13
—Pronto hará un año —dijo Isabel—. Su cumpleaños es el 27 de abril. Falta muy poco.
Tom estaba en el taller, limando el óxido de la bisagra torcida de una puerta. Dejó la escofina.
—Me pregunto qué día será su verdadero cumpleaños.
—Para mí lo es el día que llegó. —Isabel besó a la niña, que estaba sentada en su cadera, mordisqueando un mendrugo.
Lucy le tendió los brazos a Tom.
—Lo siento, pequeña. Tengo las manos sucias. Te conviene más estar con mamá.
—Es increíble lo que ha crecido. Ya pesa una tonelada. —Isabel rió y empujó a Lucy hacia arriba para colocársela bien—. Voy a hacer un pastel de cumpleaños. —La niña hundió la cabeza en el pecho de Isabel y le dejó babas y migas de pan en la blusa—. Te molesta ese diente, ¿verdad, cariñito? Tienes las mejillas muy coloradas. ¿Vamos a ponerte unos polvos para la dentición? —Se volvió hacia Tom y añadió—: Nos vemos luego, corazón. Tengo la sopa en el fuego. —Y se marchó a la casa.
La luz, intensa, atravesaba la ventana y castigaba el banco de trabajo de Tom. Tenía que golpear el metal con mano firme, y cada golpe resonaba con dureza en las paredes. Era consciente de que golpeaba con más fuerza de la necesaria, pero no podía parar. No conseguía librarse de los sentimientos que le había provocado hablar de cumpleaños y aniversarios. Siguió trabajando con el martillo sin reducir la fuerza de los golpes, hasta que el metal se partió. Recogió las dos mitades rotas y se quedó mirándolas.
Tom, sentado en la butaca, levantó la cabeza. Habían celebrado el cumpleaños de la niña hacía unas semanas.
—No importa lo que le leas —dijo Isabel—. Es bueno que se acostumbre a oír palabras nuevas. —Le puso a Lucy en el regazo y se fue a terminar de hacer el pan.
—Papapapapa —dijo la pequeña.
—Bububububu —contestó Tom—. ¿Qué quieres? ¿Qué te cuente un cuento?
Lucy estiró una manita, pero en lugar de señalar el grueso libro de cuentos que estaba a su lado, encima de la mesa, agarró un folleto de color beige y se lo dio a Tom, quien, riendo, dijo:
—Creo que éste no te gustará mucho, ratoncito. Para empezar, no tiene dibujos. —Cogió el libro de cuentos, pero Lucy le puso el folleto en la cara.
—Papapapapa.
—Si insistes, pequeñita… —Volvió a reír.
La niña abrió el folleto al azar y señaló las líneas del texto, como les había visto hacer a Tom e Isabel.
—Está bien —empezó él—. «Instrucciones para fareros. Número veintinueve: Los fareros no deben permitir que ningún interés, privado ni de otro tipo, interfiera en el cumplimiento de sus deberes, que son fundamentales para la seguridad de la navegación; y deben recordar que su continuidad o su promoción en el Servicio depende de su estricta obediencia a las órdenes, la observancia de las normas establecidas para su orientación, su diligencia, su seriedad y el mantenimiento de la limpieza y el orden en su propia persona y en los miembros de su familia, así como en cada una de las partes de las instalaciones del faro. Número treinta: En caso de mala conducta, predisposición a las discusiones, falla de seriedad o inmoralidad por parte de un farero…». —Hizo una pausa para sacarse los dedos de Lucy de los orificios nasales—. «… el infractor se expone a recibir un castigo o incluso al despido. Si algún miembro de la familia del farero comete alguna de estas infracciones, el infractor se expone a ser expulsado de la estación». —Tom se interrumpió.
Había sentido un escalofrío y se le aceleró el pulso. Una manita que se apoyó en su barbilla lo devolvió al presente. Se la acercó a los labios, distraído. Lucy le sonrió y lo besó con cariño.
—Vamos a leer La bella durmiente —propuso él, y cogió el libro de cuentos, aunque le costó concentrarse.
—¡Aquí tienen, señoras, té y tostadas en la cama! —anunció Tom, y dejó la bandeja al lado de Isabel.
—Ten cuidado, Luce —dijo ella.
Era domingo, y mientras Tom apagaba el faro, ella había ido a buscar a la niña y se la había llevado a la cama; la pequeña trepaba hacia la bandeja para alcanzar la tacita de té que Tom había preparado para ella, poco más que leche caliente con una mancha de color.
Tom se sentó junto a su mujer y se puso a Lucy en una rodilla.
—Vamos allá, Lulu —dijo, y la ayudó a sujetar la taza con ambas manos para beber.
Se quedó concentrado en esa tarea hasta que reparó en el silencio de Isabel; se volvió hacia ella y vio que tenía lágrimas en los ojos.
—Izzy, Izzy, ¿qué te pasa, querida?
—Nada, Tom. Nada en absoluto.
Él le enjugó una lágrima que resbalaba por su mejilla.
—A veces soy tan feliz que me asusto, Tom.
Él le acarició el pelo, y Lucy empezó a soplar en el té para hacer burbujas.
—A ver, princesita, ¿vas a acabarte el té, o ya has bebido suficiente?
La niña siguió babeando la taza, muy complacida con los sonidos que producía.
—De acuerdo, creo que será mejor que lo dejes. —Le apartó la taza.
La niña se bajó de su rodilla y, haciendo todavía burbujas de baba, se subió al regazo de Isabel.
—¡Qué monada! —exclamó ella, riendo con lágrimas en los ojos—. ¡Ven aquí, monito! —La cogió y le hizo una pedorreta en la barriga.
Lucy rió y se retorció diciendo: «¡Más, más!», e Isabel la complació.
—¡Sois tal para cual! —dijo Tom.
—A veces me siento ebria de tanto como la quiero. Y a ti. Si me pidieran que caminara en línea recta, creo que no podría.
—En Janus no hay líneas rectas, así que en ese sentido puedes estar tranquila —observó él.
—No te burles de mí, Tom. Es como si antes de Lucy no distinguiera los colores, y ahora el mundo es completamente diferente. Es más brillante, y puedo ver más lejos. Estoy en el mismo sitio exactamente, los pájaros son los mismos, el agua es la misma, el sol sale y se pone como siempre, pero antes yo no sabía por qué, Tom. —Atrajo a la niña hacia sí—. Lucy es el porqué. Y tú también has cambiado.
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
—Creo que hay aspectos de ti que no sabías que existieran hasta que llegó ella. Rincones de tu corazón que la vida había cerrado. —Le pasó un dedo por los labios—. Ya sé que no te gusta hablar de la guerra y eso, pero… bueno, supongo que te dejó entumecido.
—Los pies. Me dejó entumecidos los pies. Es lo que pasa cuando caminas por el barro helado. —Tom acompañó el chiste con un amago de sonrisa.
—Para, Tom. Estoy intentando decir algo. Estoy hablando en serio, por amor de Dios, y tú me esquivas con un chiste tonto, como si fuera una niña que no entiende nada o de la que no te fías para decirle la verdad.
Entonces él se puso muy serio.
—Es que no lo entiendes, Isabel. Ninguna persona civilizada debería tener que entenderlo. E intentar describirlo sería como extender una enfermedad. —Se volvió hacia la ventana—. Hice lo que hice para que las personas como Lucy y tú pudierais olvidar que aquello sucedió. Para que nunca volviera a pasar. «La guerra que acabará con todas las guerras», ¿te acuerdas? No tiene cabida aquí, en esta isla. Ni en esta cama.
Las facciones de Tom se habían endurecido, e Isabel detectó en su semblante una resolución que nunca antes había visto; supuso que debía de ser la misma resolución que lo había ayudado a soportar todo lo que había soportado.
—Es que… —volvió a empezar ella—, bueno, ninguno de nosotros sabemos si seguiremos aquí un año más, o cien años más. Y quería asegurarme de que sabes lo agradecida que te estoy, Tom. Por todo. Y sobre todo por darme a Lucy.
La sonrisa de él se congeló al oír esas últimas palabras, e Isabel se apresuró a añadir:
—Tú me la diste, cariño. Entendiste cuánto la necesitaba, y sé que te costó mucho. Muy pocos hombres harían eso por su esposa.
Tom regresó bruscamente de un mundo de ensueño, y notó que le sudaban las palmas de las manos. Se le aceleró el corazón, instigado por la necesidad de correr: a cualquier sitio, no importaba dónde, con tal de que fuera lejos de la realidad de la decisión que había tomado, que de pronto le pesaba como un collar de hierro.
—Será mejor que me vaya a trabajar un poco. Os dejo solas para que os comáis las tostadas —dijo, y salió de la habitación tan despacio como pudo.