18
Mientras realiza sus tareas cotidianas —siempre de aquí para allá, siempre ocupada—, Isabel sabe en todo momento dónde está Lucy, como si las uniera un hilo invisible de amor. Nunca se enfada; tiene una paciencia infinita con la niña. Cuando se le cae comida al suelo, cuando sus manitas sucias decoran las paredes, nunca recibe una palabra brusca ni una mirada de desaprobación. Si Lucy se despierta llorando por la noche, Isabel la reconforta con dulzura y cariño. Acepta el regalo que le ha enviado la vida. Y acepta las cargas.
Por la tarde, mientras la niña duerme, Isabel sube hasta lo más alto del cabo, donde están clavadas las cruces de madera. Ésa es su iglesia, su santuario, donde reza en busca de orientación, y para ser una buena madre. Reza también, en un sentido más abstracto, por Hannah Roennfeldt. A ella no le corresponde juzgar lo que ha pasado. Allí arriba, Hannah sólo es un concepto lejano. No tiene cuerpo ni existencia, mientras que Lucy… Isabel conoce cada una de sus expresiones, cada uno de sus llantos. Ha visto cómo ese pequeño milagro iba formándose día a día, como un don revelado únicamente con el paso del tiempo. Está surgiendo toda una personalidad a medida que la niña aprende nuevas palabras y empieza a articular cómo se siente, quién es.
Isabel se sienta en esa capilla sin paredes, ventanas ni pastor, y da gracias a Dios. Y si la importunan pensamientos relacionados con Hannah Roennfeldt, su respuesta es siempre la misma. Es muy sencillo: ella no puede separarse de la niña, ella no es nadie para poner en peligro la felicidad de Lucy. ¿Y Tom? Tom es un buen hombre. Tom siempre hará lo correcto: Isabel confía plenamente en eso. Al final lo aceptará.
Pero se ha abierto entre los dos una fina grieta de distancia que no se puede cruzar: una tierra de nadie invisible, fina como una brizna.
Poco a poco el ritmo de la vida en Janus se restablece y absorbe a Tom en las minucias de sus rituales. A veces, cuando se despierta de sueños turbulentos de cunas rotas y brújulas sin agujas, ahuyenta la desazón y deja que la luz del día la contradiga. Y el aislamiento lo arrulla con la música de la mentira.
—Sabes qué día es hoy, ¿verdad, Luce? —preguntó Isabel mientras le pasaba el jersey por la cabeza a la niña y sacaba una mano por cada bocamanga. Habían pasado seis meses desde su regreso a Janus en enero de 1928.
Lucy echó un poco la cabeza hacia atrás.
—Hummm —dijo para ganar tiempo.
—¿Quieres que te dé una pista?
La niña asintió. Isabel le puso el primer calcetín.
—Vamos. El otro piececito. Así. Muy bien, la pista es que si te portas muy bien, tal vez te dé naranjas esta noche.
—¡La barca! —chilló Lucy; resbaló de la rodilla de su madre y se puso a saltar, con un zapato en el pie y el otro en la mano—. ¡Viene la barca! ¡Viene la barca!
—Eso es. ¿Me ayudas a poner la casa bien bonita para cuando lleguen Ralph y Bluey?
—¡Sí! —gritó Lucy corriendo hacia la cocina—. ¡Vienen Alf y Booey, papi!
Tom la cogió en brazos y le dio un beso.
—¡No tienes ni un pelo de tonta! ¿Te has acordado tú sola, o te ha ayudado alguien?
—Me lo ha dicho mamá —confesó la niña con una sonrisa; se retorció para que su padre la bajara al suelo y fue corriendo a buscar a Isabel.
Más tarde, provistas de abrigos y chanclos de goma, salieron las dos al gallinero. Lucy llevaba una versión en miniatura del cesto de Isabel.
—Todo un desfile de moda —observó Tom al pasar a su lado, camino del cobertizo.
—Prefiero ir abrigada que elegante —dijo Isabel, y le dio un beso fugaz—. Formamos una expedición huevera.
En el gallinero, Lucy cogía cada huevo con las dos manos, y abordaba la tarea que a Isabel le habría llevado sólo unos segundos como si fuera un delicado ritual. Se acercaba el huevo a la mejilla y anunciaba «¡Todavía caliente!», o «Frío», según fuera el caso; luego se lo pasaba a Isabel para que lo guardara, y el último se lo quedaba y lo llevaba en su cestito. A continuación empezaba: «Gracias, Daphne. Gracias, Speckle», y daba las gracias a cada una de las gallinas por su contribución.
En el huerto, Lucy sujetaba el mango de la pala con que Isabel desenterraba las patatas.
—Me parece que veo una… —dijo Isabel, y esperó a que Lucy la distinguiera en la tierra arenosa.
—¡Allí! —exclamó la pequeña, y metió la mano en el hoyo, sacando de él una piedra.
—Casi. —Isabel sonrió—. ¿Y al lado? Mira un poco más cerca del borde.
—¡Patata! —Lucy sonrió, radiante, y levantó su premio por encima de la cabeza, salpicándose el pelo de tierra; le entró un poco en los ojos y rompió a llorar.
—Déjame ver —la tranquilizó Isabel. Se limpió las manos en el delantal y le examinó el ojo—. Ya está. Ahora parpadea un poco. Muy bien, Luce. Ya no tienes nada. —Y la niña siguió abriendo y cerrando los ojos.
—Ya está —dijo por fin—. ¡Más patatas! —Y reanudaron la cacería.
Dentro, Isabel barrió el suelo de todas las habitaciones y fue juntando el polvo arenoso en montoncitos en un rincón para recogerlos luego. Volvió de una rápida inspección del pan que se estaba cociendo en el horno y vio una estela que recorría toda la casa, producto de los intentos de Lucy con el recogedor.
—¡Mira, mamá! ¡Te ayudo!
Isabel contempló el rastro de polvo y suspiró.
—Bueno, más o menos… —Cogió a Lucy en brazos y dijo—: Gracias. Lo has hecho muy bien. Ahora, para asegurarnos de que el suelo ha quedado muy limpio, vamos a darle otra barrida, ¿de acuerdo? —Negó con la cabeza y masculló—: Ay, Lucy Sherbourne, qué duro es ser ama de casa, ¿verdad?
Al cabo de un rato, Tom apareció en la puerta.
—¿Ya está lista?
—Sí —contestó Isabel—. Se ha lavado la cara y las manos. Ya no tiene los dedos pringosos.
—Pues allá vamos, pequeñaja.
—¿Subimos la escalera, papi?
—Sí, subimos la escalera.
Y Lucy fue con él hasta la torre. Al llegar al pie de la escalera, estiró los brazos para que Tom pudiera darle las manos por detrás de la espalda.
—Vamos, ratoncito, vamos a contar. Uno, dos tres… —Y empezaron a subir muy despacio; Tom contó todos los escalones en voz alta, hasta mucho después de que Lucy hubiera desistido.
Al llegar arriba, a la sala de guardias, Lucy tendió las manos y dijo:
—Máticos.
—Ahora mismo te doy los prismáticos —repuso Tom—. Primero tengo que subirte a la mesa.
La sentó encima de las cartas de navegación, le dio los prismáticos y la ayudó a sujetarlos.
—¿Ves algo?
—Nubes.
—Sí, hay muchas. ¿Ves alguna señal de la barca?
—No.
—¿Estás segura? —Tom rió—. Suerte que no estás al mando del cuartel. ¿Qué es eso de allí? ¿Lo ves? Mira hacia donde apunta mi dedo.
Lucy agitó las piernas.
—¡Alf y Booey! ¡Naranjas!
—Mamá dice que traen naranjas, ¿verdad? Bueno, crucemos los dedos.
La barca tardó más de una hora en atracar. Tom e Isabel esperaban de pie en el embarcadero; Tom llevaba a Lucy sobre los hombros.
—¡Esto sí es un comité de bienvenida! —exclamó Ralph.
—¡Hola! —gritó Lucy—. ¡Hola, Alf, hola, Boo!
Bluey saltó al embarcadero y atrapó el cabo que le lanzó Ralph.
—Cuidado, Luce —le dijo a la niña, que se había bajado de los hombros de su padre—, no vayas a tropezar con ese cabo. —Miró a Tom y añadió—: Madre mía, qué mayor está, ¿no? ¡Ya no es la pequeña Lucy!
—Los bebés crecen, ¿no lo sabías? —dijo Ralph riendo.
Bluey acabó de asegurar el cabo.
—Nosotros pasamos meses sin verla y lo notamos más. A los niños del pueblo los vemos todos los días y no nos damos cuenta de que crecen.
—¡Y de pronto son unos hombretones como tú! —bromeó Ralph. Saltó al embarcadero; sujetaba algo en la mano que tenía detrás de la espalda—. Bueno, ¿quién me ayuda a descargar?
—¡Yo! —gritó Lucy.
Ralph le guiñó un ojo a Isabel y sacó la lata de melocotones que llevaba escondida.
—Muy bien, pues aquí hay una cosa muy, muy pesada que tienes que llevar.
Lucy cogió la lata con ambas manos.
—¡Madre mía, Luce, ten mucho cuidado con eso! Vamos a llevarlo a la casa. —Isabel se volvió hacia los hombres y dijo—: Dime qué quieres que lleve, Ralph. —Éste volvió a saltar a la barca y cogió el correo y unos cuantos paquetes ligeros—. Nos vemos en la casa. Tendré el hervidor preparado.
Después de comer, mientras los adultos tomaban el té en la mesa de la cocina, Tom dijo:
—Lucy está muy callada…
—Ya —dijo Isabel—. Se supone que está terminando el dibujo para los abuelos. Voy a ver. —Pero antes de que hubiera salido de la cocina, entró Lucy con una enagua de Isabel que le llegaba hasta el suelo, unos zapatos de tacón y el collar de cuentas de cristal azules que la madre de Isabel les había enviado esa mañana con la barca.
—¡Lucy! —dijo Isabel—. ¿Has estado hurgando en mis cajones?
—No —respondió la niña con los ojos como platos.
Isabel se ruborizó.
—No suelo exhibir mi ropa interior —se disculpó ante sus invitados—. Vamos, Lucy, si te paseas así por la casa vas a pillar una pulmonía. Vamos a vestirte. Y hablaremos de eso de revolver en las cosas de mamá. Y de decir mentiras. —Salió de la cocina sonriendo, y no advirtió la expresión que pasó fugazmente por el rostro de Tom al oír esas últimas palabras.
Lucy sigue alegremente a Isabel cuando salen a recoger huevos. La fascinan los dorados polluelos recién salidos del cascarón que encuentra de vez en cuando, y se los pone bajo la barbilla para apreciar su suavidad. Cuando ayuda a arrancar zanahorias y chirivías, a veces estira tan fuerte que se cae hacia atrás, rociada de tierra.
—¡Lucy, patosita! —ríe Isabel—. ¡Arriba!
En el piano, se sienta en las rodillas de Isabel y aporrea las teclas. Ella le coge el dedo índice y la ayuda a tocar Three Blind Mice; luego la niña dice:
—Yo sola, mamá. —Y vuelve a iniciar su cacofonía.
Se pasa horas sentada en el suelo de la cocina, dibujando con lápices de colores en el dorso de los formularios antiguos del Servicio de Faros de la Commonwealth, haciendo garabatos indescifrables que luego señala y explica: «Ésta es mamá, éste es papá, y ésta es Lulu del Faro». Da por hecho que la torre de cuarenta metros que se alza en el patio de su casa, con una estrella en lo alto, es suya. Además de palabras como «perro» y «gato» —a los que sólo ha visto en los libros—, aprende palabras más concretas como «lente», «prisma» y «refracción». «Es mi estrella —le dice una noche a Isabel mientras la señala—. Me la ha regalado papá».
Le cuenta a Tom fragmentos de historias sobre peces, gaviotas y barcos. Cuando bajan a la playa, le encanta cogerle una mano a Tom y otra a Isabel para columpiarse entre los dos. «¡Lulu del Faro!», es su frase favorita, y la utiliza cuando se dibuja a sí misma en hojas llenas de borrones, o cuando se describe en las historias.
Los océanos nunca paran. No conocen principio ni fin. El viento nunca cesa. A veces desaparece, pero sólo para tomar impulso en algún otro sitio y volver a lanzarse contra la isla para decir algo que Tom no logra entender. Aquí la existencia es a escala gigantesca. El tiempo se mide en millones de años; las rocas que desde lejos parecen dados lanzados contra la costa son peñascos de varios metros de contorno, erosionados a lo largo de milenios, volcados sobre un costado, de modo que los estratos se convierten en rayas verticales.
Tom observa a Lucy e Isabel, que se bañan en la Laguna del Paraíso. La niña está embelesada con los chapoteos, con el agua salada y con la estrella de mar que ha encontrado, de un azul intenso; la agarra con sus deditos, con la cara iluminada por la emoción y el orgullo, como si la hubiera hecho ella misma. «¡Mira, papi, mi estrella de mar!». A Tom le cuesta enfocar ambas escalas al mismo tiempo: la existencia de una isla y la existencia de una niña.
No puede llegar a entender que la minúscula vida de la cría signifique más para él que todos los milenios anteriores a ella. Se esfuerza por comprender sus emociones: cómo es posible que sienta a la vez ternura y desasosiego cuando Lucy le da un beso de buenas noches, o le enseña una rodilla con un rasguño para que él se la cure con un beso, aplicando los poderes mágicos que sólo poseen los padres.
Con Isabel también se debate entre el deseo y el amor que siente por ella y la sensación de asfixia. Esas dos sensaciones no resueltas se rozan y se raspan una a otra.
A veces, a solas en el faro, piensa en Hannah Roennfeldt. ¿Es alta? ¿Es gorda? ¿Hay algún rasgo suyo en la cara de Lucy? Cuando trata de imaginársela, sólo ve unas manos que cubren un rostro lloroso. Se estremece y vuelve a su tarea más inmediata.
La niña está sana, y es feliz, y la adoran; vive en ese pequeño mundo, lejos del alcance de los periódicos y las habladurías. Lejos del alcance de la realidad. A veces, durante varias semanas seguidas, Tom casi logra relajarse con la historia de una familia feliz, normal y corriente, como si se tratara de una especie de opiáceo.
—No podemos contárselo a papá hasta que yo te diga.
Lucy miró a Isabel con gravedad.
—No puedo contárselo —contestó la niña, asintiendo con la cabeza—. ¿Puedo comerme una galleta?
—Dentro de un minuto. Tenemos que terminar de envolver esto.
En septiembre de 1928, la barca les había llevado varios paquetes que Bluey había conseguido entregarle a escondidas a Isabel mientras Ralph distraía a Tom descargando otras cosas. Organizarle una fiesta de cumpleaños sorpresa no había sido sencillo: Isabel había tenido que escribirle a su madre meses atrás para darle la lista de lo que necesitaba. Puesto que Tom era el único que tenía cuenta bancaria, también tuvo que prometerle que se lo pagaría la siguiente vez que fueran al continente.
Regalarle algo a Tom era a la vez fácil y difícil: estaría contento con cualquier cosa, pero en realidad no necesitaba nada. Isabel se había decidido por una pluma estilográfica Conway Stewart y la última edición del anuario de críquet Wisden: algo práctico y algo distraído. Cuando una noche le preguntó a Lucy, estando ambas sentadas fuera, qué quería regalarle a su papá, la niña se enroscó un mechón de pelo en el dedo mientras cavilaba, y entonces dijo:
—Las estrellas.
Isabel rió.
—No sé si las conseguiremos, Luce.
—¡Pues yo las quiero! —protestó la niña, enfurruñada.
A Isabel se le ocurrió una idea.
—¿Y si le regalamos un mapa de las estrellas? Un atlas.
—¡Sí!
Días más tarde, sentada ante el grueso libro, Isabel le preguntó:
—¿Qué dedicatoria quieres poner? —Sujetó la pluma, rodeándole los dedos a Lucy, para escribir con letra temblorosa, obedeciendo sus indicaciones: «Para mi papá, amor para siempre y siempre…».
—Más —insistió Lucy.
—Más ¿qué?
—Más siempres. «Para siempre y siempre y siempre y siempre…».
Isabel rió, y una larga hilera de «siempres» acabó recorriendo la hoja como una fila de orugas.
—¿Y qué más? ¿Ponemos «De tu hija que te quiere, Lucy»?
—No, de Lulu del Faro.
La niña empezó a trazar las letras con su madre, pero se cansó y se bajó de sus rodillas cuando todavía no habían terminado.
—Mamá lo termina —ordenó con toda tranquilidad.
Así que Isabel completó la firma, y añadió entre paréntesis: «Con Isabel Sherbourne, escriba y factótum del signatario de más arriba».
Cuando Tom desenvolvió el paquete, una maniobra que resultó difícil con las manos de Lucy tapándole los ojos, dijo:
—Es un libro…
—¡Es un atlas! —gritó Lucy.
Tom contempló el regalo.
—Atlas de las estrellas Brown, con todas las estrellas brillantes e instrucciones detalladas para encontrarlas y utilizarlas como apoyo a la navegación y para los exámenes de la Cámara de Comercio. —Esbozó una lenta sonrisa y se volvió hacia Isabel—. Qué inteligente es Lucy, ¿verdad? Qué gran idea ha tenido.
—Lee, papi. Dentro. He escrito una cosa.
Tom abrió la cubierta y vio la larga dedicatoria. Seguía sonriendo, pero las palabras «Para siempre y siempre y siempre y siempre» le produjeron una punzada. «Para siempre» era un concepto imposible, sobre todo para aquella niña, en aquel lugar. Posó los labios en la coronilla de Lucy.
—Es precioso, Lulu del Faro. Es el regalo más bonito que me han hecho en mi vida.