Capítulo 11

11

Una inquisitiva gaviota observaba a Tom desde una roca recubierta de algas. Implacable, seguía todos sus movimientos mientras él envolvía el cadáver, que ya desprendía ese acre olor a muerto, en la lona. Resultaba difícil imaginar qué podía haber sido aquel hombre en vida. No parecía ni muy mayor ni muy joven. Era delgado y rubio. Tenía una pequeña cicatriz en la mejilla izquierda. Tom se preguntó quién lo echaría de menos, quién podría tener motivos para amarlo u odiarlo.

Cerca de la playa estaban las viejas tumbas del naufragio. Fue hasta allí y se puso a cavar un nuevo hoyo, ejecutando de memoria un ritual que sus músculos recordaban con claridad, pero que había esperado no tener que repetir jamás.

La primera vez que se había presentado para el enterramiento diario había vomitado al ver los cadáveres tendidos unos al lado de otros, esperando a que él cogiera la pala. Al cabo de un rato, aquello se convirtió en un trabajo más. Confiaba en que le tocara aquel soldado tan flaco, o aquel que tenía las piernas amputadas, porque era mucho más fácil moverlos. Los enterrabas y te marchabas: eso era todo. Tom se estremeció al pensar que entonces no le había parecido nada raro.

La pala daba un grito ahogado cada vez que entraba en contacto con el terreno arenoso. Después de apisonar la tierra formando un pulcro túmulo, se detuvo un momento para rezar por quienquiera que fuese aquel pobre desgraciado. Sin darse cuenta empezó a susurrar: «Perdóname, Señor, por esto, y por todos mis pecados. Y perdona a Isabel. Ya sabes lo buena que es. Y ya sabes lo mucho que ha sufrido. Perdónanos a los dos. Ten piedad de nosotros». Se santiguó y regresó al bote, dispuesto a empujarlo hacia el agua. Le dio impulso, y un destello le lastimó los ojos: el sol se había reflejado en algo. Se asomó al interior del casco. Había un objeto brillante metido bajo la cuaderna de proa, y se resistió cuando trató de retirarlo. Después de tirar un poco, logró arrancar un objeto duro y frío que cobró vida con un tintineo: era un sonajero de plata, con querubines grabados y con su sello de contraste.

Le dio vueltas y vueltas como si fuera a decirle algo, darle alguna pista. Se lo guardó en el bolsillo: había infinidad de historias que podían explicar la llegada de aquella extraña pareja a la isla, pero sólo si se convencía a sí mismo de la historia de Izzy y aceptaba que la niña era huérfana podría conciliar el sueño por las noches. No podía pensar en ninguna otra versión, y necesitaba evitar cualquier prueba de lo contrario. Clavó la mirada en la línea donde confluían el océano y el cielo como un par de labios fruncidos. Era mejor no saber.

Comprobó que la corriente que iba hacia el sur hubiera atrapado el bote antes de volver a la playa. Agradeció el olor salado de las algas negro verdoso que se pudrían sobre las rocas, porque hizo desaparecer el olor a muerte de su nariz. Un pequeño cangrejo morado salió de debajo de una roca, se desplazó furtivamente hacia un pez globo muerto, hinchado y punzante incluso sin vida, y empezó a arrancar con sus pinzas trocitos del vientre, que luego se introducía en la boca. Tom se estremeció e inició el ascenso por el empinado sendero.

—La mayoría de los días no hay forma de escapar del viento en esta isla. Si eres una gaviota o un albatros no pasa nada: mira cómo planean en las corrientes de aire, como si estuviesen durmiendo. —Sentado en el porche, Tom señaló un gran pájaro plateado que había llegado desde alguna otra isla y que parecía colgado de un hilo en un cielo inmóvil, pese a las turbulencias del aire.

La niña, ignorando el dedo de Tom, miraba fijamente sus ojos, hechizada por el movimiento de sus labios y la profunda resonancia de su pecho. Gimoteó un poco, emitiendo un agudo hipido. Tom intentó no prestar atención a su corazón, que enseguida se aceleró, y continuó con su discurso.

—Pero en esa cala, sólo en esa pequeña bahía, casi siempre puedes encontrar un poco de paz y tranquilidad, porque está orientada hacia el norte, y el viento rara vez sopla directamente del norte. Ese lado es el océano Índico, un océano cálido y tranquilo. El océano Antártico está al otro lado, y es sumamente bravo y peligroso. Lo mejor es no acercarse mucho a él.

La niña sacó un brazo de debajo de la manta y Tom dejó que cerrara la mano alrededor de su dedo índice. Había transcurrido una semana desde el día de su aparición, y Tom se había acostumbrado a sus gorjeos, a su silenciosa y dormida presencia en la cuna, que parecía extenderse por la casita como el olor a tarta o a flores. Se preocupaba cuando se sorprendía aguzando el oído por si la oía despertarse por la mañana, o cuando instintivamente la cogía en brazos en cuanto empezaba a llorar.

—Te estás enamorando de ella, ¿verdad? —dijo Isabel, que los observaba desde el umbral. Tom arrugó el entrecejo, y ella añadió, sonriente—: Es imposible no enamorarse.

—Pone unas caritas…

—Vas a ser un padre maravilloso.

Tom cambió de postura en la silla.

—Pero no informar de esto es una equivocación, Izz.

—Mírala. ¿A ti te parece que estamos haciendo algo malo?

—Pero… precisamente. No es necesario que hagamos nada malo. Podríamos informar de lo ocurrido ahora y solicitar su adopción. No es demasiado tarde, Izz. Todavía podemos arreglarlo.

—¿Adoptarla? —Isabel se puso tensa—. Jamás enviarían un bebé a un faro tan apartado, sin médicos ni colegios. Y sin iglesias, lo que seguramente les preocupará más que nada. Aunque decidieran dar a la niña en adopción, buscarían alguna pareja que viviera en un pueblo. Además, los trámites se hacen eternos. Querrían conocernos. No te concederían el permiso para ir a entrevistarte con ellos, y todavía falta año y medio para que volvamos al continente. —Le puso una mano en el hombro—. Sé que saldremos adelante. Sé que vas a ser un padre fabuloso. Pero ellos no lo saben.

Miró a la niña y le acarició la suave mejilla.

—El amor es más poderoso que los reglamentos, Tom. Si hubieras informado del bote, la niña ya estaría encerrada en algún espantoso hospicio. —Le puso la mano en el brazo—. Dios ha escuchado nuestras plegarias. Y las plegarias del bebé. ¿Cómo vamos a ser tan ingratos como para librarnos de ella?

La verdad era que, así como un injerto agarra y se une al rosal, la maternidad de Isabel (el instinto que el reciente aborto había dejado al descubierto y en carne viva) había tomado a la perfección el esqueje, el bebé necesitado de atenciones maternas. La pena y la distancia suturaron la herida, perfeccionando el cierre a una velocidad que sólo la naturaleza podía lograr.

Esa noche, cuando Tom bajó de la cámara de iluminación, encontró a Isabel sentada junto al primer fuego del otoño, amamantando a la niña en la mecedora que su marido le había regalado cuatro años atrás. Isabel no lo vio llegar, y Tom pudo observarla en silencio un momento. Parecía manejar a la pequeña por puro instinto, incorporándola a cada uno de sus movimientos. Tom pensó que quizá ella tuviera razón. ¿Quién era él para separar a aquella mujer de aquel bebé?

Isabel tenía en las manos el devocionario al que acudía con más frecuencia desde el primer aborto. Leía en silencio el «Rito de la purificación», que recogía oraciones para mujeres después del parto. «Los frutos del vientre de la madre son una bendición que proviene del Señor…».

A la mañana siguiente, Isabel estaba de pie junto a Tom bajo la cámara de iluminación, con el bebé en brazos, mientras él telegrafiaba. Tom había cavilado mucho sobre cómo formularía el mensaje. Empezó con vacilación; lo aterrorizaba tener que anunciar el nacimiento de un niño muerto, pero aquello era aún peor. «Bebé prematuro. Ambos sorprendidos. Isabel recuperándose bien. No necesitamos ayuda médica. Una niña. Lucy». Se volvió hacia Isabel.

—¿Algo más?

—El peso. Siempre quieren saber el peso. —Se acordó del bebé de Sarah Porter—. Di tres kilos y doscientos gramos.

Tom la miró, sorprendido por la facilidad con que mentía. Se volvió de nuevo hacia el interruptor y marcó las cifras.

Cuando llegó la respuesta, Tom la transcribió y la anotó en el cuaderno de señales. «Felicidades. Maravillosa noticia. Registrado oficialmente aumento de población de Janus según normativa. Ralph y Bluey mandan recuerdos. Informaremos abuelos en breve». Suspiró, consciente de la opresión que notaba en el pecho, y esperó un momento antes de ir a comunicarle la respuesta a Isabel.

Isabel floreció en las semanas siguientes. Iba cantando por la casa. Colmaba a Tom de besos y abrazos. Su sonrisa encandilaba a su marido por la desinhibida felicidad que transmitía. ¿Y la niña? Ésta estaba tranquila y confiada. No ponía reparos a los abrazos que la envolvían, a las manos que la acariciaban, a los labios que la besaban y la arrullaban, «Mamá está aquí, Lucy, mamá está aquí», mientras la mecían hasta que se quedaba dormida.

No cabía duda de que mejoraba día a día. Su piel parecía relucir, emitiendo un débil halo. Pasadas semanas, los pechos de Isabel reaccionaron a la succión de la niña produciendo leche de nuevo (la relactancia que el doctor Griffiths describía detalladamente), y la pequeña mamaba sin vacilar, como si ambas hubieran firmando una especie de acuerdo. Pero Tom se quedaba un rato más en la cámara de iluminación por las mañanas después de apagar el faro. De vez en cuando se sorprendía volviendo a la página del cuaderno de servicio correspondiente al 27 de abril y contemplando aquel espacio en blanco.

Tom sabía que se podía matar a un hombre con los reglamentos. Y sin embargo a veces era precisamente eso lo que se interponía entre un hombre y el salvajismo, entre un hombre y los monstruos. Las normas dictaban que se debía hacer a alguien prisionero en lugar de matarlo. Las normas dictaban que había que dejar que los camilleros se llevaran al enemigo de la tierra de nadie, y no sólo a los propios hombres. Pero al final todo se reducía a una sencilla pregunta: ¿podía privar a Isabel de aquel bebé? ¿Si la niña estaba sola en el mundo, estaba bien apartarla de una mujer que la adoraba, y entregarla a la lotería del destino?

Por las noches, Tom empezó a soñar que se ahogaba, que agitaba brazos y piernas desesperadamente intentando asirse a algo, pero no encontraba nada a lo que agarrarse, nada que lo mantuviera a flote, excepto una sirena a cuya cola se aferraba y que entonces lo arrastraba a lo más profundo de las aguas oscuras, hasta que se despertaba jadeando y sudando y descubría a Isabel durmiendo beatíficamente a su lado.