23
El enigma de lo que les había sucedido a la pequeña Grace Roennfeldt y su padre era uno de los grandes misterios de la región. Había quienes opinaban que aquello demostraba que no se podía confiar en un boche: Roennfeldt era un espía y al final, después de la guerra, lo habían obligado a volver a Alemania. No importaba que fuera austríaco. Otros, conocedores de los océanos, no se inmutaron ante su desaparición: «Hombre, ¿cómo se le ocurrió meterse en esas aguas? Debía de tener canguros en la cocorota. No debió de durar ni cinco minutos». La opinión general era que con aquello Dios había expresado su desaprobación respecto a la elección de cónyuge por parte de Hannah. Todo eso del perdón está muy bien, pero mira las cosas que hicieron los alemanes…
La recompensa ofrecida por el viejo Potts alcanzó la categoría de mito. Durante años, atrajo a gente de los Goldfields, en el norte, incluso de Adelaida, que veía la oportunidad de adquirir una fortuna con sólo presentarse con un trozo de madera astillada y una teoría. En los primeros meses, Hannah escuchaba atentamente todas las historias que le relataban en las que presuntamente alguien había divisado un bote, todos los recuerdos del llanto de un bebé oído desde la costa aquella noche fatídica.
Con el tiempo, incluso su abatido corazón detectaba los fallos de aquellas historias. Cuando Hannah apuntaba que cierto vestidito de bebé que habían «encontrado» en la playa no correspondía con el que llevaba Grace, el buscador de recompensas insistía: «¡Piénselo bien! Está usted embargada por el dolor. ¿Cómo iba a recordar qué ropa llevaba la pobre niña?», o «Sabe que dormiría mejor si aceptara los hechos, señora Roennfeldt». Entonces hacían algún comentario de mal gusto y Gwen los acompañaba hasta la puerta, les agradecía que se hubieran tomado la molestia y les daba unos chelines para el viaje de regreso.
Ese mes de enero los jazmines de Madagascar volvían a estar en flor y lanzaban al aire el mismo perfume voluptuoso, pero era una Hannah Roennfeldt aún más demacrada la que seguía realizando su trayecto ritual —aunque con menor frecuencia— por la comisaría, la playa, la iglesia.
«Está completamente desquiciada», mascullaba el agente Garstone cuando Hannah salía por la puerta. Hasta el reverendo Norkells le aconsejó que no pasara tanto tiempo en la fría penumbra de la iglesia y que «buscara a Cristo entre quienes la rodeaban». Dos noches después de la fiesta de los faros, Hannah estaba despierta en la cama cuando oyó chirriar las bisagras del buzón. Miró el reloj, cuyas fantasmagóricas agujas marcaban las tres de la madrugada. ¿Un opossum, quizá? Se levantó de la cama y miró por la ventana sin descorrer las cortinas, pero no vio nada. Todavía no había salido la luna, y no había más luz que el débil resplandor de las estrellas que espolvoreaban el cielo. Volvió a oír el ruido metálico del buzón, esa vez provocado por el viento.
Hannah encendió un farol y salió por la puerta principal, procurando no despertar a su hermana y sin preocuparse demasiado por las serpientes que pudieran estar aprovechando aquella oscuridad impenetrable para cazar ratones o ranas. Sus pies descalzos no hacían el menor ruido al pisar el sendero.
La puerta del buzón oscilaba suavemente dejando entrever la forma de un objeto en el interior. Hannah acercó más el farol y distinguió el contorno de un paquete alargado. Lo sacó. No era mucho más grande que su mano, y estaba envuelto con papel de embalaje marrón. Miró alrededor en busca de alguna pista de cómo había llegado hasta allí, pero la oscuridad se enroscaba en el farol como los dedos de un puño. Volvió con premura a su dormitorio y cogió las tijeras de costura para cortar el cordel. El paquete iba dirigido a ella, con la misma pulcra caligrafía que la otra vez. Hannah lo abrió.
Mientras retiraba una a una las capas de papel de periódico, algo sonaba dentro. Cuando por fin el paquete quedó abierto por completo, apareció, reflejando el débil resplandor del farol, el sonajero de plata que el padre de Hannah había encargado en Perth para su nieta. Los querubines grabados en el mango eran inconfundibles. Debajo del sonajero había una nota:
La niña está a salvo. La quieren y la cuidan. Por favor, rece por mí.
Nada más. Ni fecha, ni iniciales, ni firma.
—¡Gwen! ¡Corre, Gwen! —Hannah aporreaba la puerta de la habitación de su hermana—. ¡Mira esto! ¡Está viva! ¡Grace está viva! ¡Lo sabía!
Gwen se levantó de la cama, preparada para oír otra idea descabellada. Pero al ver el sonajero se puso inmediatamente alerta, porque había acompañado a su padre a Perth y estaba sentada a su lado frente al mostrador de Caris Brothers mientras él decidía un diseño con el orfebre. Lo acarició con cautela, como si fuera un huevo que pudiera encerrar un monstruo.
Hannah lloraba y sonreía, reía mirando al techo y luego al suelo.
—¡Ya te lo decía yo! ¡Ay, mi querida Grace! ¡Está viva!
Gwen le puso una mano en el hombro.
—No nos emocionemos, Hannah. Por la mañana iremos a ver a papá y le pediremos que nos acompañe a la comisaría. La policía sabrá qué hacer. Ahora ve a acostarte. Mañana necesitarás tener la mente despejada.
Pero Hannah no podía dormir. La aterrorizaba pensar que si cerraba los ojos quizá se despertara. Salió al jardín trasero y se sentó en la mecedora donde antaño se había sentado con Frank y Grace, y contempló los miles de estrellas que salpicaban el hemisferio; ellas la tranquilizaron con su firmeza, como pinchazos de esperanza en la noche. En un lienzo tan extenso era improbable oír o sentir otras vidas. Y sin embargo ella tenía el sonajero, y el sonajero le daba esperanzas. No era ninguna tontería: era un talismán de amor, un símbolo del perdón de su padre; un objeto que habían tocado su hija y quienes la guardaban como un tesoro. Recordó sus estudios clásicos y la historia de Deméter y Perséfone. De pronto ese relato antiguo cobró vida para Hannah, mientras se imaginaba el regreso de su hija de dondequiera que la hubieran tenido cautiva.
Intuía —mejor dicho, sabía— que estaba llegando al final de un viaje espeluznante. Cuando Grace hubiera vuelto con ella, la vida volvería a empezar; juntas recogerían la felicidad que durante tanto tiempo les habían negado. Se rió al pensar en recuerdos graciosos: Frank intentando cambiar un pañal; su padre tratando de no perder la calma cuando su nieta le vomitó toda una toma en el hombro de su mejor traje. Por primera vez en varios años, se sentía el estómago encogido de emoción. Lo único que tenía que hacer era esperar hasta el día siguiente. Cada vez que un atisbo de duda se colaba en su pensamiento, se concentraba en lo concreto: en que Grace tenía el pelo de la nuca más fino a causa del roce con la sábana; en que tenía diminutas medias lunas en la base de las uñas. Anclaba a su hija en la memoria y la atraía a fuerza de voluntad, asegurándose de que había un sitio en esta tierra donde se conocía cada uno de sus detalles. Hannah la amaría hasta traerla a casa sana y salva.
En el pueblo no se hablaba de otra cosa. Habían encontrado un chupete. No, era un mordedor. Era algo que demostraba que la niña había muerto; era algo que demostraba que estaba viva. El padre la había matado; habían matado al padre. En la carnicería y en la verdulería, en la herrería y en el local social, la historia adquiría y perdía hechos y detalles a medida que pasaba de boca en boca, siempre con un chasquido de lengua o una mueca para disimular la emoción de cada narrador.
—Señor Potts, no ponemos en duda que pueda usted reconocer sus propias compras. Pero admitirá, sin duda, que esto no demuestra que la niña esté viva. —El sargento Knuckey intentaba tranquilizar al acalorado Septimus, que estaba plantado ante él con la barbilla levantada y sacando pecho, como un boxeador.
—¡Tiene que investigarlo! ¿Por qué iban a esperar hasta ahora para entregarlo? ¿En plena noche? ¿Sin reclamar la recompensa? —Su bigote parecía aún más blanco, a medida que su cara pasaba del rojo al morado.
—Con todo respeto, ¿cómo demonios quiere que yo lo sepa?
—¡Le agradecería que moderara su lenguaje! ¡Está hablando usted delante de dos damas!
—Lo siento. —Knuckey apretó los labios—. Lo investigaremos, se lo aseguro.
—¿Cómo exactamente? —exigió saber Septimus.
—Pues… Yo… Le doy mi palabra de que lo investigaremos.
A Hannah se le cayó el alma a los pies. Iba a pasar lo mismo de siempre. Sin embargo, a partir de ese día se acostaba muy tarde todas las noches y se quedaba vigilando el buzón en espera de alguna señal.
—Veamos, necesito una fotografía de esto, Bernie —dijo el agente Lynch. De pie frente al mostrador del estudio Gutcher, sacó el sonajero de plata de una bolsa de fieltro.
Bernie Gutcher lo miró con recelo.
—¿Desde cuándo te interesan los críos?
—¡Desde que esto es una prueba! —contestó el policía.
El fotógrafo tardó un poco en preparar su equipo, y mientras lo hacía, Lynch examinó los retratos colgados en las paredes, que ilustraban diferentes estilos de fotografía y proponían diferentes marcos. Su mirada pasó sin detenerse por una serie de ejemplos que incluían al equipo de fútbol local, a Harry Garstone y a su madre, y a Bill y Violet Graysmark con su hija y su nieta.
Unos días más tarde, colgaron una fotografía en el tablón de anuncios de la comisaría en la que aparecía el sonajero junto a una regla para mostrar la escala, y en la que se instaba a cualquiera que lo reconociera a presentarse ante las autoridades. A su lado había una nota firmada por Septimus Potts, en la que éste anunciaba que la recompensa a quien ofreciera datos que propiciaran el regreso sana y salva de su nieta Grace Ellen Roennfeldt había aumentado a tres mil guineas, y que todas las informaciones serían tratadas con la más estricta confidencialidad.
En Partageuse, con mil guineas podías comprarte una granja. Con tres mil… Bueno, con tres mil guineas podías hacer lo que quisieras.
—¿Estás seguro? —volvió a preguntar la madre de Bluey mientras se paseaba por la cocina; todavía llevaba en la cabeza los rulos de tela que se había puesto para dormir—. ¡Piensa, hijo mío, por el amor de Dios!
—No, no puedo estar completamente seguro. Ha pasado mucho tiempo. Pero nunca había visto nada tan ostentoso, ¡y menos en la cuna de un crío! —Le temblaban las manos mientras liaba un cigarrillo, y se le cayó la cerilla cuando intentó encenderla—. ¿Qué puedo hacer, madre? —Se le estaban formando gotas de sudor en la frente, bajo sus rizos pelirrojos—. Quizá todo tenga una explicación. O quizá sólo lo soñara. —Dio una fuerte calada al cigarrillo y exhaló, pensativo—. Vale más que espere hasta el próximo viaje a Janus y se lo pregunte, de hombre a hombre.
—¡De hombre a simio, querrás decir! ¡Si eso es lo que piensas hacer, es que eres más bobo de lo que creía! ¡Tres mil guineas! —Agitó una mano con tres dedos extendidos ante su cara—. ¡Tres mil guineas es más de lo que ganarías en esa barca de mala muerte en cien años!
—Pero es que estamos hablando de Tom e Isabel. Ellos jamás harían nada indebido. Y aunque fuera el mismo sonajero, podrían haberlo encontrado en la playa. No te imaginas las cosas que aparecen en Janus. ¡Una vez Tom encontró un mosquete!
Y un caballito de balancín.
—No me extraña nada que Kitty Kelly te haya dado calabazas. No tienes ni pizca de ambición. No tienes ni pizca de sentido común.
—¡Madre! —A Bluey le dolió aquella burla.
—Ponte una camisa limpia. Nos vamos a la comisaría.
—Pero ¡estamos hablando de Tom! ¡Es amigo mío, madre!
—¡Estamos hablando de tres mil guineas! Y si no te das prisa, el viejo Ralph Addicott irá a contarles la misma historia. —Hizo una pausa y añadió—: Kitty Kelly no mirará por encima del hombro a un hombre con tanto dinero, ¿no crees? Ve a peinarte.
Y apaga ese maldito cigarrillo.