15
El bautizo de Lucy, en principio previsto para la primera semana de su permiso, había tenido que aplazarse a causa de la prolongada indisposición del reverendo Norkells. Finalmente se celebró el día antes de su regreso a Janus, a principios de enero. Aquella mañana de calor infernal, Ralph y Hilda acompañaron a Tom e Isabel a la iglesia. La única sombra que encontraron mientras esperaban a que se abrieran las puertas fue la de unos mallees que había junto a las lápidas.
—Esperemos que Norkells no vuelva a tener resaca —comentó Ralph.
—¡Ralph! ¡Por favor! —protestó Hilda. Para cambiar de tema, chasqueó la lengua dirigiendo la mirada hacia una lápida de granito que había a escasa distancia—. Qué lástima.
—¿Qué pasa, Hilda? —preguntó Isabel.
—Ese pobre hombre y su bebé, los que se ahogaron. Al menos por fin tienen su tumba.
Isabel se quedó paralizada. Por un instante temió desmayarse; los sonidos le llegaban lejanos y súbitamente retumbantes. Hizo un esfuerzo y descifró las relucientes letras doradas de la lápida: «En memoria de Franz Johannes Roennfeldt, amante esposo de Hannah, y de su adorada hija Grace Ellen. Acogidos en el seno de Dios». Debajo, otra inscripción rezaba: «Selig sind die da Leid tragen». Al pie de la tumba había flores frescas. Con el calor que hacía, no podían llevar allí más de una hora.
—¿Qué les pasó? —preguntó Isabel. Un cosquilleo se extendía por sus manos y sus pies.
—Una desgracia —dijo Ralph negando con la cabeza—. ¿Te acuerdas de Hannah Potts? —Isabel reconoció inmediatamente aquel nombre—. La hija de Septimus Potts, el tipo más rico en muchos kilómetros a la redonda. Vino de Londres hará unos cincuenta años. Era huérfano, y llegó con una mano delante y otra detrás. Ganó una fortuna con el negocio de la madera. Su esposa murió cuando sus dos hijas eran muy pequeñas. ¿Cómo se llama la otra, Hilda?
—Gwen. Hannah es la mayor. Ambas estudiaron en ese internado para gente bien que hay en Perth.
—Hace unos años, Hannah se casó con un alemán. Después de eso, el viejo Potts dejó de hablarle y de darle dinero. Vivían en esa casita destartalada que hay junto a la estación de bombeo. Al final al viejo se le pasó el enfado, cuando nació el bebé. En fin, hace un par de años hubo un poco de bronca el Día de ANZAC.
—Ahora no, Ralph —le advirtió Hilda amenazándolo con la mirada.
—Sólo les estaba contando…
—No es el momento ni el lugar adecuado, creo yo. —Hilda se volvió hacia Isabel—. Digamos que hubo un malentendido entre Frank Roennfeldt y algunos vecinos, y el pobre hombre acabó saltando a un bote de remos con el bebé. Los vecinos… le tenían ojeriza por ser alemán. Bueno, alemán o algo muy parecido. Pero no hay necesidad de recordar todo aquello, y menos en un bautizo. Será mejor que lo olvidemos.
Isabel había aguantado la respiración mientras escuchaba la historia, y dio un grito ahogado al aspirar de golpe el aire que necesitaba.
—¡Sí, ya lo sé! —dijo Hilda, expresando su acuerdo—. Y todavía no has oído lo peor…
Tom miró a Isabel con los ojos como platos, alarmado; se le estaban formando gotas de sudor en el labio superior. El corazón le latía con tanta fuerza que creyó que los demás debían de estar oyéndolo.
—El chico no era un gran marinero —continuó Ralph—. Tenía problemas cardíacos desde pequeño, según cuentan. No estaba hecho para estas corrientes. Se desató una tormenta y no se volvió a saber nada más de ellos. Debieron de ahogarse. El viejo Potts ofreció una recompensa a quien pudiera darle información: ¡mil guineas! —Negó con la cabeza—. Si alguien hubiera sabido algo, seguro que lo habría dicho. ¡Hasta yo me planteé buscarlos! No me interpretes mal, no les tengo simpatía a los boches. Pero el bebé… sólo tenía dos meses. A un crío tan pequeño no se le puede reprochar nada, ¿no? Pobre criatura.
—La pobre Hannah no lo superó —dijo Hilda con un suspiro—. Su padre no logró convencerla hasta hace sólo unos meses para que pusiera la lápida. —Hizo una pausa y se subió los guantes—. Qué giros da la vida, ¿verdad? Nació con más dinero del que se puede soñar; estudió en la Universidad de Sidney y se licenció en no sé qué; se casó con el amor de su vida… y ahora la ves a veces deambulando como si no tuviera ni un techo bajo el que cobijarse.
Isabel sintió que se le helaba la sangre en las venas; las flores de la tumba se burlaban de ella y la amenazaban con la proximidad de la madre. Mareada, se apoyó en el tronco de un árbol.
—¿Te encuentras bien, querida? —le preguntó Hilda, preocupada por su repentina palidez.
—Sí, sí. Sólo es el calor. Estoy bien.
Se abrieron las macizas puertas de madera de jarrah y el párroco salió de la iglesia.
—¿Todos preparados para el gran día? —preguntó parpadeando bajo la intensa luz del sol.
—¡Tenemos que decir algo! ¡Ahora mismo! Cancelar el bautizo… —En la sacristía, Tom hablaba con Isabel en voz baja y con tono apremiante, mientras Bill y Violet exhibían a su nieta ante los invitados congregados en la iglesia.
—No podemos, Tom. —Respiraba con dificultad y estaba pálida—. ¡Es demasiado tarde!
—Pero ¡tenemos que aclarar esto! Tenemos que contárselo a todos, ahora mismo.
—¡No podemos! —Tambaleante todavía, trató de encontrar palabras que tuvieran algún sentido—. ¡No podemos hacerle eso a Lucy! Somos los únicos padres que ella ha conocido. Además, ¿qué íbamos a decir? ¿Que de repente nos hemos acordado de que no he tenido una hija? —Se puso aún más pálida—. ¿Y el cadáver de ese hombre? Ya hemos ido demasiado lejos. —El instinto le indicaba que necesitaba ganar tiempo. Estaba demasiado aturdida, demasiado aterrorizada para hacer cualquier otra cosa. Intentó aparentar serenidad—. Ya hablaremos de esto más tarde. Ahora tenemos que bautizar a la niña. —La luz hizo brillar el iris verde azulado de sus ojos, y Tom vio el miedo reflejado en ellos.
Isabel dio un paso hacia él y Tom retrocedió, como si fueran imanes contrarios.
Las pisadas del párroco se oyeron por encima del murmullo de los invitados; a Tom todo le daba vueltas. «En la salud y la enfermedad. En la prosperidad y en la adversidad». Esas palabras, que había pronunciado en aquella misma iglesia años atrás, resonaban dentro de su cabeza.
—Ya está todo preparado —anunció el párroco con una sonrisa.
—¿Está bautizada ya esta niña? —empezó el reverendo Norkells. Quienes se habían reunido alrededor de la pila bautismal contestaron:
—No.
Junto a Tom e Isabel estaba Ralph, el padrino; Freda, la prima de Isabel, era la madrina.
Los padrinos sostuvieron los cirios y recitaron las respuestas a las preguntas del párroco.
—¿Renunciáis en nombre de esta niña al diablo y a todas sus obras?
—Sí, renunciamos —replicaron los padrinos.
Mientras las palabras resonaban en las paredes de arenisca, Tom, muy serio, se miraba las relucientes botas nuevas y se concentraba en la dolorosa ampolla que le había salido en el talón.
—¿Os comprometéis a cumplir obedientemente la sagrada voluntad de Dios?
—Sí, nos comprometemos.
Con cada promesa, Tom flexionaba el pie contra la piel rígida de la bota, para sentir sólo el dolor.
Lucy parecía fascinada por los vivos colores de las vidrieras de las ventanas, e Isabel, pese a su confusión, pensó que la niña nunca había visto colores tan brillantes.
—Oh, Señor misericordioso, que quede el Adán de esta niña enterrado, para que surja en ella el hombre nuevo…
Tom pensó en la tumba sin marcar de Janus. Vio la cara de Frank Roennfeldt cuando la cubría con la lona, un rostro indiferente, inexpresivo, que convertía a Tom en su propio acusador.
Fuera, unos niños jugaban al críquet francés en el jardín de la iglesia, y salpicaban el discurso del párroco con golpes y gritos de «¿Eliminado?». En la segunda hilera de bancos, Hilda Addicott le susurró a su vecina:
—Mira, Tom tiene lágrimas en los ojos. Qué sensible, ¿verdad? Parece duro como una roca, pero tiene un corazón muy tierno.
Norkells cogió a la niña en brazos y les preguntó a Ralph y a Freda:
—¿Cómo vais a llamar a esta niña?
—Lucy Violet —contestaron ellos.
—Lucy Violet, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y el Espíritu Santo —dijo el párroco mientras vertía agua sobre la cabeza de la pequeña, que dio un grito de protesta al que siguieron enseguida los acordes de Crimond que la señora Rafferty le sacaba al decrépito órgano de madera.
Antes de que terminara el oficio, Isabel se disculpó y salió a toda prisa al excusado exterior que había al final del sendero. En ese pequeño edificio de ladrillo hacía más calor que en un horno, y ahuyentó unas moscas antes de inclinarse para vomitar con violencia. Un geco que estaba en la pared la observaba en silencio. Cuando tiró de la cadena, el bicho subió correteando al tejado de zinc para protegerse. Isabel volvió con sus padres y atajó las preguntas de su madre con voz débil: «Me he mareado». Cogió a Lucy en brazos y la apretó tanto contra sí que la niña le apoyó las manos en el pecho y se apartó un poco de ella.
En la recepción ofrecida en el Palace Hotel, el padre de Isabel se sentó a la mesa con Violet, que llevaba un vestido suelto de algodón azul con cuello de encaje blanco. Le apretaba el corsé, y el moño le producía dolor de cabeza. Sin embargo, estaba decidida a que nada estropeara el día del bautizo de su primera y, por lo que le había contado Isabel, única nieta.
—Tom está un poco raro, ¿no te parece, Vi? Normalmente no bebe mucho, pero hoy le está dando al whisky. —Bill se encogió de hombros como si tratara de convencerse a sí mismo—. Supongo que lo hará para celebrar el bautizo de la niña.
—Yo creo que son sólo nervios. Hoy es un gran día. Isabel también está muy susceptible. Serán esos problemas de vientre.
En el bar, Ralph le dijo a Tom:
—Esta niña le ha hecho mucho bien a tu mujer, ¿verdad? Parece otra.
Tom le daba vueltas y más vueltas a su vaso vacío entre las manos.
—Sí, ha despertado una nueva faceta suya.
—Cuando me acuerdo de cómo estaba cuando perdió el bebé…
Tom dio un respingo imperceptible, pero Ralph continuó:
—… la primera vez. Cuando llegué a Janus fue como si viera un fantasma. Y la segunda vez fue aún peor.
—Sí, lo pasó muy mal.
—Bueno, al final Dios acude a rescatarnos, ¿no? —Ralph sonrió.
—¿Tú crees, Ralph? No puede rescatarnos a todos. No pudo rescatarnos a los alemanes y a nosotros, por ejemplo…
—No digas eso, chico. ¡A ti sí te ha rescatado!
Tom se aflojó la corbata y el cuello de la camisa; de pronto hacía un calor sofocante en el bar.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Ralph.
—Hace mucho calor. Creo que voy a dar un paseo.
Pero fuera no se estaba mejor. El aire parecía sólido, como vidrio derretido que lo asfixiara en lugar de permitirle respirar.
Si pudiera hablar con Isabel a solas, con calma… todo se arreglaría. Debía de haber alguna forma de arreglarlo. Se enderezó, inspiró hondo y volvió lentamente hacia el hotel.
—Duerme profundamente —dijo Isabel al cerrar la puerta del dormitorio donde la niña yacía rodeada de almohadas para evitar que se cayera de la cama—. Se ha portado muy bien. Ha soportado todo el bautizo, con tanta gente como había. Sólo ha llorado cuando le han echado el agua. —A lo largo del día el temblor que le había provocado la revelación de Hilda había desaparecido de su voz.
—Sí, es un ángel —coincidió Violet, sonriendo—. No sé qué vamos a hacer mañana cuando os marchéis.
—Ya lo sé. Pero te prometo que os escribiré y os contaré todo lo que hace —dijo Isabel, y exhaló un suspiro—. Deberíamos acostarnos. Tenemos que levantarnos al alba para embarcar. ¿Vienes, Tom?
Él asintió con la cabeza.
—Buenas noches, Violet. Buenas noches, Bill —dijo; los dejó haciendo su rompecabezas y siguió a Isabel hasta el dormitorio.
Era la primera vez que estaban a solas aquel día, y en cuanto se cerró la puerta, Tom preguntó:
—¿Cuándo vamos a contárselo? —Tenía el rostro crispado, los hombros tensos.
—No vamos a contárselo —contestó Isabel con un susurro apremiante.
—¿Qué quieres decir?
—Tenemos que pensar, Tom. Necesitamos tiempo. Tenemos que marcharnos mañana. Si decimos algo se armará un lío infernal, y mañana por la noche tienes que haber vuelto al trabajo. Cuando lleguemos a Janus ya pensaremos qué podemos hacer. No debemos precipitarnos y hacer algo que podamos lamentar.
—Izz, en este pueblo hay una mujer que cree que su hija ha muerto, y que no sabe qué le sucedió a su marido. No quiero ni imaginar por lo que habrá pasado. Cuanto antes la libremos de su sufrimiento…
—Es todo muy complicado. No podemos equivocarnos, y no sólo por Hannah Potts, sino también por Lucy. Por favor, Tom. Ahora mismo ni tú ni yo podemos pensar con claridad. Hagamos las cosas con cabeza. De momento, vamos a dormir un poco.
—Vendré dentro de un rato —dijo él—. Necesito respirar aire fresco. —Y, sin hacer ruido, salió al porche ignorando las súplicas de Isabel para que se quedara.
Fuera no hacía tanto calor, y Tom se sentó en una butaca de mimbre, a oscuras, con la cabeza entre las manos. A través de la ventana de la cocina oía el ruido que hacía Bill al guardar las últimas piezas del rompecabezas en la caja de madera.
—Isabel parece contenta con la idea de volver a Janus. Dice que ya no le gustan las multitudes —comentó el hombre mientras cerraba la caja—. No sé qué entiende por multitud.
Violet estaba recortando la mecha de la lámpara de queroseno.
—Bueno, siempre ha sido muy nerviosa —caviló—. La verdad, creo que lo que le pasa es que quiere tener a Lucy para ella sola. —Dio un suspiro—. Vamos a echar de menos a la pequeña.
Bill le puso un brazo sobre los hombros.
—Te trae recuerdos, ¿verdad? ¿Te acuerdas de cuando Hugh y Alfie eran pequeños? Eran unos críos fenomenales. —Rió—. ¿Te acuerdas de aquella vez que dejaron al gato encerrado en el armario varios días? —Hizo una pausa—. No es lo mismo, ya lo sé, pero ser abuelos es lo mejor que podía pasarnos. Lo mejor que podía pasarnos después de recuperar a los chicos.
Violet encendió la lámpara.
—Había veces en que creía que no lo superaríamos, Bill. Creía que jamás volveríamos a tener un solo día más de felicidad. —Sopló y apagó la cerilla—. Por fin nos ha llegado una bendición. —Colocó la pantalla de cristal y guió a su esposo hacia el dormitorio.
Esas palabras resonaban en la mente de Tom mientras aspiraba el perfume nocturno de los jazmines, cuya dulzura era ajena a su desesperación.