Capítulo 19

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Al menos, si ganamos éste, no habrá sido un desastre total —comentó Bluey.

El equipo australiano de críquet había perdido los cuatro primeros partidos de la temporada 1928/1929 del torneo Ashes celebrados en casa, y la barca de marzo llegó cuando todavía se estaba celebrando el quinto y último partido en Melbourne. Bluey había estado haciéndole un resumen a Tom mientras descargaban.

—Bradman ha conseguido anotar su centena. Todavía no lo han eliminado. Dicen los periódicos que se lo ha puesto muy difícil a Gave Larwood. Pero créeme, el partido ya dura cuatro días. Creo que esta vez se va a alargar —añadió.

Mientras Ralph iba a la cocina para entregarle a Lucy otro de los regalos de Hilda, Tom y el marinero terminaron de amontonar los sacos de harina en el cobertizo.

—Tengo un primo que trabaja allí —continuó Bluey, apuntando con la barbilla la etiqueta de Dingo estampada en uno de los sacos.

—¿En el molino? —preguntó Tom.

—Sí. Creo que le pagan bien. Y tiene toda la harina que quiere, gratis.

—Cada trabajo tiene sus ventajas.

—Claro. Yo, por ejemplo, tengo todo el aire fresco que puedo respirar, y toda el agua que necesito para nadar. —Bluey rió.

Miró alrededor para asegurarse de que el capitán no andaba cerca. —Seguro que mi primo me conseguiría trabajo allí si quisiera—. Hizo una pausa. —A veces me dan ganas de trabajar en una tienda —dijo, cambiando de tema con estudiada indiferencia.

Aquello no era nada propio de Bluey. A veces hablaba de los resultados del Sheffield Shield, la liga australiana de críquet, o le contaba que había ganado un poco de dinero apostando a los caballos. Hablaba de su hermano Merv, que había muerto el primer día en Gallípoli, o de la formidable Ada, su madre viuda. Tom percibió algo diferente ese día.

—¿A qué viene esto?

Bluey le dio una patada a un saco para enderezarlo.

—¿Cómo es la vida de casado?

—¿Qué? —A Tom lo pilló por sorpresa el cambio de tema.

—No sé. ¿Vale la pena?

Tom no apartó la vista del inventario.

—¿Quieres contarme algo, Blue?

—No.

—Vale. —Tom hizo un gesto afirmativo. Si esperaba el tiempo suficiente, al final todo tendría sentido. Era lo que solía pasar.

Bluey enderezó otro saco.

—Se llama Kitty. Kitty Kelly. Su padre es el dueño de la tienda de alimentación. Hemos salido a pasear juntos un par de veces.

Tom arqueó las cejas y sonrió.

—Me alegro por ti.

—Y yo… Bueno, no sé. He pensado que a lo mejor deberíamos casarnos. —La mirada de Tom lo incitó a añadir—: Bueno, no es que tengamos que casarnos. No se trata de eso. En serio, nunca hemos… Quiero decir que su padre la vigila mucho. Y su madre. Y sus hermanos. Y la señora Mewett es prima de su madre, así que ya te imaginas de qué clase de familia se trata.

Tom rió.

—Entonces, ¿qué quieres saber?

—Es un paso muy importante. Ya sé que todo el mundo lo da tarde o temprano, pero no sé si… Bueno, ¿cómo sabes si…?

—Yo no soy ningún experto. Sólo me he casado una vez, y todavía estoy aprendiendo. ¿Por qué no se lo preguntas a Ralph? Lleva casado con Hilda desde que Matusalén usaba pañales, y ha criado a dos hijas. Y creo que no lo ha hecho del todo mal.

—No puedo decírselo a Ralph.

—¿Por qué no?

—Dice Kitty que si nos casamos tendré que dejar de trabajar en la barca y entrar en el negocio de su padre. Dice que le daría miedo que un día me ahogara y no volviera a casa.

—Vaya, es una chica optimista, ¿eh?

Bluey parecía preocupado.

—No, pero en serio. ¿Cómo es la vida de casado? Tener un hijo y todo eso.

Tom se pasó los dedos por el pelo mientras reflexionaba sobre esa pregunta; se sentía muy incómodo.

—Nosotros no somos una familia muy típica. No hay muchas familias como la nuestra por aquí, que vivan en un faro tan remoto. Si he de serte sincero, depende del día que me lo preguntes. Tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Es mucho más complicado que estar solo, eso te lo aseguro.

—Dice mi madre que soy demasiado joven y que todavía no sé lo que quiero.

Tom sonrió a su pesar.

—Seguramente tu madre seguirá diciéndote lo mismo cuando tengas cincuenta años. Pero de todos modos no se trata de lo que tú quieres. Se trata de lo que quieren tus tripas. Confía en tus tripas, Blue. —Vaciló un momento y añadió—: Pero no siempre es fácil, ni siquiera cuando has encontrado a la chica ideal. Tienes que comprometerte a largo plazo. Nunca sabes qué puede pasar: cuando firmas, aceptas lo que sea que te depare la vida. Y no hay vuelta atrás.

—¡Mira, papi! —Lucy apareció en la puerta del cobertizo blandiendo el tigre de peluche que le había regalado Hilda—. ¡Gruñe! —dijo—. Escucha. —Lo puso boca abajo para que hiciera ruido.

Tom cogió a la niña en brazos. Por el ventanuco veía a Ralph acercarse por el sendero.

—¡Qué suerte tienes! —le dijo, y le hizo cosquillas en el cuello.

—¡Sí, qué suerte! —rió ella.

—¿Y ser padre? ¿Cómo es ser padre? —preguntó Bluey.

—Ya lo ves.

—No, cuéntame más. Necesito saber más.

Tom se puso serio.

—No hay nada que pueda prepararte para ser padre. No puedes imaginarte hasta qué punto un bebé puede traspasar todas tus defensas, Bluey. Se cuela en tu interior. Es un ataque por sorpresa.

—Haz que gruña, papi —lo apremió Lucy.

Tom le dio un beso y volvió a poner el peluche boca abajo.

—Que quede entre nosotros dos, ¿vale, amigo? —dijo Bluey. Entonces lo pensó mejor y añadió—: Bueno, todo el mundo sabe que eres como una tumba. —E imitó el gruñido de un tigre para complacer a la niña.

A veces eres tú el afortunado. A veces es el otro desdichado quien se lleva la pajita más corta, y lo único que tienes que hacer es callarte y seguir adelante.

Tom estaba clavando un tablón en la pared del gallinero para tapar un agujero que el viento había hecho la noche anterior. Llevaba media vida tratando de proteger las cosas del viento. Sólo tenías que seguir adelante, hacer lo que pudieras.

Las preguntas de Bluey le habían removido sentimientos olvidados. Pero cada vez que Tom pensaba en la desconocida de Partageuse que había perdido a su hija, la imagen de Isabel ocupaba su lugar: Isabel había perdido a varios hijos, y no tendría más. Su esposa no sabía nada de Hannah cuando apareció Lucy. Sólo quería lo mejor para el bebé. Y sin embargo… Tom sabía que no lo había hecho sólo por Lucy. Isabel tenía una necesidad que él ya nunca podría satisfacer. Había renunciado a todo: comodidades, familia, amigos… todo para estar allí con él. Una y otra vez se decía que no podía privarla de aquella única cosa.

Isabel estaba cansada. Acababan de llegar las provisiones y se había ocupado de reponer la comida: había hecho pan, un pudín, había convertido un saco de ciruelas en mermelada para un año. Sólo había salido de la cocina un momento, el momento que Lucy había escogido para acercarse a la cocina a oler aquella deliciosa mezcla y se había quemado la mano con la olla de la mermelada. No fue nada grave, pero sí lo suficiente para impedir que la niña durmiera profundamente. Tom le vendó la quemadura y le dio una dosis de aspirina, pero a la hora de acostarse Lucy todavía estaba un poco inquieta.

—Me la llevaré al faro. Así podré vigilarla. De todos modos, tengo que terminar el papeleo del inventario. Tú tienes cara de cansada.

Isabel admitió que estaba agotada.

Tom cogió a la niña con un brazo, y una almohada y una manta con el otro; subió con cuidado la escalera y puso a Lucy sobre la mesa de trabajo de la sala de guardias.

—Ya está, corazón —dijo, pero la niña ya se había dormido.

Empezó a sumar columnas de cifras: galones de petróleo y cajas de capillos. En el piso superior, en la cámara de iluminación, la óptica giraba a un ritmo constante, produciendo un lento y grave murmullo. Desde allí arriba veía la única lámpara de petróleo de la casita.

Llevaba una hora trabajando cuando giró la cabeza por instinto y encontró a Lucy observándolo; sus ojos relucían bajo la tenue luz. Ella sonrió, y una vez más a Tom lo pilló desprevenido aquel milagro: una niña tan hermosa, tan indefensa. Lucy levantó la mano que tenía vendada y se la examinó.

—He ido a la guerra, papi —dijo, y arrugó un poco la frente. Le tendió los brazos.

—Duérmete, tesoro —le ordenó Tom, e intentó volver a concentrarse en el trabajo. Pero la niña seguía tendiéndole los brazos.

—Nana, papi —insistió.

Tom se la puso en el regazo y la meció con suavidad.

—Si te canto tendrás pesadillas, Lulu. La que sabe cantar es mamá, no yo.

—Me he hecho pupa, papi —argumentó ella, y le mostró la mano para demostrarlo.

—Sí, ¿verdad, ratoncito? —Le besó el vendaje con delicadeza—. Pronto se curará. Ya lo verás. —La besó en la frente y le acarició el fino y rubio cabello—. Ay, Lulu, Lulu. ¿Cómo has encontrado el camino hasta aquí? —Desvió la mirada hacia la sólida negrura de la noche—. ¿Cómo has aparecido en mi vida?

Notó que los músculos de la niña iban cediendo a medida que se quedaba dormida. Poco a poco, su cabeza fue posándose en la parte interior de su codo. En un susurro que apenas él mismo oía, le hizo esa pregunta que lo atormentaba:

—¿Cómo has conseguido que me sienta así?