Capítulo 21

21

Tres meses más tarde tuvo lugar en Point Partageuse una celebración espectacular según los criterios del Sudoeste. El director del Departamento de Marina Mercante había ido desde Perth, junto con el gobernador del Estado. Estaban presentes todas las autoridades municipales: el alcalde, el capitán de puerto, el párroco, así como tres de los cinco últimos fareros. Se habían dado cita allí para conmemorar el día en que se había encendido el faro de Janus por primera vez, cuarenta años atrás, en enero de 1890. La efeméride significó para la familia Sherbourne la concesión de un breve permiso extraordinario.

Tom se pasó un dedo por debajo del cuello almidonado de la camisa, que le apretaba.

—¡Me siento como un ganso de Navidad! —se quejó a Ralph; estaban de pie entre bastidores, mirando desde detrás de las cortinas del salón de actos.

Sentados en fila en el escenario estaban los ingenieros municipales y los empleados de Puertos y Faros que habían tenido alguna relación con Janus a lo largo de los años. Al otro lado de las ventanas abiertas, el chirrido de los grillos invadía la noche veraniega. Isabel y sus padres estaban sentados a un lado del salón; Bill Graysmark tenía a Lucy en las rodillas, y la niña no paraba de cantar canciones infantiles.

—Tú piensa en la cerveza gratis, hijo —le susurró Ralph—. Ni siquiera Jock Johnson puede enrollarse demasiado esta noche. Esa vestimenta debe de estar matándolo. —Apuntó con la barbilla hacia el individuo calvo y sudoroso, engalanado con una túnica con cuello de armiño y un collar de alcalde, que se paseaba preparándose para dirigirse a la concurrencia en el destartalado ayuntamiento.

—Ahora mismo vuelvo —dijo Tom—. Tengo que atender un asunto urgente. —Y fue en busca de los lavabos.

Cuando regresaba al salón, se fijó en que una mujer lo miraba fijamente.

Comprobó que tenía la bragueta abrochada; miró detrás de sí, por si la mujer estaba observando a otra persona. Pero ella seguía mirándolo, y al acercarse más, le dijo:

—No se acuerda de mí, ¿verdad?

Tom volvió a mirarla.

—Lo siento. Creo que se confunde.

—Ha pasado mucho tiempo —añadió ella, y se sonrojó.

Entonces algo cambió en su semblante, y Tom reconoció la cara de la muchacha del barco en que había hecho su primer viaje a Point Partageuse. Había envejecido; estaba más delgada y tenía ojeras. Se preguntó si padecería alguna enfermedad. La recordó en camisón, aterrorizada, con los ojos como platos e inmovilizada contra la pared por un borracho. Ese recuerdo pertenecía a otro hombre, a otra vida. En aquellos años, Tom se había preguntado un par de veces qué habría sido de ella y del tipo que la había importunado. Nunca se había molestado en mencionarle ese incidente a nadie; ni siquiera a Isabel, a la que el instinto le decía que ya era demasiado tarde para contárselo.

—Sólo quería darle las gracias —prosiguió la mujer, pero la interrumpió una voz desde la puerta trasera de la sala.

—Estamos a punto de empezar. Más vale que vayan entrando.

—Discúlpeme —se excusó Tom—. Me temo que tengo que irme. Tal vez nos veamos luego.

Nada más ocupar su asiento en el escenario, empezó el acto. Hubo discursos, unas cuantas anécdotas por parte de los anteriores fareros; la presentación de una maqueta de la estructura original.

—Esta maqueta —anunció el alcalde con orgullo— la ha pagado nuestro benefactor, el señor Septimus Potts. Es un honor para mí que el señor Potts y sus encantadoras hijas Hannah y Gwen hayan asistido a nuestra pequeña reunión de esta noche, y les agradecería a todos que expresaran su agradecimiento con un aplauso. —Extendió un brazo hacia un hombre mayor que estaba sentado junto a dos mujeres.

Tom se percató, sobresaltado, de que la primera era la muchacha del barco. Miró a Isabel, que sonreía fríamente mientras aplaudía con el resto del público.

El alcalde continuó:

—Y por supuesto, damas y caballeros, también está con nosotros esta noche el actual farero de Janus, el señor Thomas Sherbourne. Estoy seguro de que Tom estará encantado de dirigirnos unas palabras sobre la vida en Janus Rock hoy en día. —Se volvió hacia Tom y le hizo señas para que se acercara al atril.

Tom estaba paralizado. Nadie le había dicho que tendría que pronunciar un discurso. Todavía no se había recuperado del impacto de haber conocido a Hannah Roennfeldt. El público aplaudió. El alcalde volvió a hacerle señas, esta vez con más ímpetu.

—Arriba, amigo.

Tom se preguntó si todo, desde el día en que había aparecido el bote, habría sido sólo, al fin y al cabo, una pesadilla terrible. Pero entre el público distinguía a Isabel, a los Pott y a Bluey, opresivamente reales e ineludibles. Se levantó, con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho, y fue hacia el atril como un condenado que camina hacia la horca.

—Dios mío —empezó, e hizo que una oleada de risas recorriera el auditorio—. No esperaba esto. —Se secó las palmas de las manos en los laterales de los pantalones y se sujetó al atril—. La vida en Janus hoy en día… —Se detuvo, ensimismado, y repitió—: La vida en Janus hoy en día… —¿Cómo podía describir aquel aislamiento? ¿Cómo podía explicar a aquellas personas cómo era aquel mundo, tan lejano a su experiencia como otra galaxia? La burbuja de Janus se había roto como el cristal, y allí estaba él, ante una multitud, en una sala normal y corriente, llena de gente, de otras vidas. En presencia de Hannah Roennfeldt.

Se produjo un largo silencio. Unos cuantos carraspearon; otros se removieron en el asiento.

—El faro de Janus lo diseñaron personas muy inteligentes —dijo—. Y lo construyeron personas muy valientes. Yo sólo procuro hacerles justicia. Mantener el faro encendido. —Buscó refugio en lo técnico, lo práctico, de lo que podía hablar sin necesidad de pensar—. La gente piensa que el faro debe de ser inmenso, pero no lo es. La luminiscencia proviene de una llama de petróleo gasificado que arde en un capillo incandescente. Se amplía y se dirige mediante un gigantesco juego de prismas de cristal de tres metros y medio de altura, llamado lente de Fresnel, que concentra la luz en un rayo tan intenso que puede verse a más de treinta millas de distancia. Es asombroso que una cosa tan pequeña pueda adquirir tanta potencia y llegar tan lejos… Mi trabajo… mi trabajo consiste en mantenerla limpia y hacer que no pare de girar.

»Es como estar en otro mundo y en otro tiempo: allí lo único que cambia son las estaciones. Existen muchísimos faros a lo largo de la costa de Australia: hay muchos otros tipos como yo que tratan de ofrecer seguridad a los barcos, manteniendo sus faros encendidos para quien lo necesite, aunque probablemente nunca los veamos ni sepamos quiénes son.

»La verdad es que no se me ocurre nada más que decir. Excepto que nunca sabes qué puede traer la marea un buen día: cualquier cosa que a los océanos se les antoje enviarnos. —Vio que el alcalde miraba la hora en su reloj de bolsillo—. Bueno, creo que ya los he entretenido bastante: hace calor y todos estamos sedientos. Gracias —concluyó, y se dio media vuelta bruscamente para ir a sentarse, ante un moderado aplauso del desconcertado público.

—¿Estás bien, chico? —le preguntó Ralph en un susurro—. Te veo un poco pálido.

—No me gustan las sorpresas —se limitó a decir Tom.

A la capitana Hasluck le encantaban las fiestas. En Partageuse no tenía muchas ocasiones de satisfacer esa afición, de modo que esa noche no cabía en sí de gozo. Disfrutaba cumpliendo su obligación, en calidad de esposa del capitán de puerto, de animar a los invitados a mezclarse unos con otros, sobre todo teniendo en cuenta que había visitantes de Perth. Iba de un lado a otro haciendo presentaciones, recordándole nombres a la gente y sugiriendo cosas que tenían en común. Vigilaba el consumo de jerez del reverendo Norkells; charlaba con la mujer del director del Departamento de Marina Mercante sobre la dificultad de lavar los galones dorados de los uniformes. Hasta convenció al anciano Neville Whittnish para que relatara la historia del día en que salvó a la tripulación de una goleta cuyo cargamento de ron se había incendiado cerca de Janus en 1899.

—Eso fue antes de la federación de las colonias, por supuesto —aclaró el hombre—. Y mucho antes de que la Commonwealth se hiciera con los Faros en 1915. Desde entonces hay muchos más trámites burocráticos. —La esposa del gobernador del Estado asintió diligentemente con la cabeza y se preguntó si Whittnish sabría que tenía caspa.

La capitana miró alrededor en busca de un nuevo objetivo y no tardó en encontrarlo:

—Isabel, querida —dijo, y la tomó por el codo—. ¡Qué discurso tan interesante el de Tom! —Le hizo arrumacos a Lucy, a la que Isabel llevaba apoyada en la cadera—. Esta noche vas a acostarte muy tarde, jovencita. Espero que seas muy buena con tu mamá.

—Es buenísima —comentó Isabel, sonriendo.

Con una hábil maniobra digna de la mano más experta con la aguja de ganchillo, la señora Hasluck agarró por el brazo a una mujer que pasaba por su lado.

—Gwen —dijo—, conoces a Isabel Sherbourne, ¿verdad?

Gwen Potts titubeó un momento. Su hermana y ella eran unos años mayores que Isabel, y como habían estudiado en un internado de Perth, ninguna de las dos la conocía bien. La capitana se percató de su vacilación. —Graysmark. Seguramente la conoces como Isabel Graysmark— agregó.

—Pues yo… bueno, sí sé quién es, desde luego —declaró Gwen Potts esbozando una educada sonrisa—. Su padre es el director de la escuela.

—Sí —respondió Isabel, y notó que le entraban náuseas. Miró alrededor como si intentara huir de allí con la mirada.

La capitana empezaba a lamentar haber hecho aquella presentación. De pequeñas, las hijas de Potts nunca se habían relacionado mucho con los lugareños. Y después de aquel incidente con el alemán, la hermana… ¡Ay! Estaba tratando de dar con la forma de salvar la situación cuando Gwen le hizo señas a Hannah, que estaba a escasa distancia.

—Hannah, ¿sabías que el señor Sherbourne, el que acaba de pronunciar el discurso, está casado con Isabel Graysmark? La conoces, ¿verdad? Es la hija del director de la escuela.

—No, no lo sabía —dijo Hannah, que se acercó con aire distraído, como si anduviera pensando en otra cosa.

Isabel se quedó paralizada, muda de espanto, mientras una cara demacrada se volvía lentamente hacia ella. Apretó más a Lucy e intentó articular un saludo, pero no le salieron las palabras.

—¿Cómo se llama su hija? —le preguntó Gwen, sonriente.

—Lucy. —Isabel tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no salir corriendo de la sala.

—Qué nombre tan bonito —repuso la mujer.

—Lucy —dijo Hannah, como si pronunciara una palabra extranjera.

Miraba con fijeza a la niña, y extendió la mano para acariciarle un brazo.

Isabel se estremeció, aterrorizada, al ver la expresión con que Hannah contemplaba a la niña.

Lucy se quedó como hipnotizada por la caricia de la mujer. Observó sus oscuros ojos, y ni sonrió ni arrugó la frente, como si estuviera concentrada en un rompecabezas.

—Mami —dijo, y ambas mujeres parpadearon. Lucy se volvió hacia Isabel—. Mami —repitió—. Tengo sueño. —Y se frotó los ojos.

Por un brevísimo instante, Isabel se imaginó a sí misma entregándole la niña a Hannah. Ella era su madre. Tenía todo el derecho. Pero sólo eran alucinaciones. No, ya lo había pensado muchas veces, y su decisión no tenía vuelta atrás. Fuera lo que fuese lo que Dios se había propuesto, Isabel tenía que seguir adelante con el plan, aceptar su voluntad. Buscó en su mente algo que decir.

—Ah, mira —dijo la señora Hasluck al ver aproximarse a Tom—. Aquí está el hombre de moda. —Y lo acercó al grupo mientras ella continuaba su ronda.

Tom llevaba ya rato queriendo huir de allí con Isabel, aprovechando que los invitados se apiñaban alrededor de las mesas de caballetes donde estaban dispuestas las bandejas de salchichas envueltas en hojaldre y los sándwiches. Al darse cuenta de quién era la mujer que hablaba con Isabel, se le erizó el vello de la nuca y se le aceleró el pulso.

—Tom, te presento a Hannah y Gwen Potts —dijo Isabel, tratando de esbozar una sonrisa.

Tom se quedó mirándolas mientras su mujer le ponía una mano en el brazo.

—Hola —saludó Gwen.

—Encantada de conocerlo otra vez, formalmente —comentó Hannah, y por fin apartó la mirada de la niña.

Tom no sabía qué decir.

—¿Cómo que «formalmente»? —inquirió Gwen.

—Nos conocimos hace años, pero yo no sabía su nombre.

Isabel los miraba alternativamente con nerviosismo.

—Su marido se portó como un caballero. Me rescató de un hombre que… bueno, que me estaba molestando. Fue en un barco, viniendo de Sidney. —Para responder la silenciosa pregunta de Gwen, añadió—: Ya te lo contaré más tarde. Es algo que pasó hace mucho tiempo. —Dirigiéndose a Tom, añadió—: No sabía que estuviera destinado en Janus.

Tom no dijo nada, y los cuatro se quedaron en silencio, a escasos centímetros unos de otros.

—Papi —dijo Lucy finalmente, y le tendió los brazos.

Isabel se resistía, pero la niña se abrazó al cuello de Tom y éste dejó que trepara hasta él y apoyara la cabeza en su pecho, donde debía de oír los fuertes latidos de su corazón.

Tom iba a aprovechar esa oportunidad para marcharse, pero entonces Hannah le puso una mano en el codo y dijo:

—Por cierto, me ha gustado eso que ha dicho de que el faro está allí para quien lo necesite. —Hizo una breve pausa para ordenar sus siguientes palabras—. ¿Puedo preguntarle una cosa, señor Sherbourne?

Aquello le produjo pavor, pero contestó:

—¿De qué se trata?

—Quizá le parezca una pregunta extraña, pero ¿los barcos rescatan a náufragos? ¿Ha oído hablar alguna vez de que hayan recogido un bote? ¿De que unos supervivientes hayan sido llevados hasta el otro extremo del mundo, tal vez? Se me ha ocurrido que quizá usted haya oído contar alguna historia…

Tom carraspeó.

—Tratándose del mar, supongo que todo es posible. Cualquier cosa.

—Entiendo… Gracias. —Hannah respiró hondo y volvió a mirar a Lucy—. Seguí su consejo —añadió—. Con aquel hombre del barco. Como usted dijo, él ya tenía bastantes problemas. —Se volvió hacia su hermana—. Quiero irme a casa, Gwen. No me siento muy cómoda en estas reuniones. ¿Le dirás a papá que me he marchado? No quiero interrumpirlo. —Entonces se volvió hacia Tom e Isabel—. Discúlpenme. —Ya iba a marcharse cuando Lucy, adormilada, le dijo «Adiós» y agitó una manita. Hannah intentó sonreír—. Adiós —le dijo a la niña. Con lágrimas en los ojos, añadió—: Tienen ustedes una hija adorable. Les ruego que me disculpen. —Y se apresuró hacia la puerta.

—Lo siento mucho —dijo Gwen—. Hannah sufrió una terrible tragedia hace unos años. Perdió a su familia en el mar: a su marido y a una hija que ahora tendría la edad de la suya. Siempre hace esas preguntas. Los niños pequeños se lo recuerdan.

—Qué horror —atinó a murmurar Isabel.

—Vale más que vaya a ver si se encuentra bien.

En cuanto se marchó Gwen, la madre de Isabel se les unió.

—¿No estás orgullosa de tu papá, Lucy? ¿Verdad que es un hombre muy inteligente? ¡Hasta pronuncia discursos! —Se volvió hacia Isabel—. ¿Quieres que me la lleve a casa? Tom y tú podéis quedaros en la fiesta. Debe de hacer una eternidad que no vais a bailar.

Isabel miró a Tom en busca de una respuesta.

—Les he prometido a Ralph y Bluey que me tomaría una cerveza con ellos. Esto no es lo que más me va. —Y sin mirar a su esposa, se dirigió hacia la puerta y salió a la calle.

Más tarde, cuando Isabel se miró en el espejo mientras se lavaba la cara, le pareció ver reflejadas allí las facciones de Hannah, teñidas por la aflicción. Se echó más agua para borrar aquella imagen tan perturbadora además del sudor que le había provocado el encuentro. Pero no consiguió hacerla desaparecer, ni controlar ese otro hilo de temor, casi imperceptible, que le había producido saber que Tom ya conocía a Hannah. No habría sabido decir por qué eso empeoraba las cosas, pero de alguna manera era como si el suelo se hubiera desplazado imperceptiblemente bajo sus pies.

El encuentro había sido impactante. Ver de cerca los oscuros ojos de Hannah Roennfeldt. Oler el débil olor dulzón de sus polvos de tocador. Sentir, casi físicamente, la desesperación que emanaba. Pero al mismo tiempo había probado la posibilidad de perder a Lucy. Se le tensaron los músculos de los brazos, como si quisiera abrazar a la niña. «Dios mío —rezó—, concédele la paz a Hannah Roennfeldt. Y déjame conservar a Lucy».

Tom todavía no había vuelto a casa, así que fue a la habitación de Lucy para ver qué hacía. Le quitó un cuento de las manos y lo dejó en el tocador.

—Buenas noches, angelito —susurró, y le dio un beso.

Al acariciarle el pelo se sorprendió comparando la forma de la cara de la niña con la visión de Hannah en el espejo, buscando algún parecido en la curva de su mentón o en el arco de una ceja.