, Bill.

Isabel entró como dejándose llevar, con gesto inexpresivo. Violet la guió hasta una butaca, fue a la cocina y regresó con un vaso.

—Agua caliente con coñac. Para los nervios —dijo.

Isabel se tomó la bebida mecánicamente, y dejó el vaso vacío en la mesita auxiliar.

Violet fue a buscar una manta y le tapó con ella las piernas, pese a que en la habitación no hacía ni gota de frío. Isabel empezó a acariciar la lana siguiendo las líneas de los cuadros escoceses con el dedo índice. Estaba tan abstraída que no pareció oír a su madre cuando ésta le preguntó:

—¿Necesitas algo, corazón? ¿Tienes hambre?

Bill asomó la cabeza por la puerta y le hizo señas a Violet para que fuera a la cocina.

—¿Ha dicho algo?

—Ni una palabra. Creo que está conmocionada.

—Pues ya somos dos. No entiendo nada. Iré a la comisaría a primera hora de la mañana para que me lo expliquen. Hannah Roennfeldt está chiflada, eso lo sabemos desde hace años. Y el viejo Potts se cree con derecho a mangonearnos a todos porque tiene dinero. —Se tiró de los extremos del chaleco—. No voy a permitir que me manipulen una lunática y su padre, por mucho dinero que él tenga.

Esa noche, Isabel se acostó en la cama en la que había dormido hasta que se casó, y que ahora le parecía extraña y estrecha. Una leve brisa agitaba las cortinas de encaje, y fuera, el chirrido de los grillos parecía un reflejo del centelleo de las estrellas. Una noche muy parecida, que ya no le parecía tan lejana, se había acostado en aquella misma cama y había permanecido despierta, emocionada ante la perspectiva de su boda a la mañana siguiente. Había dado gracias a Dios por haberle enviado a Tom Sherbourne: por haber dejado que naciera, por protegerlo durante la guerra, por arrastrarlo, impulsado por la Providencia, hasta su orilla, donde ella fue la primera persona a la que él vio al desembarcar.

Intentó evocar aquella euforia, la sensación de que la vida, después del dolor y la pérdida ocasionados por la guerra, estaba a punto de florecer. Pero esa sensación había desaparecido: ahora todo parecía un error, un engaño. La felicidad que había sentido en Janus era algo distante, inimaginable. Tom llevaba dos años mintiéndole con cada palabra y cada silencio. Y si ella no había descubierto aquella farsa, ¿qué más se le había escapado? ¿Por qué Tom nunca le había dicho que conocía a Hannah Roennfeldt? ¿Qué le ocultaba? La asaltó una espeluznante imagen de Tom, Hannah y Lucy, una familia feliz. Las sospechas de traición que la habían atormentado en Janus se volvieron más truculentas. Quizá su marido tuviera otras mujeres, otras vidas. Quizá hubiera abandonado a una esposa, o a más de una, en el este… Y a unos hijos… Esa fantasía parecía plausible, convincente, y se colaba entre el espacio que había entre su recuerdo de la vigilia de su boda y el presente terrible y opresivo. Un faro advierte de un peligro, avisa a los navegantes de que deben mantenerse a distancia. Ella lo había confundido con un lugar seguro.

Haber perdido a su hija, haber visto a Lucy aterrorizada y angustiada porque la separaban de las únicas personas del mundo que verdaderamente conocía: eso, por sí solo, ya era insoportable. Pero saber que había ocurrido por culpa de su marido —el hombre que ella adoraba, el hombre a quien le había entregado su vida— era sencillamente inconcebible. Él había prometido protegerla, y sin embargo había hecho la única cosa que con toda seguridad la destrozaría.

Concentrarse en lo externo, en Tom, por muy doloroso que fuera, la salvaba de un examen más intolerable. Poco a poco fue formándose entre las sombras de su mente una sensación casi sólida: el impulso de castigar; la ferocidad de un animal salvaje al que han arrebatado sus crías. La policía iba a interrogarla al día siguiente. Para cuando las estrellas se hubieron apagado en el cielo, Isabel se había convencido: Tom merecía sufrir por lo que había hecho. Y él mismo le había ofrecido las armas necesarias.