Capítulo 10

10

27 de abril de 1926

Isabel tenía los labios pálidos y la mirada triste. A veces todavía se ponía una mano sobre el vientre con cariño, antes de recordar, al notarlo liso, que estaba vacío. Y a veces todavía encontraba manchas en sus blusas: los restos de la leche que tan abundantemente había brotado los primeros días, un banquete para un invitado ausente. Entonces volvía a llorar como si acabara de recibir la noticia.

Se quedó de pie con una sábana en las manos: las tareas domésticas no se interrumpían, y el faro tampoco. Tras hacer la cama, doblar su camisón y ponerlo debajo de la almohada, se dirigió a lo alto del acantilado para sentarse un rato junto a las tumbas. Cuidaba la última con mucho esmero, preguntándose si el romero recién plantado prendería. Arrancó unas malas hierbas que habían brotado alrededor de las dos cruces más viejas. Con los años, habían acumulado una fina capa de sal y junto a ellas el romero crecía obstinadamente pese a los vendavales.

Cuando el viento le trajo el llanto de un niño, Isabel miró instintivamente hacia la tumba nueva. Antes de que pudiera intervenir la lógica, hubo un momento en que su mente le dijo que todo había sido un error, que aquel último niño no había nacido muerto antes de tiempo, sino que vivía y respiraba.

La ilusión se disolvió, pero el llanto no. Entonces los gritos de Tom desde el balcón. —«¡En la playa! ¡Un bote!»— le confirmaron que no era un sueño, y fue tan deprisa como pudo a reunirse con él.

El hombre que encontraron dentro estaba muerto, pero Tom sacó de la proa un fardo que lloraba.

—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Cielo santo, Izzy! Es…

—¡Un bebé! ¡Dios mío de mi alma! ¡Oh, Tom! ¡Dámelo!

De nuevo en la casa, a Isabel le palpitaba el vientre con sólo mirar a la niña; su brazos sabían instintivamente cómo sujetarla y tranquilizarla, cómo calmarla. Mientras le echaba agua tibia por encima con la mano ahuecada, se fijaba en la lozanía de su piel, tersa y suave y sin una sola arruga. Le besó uno a uno los deditos y, con sumo cuidado, le mordisqueó un poco las uñas para que no se arañara. Le sostuvo la cabeza en la palma de la mano y, con el mejor pañuelo de seda que tenía, le limpió una fina costra de mucosidad bajo los orificios nasales y la sal seca que las lágrimas le habían dejado alrededor de los ojos. Ese momento pareció fundirse con el recuerdo de otro baño y otra cara, como si ambos conformaran un solo acto que había sido interrumpido.

Mirar aquellos ojos era como contemplar la cara de Dios. No había máscara ni fingimiento: la indefensión del bebé era abrumadora. Que aquella compleja criatura, aquella exquisita obra de artesanía hecha de sangre, huesos y piel hubiera encontrado el camino hasta ella era una lección de humildad. Que hubiera llegado precisamente en ese momento, apenas dos semanas después de… Era imposible verlo como una simple casualidad. El bebé, frágil como un copo de nieve, habría podido derretirse y pasar al olvido si las corrientes no la hubieran llevado, seguras y rectas como una flecha, hasta la Playa del Naufragio.

Privada todavía de palabras, la niña transmitía su confianza empleando una especie de idioma atávico, mediante el ablandamiento de los músculos o la relajación del cuello. Había estado muy cerca de caer en manos de la muerte, y ahora se fusionaba con la vida como el agua se mezcla con el agua.

Isabel era un torbellino de emociones: sobrecogimiento cuando aquellas manos diminutas se agarraban a uno de sus dedos; diversión al contemplar las pequeñas nalgas que todavía no estaban lo bastante llenas para diferenciarse de las piernas; reverencia por la respiración que tomaba el aire circundante y lo transformaba en sangre, en alma. Y por debajo de todo eso seguía zumbando un dolor oscuro y vacío.

—Mira, me has hecho llorar, tesoro —dijo Isabel—. ¿Cómo lo has conseguido? ¡Cosita bonita!

Sacó a la niña de la bañera levantándola como si fuera una ofrenda sagrada, la puso encima de una toalla blanca y suave y empezó a secarla dándole toquecitos, como si aplicara un secante sobre la tinta para no emborronarla, como si temiera borrarla del todo si no ponía mucho cuidado. La niña, paciente, dejó que Isabel le echara talco y le pusiera un pañal limpio. Ella no vaciló cuando fue a la cómoda del cuarto de los niños y escogió algunas prendas por estrenar. Sacó un vestido amarillo con patitos en el canesú y se lo puso a la pequeña con extrema delicadeza.

Mientras tarareaba una nana saltándose algunos compases, le abrió una manita y examinó las líneas de la palma: estaban allí desde el momento del nacimiento, un sendero ya marcado que la había conducido hasta aquella costa.

—Qué preciosa eres, pequeña mía —dijo.

Pero la niña, exhausta, se había quedado dormida; respiraba superficialmente, y de vez en cuando se estremecía. Isabel la sujetó con un brazo mientras se afanaba en poner una sábana en la cuna y desplegar la manta que ella misma había tejido a ganchillo con suave lana de cordero. Se resistía a dejar a la niña allí. En algún lugar muy alejado de la conciencia, el tropel de sustancias químicas que hasta hacía muy poco habían estado preparando su cuerpo para la maternidad conspiraban para fraguar sus sentimientos y guiar sus músculos. Los instintos frustrados volvían rápidamente a la vida. Llevó a la niña a la cocina y se la puso en el regazo mientras hojeaba el libro de nombres.

Los fareros escriben registros de muchas cosas. Todos los artículos de la estación están enumerados, almacenados, conservados, inspeccionados; no hay nada que escape al escrutinio oficial. El subdirector del Departamento de Puertos y Faros tiene derecho a reclamarlo todo, desde los tubos para los quemadores hasta la tinta para los cuadernos de servicio; desde las escobas del escobero hasta el felpudo de la puerta. Todo queda documentado en el registro de material, encuadernado en piel: hasta las ovejas y las cabras. No se tira nada, no se liquida nada sin la aprobación explícita de Fremantle o, en caso de que sea muy valioso, Melbourne. Que Dios se apiade del farero al que le falte una caja de capillos o un galón de petróleo y no pueda explicar por qué. Por muy alejados de todo que vivan, los fareros, como las palomillas en una caja de cristal, están inmovilizados, expuestos a ser examinados, y no pueden hacer nada para escapar. Los faros no se le pueden confiar a cualquiera.

El cuaderno de servicio relata la vida del farero con el mismo rigor. El minuto exacto en que se encendió el faro, el minuto exacto en que se apagó a la mañana siguiente. Los fenómenos atmosféricos, los barcos que pasan. Los que hacen señales, los que avanzan lentamente por un mar embravecido, demasiado concentrados en enfrentarse al oleaje como para entretenerse con el lenguaje Morse o el Código Internacional, que a veces todavía se usa, para indicar de dónde provienen y adónde se dirigen. De vez en cuando, el farero puede hacerse un guiño a sí mismo y decorar el inicio de un nuevo mes con una voluta o una floritura. Puede anotar, con picardía, que el inspector de Faros ha confirmado su permiso aprovechando que nadie ha dicho lo contrario. Pero ésas son las máximas libertades que se toman. El cuaderno de servicio es palabra sagrada. Janus no es una agencia Lloyds: los barcos no acuden a ella para conocer el pronóstico del tiempo, de modo que una vez que Tom cierra el cuaderno de servicio, es muy poco probable que nadie vuelva a leerlo nunca. Pero él siente una paz especial cuando escribe. El viento todavía se mide utilizando el sistema de la era de la navegación a vela: desde calma (0-2, suficiente viento para navegar) hasta huracán (12, las velas no aguantan, ni siquiera estando el barco en marcha). Tom se deleita con ese lenguaje. Cuando recuerda el caos, aquellos años de datos manipulados, o la imposibilidad de saber, y mucho menos describir qué demonios estaba pasando mientras las explosiones sacudían el suelo alrededor, disfruta con el lujo de exponer unas verdades tan sencillas.

Por eso el cuaderno de servicio fue en lo primero que pensó el día que apareció el bote. Informar de cualquier pequeño incidente que pudiera tener importancia era algo automático en él, algo que venía dado no sólo por las normas de su puesto de trabajo, sino por las leyes de la Commonwealth. Su información podía no ser más que una pieza diminuta de un gran rompecabezas, pero una pieza que sólo él podía aportar, y era de vital importancia que lo hiciera. Un cohete de señales, un penacho de humo en el horizonte, un trozo de metal traído hasta la playa que tal vez formara parte de un naufragio: todo quedaba registrado con su mano firme y eficaz, con una caligrafía de letra suave y regular inclinada hacia la derecha.

Se sentó a la mesa, bajo la cámara de iluminación; la pluma estilográfica esperaba fielmente para redactar el informe del día. Había muerto un hombre. Ciertas personas debían ser informadas, y había que llevar a cabo una investigación. Tom cargó de tinta la pluma, aunque ya estaba casi llena. Revisó algunos detalles de las páginas anteriores y fue hasta la primera entrada que había escrito, aquel miércoles gris en que había llegado a Janus, seis años atrás. Desde entonces los días se habían sucedido como el ascenso y descenso de las mareas, y nunca (ni cuando estaba muerto de cansancio por las reparaciones urgentes, ni después de pasarse toda la noche de guardia durante una tormenta, ni cuando se preguntaba qué demonios hacía allí; ni siquiera los días de mayor desesperación, cada vez que Isabel había tenido un aborto) empezar a escribir le había causado tanto desasosiego. Sin embargo, ella le había rogado que esperara un día.

Rememoró la tarde de sólo dos semanas atrás, cuando volvió de pescar y lo recibieron los gritos de Isabel. «¡Tom! ¡Deprisa, Tom!». Corrió hasta la casa y encontró a su esposa tendida en el suelo de la cocina.

—¡Algo va mal, Tom! —Isabel intercalaba gemidos en sus palabras—. ¡Ya viene! ¡Va a nacer el bebé!

—¿Estás segura?

—¡Claro que no estoy segura! —le había espetado ella—. ¡No sé qué está pasando! Sólo sé… ¡Ay, Tom, me duele! ¡Ay, Señor!

—Deja que te ayude a levantarte —dijo él, arrodillándose a su lado.

—¡No! No me muevas. —Isabel jadeaba y gemía, combatiendo el dolor que le producía cada inspiración—. Me duele mucho. ¡Dios mío, haz que esto pare! —se lamentaba, mientras la sangre le traspasaba el vestido y manchaba el suelo.

No era como las otras veces: Isabel estaba casi en el séptimo mes de embarazo, y las experiencias anteriores de Tom no servían de mucho.

—Dime qué tengo que hacer, Izz. ¿Qué quieres que haga?

Isabel revolvía entre su ropa tratando de quitarse las bragas; Tom le levantó las caderas, se las bajó hasta los tobillos y se las quitó mientras ella gemía cada vez más fuerte, contorsionándose; sus gritos resonaban por toda la isla.

El parto fue tan rápido como prematuro, y Tom, impotente, vio cómo el bebé —no cabía duda de que era un bebé, su bebé— salía del cuerpo de Isabel. Era pequeño y estaba ensangrentado: una miniatura grotesca del niño que llevaban tanto tiempo esperando, ahogado en un chorro de sangre, tejidos y placenta expulsados por una mujer que todavía no estaba preparada para su llegada.

Medía poco más de un palmo de la cabeza a la punta de los pies, y no pesaba más que una bolsa de azúcar. No se movía ni hacía ningún ruido. Tom lo sostuvo en las manos, entre maravillado y horrorizado, sin saber qué hacer ni qué sentir.

—¡Dámelo! —gritó Isabel—. ¡Dame a mi bebé! ¡Déjame abrazarlo!

—Es un niño —fue lo único que se le ocurrió decir al entregarle aquel cuerpo tibio a su mujer—. Un niñito.

El viento había intensificado su quejumbroso aullido. El último sol de la tarde seguía entrando por la ventana y cubría con un reluciente manto dorado a la mujer y su hijo. El viejo reloj de la cocina seguía marcando los minutos con una puntualidad quisquillosa. Una nueva vida había llegado y se había ido, y la naturaleza no se había detenido ni un segundo por ella. La maquinaria del tiempo y el espacio seguía machacando y las personas pasaban por ella como la molienda por las piedras del molino.

Isabel había conseguido incorporarse un poco y apoyarse contra la pared, y sollozaba ante aquel diminuto cuerpo que ella se había atrevido a imaginar más grande y más fuerte, como un niño de este mundo.

—Mi niño mi niño mi niño mi niño —susurraba como si recitara un conjuro mágico que pudiera resucitarlo.

La expresión del bebé, solemne, recordaba a la de un monje concentrado en la oración: los ojos cerrados, los labios sellados; ya había regresado a ese mundo del que por lo visto se resistía a alejarse.

Las oficiosas agujas del reloj seguían avanzando con leves chasquidos. Había transcurrido media hora e Isabel no había dicho nada.

—Voy a buscarte una manta.

—¡No! —Le cogió la mano a Tom—. No nos dejes solos.

Él se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros mientras ella sollozaba con la cabeza contra su pecho. La sangre había empezado a secarse en los bordes de los charcos que había en el suelo. Muerte, sangre, reconfortar a los heridos: todo eso le resultaba familiar. Pero no así: una mujer, un bebé; sin explosiones ni barro. Todo lo demás estaba exactamente como debía: los platos con motivos chinos en azul reposaban ordenadamente en el escurridero; el trapo colgaba de la puerta del horno. La tarta que Isabel había preparado esa mañana estaba sobre la rejilla, y el molde todavía cubierto con un paño húmedo.

Al cabo de un rato, Tom dijo:

—¿Qué hacemos con el…? Con él.

Isabel miró el cuerpecito frío que tenía en los brazos.

—Enciende el calentador.

Tom la miró.

—Enciéndelo, por favor.

Todavía confuso, pero sin querer contrariarla, se levantó y fue a encender el calentador de agua. Cuando volvió a su lado, ella dijo:

—Llena el barreño de lavar la ropa. Cuando el agua esté caliente.

—Si quieres darte un baño, te llevo en brazos, Izz.

—No es para mí. Tengo que lavarlo. Ve al armario de la ropa blanca. Encontrarás las sábanas buenas, esas que bordé yo. Tráeme una.

—Izz, cariño, ya habrá tiempo para todo eso. Ahora lo que más importa eres tú. Voy a ir a telegrafiar. Pediré que nos manden la barca.

—¡No! —se opuso con fiereza—. ¡No! No quiero… no quiero que venga nadie. No quiero que lo sepa nadie. Todavía no.

—Pero corazón, has perdido mucha sangre. Estás pálida como un fantasma. Tienen que mandarnos un médico.

—El barreño, Tom. Por favor.

Cuando el agua estuvo caliente, Tom llenó el barreño de metal y lo puso en el suelo junto a Isabel. Le dio una manopla. Ella la mojó en el agua y, con mucho cuidado, sólo con la punta de un dedo, empezó a acariciarle la cara al niño, retirando la sangre coagulada que le cubría la piel casi traslúcida. El bebé siguió con sus oraciones, enfrascado en su secreta conversación con Dios, mientras Isabel sumergía la manopla en el agua para enjuagarla. La retorció y repitió la operación, observando atentamente, quizá con la esperanza de ver temblar aquellos párpados o sacudirse aquellos dedos minúsculos.

—Izz —dijo Tom con dulzura, acariciándole el pelo—, ahora tienes que escucharme. Voy a prepararte un poco de té, con mucho azúcar, y quiero que te lo bebas, ¿de acuerdo? Y voy a buscar una manta para taparte. Luego limpiaré un poco todo esto. No hace falta que te muevas, pero tienes que dejar que cuide de ti. Sin discutir. Voy a darte unas tabletas de morfina para el dolor, y unas píldoras de hierro, y tú te las vas a tomar. —Hablaba con voz serena, mencionando sencillamente unos hechos.

Concentrada en su ritual, Isabel siguió limpiando el cuerpo de su hijo, que todavía tenía el cordón umbilical unido a la placenta caída en el suelo. Apenas levantó la cabeza cuando Tom le echó una manta sobre los hombros. Al poco rato, él volvió con un cubo y un trapo; se puso a gatas y empezó a limpiar la sangre y la suciedad.

Isabel metió el cuerpo del niño en el barreño para lavarlo, con cuidado de no sumergirle la cara. Lo secó con la toalla y lo envolvió con otra limpia, todavía con la placenta, de modo que quedó envuelto como un bebé indio.

—¿Puedes extender la sábana sobre la mesa, Tom?

Él apartó el molde de la tarta y extendió la sábana bordada, doblada por la mitad. Isabel le pasó el fardo.

—Ponlo encima —dijo, y su marido dejó el cuerpecito allí.

—Ahora tenemos que ocuparnos de ti —insistió Tom—. Todavía queda agua caliente. Va, vamos a limpiarte. Apóyate en mí. Despacio, cariño. Despacio, despacio.

Isabel fue dejando un rastro de gruesas gotas rojas mientras Tom la llevaba de la cocina al cuarto de baño, donde esa vez fue él quien le limpió la cara con una manopla, enjuagándola en el lavamanos y repitiendo la operación.

Una hora más tarde, Isabel estaba acostada en la cama con un camisón limpio y el pelo recogido en una trenza. Tom le acarició la cara hasta que ella acabó rindiéndose al agotamiento y los efectos de la morfina. Volvió a la cocina, terminó de limpiar y puso la ropa sucia en remojo en la tina de lavar. Caía la noche; Tom se sentó a la mesa y encendió la lámpara. Dijo una oración junto al cuerpecito de su hijo. La inmensidad, aquel cuerpo tan diminuto, la eternidad y el reloj que acusaba el paso del tiempo: todo aquello tenía aún menos sentido allí del que había tenido en Egipto o Francia. Tom había presenciado muchas muertes. Pero la quietud de aquel cadáver era diferente: como si, sin los disparos y los gritos, observara la muerte por primera vez desvelada. A los hombres a los que Tom había acompañado hasta la frontera de la vida los lloraría una madre, pero en el campo de batalla, los seres queridos estaban lejos y eran casi inimaginables. Ver a un niño arrebatado a su madre en el mismo momento del nacimiento —arrebatado a la única mujer del mundo que a Tom le importaba— producía un tipo de dolor mucho más espantoso. Volvió a contemplar las sombras que proyectaba el cuerpo del bebé, y a su lado, la tarta cubierta con el paño, como un gemelo amortajado.

—Todavía no, Tom. Ya se lo diré cuando esté preparada —había insistido Isabel al día siguiente, tumbada en la cama.

—Pero tus padres querrán saberlo. Esperan que llegues a casa en la próxima barca. Esperan a su primer nieto.

—¡Exacto! —dijo Isabel mirándolo con desvalimiento—. Esperan a su primer nieto, y yo lo he perdido.

—Estarán preocupados por ti, Izz.

—Entonces, ¿por qué darles un disgusto? Por favor, Tom. Esto es asunto nuestro. Es asunto mío. No tenemos que contárselo a todo el mundo. Deja que mis padres sueñen un poco más. Cuando vuelva la barca, en junio, les enviaré una carta.

—Pero ¡si para eso faltan semanas!

—No puedo, Tom. —Una lágrima cayó en su camisón—. Así, al menos tendrán unas cuantas semanas más de felicidad.

Tom había acabado cediendo a los deseos de su mujer y no había escrito nada en el cuaderno de servicio.

Pero aquello había sido diferente, un asunto personal. La llegada del bote no le dejaba esa libertad de acción. Empezó a anotar que esa mañana había visto pasar un vapor, el Manchester Queen, camino de Ciudad del Cabo. A continuación anotó la temperatura y la situación de calma meteorológica, y dejó la pluma. Mañana. Al día siguiente registraría toda la historia de la llegada del bote, una vez que hubiera telegrafiado. Se detuvo a considerar si debía dejar un espacio en blanco para rellenarlo después, o si era mejor fingir, sencillamente, que el bote había llegado un día más tarde. Optó por dejar un espacio en blanco. Por la mañana telegrafiaría y diría que había estado demasiado ocupado con el bebé para establecer contacto antes. El cuaderno de servicio diría la verdad, sólo que un poco tarde. Un solo día. Vio su reflejo en el cristal, junto al del cartel de «Aviso en orden a la Ley de Faros, 1911», que estaba colgado en la pared, y por un instante no reconoció su cara.

—No puedo decir que sea un experto en estas materias —le dijo a Isabel la tarde de la llegada del bebé.

—Y nunca lo serás si no paras de ir de un sitio a otro. Sólo necesito que la aguantes un momento mientras yo compruebo si el biberón está lo bastante caliente. Vamos. No te morderá —dijo sonriendo—. Al menos no de momento.

La niña era más pequeña que el antebrazo de Tom, pero él la sujetaba como si fuera un pulpo.

—Quédate quieto un momento —le pidió Isabel, colocándole bien los brazos—. Muy bien. Sujétala así. Y ahora… —hizo un último retoque— es toda tuya. Sólo serán dos minutos. —Fue a la cocina.

Era la primera vez que Tom estaba a solas con un bebé. Se quedó plantado como si estuviera en posición de firmes temiendo no pasar la inspección. La niña empezó a retorcerse, agitando pies y brazos en una maniobra que dejó desconcertado a Tom.

—¡Tranquila! Sé buena conmigo —suplicó mientras intentaba sujetarla más firmemente.

—¡No te olvides de aguantarle la cabeza! —le gritó Isabel desde la cocina.

Tom deslizó inmediatamente una mano bajo la nuca del bebé, y al hacerlo vio lo pequeña que era sobre la palma de su mano. La niña volvió a retorcerse, así que la meció suavemente.

—Vamos, pórtate bien. Sé buena con tu tío Tom.

Mientras la niña lo miraba a los ojos y parpadeaba, Tom tomó conciencia de pronto de un dolor casi físico. Aquel bebé estaba ofreciéndole un atisbo de un mundo que seguramente él ya nunca conocería.

Isabel regresó con el biberón.

—Toma. —Se lo dio a su marido y le guió la mano hasta la boca de la niña, enseñándole cómo tenía que frotarle los labios con la tetina hasta que se agarrara.

Tom estaba absorto en aquel proceso. El simple hecho de que el bebé no le exigiera nada le despertaba un sentimiento de respeto por algo que quedaba muy lejos de su comprensión.

Cuando Tom volvió al faro, Isabel se afanó en la cocina para preparar la cena mientras la niña dormía. En cuanto la oyó llorar, corrió hacia el cuarto de los niños y la sacó de la cuna. La pequeña estaba quisquillosa; volvió a frotarse contra el pecho de Isabel y empezó a succionar la fina tela de algodón de su blusa.

—¡Chiquitina! ¿Todavía tienes hambre? El manual del doctor Griffiths dice que hay que tener cuidado de no darte demasiada leche. Pero a lo mejor una gotita…

Calentó un poco más de leche y le acercó el biberón a la niña. Pero esa vez rechazó la tetina y se puso a llorar mientras toqueteaba el tentador y cálido pezón que notaba en la mejilla a través de la tela.

—Toma, cielito, aquí tienes el biberón —susurró Isabel, pero la niña estaba cada vez más inquieta, y agitaba los brazos y las piernas y volvía la cara hacia su seno.

Isabel recordó el tormento de la subida de la leche, cómo se le habían endurecido los pechos y el dolor que sentía porque no había bebé al que amamantar; le había parecido un mecanismo sumamente cruel de la naturaleza. Ahora aquella niña buscaba desesperadamente su leche, o quizá sólo consuelo, tras haber escapado a una segura muerte por inanición. Se quedó largo rato pensativa; en su mente se arremolinaban el llanto, la desolación y la pérdida.

—Ay, corazoncito —murmuró, y se desabrochó lentamente la blusa.

Unos segundos más tarde, la pequeña ya se había enganchado al pezón y succionaba con satisfacción, a pesar de que sólo salieron unas pocas gotas de leche.

Llevaban un buen rato así cuando Tom entró en la cocina.

—¿Cómo está la…? —No terminó la frase, sorprendido ante aquella escena.

Isabel lo miró con una mezcla de inocencia y culpabilidad.

—No había manera de que se tranquilizara.

—Pero… —Alarmado, Tom ni siquiera conseguía formular sus preguntas.

—Estaba desesperada. No quería el biberón…

—Pero… pero si antes lo ha querido. Yo lo he visto…

—Sí, porque estaba muriéndose de hambre. Supongo que literalmente.

Tom las miraba perplejo.

—Es lo más natural del mundo, Tom. Seguramente es lo mejor que podría hacer por ella. No pongas esa cara. —Le tendió una mano—. Ven aquí, cariño. Sonríe.

Él le cogió la mano, pero seguía muy turbado. Y su desasosiego no hacía sino aumentar.

Esa tarde, los ojos de Isabel tenían un brillo que Tom llevaba años sin ver.

—¡Ven a ver esto! —exclamó—. ¿Verdad que está preciosa? ¡Parece hecha a su medida! —Señalaba la cuna de mimbre en la que la niña dormía apaciblemente; su diminuto pecho se inflaba y se desinflaba como un leve eco de las olas que rodeaban la isla.

—Está tan a gusto como una nuez en su cáscara, ¿verdad? —observó Tom.

—Yo creo que todavía no tiene ni tres meses.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo he mirado en el libro del doctor Griffiths. —Tom arqueó una ceja—. He cogido zanahorias y nabos, y he preparado un estofado con lo que quedaba de cordero. Esta noche vamos a tener una cena especial.

Tom frunció el entrecejo, extrañado.

—Tenemos que darle la bienvenida a Lucy y rezar una oración por su pobre padre.

—Suponiendo que fuera su padre. ¿Y qué es eso de llamarla «Lucy»?

—De alguna forma tenemos que llamarla. Lucy significa «luz». Es perfecto, ¿no?

—Izzy Bella. —Tom sonrió y le acarició el pelo con cariñosa seriedad—. Ten cuidado, corazón. No quisiera verte sufrir…

Por la noche, mientras encendía el faro, seguía sin poder ahuyentar su desazón y sin saber si ésta provenía del pasado —un dolor que volvía a despertar— o era producto de una premonición. Al bajar la estrecha escalera de caracol, un rellano tras otro, sentía una opresión en el pecho, y la sensación de deslizarse hacia una oscuridad de la que creía haber huido.

Esa noche se sentaron a cenar acompañados por los suspiros de la niña, que de vez en cuando gorjeaba, dibujando una sonrisa en los labios de Isabel.

—Me pregunto qué será de ella —caviló en voz alta—. Me entristece pensar que pueda acabar en un orfanato, como el hijo de Sarah Porten Más tarde hicieron el amor por primera vez desde el parto. Tom encontró diferente a su mujer: más segura de sí misma, más relajada. Después, ella lo besó y dijo:

—Cuando llegue la primavera tenemos que plantar una rosaleda. Una rosaleda que seguirá aquí años después de que nos hayamos marchado.

—Hoy enviaré la señal —anunció Tom poco después del amanecer, tras haber apagado la linterna.

El resplandor nacarado de la mañana se colaba en el dormitorio y acariciaba la carita del bebé. Se había despertado durante la noche e Isabel la había acostado entre los dos. Se llevó un dedo a los labios y apuntó con la barbilla a la niña dormida; entonces se levantó de la cama y llevó a Tom a la cocina.

—Siéntate, cariño. Voy a preparar el té —susurró, y dispuso las tazas, la tetera y el hervidor haciendo el menor ruido posible. Mientras ponía el hervidor en el fogón, dijo—: Tom, he estado pensando.

—¿En qué, Izzy?

—En Lucy. No puede ser una coincidencia que haya aparecido justo después de… —No era necesario completar la frase—. No podemos enviarla a un hospicio. —Se volvió hacia su marido y le cogió una mano—. Cariño, creo que debería quedarse con nosotros.

—¡Menuda ocurrencia, tesoro! Es un bebé precioso, pero no es nuestro. No podemos quedárnoslo.

—¿Por qué no? Piénsalo bien. En realidad, ¿quién sabe que está aquí?

—Para empezar, lo sabrán Ralph y Bluey cuando vuelvan, dentro de unas semanas.

—Sí, pero anoche se me ocurrió que ellos no sabrán que la niña no es nuestra. Todos siguen creyendo que estoy embarazada. Sólo les sorprenderá que la pequeña haya nacido antes de tiempo.

Tom se quedó mirándola con la boca abierta.

—Pero… Izzy, ¿te has vuelto loca? ¿Te das cuenta de lo que me estás proponiendo?

—Te estoy proponiendo que seamos buenos. Nada más. Que seamos compasivos con un bebé indefenso. Te estoy proponiendo, cariño —le apretó las manos con fuerza— que aceptemos este regalo que nos han enviado. ¿Cuánto tiempo hace que buscamos un hijo, que rezamos para tener uno?

Tom se volvió hacia la ventana, se llevó las manos a la cabeza y se echó a reír; luego levantó los brazos.

—¡Por el amor de Dios, Isabel! Cuando les informe sobre el hombre que iba en el bote, tarde o temprano alguien lo identificará. Y sabrán que con él había un bebé. Quizá no lo relacionen de entrada, pero a la larga…

—En ese caso, creo que no deberías informar.

—¿No informar? —De pronto adoptó un tono mucho más serio.

Isabel le acarició el pelo.

—No informes, corazón. No hemos hecho nada malo, salvo dar cobijo a un bebé indefenso. A ese hombre podemos darle un entierro decente. Y el bote… bueno, podemos dejarlo a la deriva.

—¡Izzy! ¡Izzy! Sabes que haría cualquier cosa por ti, cariño, pero ese hombre, quienquiera que sea y haya hecho lo que haya hecho, merece que se ocupen de él debidamente. Y legalmente. ¿Y si la madre no está muerta y ese hombre tenía una mujer que ahora está preocupada esperándolos a los dos?

—¿Qué mujer iba a separarse de una niña tan pequeña? Admítelo, Tom: ella debió de ahogarse. —Volvió a cogerle la mano y entrelazó los dedos con los suyos—. Ya sé lo importantes que son para ti las normas, y sé que técnicamente esto significaría infringirlas. Pero ¿para qué son esas normas? ¡Son para salvar vidas! Y eso es lo único que yo digo que deberíamos hacer, cariño: salvar esta vida. La niña está aquí y nos necesita, y nosotros podemos ayudarla. Por favor.

—No puedo, Izzy. Esto no puedo decidirlo yo. ¿Me entiendes?

El rostro de Isabel se ensombreció.

—¿Cómo puedes ser tan despiadado? Lo único que te importa son tus normas y tus barcos y tu maldito faro.

Eran acusaciones que Tom ya había oído otras veces, cuando, desesperada por la pena después de los abortos, ella desfogaba su rabia con la única persona que tenía a mano: el hombre que seguía cumpliendo con su deber, que la consolaba lo mejor que podía y no expresaba su sufrimiento. Tom volvió a tener la impresión de que Isabel se acercaba a un punto peligroso, quizá más de lo que nunca se había acercado.