17
«Su marido descansa en paz en el seno del Señor». Hannah Roennfeldt relee la frase una y otra vez el día de la llegada de la misteriosa carta. Grace está viva, pero Frank ha muerto. Le gustaría poder creer lo primero y no creer lo último. Frank. Frank. Recuerda al hombre bondadoso cuya vida tantas veces se había desbaratado a lo largo del extraño camino que acabó conduciéndolo hasta ella.
El primer revés lo sacó de una vida privilegiada en Viena cuando sólo tenía dieciséis años; las deudas de juego de su padre obligaron a la familia a viajar a Australia e instalarse en Kalgoorlie, un lugar donde tenían parientes, y tan alejado de Austria que ni el más tenaz acreedor habría continuado la persecución. Después de pasar del lujo a la austeridad, el hijo entró a trabajar de panadero en la tienda regentada por sus tíos Fritz y Mitzie, quienes, tras su llegada años atrás, habían pasado a llamarse Clive y Millie. Decían que era importante integrarse. Su madre lo entendía, pero su padre, con el orgullo y la testarudez que habían causado su ruina económica, se resistía a adaptarse, y ese mismo año se tiró a las vías para morir aplastado por un tren con destino a Perth, dejando a Frank como cabeza de familia.
Meses más tarde, al estallar la guerra, lo encerraron en un campo de internamiento por considerarlo enemigo extranjero —primero en Rottnest Island y luego en el Este—; ahora el chico no sólo estaba desarraigado y afligido, sino que lo despreciaban por cosas que sucedían muy lejos y que estaban fuera de su control.
Y nunca se quejaba de nada, pensó Hannah. La sonrisa fácil y abierta de Frank no había desaparecido cuando ella lo conoció en Partageuse, en 1922, año en que él empezó a trabajar en la panadería.
Recordaba la primera vez que lo había visto, en la calle principal, una mañana de octubre. Hacía sol, pero el ambiente todavía era bastante fresco. Frank le había sonreído y le había ofrecido un chal que ella reconoció.
—Se lo ha dejado en la librería —explicó.
—Gracias. Es usted muy amable.
—Es un chal muy bonito. ¡Qué bordados! Mi madre tenía uno parecido. La seda china es muy cara, sería una pena que se le extraviara. —Asintió respetuoso y se volvió para irse.
—Nunca lo había visto por aquí —declaró Hannah. Y tampoco había oído antes aquel acento tan encantador.
—Acabo de empezar a trabajar en la panadería. Me llamo Frank Roennfeldt. Encantado de conocerla, señorita.
—Bienvenido a Partageuse, señor Roennfeldt. Espero que le guste esto. Yo me llamo Hannah Potts. —Recolocó los paquetes que llevaba en las manos para echarse el chal sobre los hombros.
—Permítame, por favor —dijo él, y la envolvió con el chal con un único y fluido movimiento—. Le deseo un día excelente. —Volvió a esbozar una sonrisa deslumbrante. El sol iluminó el azul de sus ojos e hizo brillar su rubio cabello.
Al cruzar la calle hacia el sulky que la esperaba, Hannah se fijó en que una mujer la taladraba con la mirada y escupía en la acera. Hannah se sorprendió, pero no dijo nada.
Unas semanas más tarde, volvió a la pequeña librería de Maisie McPhee. Al entrar vio a Frank de pie ante el mostrador, sometido al ataque de una mujer mayor que blandía su bastón para enfatizar sus palabras.
—¡Es inconcebible, Maisie McPhee! —declaró la mujer—. ¡Cómo se te ocurre vender libros que defienden a los boches! Esos animales me mataron un hijo y un nieto, y no me hace ninguna gracia que tú les envíes dinero como quien envía un paquete de la Cruz Roja.
Maisie se había quedado sin habla.
—Lamento mucho haberla ofendido, señora —dijo Frank—. La señorita McPhee no tiene la culpa. —Sonrió y le tendió el libro abierto—. ¿Lo ve? Sólo es poesía.
—¡Qué poesía ni qué ocho cuartos! —le espetó la mujer, golpeando el suelo con el bastón—. ¡De sus bocas jamás ha salido ni una sola palabra decente! ¡Ya me habían dicho que había un alemán en el pueblo, pero no me imaginaba que sería tan descarado como para restregárnoslo! ¡Y tú, Maisie! —Se plantó ante ella y añadió—: Tu padre debe de estar revolviéndose en la tumba.
—Lo siento mucho, de verdad —insistió Frank—. Por favor, quédese el libro, señorita McPhee. No era mi intención ofender a nadie. —Dejó un billete de diez chelines encima del mostrador y salió de la tienda, rozando a Hannah al pasar y sin fijarse en ella. La mujer salió tras él, y se alejó taconeando por la calle en la dirección opuesta.
Maisie y Hannah se miraron un momento; entonces la librera sonrió y preguntó:
—¿Ha traído su lista, señorita Potts?
Mientras Maisie leía la lista, Hannah dirigió su atención al libro abandonado. Sentía curiosidad por saber por qué aquel diminuto volumen encuadernado en piel color verde oscuro podía haber sido tan ofensivo. Lo abrió, y las letras góticas impresas en la guarda le llamaron la atención: «Das Stunden Buch —Rainer Maria Rilke». Había estudiado alemán en el colegio además de francés, y había oído hablar de Rilke.
—Y… —dijo sacando dos billetes de una libra— ¿le importa que me lleve éste también? —Maisie la miró con gesto de sorpresa, y Hannah agregó—: Ya va siendo hora de que todos olvidemos el pasado, ¿no le parece?
La librera envolvió el libro con papel de embalaje y lo ató con un cordel.
—La verdad es que me ahorra usted el trabajo de devolverlo a Alemania. Nadie más querría comprarlo.
Unos momentos más tarde, en la panadería, Hannah dejó el paquetito encima del mostrador.
—¿Le importaría darle esto al señor Roennfeldt, por favor? Se lo ha dejado en la librería.
—Está en la trastienda. Voy a llamarlo.
—No, no se moleste. Muchas gracias —dijo ella, y salió de la tienda antes de que el panadero pudiera decir nada más.
Unos días después, Frank fue a visitarla para darle las gracias en persona por su amabilidad, y la vida de Hannah tomó un nuevo rumbo que al principio parecía el más afortunado que ella hubiera podido soñar.
La alegría de Septimus Potts al insinuarle su hija que un joven del pueblo le hacía la corte se convirtió en consternación cuando se enteró de que se trataba del panadero. Pero recordó sus humildes orígenes y decidió no juzgar a aquel joven por su oficio. Sin embargo, cuando supo que era alemán, o casi alemán, su consternación derivó en indignación. Las discusiones con Hannah, que habían empezado poco después de iniciarse el noviazgo, hicieron que ambos, a cual más testarudo, se afianzaran en sus respectivas posturas.
Pasados dos meses, la situación había alcanzado un punto crítico. Septimus Potts se paseaba por el salón tratando de asimilar la noticia.
—¿Te has vuelto loca, niña?
—Es lo que quiero, papá.
—¡Casarte con un alemán! —Dirigió la mirada hacia el ornamentado marco de plata con la fotografía de Ellen que había en la repisa de la chimenea—. ¡Tu madre jamás me perdonaría, eso para empezar! Le prometí que te educaría como es debido…
—Y lo has hecho, papá. Lo has hecho.
—¿Ah, sí? Pues algo habré hecho mal para que ahora me hables de casarte con un maldito panadero alemán.
—Es austríaco.
—¿Acaso no es lo mismo? ¿Tengo que llevarte al asilo de repatriados para que veas cómo los chicos todavía farfullan como idiotas por culpa del gas? ¡Precisamente yo, que pagué ese maldito hospital!
—Sabes muy bien que Frank ni siquiera luchó en la guerra. Estuvo en un campo de internamiento. Jamás le ha hecho daño a nadie.
—No seas insensata, Hannah. Eres una chica bastante guapa. Hay muchos jóvenes en la región… Maldita sea, y en Perth, o Sidney, o incluso Melbourne… que estarían encantados de casarse contigo.
—Querrás decir encantados de casarse con tu dinero.
—Ya estamos otra vez, ¿no? Tú mereces algo mucho mejor que mi dinero, ¿no es así, jovencita?
—No se trata de eso, papá…
—He trabajado como un condenado para llegar a donde estoy. No me avergüenzo de ser quien soy ni de venir de donde vengo. Pero tú… tú puedes aspirar a algo mejor.
—Lo único a lo que aspiro es a vivir mi propia vida.
—Mira, si quieres hacer obras de caridad, puedes irte a vivir con los nativos a la misión. O trabajar en el orfanato. No hace ninguna falta que te cases con tus aspiraciones benéficas.
Hannah tenía las mejillas coloradas, y el corazón se le aceleró al oír ese último desaire, no sólo porque era un ultraje, sino por algo más, tal vez el vago temor de que pudiera ser cierto. ¿Y si le había dicho que sí a Frank sólo para fastidiar a los pretendientes que la perseguían por su dinero? ¿O si sólo quería compensarlo por todo lo que había sufrido? Entonces pensó en cómo la hacía sentir cuando sonreía, y cómo levantaba el mentón para reflexionar cuando ella le hacía alguna pregunta, y se sintió reafirmada.
—Es un hombre decente, papá. Dale una oportunidad.
—Hannah. —Septimus le puso una mano en el hombro—. Sabes cuánto significas para mí. —Le acarició el pelo—. Cuando eras pequeña no dejabas que tu madre te cepillara el pelo, ¿lo sabías? Decías: «¡Papá! ¡Quiero que me lo cepille papá!». Y yo te lo cepillaba. Te sentaba en mis rodillas junto a la chimenea, por la noche, y te cepillaba el pelo mientras los panecillos se tostaban en el fuego. Le ocultábamos a mamá las manchas de mantequilla que te habías hecho en el vestido. Y tu pelo brillaba como el de una princesa persa… Espera un poco —suplicó al fin.
Si lo único que su padre necesitaba era tiempo para acostumbrarse a la idea, tiempo para cambiar de opinión… Hannah estuvo a punto de ceder, pero entonces él continuó:
—Acabarás viendo las cosas igual que yo. Verás que estás cometiendo un grave error… —Respiró hondo y exhaló inflando los carrillos, como solía hacer cuando tomaba una decisión de negocios—. Y darás gracias al cielo de que te haya persuadido.
Hannah se apartó.
—No permitiré que me trates como si fuera una cría. No puedes impedir que me case con Frank.
—Querrás decir que no puedo salvarte de que lo hagas.
—Tengo edad suficiente para casarme sin tu consentimiento, y si quiero lo haré.
—Quizá no tengas ninguna consideración por lo que esto pueda significar para mí, pero deberías pensar en tu hermana. Ya sabes cómo se tomarán esto los hombres de por aquí.
—¡Los hombres de por aquí son unos hipócritas xenófobos!
—Ya veo que valió la pena que invirtiera dinero en tu educación universitaria. Ahora puedes menospreciar a tu padre con tus palabras cultas. —La miró a los ojos—. Nunca pensé que llegaría a decir esto, hija mía, pero si te casas con ese hombre, será sin mi bendición. Y sin mi dinero.
Con la serenidad que Septimus había encontrado tan atractiva en su madre, Hannah se mantuvo muy erguida y contestó:
—Si así quieres que sea, papá, así será.
Tras una boda sencilla a la que Septimus se negó a asistir, la pareja se instaló en la desvencijada casa de madera de las afueras del pueblo. No cabía duda de que llevaban una vida frugal. Hannah daba clases de piano y enseñaba a leer y escribir a algunos peones de los aserraderos. Había un par a los que les producía una morbosa satisfacción pensar que tenían contratada, aunque sólo fuera una hora por semana, a la hija del hombre que los contrataba a ellos. Pero en general, la gente respetaba la amabilidad y la sencilla cortesía de Hannah.
Hannah era feliz. Había encontrado un marido que parecía comprenderla por completo, con el que podía hablar de filosofía y mitología clásica, y cuya sonrisa disipaba las preocupaciones y hacía soportables las privaciones.
Pasaban los años, y a aquel panadero cuyo acento no acababa de desaparecer se le concedió cierto grado de tolerancia. Algunos, como la mujer de Billy Wishart, o Joe Rafferty y su madre, todavía se empeñaban en cambiar de acera cuando lo veían, pero en general las cosas habían mejorado. En 1925 Hannah y Frank decidieron que la vida ofrecía suficiente seguridad y que se ganaban lo bastante bien el sustento como para traer al mundo a un niño, y en febrero de 1926 nació su hija.
Hannah recordaba la cantarina voz de tenor de Frank mientras mecía la cuna. «Schlaf, Kindlein, schlaf. Dein Vater hüt die Schlaf. Die Mutter schüttelt’s Bäumelein, da fällt herab ein Träumelein. Schlaf, Kindlein, schlaf».
En aquella habitacioncita iluminada con una lámpara de parafina, sentado con la espalda dolorida en una silla que había que arreglar, Frank le había dicho: «No puedo imaginar una existencia más feliz». El resplandor de su rostro no lo producía la lámpara, sino la criaturita acostada en la cuna, cuya respiración cambió claramente de ritmo cuando por fin se rindió al sueño.
Aquel mes de marzo habían decorado el altar con jarrones de margaritas y jazmín de Madagascar del jardín de Frank y Hannah, y su dulce perfume flotaba sobre las hileras de bancos vacíos hasta el fondo de la iglesia. Hannah llevaba un vestido azul claro con un sombrero de fieltro de ala caída a juego, y Frank el traje de la boda, que, pasados cuatro años, todavía le iba bien. Bettina, la prima de Frank, y su marido Wilf habían ido desde Kalgoorlie para hacer de padrinos, y sonreían con indulgencia a la niñita que Hannah tenía en brazos.
El reverendo Norkells, de pie junto a la pila bautismal, tiró con cierta torpeza de una de las borlas de colores para buscar la página correcta del rito del bautismo. Su torpeza quizá tuviera alguna relación con el tufillo a alcohol de su aliento. «¿Está bautizada ya esta niña?», empezó.
Era una tarde de sábado calurosa y opresiva. Una gruesa moscarda pasaba zumbando y se acercaba de vez en cuando a beber en la pila bautismal, de donde la ahuyentaban los padrinos. Se hizo tan pesada que Wilf acabó dándole con el abanico de su mujer y la moscarda cayó en picado en el agua bendita, como un borracho que cae en una zanja. El párroco la sacó de allí sin interrumpir su discurso y preguntó:
—¿Renunciáis, en nombre de esta niña, al diablo y a todas sus obras?
—Sí, renunciamos —respondieron los padrinos.
Mientras hablaban, la puerta de la iglesia reaccionó con un chirrido a un tímido empujón. Hannah se llevó una grata sorpresa al ver a su padre, al que Gwen llevaba cogido del brazo, avanzar lentamente hasta arrodillarse en el último banco. Hannah y su padre no se hablaban desde el día en que ella había salido de la casa para casarse, y había dado por hecho que él respondería a la invitación al bautizo como siempre: con silencio. «Lo intentaré, Hanny —le había prometido Gwen—. Pero ya sabes que es tozudo como una mula. Y te prometo que yo sí iré, diga lo que diga. Esto ya está durando demasiado».
Frank se volvió hacia Hannah.
—¿Lo ves? —le susurró—. Al final Dios siempre lo arregla todo.
—Oh, Señor misericordioso, que quede el Adán de esta niña enterrado, para que surja en ella el hombre nuevo… —Las palabras resonaban en las paredes, y el bebé gimoteaba y se retorcía en brazos de su madre. Cuando empezó a lloriquear, Hannah le acercó el nudillo del dedo meñique a los labios, y la pequeña lo succionó con deleite. El rito continuó; Norkells cogió a la niña y les dijo a los padrinos:
—¿Cómo vais a llamar a esta niña?
—Grace Ellen.
—Grace Ellen, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Durante el resto del oficio, la pequeña contempló las vidrieras de colores de las ventanas, tan fascinada como lo estaría dos años más tarde, cuando volviera a contemplarlas desde la pila bautismal, en brazos de otra mujer.
Una vez terminado el bautizo, Septimus permaneció en su banco. Mientras Hannah recorría lentamente el pasillo, la niña se removía en su arrullo, girando un poco la cabeza hacia uno y otro lado. Hannah se paró junto a su padre, que se levantó al ofrecerle ella a su nieta. Vaciló un momento y luego extendió los brazos para cogerla.
—Grace Ellen. Tu madre se habría emocionado —fue lo único que alcanzó a decir antes de que se le escapara una lágrima, y miró con sobrecogimiento a la niña.
Hannah lo cogió del brazo.
—Ven a saludar a Frank —dijo, y lo guió por el pasillo.
—Me gustaría mucho que entrarais —dijo Hannah más tarde, cuando su padre se quedó en la cancela con Gwen. Septimus titubeaba. La casita de tablas de madera, poco más que una choza, le recordaba el cobertizo de los Flindell donde él había crecido. Atravesar esa puerta significaba para él retroceder cincuenta años dando sólo un par de pasos.
En el salón, conversó con fría formalidad pero educadamente con los primos de Frank. Felicitó a su yerno por el delicioso pastel de bautizo y por el modesto pero primoroso surtido de alimentos. Con el rabillo del ojo no dejaba de mirar las grietas del yeso y los agujeros de la alfombra.
Antes de marcharse, se llevó a Hannah a un rincón y sacó su cartera.
—Deja que te dé algo para…
Hannah le apartó la mano con suavidad.
—No hace falta, papá. Nos arreglamos bien —dijo.
—Ya lo sé, pero ahora que tenéis otra boca que alimentar…
Ella le puso una mano en el brazo.
—En serio. Te lo agradezco, pero nos las arreglamos bien solos. Vuelve a visitarnos pronto.
Septimus sonrió; besó a la niña en la frente, y luego a su hija.
—Gracias, Hanny. —Y entonces, casi entre dientes, masculló—: Ellen habría querido que vigilara a nuestra nieta. Y yo… te he echado de menos.
Pasada una semana empezaron a llegar regalos para la niña desde Perth, Sidney y desde más lejos aún. Una cuna, una cómoda de caoba. Vestidos, gorritos y artículos de baño. La nieta de Septimus Potts tendría todo lo que pudiera comprarse con dinero.
«Su marido descansa en paz en el seno del Señor». Debido a la carta, Hannah vive a la vez un duelo y un renacimiento. Dios se ha llevado a su marido, pero ha salvado a su hija. Llora, y no sólo de pena, sino de vergüenza, cuando recuerda aquel día.
El pueblo corre un velo sobre ciertos sucesos. Es una comunidad pequeña, donde todos saben que a veces el compromiso de olvidar es tan importante como cualquier promesa de recordar. Los niños pueden crecer sin saber nada del desliz que cometió su padre en la juventud, ni del hermano ilegítimo que vive a cien kilómetros de allí y lleva el apellido de otro hombre. La historia es eso que se acuerda por consentimiento mutuo.
Así es como la vida continúa: protegida por el silencio que anestesia la vergüenza. Hombres que al volver de la guerra podrían haber contado historias sobre la debilidad que habían demostrado sus camaradas en el momento de morir se limitaban a afirmar que habían muerto como valientes. Para el resto del mundo, ningún soldado visitaba jamás un burdel, ni actuaba como un salvaje, ni huía y se escondía del enemigo. Estar allí ya era castigo suficiente. Cuando las esposas tienen que esconder el dinero de la hipoteca o los cuchillos de la cocina de un marido que ha perdido el juicio, lo hacen sin decir ni una palabra, y a veces sin admitirlo ante ellas mismas.
Por eso, Hannah Roennfeldt sabe que no puede compartir con nadie el recuerdo de la pérdida de Frank. «¿Qué sentido tiene volver sobre el pasado?», diría la gente, ansiosa por volver a su imagen civilizada de la vida en Partageuse. Pero Hannah recuerda.
Día de ANZAC. Los pubs están llenos: llenos de hombres que estuvieron allí, o que perdieron a sus hermanos allí; hombres que han vuelto de Gallípoli y el Somme y que todavía no han superado la neurosis de guerra o los efectos del gas mostaza, aunque hayan pasado diez años. El 25 de abril de 1926. En la barra del fondo juegan al two-up; ése es el único día del año en que la policía hace la vista gorda. Qué demonios, los policías también juegan: también era su guerra. Y corre la cerveza Emu, y sube el tono de las conversaciones, y las canciones son cada vez más picantes. Hay mucho que olvidar. Volvieron a sus trabajos en las granjas, a sus trabajos detrás de los mostradores, y ante las clases, y salieron adelante. Salieron adelante porque no había más remedio. Y cuanto más beben, más les cuesta olvidar, y más ganas tienen de echar un trago por algo, o por alguien. En buena ley, de hombre a hombre. Malditos turcos. Malditos boches. Malditos cabrones.
Y Frank Roennfeldt les viene como anillo al dedo. Es el único alemán del pueblo, sólo que es austríaco. Es lo más parecido al enemigo que tienen, así que cuando lo ven bajar por la calle con Hannah al anochecer, empiezan a silbar Tipperary. Hannah se pone nerviosa y tropieza. Frank coge en brazos a Grace, tira de la rebeca que su mujer lleva colgada del brazo para taparla y aprietan el paso, cabizbajos.
Los chicos del pub deciden que será divertido, y salen a la calle. Los chicos de los otros pubs de la calle principal salen también, y entonces un bromista decide que será divertido quitarle el sombrero a Frank, y se lo quita.
—¡Déjanos en paz, Joe Rafferty! —lo reprende Hannah—. Vuelve al pub y no te metas con nosotros. —Y la pareja acelera un poco más.
—¡Déjanos en paz! —la imita Joe con un agudo gimoteo—. ¡Maldito boche! ¡Son todos iguales, unos cobardes! —Se vuelve hacia sus compinches—. Mirad a la parejita con su adorable criatura. —Arrastra las palabras al hablar—. ¿Sabíais que los alemanes se comían a los bebés? Los asaban vivos, los muy cabrones.
—¡Vete o iremos a buscar a la policía! —grita Hannah, y de pronto ve a Harry Garstone y Bob Lynch, los agentes de policía, de pie en el porche del hotel, con sendas copas en la mano, con una sonrisita de complicidad detrás de los bigotes encerados.
De repente, como si alguien hubiera prendido una cerilla, los ánimos se encienden:
—¡Venga, chicos, vamos a divertirnos un poco con los simpatizantes de los boches! —exclama alguien—. Impidamos que el alemán se coma a ese bebé. —Y una docena de borrachos se ponen a perseguir a la pareja, y Hannah se queda rezagada porque la faja no la deja respirar.
—¡Grace, Frank! ¡Salva a Grace! —grita, y él corre con el fardo y se aleja de la turba, que lo acorrala y lo empuja calle abajo hacia el embarcadero, y el corazón le late desbocado y el dolor desciende por sus brazos mientras corre por los desvencijados tablones por encima del agua y salta al primer bote de remos que encuentra, y rema mar adentro para ponerse a salvo. Hasta que la muchedumbre se calma.
Situaciones peores ha vivido.