Capítulo 12

12

Buenos días, Ralph. Me alegro de verte. ¿Dónde está Bluey?

—¡Estoy aquí! —gritó el marinero desde la popa, oculto detrás de unos cajones de fruta—. ¿Cómo va todo, Tom? ¿Contento de vernos?

—Eso siempre, amigo. Vosotros sois los que traéis la manduca, ¿no? —Rió mientras ataba el cabo.

El viejo motor resoplaba al arrimarse la barca al embarcadero, llenando el aire de espesos gases de gasóleo. Era mediados de junio, la primera vez que la barca de avituallamiento visitaba la isla desde la llegada del bebé, siete semanas atrás.

—El cabestrante ya está preparado, y la maroma también.

—¡Válgame Dios, eres muy aplicado, Tom! —exclamó Ralph—. Pero no nos precipitemos, ¿de acuerdo? Hoy es un gran día. Podemos tomarnos las cosas con un poco de calma. ¡Queremos conocer a la recién llegada! Hilda me ha cargado de cosas para la pequeña, y no hablemos de los orgullosos abuelos.

Ralph recorrió la pasarela y envolvió a Tom en un abrazo de oso.

—Felicidades, hijo. Me alegro muchísimo. Sobre todo después… después de todo lo que ha pasado otras veces.

Bluey lo siguió.

—Sí, enhorabuena. Mi madre también os envía recuerdos.

Tom desvió la mirada hacia el agua.

—Gracias. Muchas gracias, de verdad.

Empezaron a subir por el sendero; la silueta de Isabel se recortaba contra una cuerda de tender con pañales colgados que parecían banderas de señales agitadas por el viento. Unos mechones de pelo escaparon del moño que acababa de hacerse. Ralph abrió los brazos y fue hacia ella.

—¡Bueno, cómo se nota! Nada le sienta mejor a una chica que tener un bebé. Rosas en las mejillas y destellos en el pelo; Hilda también se ponía así después de dar a luz.

Isabel se ruborizó por el cumplido y besó en la mejilla al anciano. Después besó también a Bluey, que agachó la cabeza y masculló:

—Felicidades, señora Sherbourne.

—Entrad todos. El agua ya hierve, y hay tarta —dijo ella.

Se sentaron alrededor de la vieja mesa de madera de pino. De vez en cuando, la mirada de Isabel se desviaba hacia la niña, que dormía en su cuna.

—Todas las mujeres de Partageuse hablan de ti. Te admiran por haber tenido a tu hija aquí, sola. Las esposas de los granjeros no estaban tan impresionadas, claro. Mary Linford dice que ella tuvo tres sin ninguna ayuda. Pero las del pueblo sí que te admiran. Espero que Tom fuese de utilidad.

La pareja se miró. Tom abrió la boca para decir algo, pero Isabel le cogió la mano y se la apretó con fuerza.

—Ha sido un cielo. No podría soñar con un marido mejor —dijo con lágrimas en los ojos.

—Es una preciosidad, por lo poco que se ve —comentó Bluey.

Lo único que asomaba de la esponjosa manta era una carita delicada rodeada por un gorrito.

—Tiene la nariz de Tom, ¿verdad? —aportó Ralph.

—Bueno… —Tom vaciló—. ¡No sé si mi nariz es lo mejor que puede heredar una niña!

—¡Tienes razón! —convino Ralph riendo—. Bueno, señor Sherbourne, amigo mío, necesito tu autógrafo en los formularios. Si quieres podemos hacerlo ahora.

Tom se alegró de tener una excusa para levantarse de la mesa.

—Muy bien. Acompáñeme a la oficina, capitán Addicott, señor —dijo, y dejó a Bluey haciéndole carantoñas a la niña.

El joven metió una mano en la cuna y agitó el sonajero ante la cara de la pequeña, que ya estaba completamente despierta. Lucy lo miraba con atención, y Bluey lo hizo sonar de nuevo.

—Mira qué suerte tienes, ¡te han regalado un precioso sonajero de plata! Digno de una princesa: ¡jamás había visto nada tan bonito! Tiene angelitos en el mango y todo. Ángeles para un ángel… y esta manta tan esponjosa…

—Ah, son cosas que guardaba… —La voz de Isabel se fue apagando—. De las otras veces.

Bluey se sonrojó.

—Lo siento. Ya he metido la pata. Será mejor… que vaya a descargar. Gracias por la tarta. —Y salió por la puerta de la cocina.

Janus Rock

junio de 1926

Queridos papá y mamá:

Dios nos ha enviado un ángel para que nos haga compañía. ¡La pequeña Lucy nos tiene cautivados! Es una niñita preciosa, absolutamente perfecta. Duerme mucho y come bien. No nos da ningún problema.

Ojalá pudierais verla y abrazarla. Cambia un poco cada día, y cuando la conozcáis ya habrá perdido esta carita de bebé. Cuando volvamos a tierra firme ya habrá crecido mucho. Pero entretanto, aquí tenéis lo más parecido a un retrato. ¡Le he untado la planta del pie con cochinilla! En los faros hay que tener imaginación… En el sobre encontraréis mi obra de arte.

Tom es un padre maravilloso. Janus parece muy diferente ahora que Lucy está aquí. De momento es muy fácil cuidar de ella: la meto en su cesto y viene conmigo cuando tengo que ir a recoger los huevos u ordeñar las cabras. Quizá las cosas se compliquen cuando empiece a gatear. Pero no quiero adelantarme a los acontecimientos.

Me gustaría explicaros tantas cosas…: que tiene el pelo castaño oscuro, lo bien que huele después del baño. Sus ojos también son muy oscuros. Pero no podría hacerle justicia. Es demasiado preciosa para describirla. Sólo la conozco desde hace unas semanas y ya no me imagino la vida sin ella.

Bueno, abuelitos (¡!), será mejor que termine ya para que la barca pueda llevarse esta carta, porque si no, ¡tardaréis otros tres meses en recibirla!

Con todo mi cariño,

ISABEL

P. D.: Acabo de leer la carta que me ha traído la barca. Gracias por el arrullo. Y la muñeca es preciosa. Los libros también me han gustado mucho. Me paso el día cantándole canciones infantiles; seguro que estas nuevas le encantarán.

P. P. D.: Gracias de parte de Tom por el jersey. ¡Aquí ya empieza a hacerse sentir el invierno!

La luna era apenas un creciente bordado en el cielo del crepúsculo. Sentados en el porche, Tom e Isabel veían cómo la luz iba apagándose sobre sus cabezas. Lucy se había quedado dormida en los brazos de Tom.

—Es difícil respirar a un ritmo diferente del suyo, ¿verdad? —dijo él contemplando a la niña.

—¿Qué quieres decir?

—Es como una especie de hechizo. Cuando se queda dormida, siempre acabo respirando al mismo ritmo que ella. También me pasa con el faro: acabo haciendo las cosas al ritmo de los destellos de la linterna. —Como si hablara solo, añadió—: Me da miedo.

—Sólo es amor, Tom —comentó Isabel sonriendo—. El amor no tiene que darte miedo.

Tom sintió un escalofrío. Ya no podía imaginar una vida sin Isabel, y ahora se daba cuenta de que Lucy también estaba entrando en su corazón. Le habría gustado que la niña les perteneciera.

Cualquiera que haya trabajado en los faros de mar adentro podría explicar ese aislamiento y el hechizo que ejerce. Como chispas que hubieran salido despedidas del horno que es Australia, estos faros forman una línea de puntos alrededor del continente, y parpadean sin descanso, pese a que algunos sólo vayan a verlos un puñado de almas. Pero es precisamente su aislamiento lo que salva a todo el continente del aislamiento: contribuye a la seguridad de las vías de navegación, por las que circulan barcos que recorren miles de millas para llevar máquinas, libros y tejidos a cambio de lana, trigo, carbón y oro: los frutos del ingenio a cambio de los frutos de la tierra.

El aislamiento teje un misterioso capullo, concentrando la mente en un sitio, un tiempo, un ritmo: el girar constante del faro. La isla no conoce otras voces humanas, otras huellas. En los faros de mar adentro puedes vivir cualquier historia que quieras contarte, y nadie te dirá que estás equivocado: ni las gaviotas, ni los prismas, ni el viento.

Así, Isabel va flotando hasta adentrarse cada vez más en su mundo de divina benevolencia, donde las plegarias son escuchadas, donde los bebés llegan por voluntad celestial y con la ayuda de las corrientes. «¿Cómo podemos ser tan afortunados, Tom?», pregunta. Contempla, embelesada, cómo crece su adorada hija. Se deleita con los descubrimientos que cada día le trae esa pequeña criatura: darse la vuelta, empezar a gatear, los primeros sonidos vacilantes. Poco a poco las tormentas siguen al invierno hasta otro rincón de la tierra, y llega el verano, que trae un cielo de un azul más pálido, un sol de un dorado más intenso.

«¡Arriba!». Isabel ríe y se carga a Lucy en la cadera; bajan los tres hasta la playa y hacen un picnic en la blanca arena. Tom coge hojas de algas costeras y plantas suculentas, y Lucy las huele, mastica los extremos, hace muecas ante las sensaciones extrañas; forma diminutos ramilletes de pimelea, o les enseña las escamas relucientes de un caranx o una caballa austral que ha encontrado entre las rocas, en el lado de la isla donde el suelo marino cae en picado y se sume en una repentina oscuridad. En las noches serenas, la voz de Isabel viaja por el aire con una cadencia relajante cuando le lee a Lucy cuentos de Snugglepot y Cuddlepie en el cuarto de los niños, mientras Tom trabaja o hace reparaciones en el cobertizo.

Fuese o no correcto, Lucy estaba allí, e Isabel no habría podido ser una madre mejor. Todas las noches daba gracias a Dios por su familia, su salud y su dichosa vida, y rezaba para ser digna de los dones que recibía.

Los días comenzaban y se retiraban como las olas en la orilla, sin dejar apenas rastro del tiempo que transcurría en aquel pequeño mundo que consistía en trabajar, dormir, alimentar y observar. Isabel lloró un poco cuando guardó las cosas de recién nacida de Lucy.

—Parece que fue ayer cuando era tan pequeñita, y mírala ahora —le comentó a Tom mientras lo recogía todo con cuidado y lo guardaba envuelto en papel de seda: un chupete, el sonajero, los primeros vestidos, unos peúcos. Como habría hecho cualquier madre en cualquier otro lugar del mundo.

Isabel se emocionó cuando le faltó la menstruación. Cuando ya había abandonado toda esperanza de tener otro hijo, sus perspectivas iban a verse alteradas. Esperaría un poco más, seguiría rezando, antes de decirle nada a Tom. Y sin embargo se sorprendió soñando despierta con un hermanito o una hermanita para Lucy. Tenía el corazón henchido. Y entonces la menstruación volvió como si quisiera vengarse, con una hemorragia más abundante y dolorosa, con unas pautas que Isabel no entendía. A veces le dolía la cabeza; por la noche se despertaba sudando. Luego pasaron meses sin que tuviera hemorragias. «En el próximo permiso iré a ver al doctor Sumpton —le prometió a Tom—. No te preocupes». Siguió adelante sin quejarse. «Soy fuerte como un toro, cariño. No hay nada de qué preocuparse». Amaba a su marido y a su hija, y con eso bastaba.

Los meses se sucedían marcados por los peculiares rituales del faro: encender la lámpara, izar la enseña, vaciar la tina de mercurio para filtrar el petróleo. Rellenar formularios, contestar las cartas intimidatorias del jefe de mecánicos (según el cual cualquier desperfecto en los tubos de vapor sólo podía tener su origen en la negligencia del farero, y nunca en un defecto de fabricación). El cuaderno de servicio registró el paso de 1926 a 1927 a mitad de una página; en el Servicio de Faros de la Commonwealth no se malgastaba el papel: los libros eran caros. Tom caviló sobre la indiferencia institucional hacia la llegada de un nuevo año: era como si el Departamento de Puertos y Faros no se dejara impresionar por algo tan prosaico como el mero paso del tiempo. Y era cierto: la vista desde el balcón el día de Año Nuevo no se distinguía en nada de la del día de Nochevieja.

A veces Tom todavía volvía a la página del 27 de abril de 1926, hasta que el cuaderno empezó a abrirse por allí por inercia.

Isabel trabajaba con ahínco. El huerto prosperaba; la casa estaba siempre limpia. Ella lavaba y remendaba la ropa de Tom, y le preparaba sus platos favoritos. Lucy crecía. El faro giraba. El tiempo pasaba.