Capítulo 24

24

Al principio, Tom creyó que se lo estaba imaginando: le pareció ver acercarse la Windward Spirit, azotada por la cola de un ciclón que había descendido por la costa de Australia Occidental. Llamó a Isabel para comprobar si ella también lo veía. Sólo llevaban una semana en Janus. La barca no tenía que volver hasta mediados de marzo, cuando estaba previsto que los llevaran al continente para su traslado a Point Moore. Quizá hubiera surgido algún problema en el motor camino de otro trabajo. Quizá Ralph o Bluey se hubieran lesionado por culpa del mal tiempo.

Había un intenso y peligroso oleaje, y la tripulación tuvo que emplear toda su destreza para atracar la barca sin estrellarla contra el embarcadero.

—¡Cualquier puerto es bueno en medio de una tormenta, ¿eh, Ralph?! —gritó Tom por encima del bramido del viento, cuando la barca se situó a su lado, pero el viejo capitán no contestó.

Cuando, en lugar de ver salir a Bluey de la popa de la barca, Tom reconoció las facciones curtidas e intemporales de Neville Whittnish, su confusión se intensificó. Detrás de él iban cuatro agentes de policía.

—¡Caramba, Ralph! ¿Qué significa todo esto?

Ralph tampoco le contestó. Tom sintió un escalofrío. Miró hacia lo alto de la cuesta y vio a Isabel retrocediendo, hasta que dejó de vérsela desde el embarcadero. Uno de los policías recorrió la pasarela tambaleándose, como si estuviera borracho, y tardó unos momentos en acostumbrarse al muelle, que no tenía movimiento. Los otros lo siguieron.

—¿Thomas Edward Sherbourne?

—Sí, soy yo.

—Soy el sargento Spragg, de la policía de Albany. Éste es mi ayudante, el agente Strugnell. Al sargento Knuckey y al agente Garstone quizá los conozca de la comisaría de Point Partageuse.

—Pues no, no los conocía.

—Señor Sherbourne, hemos venido con relación a Frank Roennfeldt y su hija Grace.

Esa revelación fue como un puñetazo que le cortó brevemente la respiración. Tenía el cuello rígido y estaba pálido como un muerto. La espera había llegado a su fin. Era como recibir la señal de salir a atacar tras varios días esperando en las trincheras.

El sargento se sacó algo del bolsillo: un trozo de cartón que agitó el fuerte viento; lo sostuvo con firmeza con las dos manos.

—¿Reconoce esto, señor?

Tom miró la fotografía del sonajero. Echó un vistazo a lo alto del acantilado y caviló su respuesta. Isabel se había ido. El tiempo hacía equilibrios en el fulcro de una palanca: después de aquello no habría vuelta atrás.

Dio un hondo suspiro, como si se librara de una carga física; cerró los ojos y agachó la cabeza. Notó una mano en el hombro. Era Ralph.

—Tom. Tom, hijo… ¿Qué demonios ha estado pasando aquí?

Mientras los policías interrogan a Tom, Isabel sube al acantilado, donde están las cruces de madera. Las matas de romero se enfocan y se desenfocan, como sus pensamientos. Temblorosa, rememora la escena: el más bajo de los policías, que es también el más joven, se ha mostrado muy solemne al enseñarle la fotografía, y no puede haber pasado por alto que, al verla, Isabel abría mucho los ojos y dejaba de respirar un instante.

—Alguien le envió este sonajero a la señora Roennfeldt la semana pasada.

—¿La semana pasada?

—Todo parece indicar que fue la misma persona que le envió una carta hace dos años.

Esa última noticia resulta incomprensible.

—Queremos hacerle algunas preguntas una vez que hayamos hablado con su marido, pero entretanto sería mejor que… —encogió los hombros, nervioso— no se alejara demasiado.

Isabel contempla la vista desde el acantilado: hay tanto aire, y sin embargo le cuesta respirar. Imagina a Lucy durmiendo la siesta mientras, en la habitación contigua, la policía interroga a su padre. Van a llevársela. Intenta pensar en qué sitio de la isla puede esconderla. Puede… podría marcharse con ella en el bote. Calcula a toda prisa: el bote de rescate siempre está preparado para cualquier contingencia. Si pudiera fingir que se llevaba a Lucy a… ¿adónde? A cualquier sitio, no importa. Podría meter a la niña en el bote y zarpar de la isla sin que nadie se diera cuenta. Y si cogieran la corriente adecuada, el mar las llevaría hacia el norte… Se imagina que la niña y ella desembarcan cerca de Perth, juntas, salvadas. Entonces interviene la lógica y le recuerda los peligros de la corriente del sur y la elevada probabilidad de morir en el océano Antártico. Explora con premura otra ruta. Puede jurar que la niña es suya, que en el bote que apareció había dos cadáveres, y que ellos sólo se quedaron el sonajero. Se aferra a cualquier posibilidad, por absurda que sea.

Sigue apareciendo el mismo impulso: «Necesito preguntarle a Tom qué vamos a hacer». Entonces siente náuseas, y recuerda que todo eso es obra de Tom. Es como cuando se despertó la noche después de saber que su hermano Hugh había muerto, y pensó: «Tengo que darle la mala noticia a Hugh».

Poco a poco, empieza a admitir que no hay huida, y el miedo deja paso a la rabia. ¿Por qué? ¿Por qué no podía él dejar las cosas como estaban? Se supone que Tom tiene que proteger a su familia, y no destrozarla. En lo más profundo de su conciencia, un sentimiento denso como el alquitrán ha sido alterado y ahora busca un puerto seguro. Los pensamientos de Isabel caen en espiral y se sumen en la oscuridad: Tom lleva dos años planeando eso. ¿Quién es ese hombre capaz de mentirle, de separarla de la niña? Recuerda a Hannah Roennfeldt tocándole el brazo a Tom, y se pregunta qué pasó entre ellos. Vomita en la hierba.

El mar rugía contra el acantilado, y la espuma llegaba hasta Isabel, a decenas de metros por encima del agua, en el borde, y había empapado las cruces y su vestido.

—¡Izzy! ¡Isabel! —El vendaval alejaba la voz de Tom de la isla.

Un petrel revoloteaba en el aire, describiendo círculos y más círculos, hasta caer en picado, certero como un rayo, en el agitado oleaje para pescar un arenque. Pero la suerte y la tempestad estaban a favor del pez, que consiguió soltarse del pico del pájaro y caer de nuevo al agua.

Tom recorrió la distancia que lo separaba de su mujer. El petrel seguía cerniéndose en las corrientes de la tormenta, consciente de que el tumulto del agua convertiría en presa fácil a cualquier pez que no se hubiera refugiado en los arrecifes.

—No tenemos mucho tiempo —dijo Tom atrayendo a Isabel hacía sí—. Lucy se despertará en cualquier momento. —La policía lo había interrogado durante una hora, y dos agentes se dirigían hacia las viejas tumbas del otro extremo de la isla, provistos de palas.

Isabel escrutó el rostro de Tom como si fuera el de un desconocido.

—La policía me ha dicho que alguien le envió un sonajero a Hannah Roennfeldt…

Él le sostuvo la mirada, pero no dijo nada.

—… que alguien le escribió hace dos años para decirle que su hija estaba viva. —Isabel luchó un poco más contra lo que eso implicaba—. ¡Tom! —fue lo único que alcanzó a decir; el terror se reflejaba en sus ojos—. ¡Oh, Tom! —repitió, y dio un paso atrás.

—Tenía que hacer algo, Izzy. Dios sabe que he intentado explicártelo. Sólo quería que esa mujer supiera que su hija estaba a salvo.

Isabel lo miró como si tratara de comprender unas palabras gritadas desde muy lejos, pese a que Tom estaba tan cerca de ella que su pelo le azotaba la cara.

—Yo confiaba en ti, Tom. —Se agarró el cabello con los puños mientras miraba a su marido con fijeza, boquiabierta, buscando las palabras que necesitaba—. ¿Qué nos has hecho, por amor de Dios? ¿Qué le has hecho a Lucy?

Isabel vio resignación en los hombros caídos de Tom, y alivio en sus ojos. Dejó caer las manos, y el pelo volvió a taparle la cara como un velo mortuorio. Estalló en sollozos.

—¡Dos años! ¿Me has estado mintiendo durante dos años?

—¡Tú viste a esa desgraciada! Viste lo que le habíamos hecho.

—¿Acaso ella significa más para ti que nuestra familia?

—No es nuestra familia, Izz.

—¡Es la única familia que jamás tendremos! ¿Qué va a ser de Lucy?

Tom le sujetó los brazos.

—Mira, haz lo que te digo y no pasará nada. Les he dicho que fui yo, ¿de acuerdo? Les he dicho que quedarnos a Lucy fue idea mía, que tú no querías, pero que te obligué. Si te mantienes firme en eso, nadie te hará nada… Van a llevarnos a Partageuse. Izzy, prometo que te protegeré. —Volvió a atraerla hacia sí y posó los labios sobre su frente—. No importa lo que me pase a mí. Sé que me enviarán a la cárcel, pero cuando salga podremos…

De pronto Isabel se lanzó contra él y le golpeó el pecho con los puños.

—¡No vuelvas a hablar en plural, Tom! ¡Después de lo que has hecho! —Él no intentó detenerla—. ¡Ya tomaste tu decisión! Lucy y yo no te importamos un rábano, así que no… —buscó las palabras—, no esperes que me preocupe por lo que pueda pasarte a partir de ahora. ¡Por mí puedes irte al infierno!

—Izz, por favor, no sabes lo que dices…

—¿Ah, no? —repuso ella con voz chillona—. Sé que se van a llevar a nuestra hija. No lo entiendes, ¿verdad? Lo que has hecho es… es… ¡imperdonable!

—Por el amor de Dios, Izz…

—¡Preferiría que me hubieras matado, Tom! Matarme habría sido mejor que matar a nuestra hija. ¡Eres un monstruo! ¡Un monstruo egoísta y sin sentimientos!

Tom se quedó plantado tratando de asimilar unas palabras que le hacían más daño que los golpes. Escudriñó el rostro de Isabel en busca de algún vestigio del amor que tantas veces ella le había declarado, pero lo vio lleno de una furia gélida, como el océano que los rodeaba.

El petrel volvió a descender en picado, y se elevó triunfante con el pez que había aprisionado en el pico, de modo que sólo la boca, que se abría y se cerraba débilmente, indicaba que éste hubiera existido.

—Hay demasiada marejada para volver ahora —le dijo Ralph al sargento Knuckey. El sargento Spragg, el superior de Albany, había insistido mucho en la necesidad de partir de inmediato—. Por mí puede ir nadando si tanta prisa tiene —se limitó a sentenciar el capitán.

—Bueno, pues Sherbourne debe quedarse bajo custodia en la barca. No quiero que se invente historias con su mujer, muchas gracias —insistió Spragg.

El sargento Knuckey miró a Ralph y arqueó las cejas; el ángulo de sus labios delataba la opinión que tenía de su colega.

Al acercarse el anochecer, Neville Whittnish se dirigió con paso enérgico hacia la barca.

—¿Qué quiere? —le preguntó el agente Strugnell, que se estaba tomando muy en serio su tarea de vigilancia.

—Necesito a Sherbourne para el relevo. Tiene que venir conmigo a encender el faro. —Whittnish hablaba poco, pero su tono no admitía discusión.

Desprevenido, Strugnell vaciló un momento, pero recobró la compostura lo suficiente para decir:

—En ese caso, tendré que acompañarlo.

—En el faro sólo puede entrar personal autorizado. Son las normas de la Commonwealth. Lo devolveré aquí cuando hayamos terminado.

Tom y el antiguo farero caminaron en silencio hasta la torre. Cuando llegaron ante la puerta, Tom dijo en voz baja:

—¿A qué ha venido eso? No me necesita para encender el faro.

El anciano se limitó a replicar:

—Nunca había visto un faro tan bien cuidado. Las otras cosas que hayas hecho no son asunto mío. Pero supongo que querrás despedirte de él. Esperaré aquí abajo. —Se volvió y se quedó mirando por la ventana redonda, como si calibrase la tormenta.

Tom subió una vez más la escalera. Por última vez, realizó la operación de alquimia por la que se obtenía luz a partir de azufre y petróleo. Por última vez, envió su señal a los navegantes que se encontraban a millas de allí: tened cuidado.

A la mañana siguiente la tormenta ha amainado y el cielo vuelve a estar sereno y azul. Las playas están engalanadas con bancos de espuma amarilla y algas arrojadas por las olas. Cuando la barca se aleja de Janus Rock, un grupo de delfines juega un rato alrededor de la proa; sus figuras grises y resbaladizas emergen y se sumergen como chorros de agua, ora más cerca, ora más lejos. Isabel, con los párpados hinchados y los ojos enrojecidos, está sentada en un lado de la cabina, y Tom en el otro. Los policías hablan entre ellos de listas de turnos y de la mejor manera de lustrarse las botas. En la popa, la lona podrida exhala el hedor de su espantoso contenido.

Lucy, sentada en el regazo de Isabel, vuelve a preguntar:

—¿Adónde vamos, mamá?

—Volvemos a Partageuse, corazón.

—¿Por qué?

Isabel le lanza una mirada a Tom.

—La verdad es que no lo sé, Luce, amor mío. Pero tenemos que ir.

La abraza con fuerza.

Más tarde, la niña se baja de las rodillas de su madre y se sube a las de Tom. Él la abraza en silencio, tratando de grabarla en su memoria: el olor de su pelo, la suavidad de su piel, la forma de sus deditos, el sonido de su respiración cuando le acerca la cara.

La isla va alejándose de ellos, se encoge hasta quedar reducida a una versión aún más pequeña de sí misma, hasta que sólo es un destello de la memoria que cada pasajero guarda de forma diferente e imperfecta. Tom observa a Isabel, espera a que ella le devuelva la mirada, ansia que le dedique una de aquellas sonrisas que le recordaban el faro de Janus: un punto fijo y fiable que significaba que él no estaba perdido. Pero la llama se ha apagado, y ahora su cara parece deshabitada.

Mide el viaje hasta la costa en los cambios de la luz.