Capítulo 20

20

No sabía que hubiera intentado ponerse en contacto conmigo.

Tom estaba sentado con Isabel en el porche. Le daba vueltas y más vueltas a un sobre viejo y maltrecho, dirigido a él «c/o 13.° Batallón, AIF». Todo el espacio estaba ocupado con nuevas direcciones e instrucciones que culminaban en una orden autoritaria escrita con lápiz azul: «Devolver al remitente», al señor Edward Sherbourne, el padre de Tom. La carta había llegado en un pequeño paquete tres días atrás, cuando la barca de junio le trajo la noticia de su muerte.

La carta de Church, Hattersley & Parfitt, Abogados, observaba las formalidades y se limitaba a exponer los hechos: cáncer de garganta, 18 de enero de 1929. Habían tardado varios meses en localizar a Tom. Su hermano Cecil era el beneficiario exclusivo, con excepción de un guardapelo de su madre legado a Tom, razón por la cual aquella carta había recorrido medio mundo.

Esa noche abrió el paquete después de encender el faro, sentado en la cámara de iluminación, y, medio aturdido al principio, empezó a leer el texto escrito a mano con caligrafía puntiaguda:

«Merrivale»

Sidney

16 de octubre de 1915

Querido Thomas,

Te escribo porque sé que te has alistado. Las cartas no son mi especialidad. Pero estando tú tan lejos, y ante la posibilidad de que te pase algo antes de que tengamos ocasión de volver a vernos, supongo que la única forma de comunicarme contigo es escribirte.

Hay muchas cosas que no puedo explicarte sin denigrar a tu madre, y no tengo ningún deseo de hacer más daño del que ya se ha hecho. Por lo tanto, seguiré sin mencionar ciertas cosas. Soy culpable en un sentido, y eso es lo que pretendo remediar ahora. Incluyo un guardapelo que ella me pidió que te diera cuando se marchó. Dentro hay un retrato suyo. En su momento me pareció que era mejor para ti que no te la recordaran, y por eso no te lo di. No fue una decisión fácil para mí determinar que tu vida sería mejor sin su influencia.

Ahora que ella ha muerto, creo que debo cumplir su petición, aunque ya sea tarde.

He intentado criarte como a un buen cristiano. He procurado que recibieras la mejor educación posible. Espero haberte inculcado el sentido del bien y del mal: no hay éxito ni placer mundano capaz de redimir la pérdida de nuestra alma inmortal.

Me enorgullezco del sacrificio que has hecho al alistarte. Te has convertido en un joven responsable, y después de la guerra me gustaría buscarte un empleo en el negocio. Cecil tiene madera para ser un buen director, y espero que dirija la fábrica con éxito cuando yo me jubile. Pero estoy seguro de que podremos encontrar un puesto adecuado para ti.

Me dolió tener que enterarme de tu embarque por terceros. Me habría gustado verte vestido de uniforme, y despedirme de ti, pero supongo que después de seguirle la pista a tu madre y enterarte de que había muerto, no querrás saber nada más de mí. Así pues, lo dejo en tus manos. Si decides contestar esta carta, me darás una alegría. Al fin y al cabo eres mi hijo, y hasta que no seas padre no entenderás todo lo que eso significa.

Sin embargo, si prefieres no contestar, respetaré tu decisión y no volveré a molestarte. De todos modos rezaré para que Dios te proteja en la batalla y para que vuelvas victorioso a estas tierras.

Tu padre que te quiere,

EDWARD SHERBOURNE

Se diría que había pasado una eternidad desde que Tom habló por última vez con aquel hombre. Cuánto debía de haberle costado escribir una carta como ésa. Que su padre hubiera intentado ponerse en contacto con él después de su amarga separación no sólo era una sorpresa, sino también una fuerte impresión. Ya nada parecía seguro. Tom se preguntó si con su frialdad su padre no habría hecho sino proteger una herida todo aquel tiempo. Por primera vez atisbó algo más allá de la fachada de piedra y, por un breve instante, logró imaginarse a un hombre de principios elevados, herido por la mujer que amaba, pero incapaz de demostrarlo.

Tom había buscado a su madre por una razón concreta. En la puerta de la pensión, con los zapatos lustrados, las uñas cortadas, había ensayado las palabras por última vez. «Siento mucho haberte causado problemas». En aquel momento se sintió tan tembloroso como el niño que había esperado trece años para pronunciar esas palabras. Estaba a punto de vomitar. «Lo único que dije fue que había visto un automóvil. Que había un automóvil en la casa. Yo no sabía…».

Sólo años más tarde había entendido toda la magnitud de su revelación. La habían declarado inadecuada como madre, y la habían desterrado de la vida de su hijo. Pero Tom había emprendido demasiado tarde el peregrinaje en busca de perdón, y ya nunca oiría a su madre absolverlo del sentimiento de culpa por aquella traición, por inocente que hubiera sido. Las palabras se las ingeniaban para colarse en toda clase de sitios donde no debían. Tom aprendió que más valía callarse las cosas.

Miró el retrato de su madre que contenía el guardapelo. Quizá sus padres, los dos, lo hubieran amado, aunque fracasaran en el intento. De pronto sintió rabia hacia su padre por aquella arrogación casi informal del derecho a separarlo de su madre: era tan sincero, y sin embargo tan destructivo.

Tom no se percató de que estaba llorando hasta que una lágrima emborronó la tinta formando diminutos riachuelos. «Hasta que no seas padre no entenderás…».

Isabel estaba sentada a su lado en el porche.

—Aunque llevaras años sin verlo, era tu padre. Padre no hay más que uno. Es lógico que te afecte, cariño.

Tom se preguntó si Isabel comprendía la ironía de sus propias palabras.

—Ven, Luce, bebe un poco de chocolate —dijo después.

La niña fue corriendo y cogió la taza con ambas manos. Luego se limpió los labios frotándoselos con el antebrazo en lugar de con su manita regordeta, y le devolvió la taza a su madre.

—¡Ya ta! —dijo alegremente—. Ahora me voy a Pataterz a ver a los abuelitos —añadió, y volvió corriendo a su caballo de juguete.

Tom miró el guardapelo que tenía en la palma de la mano.

—Durante años creí que mi madre me odiaba por haber revelado su secreto. No sabía lo del guardapelo… —Apretó los labios—. Eso lo habría cambiado todo.

—Ya sé que no puedo decir nada para consolarte. Ojalá… no sé, ojalá pudiera hacer algo.

—Tengo hambre, mami —anunció Lucy al volver junto a la pareja.

—No me extraña. ¡Si no paras! —le espetó Isabel, y la cogió en brazos—. Ven, dale un beso a papá. Hoy está triste. —Y sentó a la niña en el regazo de Tom, de modo que ambas pudieran abrazarlo con fuerza.

—Sonríe, papi —dijo la niña—. Así. —Y sonrió.

La luz traspasaba las nubes sesgadamente, buscando refugio de la lluvia que descargaba a lo lejos. Lucy, sentada sobre los hombros de Tom, sonreía encantada con la vista que tenía desde allí arriba.

—¡Por aquí! —exclamó, y apuntó con vehemencia hacia la izquierda.

Tom corrigió su trayectoria y bajó por el campo. Una cabra se había escapado de su redil provisional, y Lucy se había empeñado en ayudar a encontrarla.

No había ni rastro del animal en la cala, pero no podía andar muy lejos.

—Buscaremos en otro sitio —resolvió Tom.

Subió de nuevo hacia el llano y giró sobre sí mismo.

—¿Adónde vamos, Lulu? Elige tú.

—¡Allí abajo! —Volvió a señalar, esa vez hacia el otro lado de la isla, y se pusieron en marcha.

—¿Cuántas palabras sabes que empiecen por ce?

—¡Casa!

—Muy bien. ¿Alguna más?

La niña volvió a intentarlo:

—¿Casa?

Tom rió.

—¿Qué nos prepara mamá para cenar cuando hace mucho frío?

—¡Sopa!

—Sí, muy bien, pero que empiece por ce.

—¡Caldo!

Tom le hizo cosquillas en la barbilla.

—Caldo, casa, cabra. A propósito… Mira allí abajo, Luce, cerca de la playa.

—¡Está allí! ¡Corre, papi, corre!

—No, ratita. Si corremos, la asustaremos. Iremos despacito.

Tom estaba tan entretenido que al principio casi no se dio cuenta del lugar que el animal había escogido para pacer.

—Abajo, pequeña. —Levantó a Lucy por encima de los hombros y la bajó al suelo—. Sé buena y quédate aquí mientras yo voy a buscar a Flossie. Le ataré esta cuerda al collar, y ya verás como viene.

La cabra levantó la cabeza y retrocedió un poco.

—Vamos, Flossie, no hagas el tonto. Ya está bien. Quédate quieta. —Tom la cogió por el collar y le ató la cuerda—. Ya está. ¿Lo ves? Muy bien, Lulu.

Se volvió y notó un cosquilleo en los brazos; tardó una milésima de segundo en entender por qué. Lucy estaba sentada en un pequeño montículo, donde crecía una hierba más espesa que en el terreno circundante. Tom solía evitar aquella parte de la isla, que a él le parecía permanentemente umbría y lúgubre, por muy soleado que estuviera el día.

—Mira, he encontrado un asiento, papi —dijo la niña, sonriente.

—¡Lucy! ¡Baja de ahí ahora mismo! —gritó Tom sin pensar.

Ella se asustó; hizo pucheros y se echó a llorar: era la primera vez que le gritaban.

Tom fue corriendo a cogerla en brazos.

—Perdóname, Lulu. No quería asustarte —dijo, avergonzado de su reacción. Intentando disimular su espanto, se alejó unos pasos—. Éste no es un buen sitio para sentarse, amor.

—¿Por qué? —se lamentó la niña—. Es mi sitio favorito. Es mágico.

—Es que… —Acercó la cabecita de la niña a su cuello—. No es un buen sitio para sentarse, corazón. —La besó en la coronilla.

—¿Me he portado mal? —preguntó ella, desconcertada.

—No, no te has portado mal. Tú no, Lucy. —La besó en la mejilla y le apartó el rubio cabello de los ojos.

Pero mientras la abrazaba, fue plenamente consciente, por primera vez, de que las manos que la tocaban eran las mismas manos que habían enterrado a su padre. Con los ojos cerrados, recordó la sensación de sus músculos, el peso del cadáver, y lo comparó con el peso de la niña. Lucy parecía la más pesada de los dos.

Notó unos golpecitos en las mejillas.

—¡Papi! ¡Mírame!

Tom abrió los ojos y la miró en silencio. Por fin, inspiró hondo y dijo:

—Tenemos que llevar a Flossie a casa. ¿Por qué no sujetas la cuerda?

Lucy asintió; Tom le enroscó la cuerda en la mano y la llevó en brazos por el camino.

Esa tarde, en la cocina, Lucy iba a subirse a una silla, pero antes miró a Tom y preguntó:

—¿Puedo sentarme en esta silla, papá?

Tom no levantó la vista del picaporte que estaba reparando.

—Sí, puedes sentarte, Lulu —respondió sin pensar.

Cuando Isabel fue a sentarse a su lado, Lucy exclamó:

—¡No, mamá! ¡Ése no es un buen sitio para sentarse!

Isabel rió.

—Es donde me siento siempre, corazón. Me parece una silla preciosa.

—No es un buen sitio. ¡Lo dice papá!

—¿De qué está hablando Lucy, papá?

—Ya te lo explicaré luego —contestó él; cogió el destornillador con la esperanza de que Isabel lo olvidara.

Pero no lo olvidó.

Tras arropar a Lucy en la cama, volvió a preguntarle:

—¿Qué era ese jaleo sobre dónde debía sentarme? Lucy todavía estaba preocupada cuando me he sentado en su cama para contarle el cuento. Ha dicho que te enfadarías mucho.

—Ah, es un juego que se le ha ocurrido. Seguro que mañana ya no se acuerda.

Pero esa tarde Lucy había hecho aparecer al fantasma de Frank Roennfeldt, y el recuerdo de su cara perseguía a Tom cada vez que miraba hacia las tumbas.

«Hasta que no seas padre…». Había pensado mucho en la madre de Lucy, pero hasta ese momento no comprendió el alcance del sacrilegio que había cometido con el padre de la niña. Por su culpa, ningún sacerdote marcaría el fallecimiento de aquel hombre con el debido ritual; ya no podría vivir, ni siquiera en el recuerdo, en el corazón de Lucy, algo a lo que tenía derecho como padre. Por un instante, sólo unos pocos palmos de arena habían separado a Lucy de sus verdaderos orígenes: de Roennfeldt y de todos sus antepasados. Tom sintió un escalofrío al pensar que tal vez hubiera matado a algún pariente del hombre que había engendrado a la niña; parecía bastante probable. De pronto, vividas y acusadoras, las caras del enemigo se levantaron de la tumba en lo más recóndito de la memoria, donde Tom las había confinado.

A la mañana siguiente, mientras Isabel y Lucy iban a recoger los huevos, Tom se puso a ordenar el salón, metiendo los lápices de Lucy en una lata de galletas y amontonando sus libros. Entre ellos encontró el devocionario que Ralph le había regalado el día del bautizo, y que Isabel solía leerle a la niña. Hojeó sus finas páginas, con el filo dorado. Oraciones matutinas, ritos de eucaristía… Se fijó en el salmo 37, Noli aemulari. «No te exasperes a causa de los impíos, ni envidies a los malhechores. Porque serán cortados como el pasto y se marchitarán como la hierba verde».

Isabel entró con Lucy a cuestas; iban riendo por algo.

—¡Madre mía, qué limpio está todo! ¿Han venido los duendes? —preguntó Isabel.

Tom cerró el libro y lo dejó encima del montón.

—Sólo quería poner un poco de orden.

Unas semanas más tarde, Ralph y Tom, sentados en el suelo con la espalda apoyada contra la pared de piedra del cobertizo, descansaban tras descargar las provisiones de septiembre. Habían trabajado mucho esa mañana, y compartían una botella de cerveza bajo los primeros rayos de sol primaveral mientras Bluey, en la barca, arreglaba un problema con la cadena del ancla, e Isabel, en la cocina, hacía galletas de jengibre con Lucy.

Tom llevaba semanas esperando ese momento, buscando la forma de abordar el tema cuando llegara la barca. Carraspeó un poco y dijo:

—¿Has hecho alguna vez… algo malo, Ralph?

El anciano miró a Tom ladeando la cabeza.

—¿Qué demonios se supone que significa eso?

Las palabras le salían con poca fluidez, pese a lo mucho que Tom las había planeado.

—Me refiero a… Bueno, a cómo arreglas algo cuando has metido la pata. Cómo lo remedias. —Tenía la vista fija en el cisne negro de la etiqueta de cerveza, y se esforzaba para no acobardarse—. Me refiero a algo grave.

Ralph dio un trago a la cerveza y se quedó mirando la hierba mientras asentía despacio con la cabeza.

—¿Qué me quieres decir? No es asunto mío, por supuesto. No pretendo meter las narices.

Tom estaba sumamente quieto; su cuerpo anticipaba la sensación de alivio que tendría cuando se desahogara y contara la verdad sobre Lucy.

—La muerte de mi padre me ha hecho pensar en todo lo que he hecho mal en la vida, y en cómo puedo arreglarlo antes de morirme. —Al abrir la boca para continuar, lo asaltó una imagen de Isabel bañando a su hijo muerto, y se interrumpió un instante—. Ni siquiera llegaré a saber sus nombres… —Lo sorprendió la rapidez con que el espacio se había llenado de otros pensamientos, otras culpas.

—¿Qué nombres?

Tom vaciló, al borde del abismo, tratando de decidir si debía lanzarse o no. Bebió un trago de cerveza.

—Los de los hombres que maté. —Las palabras cayeron: rotundas, pesadas.

Ralph caviló su respuesta.

—Bueno, eso es lo que pasa en las guerras. O matas, o te matan.

—Cuanto más tiempo pasa, más me parece una locura todo lo que he hecho.

Tom se sentía físicamente atrapado en cada uno de los momentos del pasado, como en una red que le oprimía cada sensación, cada pensamiento cargado de culpabilidad que se había ido acumulando con los años. Le costaba respirar. Ralph estaba completamente inmóvil, a la espera.

Tom, tembloroso, se volvió hacia él.

—¡Dios mío, Ralph, yo sólo quiero hacer lo que es debido! ¡Dime qué coño es lo que es debido! ¡No lo soporto más! No puedo seguir así. —Lanzó la botella, que se rompió al chocar contra una roca, y sus palabras se disolvieron en sollozos.

Ralph le pasó un brazo por los hombros.

—Tranquilo, chico. Tómatelo con calma. Tengo más experiencia que tú, y he visto de todo. El bien y el mal son como dos serpientes: se enredan tanto que no puedes distinguirlas hasta que las matas a las dos, y entonces ya es demasiado tarde.

Dirigió a Tom una mirada larga y silenciosa.

—Lo que yo me pregunto es: ¿de qué sirve remover el pasado? Ahora ya no puedes arreglar nada de todo eso. —Sus palabras, pese a estar desprovistas de crítica o animosidad, se clavaron como un cuchillo en las tripas de Tom—. La forma más rápida de hacer enloquecer a un hombre es dejarle seguir luchando en su guerra hasta que la resuelve.

Ralph se rascó un callo que tenía en el dedo.

—Si yo hubiera tenido un hijo varón, estaría orgulloso de él sólo con que fuera la mitad de decente que tú. Eres un buen hombre, Tom, y tienes la suerte de tener a tu mujer y tu hija. Ahora debes concentrarte en lo que es mejor para tu familia. Ese de ahí arriba te ha dado una segunda oportunidad, así que no debe de estar demasiado cabreado por lo que hiciste o dejaste de hacer. Concéntrate en el presente. Arregla las cosas que puedas arreglar hoy y olvídate de las del pasado. El resto déjaselo a los ángeles, al demonio o a quien sea que se ocupe de ellas.

—La sal. No hay forma de librarse de la sal. Si no vigilas, se lo come todo, como un cáncer.

Era el día después de su charla con Ralph, y Tom murmuraba para sí. Lucy estaba sentada a su lado, en el interior del gigantesco capullo de cristal de la óptica, dándole caramelos imaginarios a su muñeca mientras él pulía los accesorios de latón. Lo miró con sus azules ojos.

—¿También eres el papá de Dolly? —le preguntó.

—No lo sé —respondió Tom—. ¿Por qué no se lo preguntas a Dolly?

Lucy se inclinó y le susurró algo a la muñeca, y entonces anunció:

—Dice que no, que sólo eres mi papá.

La cara de la niña había perdido su redondez, y ya se adivinaban en ella rasgos de cómo sería en el futuro: pelo rubio, en lugar del más oscuro de los primeros años; ojos de mirada penetrante; piel clara. Tom se preguntó si empezaría a parecerse a su padre o a su madre. Rememoró el semblante del hombre rubio al que había enterrado. El temor le produjo un escalofrío al imaginarse a Lucy haciéndole preguntas más difíciles con el paso del tiempo. Pensó también que ahora, cuando se miraba en el espejo, veía en su rostro rasgos de su padre cuando tenía su edad. El parecido estaba al acecho. Partageuse era un pueblo pequeño: una madre quizá no reconociera a su bebé en la cara de una niña pequeña, pero al final, ¿no se vería a sí misma en las facciones de la mujer adulta? Esa idea lo atormentaba. Metió el trapo en la lata de limpiametales y siguió frotando, hasta que las gotas de sudor se le metieron en los ojos.

Esa noche, apoyado en el poste del porche, Tom observaba cómo el viento soplaba hasta conseguir que el sol le cediera el sitio a la noche. Había encendido el faro, y ya no había nada más que hacer en la torre hasta el amanecer. Le había dado muchas vueltas al consejo de Ralph. «Arregla las cosas que puedas arreglar hoy».

—Ah, estás aquí, cariño —dijo Isabel—. Lucy ya se ha acostado. ¡He tenido que leerle La cenicienta tres veces! —Rodeó a Tom por la cintura y se apoyó en él—. Me encanta cuando hace como si leyera y pasa las páginas. Se sabe los cuentos de memoria.

Tom no contestó; Isabel lo besó en el cuello y continuó:

—Podríamos acostarnos pronto. Estoy cansada, pero no demasiado…

Él seguía contemplando el mar.

—¿Cómo es la señora Roennfeldt?

Isabel tardó un momento en darse cuenta de que Tom se refería a Hannah Potts.

—¿Para qué demonios quieres saberlo?

—¿A ti qué te parece?

—¡No se parece en nada a ella! Lucy es rubia y tiene los ojos azules; eso ha debido de heredarlo de su padre.

—Bueno, de nosotros seguro que no lo ha heredado. —Se volvió y miró a su mujer—. Izzy, tenemos que decir algo. Tenemos que contárselo.

—¿A Lucy? Es demasiado pequeña para…

—No, a Hannah Roennfeldt.

Isabel estaba horrorizada.

—¿Para qué?

—Merece saberlo.

Isabel se estremeció. Algunas veces se había preguntado qué era peor: creer que tu hija había muerto o que estaba viva y nunca volverías a verla; había imaginado el tormento de Hannah. Pero sabía que darle aunque sólo fuera una pizca de razón a su marido sería fatal.

—Tom, hemos hablado de esto hasta la saciedad. No es justo que pongas tu engorrosa conciencia por encima del bienestar de Lucy.

—¿Mi engorrosa conciencia? ¡Por el amor de Dios, Isabel, no estamos hablando de birlar seis peniques del cepillo! ¡Estamos hablando de la vida de una niña! Y de la vida de una mujer. Cada momento nuestro de felicidad se lo robamos a ella. Eso no puede estar bien, por mucho que intentemos darle la vuelta.

—Tom, estás cansado, y triste, y confuso. Por la mañana lo verás de otra forma. No quiero seguir hablando de eso esta noche. —Le tocó la mano y se esforzó en disimular el temblor de su voz—. No vivimos… No vivimos en un mundo perfecto. Tenemos que aceptarlo.

Él se quedó mirándola, embargado por la sensación de que tal vez ella no existiera. Quizá nada de todo aquello existiera, pues los centímetros que los separaban parecían dividir dos realidades completamente diferentes que ya no encajaban.

A Lucy le encanta mirar las fotografías que le hicieron cuando era pequeña y fue de visita a Partageuse.

—¡Ésa soy yo! —le dice a Tom, sentada en su rodilla, señalando la fotografía que hay encima de la mesa—. Pero entonces era muy pequeña. Ahora soy mayor.

—Sí, eres muy mayor, corazón. Vas a cumplir cuatro años.

—¡Ésa es la mamá de mi mamá! —dice señalando con autoridad.

—Así es. La mamá de tu mamá es tu abuelita.

—Y ése es el papá de mi papá.

—No, es el papá de tu mamá, el abuelito. —Lucy no las tiene todas consigo—. Sí, ya sé que es complicado. Pero tus abuelitos no son mis papás.

—¿Quiénes son tus papás?

Tom se pasó a Lucy de una rodilla a la otra.

—Mis papás se llamaban Eleanora y Edward.

—¿Y también son mis abuelitos?

Tom esquivó la pregunta.

—Los dos están muertos, corazón.

—Ah —dijo Lucy, y asintió con tal seriedad que Tom sospechó que la niña no sabía de qué le estaba hablando—. Como Flossie.

Tom ya no se acordaba de la cabra que había enfermado y había muerto unas semanas atrás.

—Bueno, sí, como Flossie.

—¿Por qué se murieron tus papás?

—Porque eran muy viejecitos y estaban enfermos. —Hizo una pausa y añadió—: Se murieron hace mucho tiempo.

—¿Yo me moriré?

—No si yo puedo evitarlo, Lulu.

Pero últimamente, cada día que pasaba con la niña le parecía algo precario. A medida que incorporaba palabras, mayor era su capacidad para excavar en el mundo que la rodeaba, labrando su historia y su personalidad. A Tom lo atormentaba pensar que su concepto de la vida y de sí misma estaría basado en una gran mentira: una mentira que él había ayudado a construir y refinar.

Todas las superficies de la cámara de iluminación relucían: Tom siempre la había cuidado con esmero, pero últimamente le hacía la guerra a cada tornillo, cada accesorio, hasta obtener un lustre deslumbrante. Tom olía siempre a Duraglit. Los prismas resplandecían, y el haz de luz brillaba sin el estorbo de una sola mota de polvo. Todas las ruedas del engranaje se movían con suavidad. El equipo luminoso nunca había funcionado con mayor precisión.

La vivienda, en cambio, se había resentido.

—¿Podrías poner un poco de masilla en esa grieta? —le preguntó Isabel en la cocina, después de comer.

—Lo haré cuando esté preparado para la inspección.

—Pero si hace ya semanas que estás preparado para la inspección, por no decir meses. ¡Ni que fuera a venir el rey!

—Es que quiero tenerlo todo limpio y ordenado. Ya te he explicado que tenemos posibilidades de que nos concedan la plaza de Point Moore. Estaríamos en tierra firme, cerca de Geraldton. Menos aislados. Y a sólo unos cientos de kilómetros de Partageuse.

—Antes no querías ni oír hablar de marcharte de Janus.

—Ya, pero las cosas cambian con el tiempo.

—No es el tiempo lo que ha cambiado las cosas, Tom —repuso ella—. Tú eres el que siempre dice que si parece que un faro está en un sitio diferente, no es el faro lo que se ha movido.

—Bueno, pues tú sabrás qué ha sido. —Tom cogió su llave inglesa y se dirigió a los cobertizos sin mirar atrás.

Esa noche, Tom cogió una botella de whisky y fue a contemplar las estrellas cerca del acantilado. La brisa le soplaba en la cara mientras él trazaba las constelaciones y saboreaba el licor abrasador. Dirigió la mirada hacia el haz de luz giratorio, y soltó una carcajada amarga al pensar en la paradoja de que la isla donde se erigía semejante fuente luminosa siempre estuviera a oscuras. Un faro es para los otros; no puede hacer nada para iluminar el espacio que tiene más cerca.