14
Cuando el segundo período de tres años de Tom llegó a su fin, justo antes de la Navidad de 1927, la familia de Janus Rock realizó su primer viaje a Point Partageuse mientras un farero de relevo se ocupaba de la estación. Era el segundo permiso de la pareja, y el primer viaje de Lucy al continente. Mientras Isabel se preparaba para la llegada de la barca, le daba vueltas a la idea de encontrar alguna excusa para quedarse con la niña en Janus, donde se sentía segura.
—¿Estás bien, Izz? —le había preguntado Tom al encontrarla mirando por la ventana, ensimismada, con la maleta abierta encima de la cama.
—Sí, sí —se apresuró a responder—. Sólo quería asegurarme de que lo he cogido todo.
Tom se dispuso a salir de la habitación, pero se dio la vuelta y le puso una mano en el hombro.
—¿Estás nerviosa?
Isabel agarró un par de calcetines y los enrolló formando una bola.
—No, en absoluto —contestó, mientras los metía en la maleta—. En absoluto.
La desazón que Isabel había intentado ocultarle a Tom se esfumó al ver a Lucy en brazos de Violet, cuando sus padres fueron a recibirlos al embarcadero. Su madre lloraba, sonreía y reía, todo a la vez.
—¡Por fin! —Negaba con la cabeza, admirada, mientras examinaba minuciosamente a la niña, tocándole la cara, el pelo, una manita—. Mi preciosa nieta. ¡He tenido que esperar casi dos años para verte! ¿Verdad que es el vivo retrato de mi tía Clem?
Isabel llevaba meses preparando a Lucy para el contacto con otras personas.
«En Partageuse, Luce, vive muchísima gente —le había dicho—. Y todos son como tú. Al principio quizá te resulte un poco extraño, pero no tienes por qué asustarte». A la hora de acostarla le había contado a la niña historias del pueblo y de las personas que vivían en él.
Lucy reaccionó con mucha curiosidad ante la infinidad de seres humanos que ahora la rodeaban. A Isabel le remordía un poco la conciencia mientras aceptaba las cariñosas felicitaciones de los vecinos por su hermosa hija. Hasta la anciana señora Mewett le hizo cosquillas bajo el mentón cuando la vio en la mercería, adonde había ido a comprarse una redecilla para el pelo.
—Ay, los niños —dijo con nostalgia—. Son una bendición. —E Isabel se quedó pensando si habría sido una alucinación.
En cuanto la familia llegó a Partageuse, Violet se los llevó a todos al estudio fotográfico Gutcher’s. Fotografiaron a Lucy ante un telón de fondo con helechos y columnas griegas pintadas, primero con Tom e Isabel, luego con Bill y Violet, y por último a ella sola, sentada en una espectacular butaca de mimbre. Encargaron copias para llevárselas a Janus, para enviárselas a los primos que vivían en poblaciones distantes, para enmarcarlas y ponerlas en la repisa de la chimenea y encima del piano.
—Tres generaciones de mujeres Graysmark —comentó Violet, radiante, cuando se vio con Lucy sentada sobre sus rodillas y con Isabel a su lado.
Lucy tenía unos abuelos que la adoraban. «Dios no se equivoca», pensó Isabel. Había enviado a aquella niña al lugar idóneo.
—Ay, Bill —le dijo Violet a su marido la noche de la llegada de la familia—. Gracias a Dios. Gracias a Dios…
Violet había visto por última vez a su hija tres años atrás, cuando Isabel todavía estaba muy apenada por su segundo aborto, durante el primer permiso de la pareja. Isabel se había sentado con la cabeza en el regazo de su madre, llorando.
«Es la naturaleza —la había consolado Violet—. Tienes que respirar hondo y levantarte. Los hijos ya llegarán, si eso es lo que quiere Dios para ti. Ten paciencia y reza. Rezar es lo más importante».
Sin embargo, no le dijo toda la verdad a su hija. No le dijo cuántas veces había visto a mujeres llevar su embarazo a término y soportar todo un verano abrasador o todo un crudo invierno, para luego perder a su hijo por culpa de la escarlatina o la difteria y tener que doblar y guardar su ropa para el siguiente hijo. Ni mencionó lo violento que podía resultar responder a una pregunta superficial sobre el número de hijos que una tenía. Un parto satisfactorio no era más que el primer paso de un viaje largo y peligroso. Violet, cuyo hogar se había sumido en el silencio años atrás, lo sabía muy bien.
La formal y responsable Violet Graysmark, respetable esposa de un respetable marido, se ocupaba de que no hubiera polillas en los armarios ni malas hierbas en los arriates. Cortaba las flores marchitas de los rosales hasta convencerlos para que florecieran incluso en agosto. Su crema de limón siempre era la primera que se acababa en la fiesta de la iglesia, y habían elegido su pudin de frutas para ilustrar el folleto de la asociación de mujeres. Y si bien todas las noches daba gracias a Dios por todo lo que tenía, a veces, cuando el atardecer convertía el verde del jardín en un gris pardusco mientras ella pelaba patatas en el fregadero, no había espacio en su corazón para contener la tristeza que sentía.
En aquella visita anterior, cuando Isabel había llorado sobre su regazo, a Violet le habría gustado llorar con ella, tirarse del pelo y decirle que sabía cómo dolía perder al primogénito: que nada —ningún ser humano, ni el dinero, ni nada que la tierra pudiera ofrecer— podía compensarte por eso, y que ese dolor jamás desaparecería. Le habría gustado decirle que te hacía enloquecer, te hacía negociar con Dios y ofrecerle cualquier sacrificio a cambio de recuperar a tu hijo.
Una vez que Isabel se hubo quedado dormida, mientras Bill roncaba junto a las brasas del fuego, Violet fue a su armario y cogió la vieja lata de galletas. Hurgó en ella apartando unas monedas, un espejito, un reloj de pulsera, una cartera, hasta dar con el sobre con los bordes gastados que tantas veces había abierto a lo largo de los años. Se sentó en la cama y, bajo la luz amarillenta de la lámpara, se puso a leer aquel texto escrito con caligrafía torpe, pese a que se sabía las palabras de memoria:
Estimada señora Graysmark:
Espero que me perdone por haberme tomado la libertad de escribirle, puesto que usted no me conoce. Me llamo Betsy Parmenter y vivo en Kent.
Hace dos semanas fui a visitar a mi hijo Fred, que había vuelto del frente con graves heridas de metralla. Estaba en el Hospital General n.° 1 de Stourbridge, y tengo una hermana que vive cerca, así que podía ir a visitarlo todos los días.
Verá, le escribo porque una tarde trajeron a un soldado australiano herido, que, según tengo entendido, era su hijo Hugh. Estaba muy malherido, pues como usted sabrá, había perdido la vista y un brazo. Sin embargo todavía podía articular algunas palabras, y me habló con mucho cariño de su familia y de su hogar en Australia. Era un chico muy valiente. Yo lo veía todos los días, y hubo un momento en que abrigamos muchas esperanzas de que se recuperara, pero parece ser que la infección le pasó a la sangre, y su estado empeoró.
Sólo quería que supiera que le llevé flores (estaban floreciendo los primeros tulipanes, y eran preciosos) y cigarrillos. Creo que mi Fred y él se llevaban bien. Un día su hijo hasta comió un poco de pudin que les llevé, de lo que me alegré mucho, y a él pareció gustarle. Yo estaba allí la mañana en que empezó a empeorar, y los tres rezamos juntos el Padrenuestro y cantamos «Quédate conmigo». Los médicos paliaron su dolor lo mejor que pudieron, y creo que no sufrió mucho al final. Vino un párroco y le dio los últimos sacramentos.
Me gustaría decirle lo mucho que todos valoramos el gran sacrificio que hizo su valeroso hijo. Mencionó a su hermano Alfie, y yo rezo para que vuelva a casa sano y salvo.
Siento haber tardado tanto en escribirle esta carta, pero mi hijo Fred murió una semana después de morir su hijo, y eso me ha impedido hacer muchas cosas, como podrá imaginar.
Reciba un cordial saludo y mis oraciones,
BETSY PARMENTER
Hugh sólo debía de haber visto tulipanes en los libros ilustrados, pensó Violet, y la consoló pensar que quizá hubiera tocado uno y hubiese adivinado su forma por el tacto. Se preguntó si los tulipanes olerían.
Recordó que el cartero parecía muy serio y casi avergonzado un par de semanas más tarde, cuando le entregó el paquete: de papel marrón, atado con cordel, dirigido a Bill. Ella estaba tan descompuesta que ni siquiera leyó el impreso: no necesitaba leerlo. Muchas mujeres habían recibido la exigua colección de objetos que constituían la vida de su hijo.
El recibo de Melbourne rezaba:
Estimado señor:
Adjunto le remitimos por correo registrado separadamente el paquete que contiene los efectos personales del difunto soldado Graysmark, n.° 4497, 28.° batallón, recibido vía «Themistocles» según inventario anexo.
Le agradecería mucho que tuviera la amabilidad de hacerme saber si se lo han entregado, firmando y devolviendo el recibo impreso incluido en el paquete. Atentamente,
Comandante J. M. Johnson
Registro
En una hoja aparte, con remite del «Almacén de material, 110 Greyhound Road, Fulham, Londres SO» estaba el inventario de los artículos. A Violet la sorprendió un detalle mientras leía la lista: «espejo de afeitar, cinturón, tres peniques, reloj de pulsera con correa de piel, armónica». Le pareció raro que la armónica de Alfie estuviera entre las cosas de Hugh. Entonces volvió a examinar la lista, los impresos, la carta, el paquete, y leyó el nombre con más detenimiento: «A. H. Graysmark», y no «H. A».. Es decir: Alfred Henry, y no Hugh Albert. Fue corriendo a buscar a su marido.
—¡Bill! ¡Dios mío, Bill! ¡Ha habido un error!
Hizo falta una abundante correspondencia, en papel con reborde negro por parte de los Graysmark, para descubrir que Alfie había muerto sólo un día después que Hugh, tres días después de llegar a Francia. Los dos hermanos se habían unido al mismo regimiento el mismo día, y se enorgullecían de tener números de servicio consecutivos. El telegrafista, que había visto con sus propios ojos cómo embarcaban a Hugh, vivo, en una camilla, desoyó la indicación de enviar el telegrama de «caído en combate» de A. H. Graysmark, al dar por hecho que se trataba de H. A. La primera noticia que tuvo Violet de la muerte de su otro hijo fue aquel paquete anodino que tenía en las manos. Era fácil cometer un error así en el campo de batalla, concedió.
La última vez que Isabel había estado en su casa natal había recordado la oscuridad que se había instalado allí tras la muerte de sus hermanos, y cómo el sentimiento de pérdida había invadido por completo la vida de su madre, como una mancha. Con catorce años, Isabel había acudido al diccionario. Sabía que cuando una mujer perdía a su marido existía una nueva palabra para describirla: había pasado a ser una viuda. El marido se convertía en un viudo. Pero cuando los padres perdían a un hijo, no había ninguna etiqueta específica que designara su dolor. Seguían siendo un padre o una madre, aunque ya no tuvieran un hijo o una hija. Eso la extrañó. En cuanto a su estatus, no sabía si seguía siendo técnicamente una hermana, ahora que sus adorados hermanos habían fallecido.
Se diría que uno de los proyectiles del frente francés hubiera explotado en medio de su familia dejando un cráter que ella nunca podría llenar ni reparar. La madre se pasaba días enteros limpiando las habitaciones de sus hijos, sacando brillo a los marcos de plata de sus fotografías. El padre se volvió taciturno. Fuera cual fuese el tema de conversación que Isabel le propusiera, él nunca contestaba, y a veces incluso salía de la habitación. Isabel decidió que su deber era no causarles a sus padres ninguna otra molestia ni preocupación. Ella era el premio de consolación, lo que les quedaba en lugar de sus hijos.
El embeleso de sus padres confirmaba a Isabel que había hecho lo correcto quedándose con Lucy. Desapareció toda sombra de duda. La niña había curado muchas vidas: no sólo la suya y la de Tom, sino también las de aquellas dos personas que ya se habían resignado a la pérdida.
En la comida del día de Navidad, Bill Graysmark bendijo la mesa y, con la voz quebrada, agradeció al Señor el nacimiento de Lucy. Más tarde, en la cocina, Violet le confesó a Tom que su marido había revivido desde que recibió la noticia del nacimiento de la pequeña.
—Ha sido un milagro. Como si se hubiera tomado un tónico mágico.
Se quedó mirando los hibiscos rosa a través de la ventana.
—A Bill le afectó mucho la noticia de la muerte de Hugh —continuó—, pero cuando se enteró de que también había muerto Alfie, sufrió una tremenda conmoción. Durante mucho tiempo no se lo creyó. Decía que era imposible que hubiera sucedido algo así. Pasó meses escribiendo aquí y allá, decidido a demostrar que era un error. Yo me alegré. En cierto modo, me sentía orgullosa de él por negarse a admitir aquellas noticias. Pero había por aquí muchas familias que habían perdido a más de un hijo. Yo no tenía ninguna duda de que fuera cierto.
»Al final se le agotaron las fuerzas. Se desanimó. —Inspiró antes de proseguir—: Pero ahora… —arqueó las cejas y sonrió, maravillada— vuelve a ser el de siempre gracias a Lucy. Creo que vuestra hijita significa para Bill tanto como para vosotros. Le ha devuelto la vida. —Se puso de puntillas y besó a Tom en la mejilla—. Gracias.
Después de comer, mientras las mujeres lavaban los platos, Tom se sentó con Lucy a la sombra, en la hierba del jardín trasero, donde la niña correteaba y de vez en cuando volvía junto a su padre para darle unos besos voraces.
—¡Gracias, chiquitina! —decía Tom riendo—. Pero ¡no me comas! —Ella lo escrutaba con aquellos ojos que se miraban en los suyos como en un espejo, hasta que él la atraía hacia sí y volvía a hacerle cosquillas.
—¡El padre perfecto! —dijo una voz a sus espaldas. Tom se volvió y vio acercarse a su suegro—. Venía a ver si necesitabas ayuda. Vi siempre dice que yo tenía mucha mano con nuestros hijos. —Al pronunciar esa última palabra, su rostro se ensombreció. Bill se recompuso y extendió los brazos—. Ven con el abuelito. A ver si puedes tirarme del bigote. ¡Ay, mi princesita!
Lucy se le acercó tambaleándose y le tendió los brazos.
—¡Aúpa! —dijo Bill, y la levantó del suelo. La niña buscó el reloj de bolsillo que llevaba en el chaleco y lo sacó—. ¿Quieres saber qué hora es? ¿Otra vez? —Bill rió y, para complacerla, abrió la tapa de oro del reloj y le mostró las manecillas. La pequeña lo cerró inmediatamente y se lo dio a su abuelo para que volviera a abrirlo—. Es duro para Violet —le dijo Bill a su yerno.
Tom se levantó y se sacudió la hierba de los pantalones.
—¿Qué es duro, Bill?
—No tener a Isabel, y ahora, echar de menos a esta pequeña. —Hizo una pausa—. Estoy seguro de que encontrarías trabajo cerca de Partageuse. Tienes un título universitario…
Tom, nervioso, trasladó el peso del cuerpo de una pierna a otra.
—Ya. Ya sé lo que dicen: quien ha sido farero, siempre será farero.
—Sí, eso dicen —repuso Tom.
—¿Y es cierto?
—Más o menos.
—Pero podrías dejarlo, ¿no? Si quisieras.
Tom reflexionó antes de contestar:
—Bill, un hombre podría dejar a su mujer, si quisiera. Pero eso no significa que esté bien hacerlo.
Bill se quedó mirándolo.
—No es justo que te preparen, que te ofrezcan la oportunidad de obtener la experiencia necesaria y luego dejarlos en la estacada. Además, te acostumbras. —Alzó la vista al cielo mientras cavilaba—. Es mi trabajo. Y a Isabel le encanta.
La niña tendió los brazos hacia Tom, que la cogió instintivamente.
—Bueno, pues cuida bien a mis niñas. Es lo único que te pido.
—Lo haré lo mejor que pueda. Te lo prometo.
En Point Partageuse, la tradición más importante del 26 de diciembre era la fiesta que se celebraba en el jardín de la iglesia. Consistía en una reunión de vecinos del municipio y de otros pueblos de la región, y la había instaurado mucho tiempo atrás alguien con vista para los negocios, consciente de lo oportuno de celebrar una fiesta benéfica en un día en que nadie podía alegar, para no asistir, que tuviera demasiado trabajo. Y como todavía estaban en el período navideño, tampoco tenían excusa para no ser generosos.
Además de por la venta de pasteles y tofes, y tarros de mermelada que a veces explotaban bajo un sol intenso, la fiesta era famosa por los originales encuentros deportivos: la carrera con cucharas y huevos, la carrera de tres pies, la carrera de sacos… todos eran ingredientes básicos de la fiesta. El tiro al coco seguía celebrándose, aunque después de la guerra habían suprimido el puesto de tiro al blanco, porque la puntería recientemente adquirida de los varones hacía que no resultara rentable.
Las actividades estaban abiertas a todos, y solían participar grupos de tres generaciones. Las familias pasaban allí todo el día, y se asaban hamburguesas y salchichas, que se vendían a seis peniques la unidad, en una barbacoa hecha con medio bidón de cuarenta y cuatro galones. Tom estaba sentado con Lucy e Isabel sobre una manta, a la sombra, comiendo salchichas en panecillos, mientras Lucy desmontaba su comida y volvía a distribuirla en el plato que tenía a su lado.
—Los chicos eran muy buenos corredores —comentó Isabel—. Siempre ganaban la carrera de tres pies. Y creo que mamá todavía conserva la copa que gané yo un año en la carrera de sacos.
Tom sonrió.
—No sabía que me hubiera casado con una campeona.
Ella le dio una palmada en el brazo.
—Sólo te cuento las leyendas familiares de los Graysmark.
Tom estaba ocupado tratando de impedir que la comida se cayera del plato de Lucy cuando se les acercó un chico que llevaba la escarapela de organizador en la solapa.
—Perdone. ¿Es su hija? —preguntó el chico, papel y lápiz en mano.
—¿Cómo dices? —dijo Tom, sobresaltado por aquella pregunta.
—Sólo quiero saber si esa niña es hija suya.
Tom consiguió articular algo, pero sus palabras sonaron incoherentes.
El chico se volvió hacia Isabel.
—¿Es su hija, señora?
Isabel arrugó brevemente la frente, y asintió tras comprender.
—¿Estás apuntando a los participantes en la carrera de padres e hijos?
—Exacto. —El chico levantó el lápiz de la hoja y le dijo a Tom—: ¿Le importaría deletrearme su apellido?
Tom volvió a mirar a Isabel, pero no vio señal alguna de inquietud en su cara.
—Si no te acuerdas, puedo deletrearlo yo —bromeó ella.
Tom esperó a que su mujer entendiera por qué estaba alarmado, pero Isabel no flaqueó en su sonrisa. Al final dijo:
—Las carreras no son mi fuerte, la verdad.
—Es que participan todos los padres —aclaró el chico; era evidente que aquélla era la primera negativa con que se encontraba.
Tom escogió cuidadosamente sus palabras:
—Dudo que superara la ronda de clasificación. —Y el chico se fue a buscar a su siguiente participante.
—No importa, Lucy —dijo Isabel alegremente—. Ya me apuntaré yo a la carrera de mamás. Al menos uno de tus padres está dispuesto a hacer el ridículo por ti. —Pero Tom no le devolvió la sonrisa.
El doctor Sumpton se lavó las manos mientras Isabel volvía a vestirse detrás de la cortina. Había cumplido su promesa de ir al médico durante su estancia en Partageuse.
—No hay ningún problema, fisiológicamente hablando —dijo el médico.
—Entonces, ¿qué me pasa? ¿Estoy enferma?
—En absoluto. Sólo es la edad crítica —contestó él mientras tomaba sus notas—. Tiene suerte de tener ya una hija; no será tan difícil para usted como lo es para otras mujeres cuando llega tan prematuramente. En cuanto a los otros síntomas, me temo que no tendrá más remedio que soportarlos. Desaparecerán en cosa de un año. Hay que pasarlo. —Sonrió y añadió—: Además, para usted supondrá un alivio: ya no sufrirá los problemas de la menstruación. Hay mujeres que la envidiarían.
Cuando volvía a casa de sus padres, Isabel intentó no llorar. Tenía a Lucy, tenía a Tom, y en unos tiempos en que muchas mujeres habían perdido para siempre a sus seres queridos. Desear algo más habría sido avaricia.
Unos días más tarde, Tom firmó el contrato para otros tres años de servicio. El oficial de zona, que se desplazó desde Fremantle para llevar a cabo las formalidades, volvió a prestar mucha atención a la caligrafía y la firma de Tom, comparándolas con los documentos originales. De haberse detectado el más leve temblor en su mano, Tom habría sido rechazado. El envenenamiento por mercurio era muy corriente: si conseguían detectarlo en una fase en que sólo provocaba temblores en las manos, podían evitar enviar a la estación a un farero que sin ninguna duda estaría completamente loco antes de terminar la siguiente temporada.