16
La primera noche después de su regreso a Janus, el viento aullaba alrededor de la cámara de iluminación y empujaba los gruesos vidrios de la cristalera como si buscara en ellos algún punto débil. Tom encendió la fuente luminosa y siguió dándole vueltas a la discusión que había tenido con Isabel nada más marcharse la barca de avituallamiento.
Ella se había mostrado inflexible.
—No podemos cambiar lo que ha pasado, Tom. ¿Crees que yo no he intentado buscar una respuesta? —Tenía agarrada la muñeca que acababa de recoger del suelo y la abrazaba contra el pecho—. Lucy es una niña sana y feliz. Separarla de nosotros ahora sería… ¡sería horrible, Tom! —Iba y venía del cesto al armario de la ropa blanca, donde estaba guardando unas sábanas—. Para bien o para mal, hicimos lo que hicimos, Tom. Lucy te adora y tú la adoras a ella, y no tienes derecho a privarla de un padre que la quiere.
—¿Y qué me dices de su madre? ¡Su madre está viva! ¡Eso no puede ser justo, Izz!
Isabel se sonrojó.
—¿Crees que es justo que nosotros hayamos perdido tres bebés? ¿Crees que es justo que Alfie y Hugh estén enterrados a miles de kilómetros de aquí y que tú no tengas ni un solo arañazo? Claro que no es justo, Tom. ¡No es justo en absoluto! Pero ¡tenemos que aceptar lo que nos ofrece la vida!
Le había dado a Tom en su punto más vulnerable. Habían pasado años, y él todavía no podía librarse de la horrible sensación de haber engañado, no a la muerte, sino a sus camaradas, pues había salido ileso a su costa, aunque la lógica le decía que era sólo cuestión de suerte que se terminara de una manera o de otra. Isabel se percató de que lo había dejado sin aliento, y suavizó el tono.
—Tenemos que hacer lo correcto, Tom. Tenemos que hacerlo por Lucy.
—Por favor, Izz.
—¡No se hable más, Tom! —atajó ella—. Lo único que podemos hacer es amar a la pequeña tanto como ella se merece. ¡Y no hacerle ningún daño, nunca! —Sin soltar la muñeca, salió precipitadamente de la habitación.
Tom contemplaba el océano, agitado y blanco de espuma, mientras la noche avanzaba por todos los frentes. A medida que menguaba la luz, la línea que separaba el mar del cielo se hacía más difícil de distinguir. El barómetro estaba cayendo. Habría tormenta antes del amanecer. Tom comprobó el picaporte de latón de la puerta que daba al balcón y se quedó un momento mirando girar la óptica, constante e inalterable.
Mientras Tom se ocupaba del faro esa noche, Isabel, sentada junto a la cuna de Lucy, observaba cómo la niña se quedaba dormida. Había necesitado todas sus fuerzas para superar aquel día, y sus pensamientos todavía se agitaban, como la tormenta que estaba formándose fuera. Se puso a cantar, casi en susurros, la canción que siempre le pedía Lucy. Blow the wind southerly, southerly, southerly… A su voz le costaba seguir la melodía. «La última vez que nos separamos, me quedé en el faro hasta que la oscuridad se apoderó del mar y ya no distinguía el bajel de mi amado», rezaba la canción.
Cuando Lucy se quedó por fin dormida, Isabel le abrió los deditos para quitarle la caracola rosa que tenía en la mano. Las náuseas, que no la habían abandonado desde aquella conversación con Hilda junto a la tumba, se intensificaron e Isabel las combatió resiguiendo la espiral de la concha con un dedo, buscando consuelo en su asombrosa suavidad, en la exactitud de sus proporciones. La criatura que la había creado llevaba mucho tiempo muerta, y aquella escultura era el único vestigio que había dejado. Entonces la asaltó la idea de que el marido de Hannah Potts también había dejado en este mundo una escultura viva: aquella niña.
Lucy levantó un brazo por encima de la cabeza y arrugó brevemente la frente mientras cerraba los dedos con fuerza alrededor de la concha desaparecida.
—No dejaré que nadie te haga daño, cariño. Prometo que te protegeré siempre —murmuró Isabel. A continuación, hizo algo que llevaba años sin hacer: se arrodilló y agachó la cabeza—. Señor, ya sé que no puedo comprender tus misterios. Sólo puedo aspirar a ser digna de lo que me has llamado a hacer. Dame la fuerza necesaria para continuar. —Por un instante la asaltó con fiereza una duda, y se vio sacudida por un temblor hasta que consiguió normalizar el ritmo de su respiración—. Hannah Potts… Hannah Roennfeldt… —dijo, tratando de conformarse con esa idea—, de ella también te ocuparás, estoy segura. Concédenos la paz a todos.
Se quedó escuchando el aullido del viento y el rugido del mar, y sintió que la distancia restablecía la sensación de seguridad que lo ocurrido en los últimos dos días le había arrebatado. Dejó la caracola junto a la cuna de Lucy, donde la niña la encontraría cuando se despertara, y, fortalecida, salió sin hacer ruido de la habitación.
Para Hannah Roennfeldt, el lunes de enero posterior al bautizo había sido trascendental.
Cuando fue a abrir el buzón esperaba encontrarlo vacío: lo había revisado el día anterior, pues aquello formaba parte del ritual que había creado para pasar las horas desde aquella terrible noche del Día de ANZAC de casi dos años atrás. Primero pasaba por la comisaría de policía, donde a veces se limitaba a mirar con gesto interrogante al agente Harry Garstone, que respondía a su vez negando silenciosamente con la cabeza. Al salir Hannah de la comisaría, el colega de Garstone, el agente Lynch, tal vez comentara: «Pobre mujer. Quién iba a decir que acabaría así…», y también él negaba con la cabeza antes de continuar con su papeleo. Hannah iba todos los días a una parte diferente de la playa en busca de alguna señal, algún indicio: maderas arrastradas por el mar, el fragmento metálico de un tolete… Llevaba consigo una carta dirigida a su marido y a su hija. A veces adjuntaba cosas: un recorte de periódico sobre un circo que iba a instalarse en el pueblo; una canción infantil que había escrito a mano y pintado con lápices de colores… Lanzaba la carta a las olas con la esperanza de que, al correrse la tinta del sobre, en algún lugar, en uno u otro océano, sus seres queridos la absorbieran.
De regreso, pasaba por la iglesia y se sentaba en silencio en el último banco, cerca de la estatua de san Judas. A veces se quedaba allí hasta que los eucaliptos proyectaban su sombra larguirucha sobre las vidrieras y los cirios votivos quedaban reducidos a charcos fríos de cera dura. Allí era como si Frank y Grace todavía existieran, al menos mientras ella permaneciera sentada en la penumbra. Cuando ya no podía retrasarlo más, volvía a casa y no abría el buzón hasta sentirse lo bastante fuerte como para enfrentarse al disgusto de encontrarlo vacío.
En los dos últimos años había escrito a infinidad de sitios: hospitales, autoridades portuarias, misiones marineras: a cualquiera que pudiera saber algo de la aparición de un bote; pero sólo había recibido corteses respuestas asegurándole que la informarían enseguida si tenían alguna noticia de su marido y su hija desaparecidos.
Era una calurosa mañana de enero, y las urracas cantaban alegremente; las notas caían como una cascada y salpicaban los árboles de caucho bajo un cielo de un azul desteñido. Hannah recorrió sin prisa, como en trance, los escasos metros que separaban el porche del sendero de losas. Hacía ya mucho que no se fijaba en las gardenias y los jazmines de Madagascar, ni en el consuelo que ofrecía su perfume dulce y cremoso. El buzón de hierro, oxidado, chirrió al abrirlo Hannah; estaba tan cansado como ella y también se resistía a moverse. Dentro había algo blanco. Hannah parpadeó. Era una carta.
Un caracol había trazado una estela reluciente por el sobre y se había comido parte de una esquina. No había sello, y la caligrafía era sobria y firme.
Se la llevó dentro y la dejó encima de la mesa del comedor, alineando el borde con el pulido borde del tablero de madera. Se quedó allí sentada largo rato antes de coger el abrecartas con mango de madreperla y abrir el sobre, con cuidado de no romper lo que hubiera dentro.
Sacó la carta, una sola hojita de papel que rezaba:
No sufra por ella. La niña está a salvo. La quieren y la cuidan, y siempre será así. Su marido descansa en paz en el seno del Señor. Espero que esto la consuele. Rece por mí.
La casa estaba a oscuras, con las cortinas de brocado echadas para proteger el interior de la implacable luz del sol. Las cigarras cantaban en la parra del porche trasero; producían un chirrido tan intenso que a Hannah le zumbaban los oídos.
Examinó la caligrafía. Las palabras se formaban ante sus ojos, pero no acababa de desembrollarlas. El corazón le golpeaba contra los pulmones, y le costaba respirar. Se había imaginado que la carta desaparecería en cuanto abriera el sobre; no habría sido la primera vez que le pasaba algo así: tal vez le parecía ver a Grace por la calle, el destello rosa de uno de sus trajecitos de bebé, y luego se daba cuenta de que sólo era un paquete de ese color, o la falda de una mujer; atisbaba la silueta de un hombre y habría jurado que era su marido, e incluso le tiraba de la manga para enfrentarse a la expresión de desconcierto de alguien que se parecía a él tanto como la tiza al queso.
—¿Gwen? —dijo cuando por fin se sintió capaz de articular unas palabras—. ¿Puedes venir un momento, Gwen? —Hizo salir a su hermana de su dormitorio, temiendo que si movía un solo músculo, la carta se evaporara y todo quedara reducido a una broma pesada de la penumbra.
Gwen todavía llevaba su tambor de bordar en las manos.
—¿Me has llamado, Hanny?
Hannah no dijo nada y se limitó a apuntar con la barbilla hacia la carta. Su hermana la cogió.
«Por fin —pensó Hannah—. No son imaginaciones mías».
Una hora más tarde, habían salido de la sencilla casita de madera y habían ido a Bermondsey, la mansión de piedra de Septimus Potts en lo alto de la colina, en las afueras del pueblo.
—¿Y la has encontrado hoy en el buzón? —preguntó el señor Potts.
—Sí —respondió Hannah, que seguía aturdida.
—¿Quién podría hacer una cosa así, papá? —preguntó Gwen.
—¡Alguien que sabe que Grace está viva, quién si no! —dijo Hannah. No vio la mirada que se dirigieron su padre y su hermana.
—Hannah, cariño, ha pasado mucho tiempo —continuó Septimus.
—¡Ya lo sé!
—Lo que quiere decir papá —intervino Gwen— es que es muy raro que no hayas sabido nada hasta ahora, y que de pronto recibas esto.
—Pero ¡es algo! —replicó Hannah.
—Ay, Hanny —dijo Gwen, negando con la cabeza.
Ese mismo día, más tarde, el sargento Knuckey, el superior de la comisaría de Point Partageuse, estaba incómodamente sentado en una mecedora, sosteniendo una taza de té diminuta sobre una ancha rodilla mientras intentaba tomar notas.
—¿Y no han visto a nadie alrededor de la casa, señorita Potts? —le preguntó a Gwen.
—No, a nadie. —Dejó la jarrita de leche en la mesa auxiliar—. No suele venir nadie a visitarnos —añadió.
El policía escribió algo.
—¿Y bien?
Knuckey se dio cuenta de que Septimus le dirigía esa pregunta a él. Volvió a examinar la carta. Caligrafía pulida. Papel sencillo. Sin membrete. ¿Alguien del pueblo? No cabía duda de que todavía había por allí gente que disfrutaría viendo sufrir a un partidario de los alemanes.
—Me temo que no es gran cosa.
Escuchó pacientemente las protestas de Hannah, que estaba convencida de que aquella carta debía de contener alguna pista. Constató que el padre y la hermana parecían un poco incómodos, como cuando una tía loca se pone a ensalzar a Jesús en medio de una comida.
Cuando Septimus lo acompañó a la puerta, el sargento se puso la gorra y comentó en voz baja:
—Parece una broma de mal gusto. Ya va siendo hora de enterrar el hacha y olvidarse de los boches. Ya sé que es un asco, pero no hay necesidad de bromas como ésta. Yo no le contaría a nadie lo de la nota. Para no dar ideas a posibles imitadores. —Le estrechó la mano a Septimus y echó a andar por el largo sendero bordeado de árboles del caucho.
Septimus volvió a su estudio y le puso una mano en el hombro a Hannah.
—Vamos, pequeña. No dejes que esto te deprima.
—Es que no lo entiendo, papá. ¡Tiene que estar viva! Si no, ¿por qué iban a tomarse la molestia de escribir una nota mintiendo respecto a algo así, sin ningún motivo?
—Mira, corazón, ¿sabes qué haremos? Doblaré la recompensa. Ofreceré dos mil guineas. Si es verdad que alguien sabe algo, pronto lo averiguaremos.
Le sirvió otra taza de té a su hija, y por una vez no lo complació pensar que era poco probable que tuviera que desprenderse de su dinero.
A pesar de que Septimus Potts era muy conocido en los alrededores de Partageuse, pocos podían afirmar que lo conocieran bien. Tenía una acusada actitud protectora hacia su familia, pero su mayor oponente siempre había sido el destino. Septimus tenía cinco años cuando desembarcó del Queen of Cairo en Fremantle, en 1869. Colgado del cuello llevaba el letrerito que su madre le había puesto al despedirse de él en el muelle de Londres. Rezaba: «Soy un buen cristiano. Por favor, cuiden de mí».
Era el séptimo y último hijo de un ferretero de Bermondsey, que, tras el nacimiento del bebé, sólo había tardado tres días en abandonar este mundo bajo los cascos de un caballo de tiro desbocado. Su madre había hecho todo lo posible para mantener unida a la familia, pero al cabo de unos años, cuando la tisis empezó a hacer estragos en su salud, comprendió que tenía que asegurar el futuro de sus hijos. Envió a cuantos pudo a vivir con distintos parientes de Londres y los alrededores, donde podrían ayudar a sus familias de acogida. Pero el más pequeño era demasiado joven y sólo habría mermado los escasos recursos de cualquier familia, así que una de las últimas cosas que hizo la madre fue comprarle un pasaje para Australia Occidental, adonde viajaría solo.
Como él mismo explicaría más tarde, esa clase de experiencias hacen que o te sientas atraído por la muerte o se despierten en ti unas grandes ansias de vivir, y él pensó que de todos modos la muerte no tardaría mucho en llamar a su puerta. Así que cuando lo recogió una mujer rolliza y de tez bronceada de la Misión Marinera y lo envió a un hogar decente del Sudoeste, él fue sin rechistar: ¿a quién más podía escuchar? Empezó una nueva vida en Kojonup, un pueblo muy al este de Partageuse, con Walt y Sarah Flindell, un matrimonio que a duras penas se ganaba la vida con la explotación de madera de sándalo. Eran buena gente, pero lo bastante avispados como para saber que, como pesaba tan poco, la madera de sándalo podía cargarla y manejarla hasta un niño, así que aceptaron acoger a Septimus. En cuanto a éste, tras el largo viaje en barco, tener un suelo que no oscilaba y vivir con dos personas a las que no les dolía darle el pan de cada día le parecía el paraíso.
Y así fue como Septimus conoció ese nuevo país al que lo habían enviado como quien envía un paquete sin dirección, y acabó apreciando a Walt y Sarah y su sentido práctico. La pequeña cabaña donde vivían, en medio del terreno que iban talando, no tenía cristales en las ventanas ni agua corriente, pero en aquellos tiempos daba la impresión de que nunca faltaba lo imprescindible para vivir.
Al cabo de los años, cuando la valiosa madera de sándalo, cuyo valor superaba a veces el del oro, se agotó por culpa de la sobreexplotación, Walt y Septimus se pusieron a trabajar en los aserraderos que empezaban a aparecer alrededor de Partageuse.
La construcción de nuevos faros a lo largo de la costa hizo que enviar cargas por barco por aquella ruta marítima pasara de ser puro juego de azar a encerrar un riesgo comercial aceptable, y los nuevos ferrocarriles y embarcaderos permitían talar los bosques y enviar la madera a cualquier lugar del mundo desde la misma puerta de casa.
Septimus trabajaba como un condenado y rezaba sus oraciones, y los sábados la mujer del pastor le enseñaba a leer y escribir. Nunca gastaba ni medio penique más de lo necesario, y nunca desaprovechaba una oportunidad de ganarlo. Parecía tener el don de descubrir oportunidades que otros no sabían ver. Pese a no medir más de un metro setenta, tenía el porte de un hombre mucho más corpulento, y siempre vestía tan decentemente como le permitía su economía. Eso se traducía en que a veces parecía casi atildado, pero siempre tenía, como mínimo, una muda limpia para ir a la iglesia el domingo, aunque hubiera tenido que lavarla a medianoche para quitarle el serrín tras una larga jornada de trabajo.
Todo eso le resultó muy útil cuando, en 1892, un recién nombrado baronet de Birmingham pasó por la colonia en busca de algún lugar exótico donde invertir un pequeño capital. Septimus aprovechó la ocasión de empezar un negocio, y convenció al baronet para que invirtiera su dinero en la compra de un pequeño terreno. Septimus triplicó hábilmente la inversión, y a base de medir con cuidado los riesgos y reinvertir su parte con astucia, pronto consiguió montar su propio negocio. En 1901, cuando la colonia se unió a la recién formada nación de Australia, ya era uno de los madereros más ricos en muchos kilómetros a la redonda.
Fueron tiempos de prosperidad. Septimus se había casado con Ellen, una debutante de Perth. Nacieron Hannah y Gwen, y su casa, Bermondsey, se convirtió en paradigma de estilo y éxito en el Sudoeste. Y entonces, en una de sus afamadas meriendas en el bosque, servidas con gran derroche de lino y plata, a su querida esposa le picó una dugite australiana justo por encima del tobillo de la bota de cabritilla, y en menos de una hora había muerto.
«La vida es muy traidora —pensó Septimus cuando sus hijas hubieron regresado a la casita, el día de la llegada de aquella misteriosa carta—. Lo que te da con una mano te lo quita con la otra». Al final se había reconciliado con Hannah, tras el nacimiento de la niña, y entonces el marido y la cría habían desaparecido del mapa dejando a su hija destrozada. Y ahora algún desgraciado se ponía a remover el pasado. No había más remedio que pensar en lo bueno que uno tenía y dar gracias de que las cosas no fueran peores.
Sentado a su escritorio, el sargento Knuckey daba golpecitos con el lápiz en el secante y observaba los minúsculos rastros que dejaba la mina de grafito. Pobre mujer. ¿Quién iba a reprocharle que se aferrara a la posibilidad de que su hija siguiera con vida? Irene, su esposa, todavía lloraba a veces al recordar al pequeño Billy, y ya hacía veinte años que el niño se había ahogado siendo muy pequeño. Desde entonces habían tenido cinco hijos más, pero la tristeza nunca había desaparecido del todo.
Sin embargo, no existía ni la más remota posibilidad de que la niña estuviera viva. Aun así, cogió una hoja de papel y empezó a redactar un informe del incidente. La señora Roennfeldt merecía, como mínimo, que se cumplieran todas las formalidades.