22
—¿Podemos tener un gatito, mamá? —preguntó Lucy a la mañana siguiente, mientras seguía a Isabel hasta la cocina de los Graysmark.
La niña estaba fascinada con Tabatha Tabby, la exótica gata anaranjada que se paseaba por la casa. Había visto gatos en los libros de cuentos, pero aquél era el único que había tocado.
—Verás, no creo que un gato fuera muy feliz en Janus, corazoncito. No tendría amiguitos con los que jugar. —La voz de Isabel denotaba cierta angustia.
—¿Podemos tener un gatito, papá? ¡Por favor! —insistió la niña, totalmente ajena a la tensión que se respiraba en la atmósfera.
La noche anterior, Tom llegó a la casa cuando todos dormían, y se había levantado muy temprano por la mañana. Estaba sentado a la mesa hojeando un ejemplar viejo del West Australian cuando Lulu se acercó para jugar.
—Lulu —le dijo—, ¿por qué no te llevas a Tabatha al jardín y buscas alguna aventura? Podríais cazar ratones.
La niña cogió al dócil animal por la cintura y fue dando traspiés hacia la puerta.
Tom se volvió hacia Isabel.
—¿Cuánto va a durar esto?
—¿Cómo dices?
—¿Cómo podemos hacer algo así? ¿Cómo vamos a vivir con esto todos los días de nuestra vida? Ya sabías que esa pobre mujer había enloquecido por nuestra culpa. ¡Y ahora lo has visto con tus propios ojos!
—No podemos hacer nada, Tom. Lo sabes tan bien como yo. —Pero la cara de Hannah volvió a aparecérsele, y su voz. Tom apretó las mandíbulas, e Isabel buscó alguna manera de aplacarlo—. Quizá… —aventuró— quizá cuando Lucy sea mayor… quizá entonces podamos contárselo a Hannah, cuando la revelación ya no tenga un efecto tan devastador. Pero para eso faltan años, Tom, años.
Atónito ante esa concesión, pero también ante lo inadecuada que era, siguió insistiendo.
—Isabel, ¿qué más necesitas? Esto no puede esperar años. ¡Piensa en esa mujer! ¡Si hasta la conocías!
El miedo se apoderó de ella.
—Pues resulta que tú también la conocías, Tom Sherbourne. Pero te lo tenías muy calladito, ¿verdad?
A él lo pilló desprevenido ese contraataque.
—No la conozco. Sólo la había visto una vez.
—¿Cuándo?
—En el barco, viniendo de Sidney.
—Eso es lo que ha provocado todo esto, ¿no es verdad? ¿Por qué nunca me habías hablado de ella? ¿Qué quiso decir con eso de que te habías portado como un caballero? ¿Qué me estás ocultando?
—¿Que qué te estoy ocultando? ¡Tiene gracia que digas eso!
—¡No sé nada de tu vida! ¿Qué más guardas en secreto, Tom? ¿Cuántos romances de a bordo?
Tom se levantó.
—¡Basta! ¡Basta ya, Isabel! Sólo dices tonterías para cambiar de tema porque sabes que tengo razón. Qué más da que la hubiera visto antes o no.
Intentó apelar a su buen juicio.
—Ya has visto en qué se ha convertido, Izz. Eso lo hemos provocado nosotros. —Desvió la mirada—. Yo he visto cosas…
Vi muchas cosas en la guerra, Izz. Cosas que nunca te he contado y nunca te contaré. Dios, hice cosas… —Tenía los puños apretados y la mandíbula tensa—. Juré que después de aquello no volvería a hacer sufrir a nadie si podía evitarlo. ¿Por qué crees que entré a trabajar en los Faros? Pensé que tal vez pudiera hacer algún bien, que tal vez pudiera evitar que algún pobre desgraciado naufragara. Y mira dónde me he metido. ¡No le desearía que pasara por lo que ha tenido que pasar Hannah Roennfeldt ni a mi peor enemigo! —Hizo una pausa y continuó—: En Francia aprendí que puedes considerarte afortunado si tienes algo con que engañar el hambre y dientes con que masticarlo. —Las imágenes invadían su mente y casi le impedían hablar—. Cuando te conocí y tú te dignaste mirarme dos veces, creí que estaba en el cielo.
Se detuvo unos instantes.
—¿Qué estamos haciendo, Izzy? ¿A qué estamos jugando, por amor de Dios? ¡Juré que permanecería a tu lado en las duras y en las maduras, Isabel, en las duras y en las maduras! Y lo único que puedo decir es que las cosas se han puesto bastante duras —concluyó, y se alejó a grandes zancadas por el pasillo.
Plantada en la puerta trasera, la niña observaba el final de la discusión como hechizada. Nunca había oído a su padre decir tantas palabras seguidas, y nunca en voz tan alta. Nunca lo había visto llorar.
—¡Se ha ido! —exclamó Isabel cuando Tom regresó con Bluey a casa de los Graysmark—. ¡Lucy se ha ido! La he dejado fuera jugando con la gata mientras iba a hacer las maletas… Creía que mi madre la estaba vigilando, y ella creía que la vigilaba yo.
—Cálmate, Izz. —Tom la sujetó por los brazos—. Tranquila. ¿Cuánto hace que no la ves?
—No lo sé. Una hora. Dos como mucho.
—¿Cuándo te has dado cuenta de que no estaba?
—Hace sólo un momento. Mi padre ha ido a buscarla al monte de detrás de la casa.
Toda la periferia de Partageuse bordeaba terrenos de maleza autóctona, y más allá del pulcro césped del jardín de los Graysmark se extendían hectáreas de matorrales que lindaban con un denso bosque.
—Gracias a Dios que has vuelto, Tom. —Violet había salido presurosa al porche—. Lo siento mucho. Es culpa mía. ¡Debí comprobar qué hacía! Bill ha ido a buscarla por el viejo camino del aserradero…
—¿Hay algún otro sitio adónde pueda haber ido? —Tom recurrió automáticamente a su sentido práctico y metódico—. ¿Algún sitio del que le hayáis hablado Bill y tú?
—Podría estar en cualquier parte —dijo Violet, negando con la cabeza.
—Hay serpientes, Tom. Espaldas rojas. ¡Que Dios nos ayude! —imploró Isabel.
—Yo me pasaba el día en ese monte cuando era pequeño, señora Sherbourne —intervino Bluey—. Tranquila, no le pasará nada. La encontraremos, no se preocupe. Vamos, Tom.
—Bluey y yo iremos al monte, a ver si encontramos alguna pista. Izz, tú sal a echar otro vistazo al jardín. Violet, vuelva a mirar en la casa. Busque en todos los armarios y debajo de las camas. En cualquier sitio donde pueda haberse metido persiguiendo a la gata. Si no la hemos encontrado dentro de una hora, tendremos que avisar a la policía. Habrá que ir a buscar a los rastreadores.
Al mencionar Tom a la policía, Isabel le lanzó una mirada de angustia.
—No será necesario —auguró Bluey—. Seguro que Lucy está tan campante, señora Sherbourne. Ya lo verá.
Cuando las mujeres ya no podían oírlos, Bluey le dijo a Tom:
—Espero que haga mucho ruido al andar. Las serpientes duermen de día. Si te oyen venir, se apartan de tu camino. Pero si las sorprendes… ¿Es la primera vez que se pierde?
—En el faro Lucy no tiene un maldito sitio donde perderse —dijo Tom con aspereza, y se disculpó rápidamente—: Perdóname, Blue. No era mi intención… Es que Lucy no tiene mucha noción de las distancias. En Janus, todo queda cerca de casa.
Mientras andaban, llamaban a la niña con la esperanza de oír una respuesta. Seguían los restos de un sendero invadido por las matas que lo bordeaban, cuyas ramas ocupaban el espacio a la altura de una persona adulta, pero dejaban una especie de túnel debajo por donde Lucy, con su estatura, no habría tenido muchos problemas para avanzar.
Llevaban unos quince minutos buscando cuando el sendero desembocó en un claro; luego se bifurcaba en direcciones opuestas.
—Hay muchos senderos como éste —dijo Bluey—. Antes abrían una ruta cada vez que salían en busca de buenos terrenos de árboles madereros. Todavía hay alguna charca sin tapar, así que vigila —añadió, señalando los pozos excavados para acceder a las aguas subterráneas.
La niña del faro no tiene miedo. Sabe que no debe acercarse al borde de los acantilados. Sabe que las arañas pueden picar, y que tampoco hay que acercarse a ellas. Sabe que no debe bañarse a menos que papá o mamá estén con ella. En el agua, sabe distinguir la aleta de un inofensivo delfín, que sube y baja, de la de un tiburón, que avanza cortando la superficie sin sumergirse. En Partageuse, si le tira de la cola a la gata, es posible que ésta la arañe. Ésos son los límites del peligro.
Cuando sigue a Tabatha Tabby hasta más allá de los confines del jardín, no es consciente de que se pierde. Al cabo de un rato ya no ve a la gata, pero para entonces es demasiado tarde: se ha alejado demasiado para volver sobre sus pasos, y cuanto más lo intenta, más se desorienta.
Al final llega a un claro y se sienta junto a un tronco caído. Mira alrededor. Hay hormigas soldado; sabe que debe evitarlas, y mantiene una distancia prudente con la fila que están formando. No está preocupada. Papá y mamá la encontrarán.
Mientras está allí sentada, dibujando en el suelo arenoso con una ramita, ve una criatura extraña, no más larga que un dedo, que sale de debajo del tronco y se le acerca. Jamás había visto nada parecido: el animal tiene el cuerpo alargado y patas como las de los insectos o las arañas, pero dos gruesas pinzas como las de los cangrejos que papá caza a veces en Janus. Fascinada, lo toca con la punta de la ramita, y el animal enrosca rápidamente la cola formando un bonito arco y apuntando a su cabeza. Entonces aparece otro animal a escasos centímetros.
Lucy contempla cautivada cómo los bichos siguen la ramita, tratando de agarrarla con sus pinzas de cangrejo. Un tercero sale de debajo del tronco. Los segundos transcurren lentamente.
Al llegar al claro, Tom da un respingo. Ve un piececito calzado que asoma por detrás de un tronco.
—¡Lucy! —Echa a correr hacia la niña, que está sentada jugando con una ramita. Tom se estremece al identificar la forma que cuelga del extremo de ésta: es un escorpión—. ¡Lucy! ¡Por Dios! —Coge a la niña por debajo de los brazos y la levanta cuanto puede del suelo, al mismo tiempo que sacude al arácnido y lo aplasta con la bota—. ¿Qué demonios haces, Lucy? —grita.
—Pero ¡papi! ¡Lo has matado!
—¡Eso es peligroso! ¿Te ha picado?
—No. Es mi amigo. Y mira. —Abre el ancho bolsillo de la parte delantera de su vestido y le enseña con orgullo otro escorpión—. Tengo uno para ti.
—No te muevas —le ordena Tom aparentando tranquilidad, y deja a la niña en el suelo. Introduce la ramita en el bolsillo hasta que el escorpión la agarra y, poco a poco, lo saca de allí para tirarlo al suelo antes de aplastarlo de un pisotón.
Le examinó los brazos y las piernas buscando picaduras o mordeduras.
—¿Seguro que no te ha picado? ¿No te duele nada?
Lucy negó con la cabeza.
—¡He tenido una aventura!
—Y que lo digas. Una aventura de las buenas.
—Asegúrate bien —dijo Bluey—. A veces cuesta ver las marcas. Pero no parece somnolienta. Eso es buena señal. Si quieres que te diga la verdad, me preocupaba más que se hubiera caído en una de esas charcas.
—Siempre tan optimista —masculló Tom—. Lucy, corazón, en Janus no hay escorpiones. Son peligrosos. No debes tocarlos, nunca. —La abrazó—. ¿Dónde demonios estabas?
—Jugando con Tabatha. Como tú me dijiste que hiciera.
Tom sintió una punzada al recordar que esa mañana le había ordenado que saliera fuera con la gata.
—Vamos, tesoro. Tenemos que volver con mamá. —Tom recordó lo sucedido la noche anterior y le pareció que esa palabra adquiría un nuevo significado.
Isabel salió corriendo del porche para ir a recibirlos al borde del jardín. Abrazó a Lucy y se puso a llorar de alivio.
—Gracias a Dios —dijo Bill, de pie junto a Violet. Abrazó a su mujer—. Demos gracias al Señor. Y también a ti, Bluey —añadió—. Nos has salvado la vida.
Esa tarde, Isabel se olvidó por completo de Hannah Roennfeldt. Tom sabía que no podía volver a sacar el tema a colación, pero aún lo perseguía la cara de aquella mujer. Alguien que hasta entonces había sido un ente abstracto se había convertido en una persona de carne y hueso que sufría cada minuto por culpa de lo que él había hecho. Cada uno de sus rasgos —las mejillas descarnadas, los ojos hundidos, las uñas mordidas— se dibujaban vívidamente en su conciencia. Lo más difícil de soportar era el respeto que ella le había mostrado: la confianza.
Una y otra vez reflexionaba sobre los recovecos de la mente de Isabel, los rincones donde ella conseguía enterrar aquella agitación de la que Tom no podía escapar.
Cuando Ralph y Bluey zarparon de Janus al día siguiente, después de dejar a la familia en el faro, el más joven de los dos dijo:
—Caray, parecían un poco fríos el uno con el otro, ¿no te parece?
—Si quieres un consejo, Blue, nunca intentes entender lo que pasa en un matrimonio.
—Sí, ya lo sé, pero bueno, me sorprende que no estén más aliviados de que ayer no le pasara nada a Lucy. Isabel se comportaba como si fuera culpa de Tom que la niña se hubiera perdido.
—Olvídalo, muchacho. Ve a preparar un poco de té.