Capítulo 9

9

—¿Te traigo una taza de té? —preguntó Tom. Se sentía impotente. Él era un hombre práctico: si le daban un instrumento técnico delicado, sabía mantenerlo; si le daban algo roto, sabía repararlo; se concentraba y era eficiente. Pero enfrentado a la tristeza de su esposa se sentía inútil.

Isabel ni siquiera lo miró. Tom volvió a intentarlo:

—¿Y unos polvos Vincent?

Las técnicas de primeros auxilios que enseñaban a los fareros incluían la reanimación de ahogados, el tratamiento de la hipotermia, la insolación, la desinfección de heridas, incluso los rudimentos de la amputación. Sin embargo, no incorporaban la ginecología, y por tanto los mecanismos de un aborto eran un misterio para Tom.

Habían transcurrido dos días desde aquella espantosa tormenta. Dos días desde que empezó el aborto. Isabel seguía sangrando y negándose a que su marido telegrafiara para pedir ayuda. Tom había montado guardia toda la noche, y cuando por fin volvió a la casa después de apagar la linterna, poco antes del amanecer, se caía de sueño. Al entrar en el dormitorio encontró a Isabel doblada por la cintura, y la cama empapada de sangre. Él jamás había visto una expresión tan desconsolada como la de sus ojos. «Lo siento mucho, Tom —le había dicho ella—. Lo siento, lo siento». Entonces le sobrevino otra oleada de dolor, y gimió apretándose el vientre con las manos, deseando que cesara aquel sufrimiento.

—¿Qué sentido tiene llamar a un médico? —decía Isabel ahora—. El bebé ya no está. —Dejó vagar la mirada—. ¿Por qué soy tan inútil? —masculló—. Para otras mujeres, tener hijos es coser y cantar.

—Basta ya, Izzy Bella.

—Es culpa mía, Tom. Seguro.

—Eso no es cierto, Izz. —Apoyó la cabeza en su pecho y le besó una y otra vez el cabello—. Tendremos otro. Cuando haya cinco mocosos correteando por ahí y metiéndose entre tus pies, todo esto te parecerá un sueño. —Le puso el chal sobre los hombros—. Hace un día muy bonito. Ven a sentarte en el porche. Te hará bien.

Se sentaron uno al lado del otro en unas butacas de mimbre; Isabel, tapada con una manta azul a cuadros, contemplaba el avance del sol por el cielo de finales de otoño.

Isabel recordó que cuando llegó a la isla la había impresionado tanto vacío; parecía un lienzo en blanco. Poco a poco había empezado a verla como la veía Tom, y había aprendido a reconocer sus sutiles cambios. Las nubes, que se formaban, se agrupaban y se deslizaban por el cielo; la forma de las olas, que obedecían al viento y las estaciones y que, si sabías interpretarlas, te decían el tiempo que haría al día siguiente. También se había familiarizado con los pájaros que aparecían de vez en cuando, contra todo pronóstico, transportados al azar, igual que las semillas que traía el viento, o las algas que el mar arrojaba a la orilla.

Se quedó mirando los dos pinos y de pronto lloró por su soledad.

—Debería haber bosques —dijo súbitamente—. Echo de menos los árboles, Tom. Echo de menos sus hojas y su olor y que haya tantos… Echo de menos los animales. ¡Echo de menos los canguros! Lo echo de menos todo.

—Ya lo sé, Izzy, cariño.

—¿A ti no te pasa lo mismo?

—Tú eres lo único de este mundo que necesito, Izz, y estás aquí. Todo lo demás se solucionará. Sólo es cuestión de tiempo.

Un fino velo aterciopelado lo cubría todo, por mucho empeño que pusiera Isabel en quitar el polvo: la fotografía de su boda; la fotografía de Hugh y Alfie vestidos de uniforme la semana que se alistaron, en 1916, sonrientes como si acabaran de invitarlos a una fiesta. No eran los chicos más altos de la AIF, la Fuerza Imperial Australiana, pero estaban llenos de entusiasmo, y muy apuestos con sus flamantes sombreros flexibles.

Su costurero estaba debidamente ordenado, aunque no impecable como el de su madre. Había agujas y alfileres clavados en el forro almohadillado verde claro, y las piezas de un trajecito de bautizo estaban todavía por unir, detenidas a media puntada como un reloj roto.

El pequeño collar de perlas que Tom le había regalado el día de la boda estaba en el fondo de la caja que le había hecho él mismo. Sobre la cómoda no había nada más, salvo el cepillo del pelo y las peinetas de carey.

Isabel fue al salón y observó el polvo, la grieta del yeso cerca del marco de la ventana, el borde deshilachado de la alfombra azul oscuro. Había que deshollinar la chimenea, y el forro de las cortinas estaba empezando a romperse debido a la exposición constante a unas condiciones meteorológicas extremas. Pero el simple hecho de pensar en arreglar algo de aquello requería más energía de la que Isabel podía reunir. Sólo unas semanas atrás se había sentido llena de esperanza y vigor. Ahora la habitación parecía un ataúd, y su vida se había detenido al borde.

Abrió el álbum de fotografías que su madre le había preparado como regalo de despedida, con las fotos de cuando era niña, con el nombre del estudio fotográfico, Gutcher’s, estampado en el dorso de cada retrato. Había una de sus padres el día de su boda; y una de la casa. Deslizó un dedo por la mesa, deteniéndose en el tapete de encaje que había hecho su abuela para su ajuar. Fue hasta el piano y lo abrió.

La madera de nogal estaba agrietada en algunos sitios. Las letras de pan de oro sobre el teclado rezaban «Eavestaff, Londres». Isabel había imaginado a menudo el viaje de aquel instrumento hasta Australia y las otras vidas que podría haber tenido: en una casa inglesa, o en una escuela, quizá combándose bajo la carga de escalas imperfectas tocadas por dedos pequeños y vacilantes, o incluso en un escenario. Sin embargo, debido a circunstancias extraordinarias, le había tocado vivir en aquella isla, y la soledad y el clima habían acabado por robarle la voz.

Pulsó el do central, tan despacio que no produjo ningún sonido. La tibia tecla de marfil era suave como las yemas de los dedos de su abuela, y su tacto la transportó a las tardes de clase de música, cuando tenía que practicar la escala de la bemol mayor en sentido contrario: una octava, y otra, y otra. La distraía el ruido de una bola de críquet contra la madera: Hugh y Alfie hacían el tonto fuera mientras ella, una señorita, adquiría habilidades y escuchaba a su abuela, que le explicaba otra vez la importancia de mantener las muñecas levantadas.

—¡Esto del sentido contrario es una estupidez! —protestaba Isabel.

—Pues tienes que aprenderlo, querida —insistía su abuela.

—¿No puedo salir a jugar al críquet, abuelita? Sólo un rato, y luego volveré.

—El críquet no es un juego para niñas. Vamos, el estudio de Chopin —decía con brío, y abría un libro con anotaciones a lápiz y pequeñas huellas de dedos manchados de chocolate.

Isabel volvió a acariciar la tecla. Sintió una repentina nostalgia, no sólo de la música, sino de aquella vez en que pudo haber salido, haberse recogido la falda y hacer de guardameta para sus hermanos. Pulsó las otras teclas, como si ellas pudieran devolverle aquel día. Pero lo único que se oyó fue el tableteo sordo de la madera contra la base del teclado, que tenía el fieltro gastado.

—¿Para qué lo queremos? —dijo, encogiéndose de hombros cuando entró Tom—. Ya no sirve. Como yo. —Y rompió a llorar.

Unos días más tarde estaban ambos de pie junto al acantilado.

Tom golpeaba con un martillo la pequeña cruz que había hecho con unas maderas arrastradas por el mar hasta la playa, hasta que quedó firmemente clavada en la tierra. Su esposa le había pedido que grabara estas palabras: «31 de mayo de 1922. Siempre te recordaremos».

Cogió la pala y cavó un hoyo para plantar la mata de romero que Isabel había cogido del herbario. Sintió náuseas; el chispazo de un recuerdo trazaba un arco que unía los martillazos y los golpes de pala. Le sudaban las palmas de las manos, pese a que la tarea requería muy poco esfuerzo físico.

Isabel observaba desde lo alto del acantilado las maniobras de la Windward Spirit para atracar. Ralph y Bluey no tardarían en subir, así que no había necesidad de bajar a recibirlos. Los marineros colocaron la pasarela, e Isabel se llevó una sorpresa al ver que un tercer hombre desembarcaba con ellos. No habían pedido que les enviaran a ningún empleado de mantenimiento.

Tom subió por el camino mientras los otros tres se entretenían en el embarcadero. El desconocido, que llevaba un maletín negro, tenía dificultades para mantenerse en pie después del viaje.

Isabel tenía el rostro crispado de ira cuando Tom se le acercó.

—¿Cómo te atreves?

—¿Que cómo me atrevo? —dijo él.

—¡Te dije que no lo hicieras, pero no me has hecho caso! Bueno, pues ya puedes decirle que se marche. Que no se moleste en subir hasta aquí. No quiero ni verlo.

Isabel parecía una cría cuando se enfadaba. A Tom le dieron ganas de reír, y su sonrisa la enfureció aún más. Puso los brazos en jarras.

—Te dije que no necesitaba ningún médico, y tú lo has hecho venir sin avisarme. No pienso permitir que me toquetee para no decirme nada que yo no sepa ya. ¡Debería darte vergüenza! Ya puedes ir a ocuparle de ellos.

—Izzy. ¡Espera, Izzy! No te pongas así, cariño. No es… —Pero ella ya estaba demasiado lejos para oír el resto de sus palabras.

—¿Qué? —dijo Ralph cuando llegó junto a Tom—. ¿Qué ha dicho? ¡Se habrá puesto contentísima!

—No exactamente. —Tom metió los puños en los bolsillos.

—Pero si… —Ralph lo miró desconcertado—. Yo creía que se pondría loca de contento. Hilda tuvo que emplear todos sus encantos para convencerlo de que viniera, ¡y te aseguro que mi mujer no derrocha sus encantos!

—Es que… —Tom no sabía si explicárselo—. Ha habido un pequeño malentendido. Lo siento. Le ha dado una pataleta. En estos casos, lo único que se puede hacer es cerrar las escotillas y esperar a que pase la tormenta. Lo cual quiere decir que tendré que preparar bocadillos para comer.

En ese momento se acercaron Bluey y el otro hombre. Después de las presentaciones, entraron los cuatro en la casa.

Sentada en la hierba, cerca de la cala que había bautizado «Traicionera», Isabel hervía de indignación. Detestaba que sus trapos sucios quedaran a la vista de todos. Detestaba que Ralph y Bluey tuvieran que saberlo. Seguro que se habían pasado todo el viaje hablando de sus asuntos privados y a saber qué más. Que Tom hubiera hecho venir al médico sin que ella lo hubiese pedido le parecía una traición.

Contempló el agua, el viento inflando las olas, que al amanecer eran meras ondulaciones. Pasaban las horas. Isabel tenía hambre y sueño, pero no pensaba acercarse a la casa mientras estuviera allí el médico. Se concentró en el entorno. Se fijó en la textura de cada hoja, en los diferentes tonos de verde. Escuchó los diferentes sonidos del viento, el agua y los pájaros. Oyó un ruido extraño: una nota insistente, breve, repetida. ¿Provenía del faro? ¿De la casa? No era el clásico golpeteo metálico del taller. Volvió a oírlo, y se lijó en que el tono era diferente. En Janus, el viento arrastraba los sonidos en distintas frecuencias, distorsionándolos a medida que cruzaban la isla. Dos gaviotas se posaron cerca de allí y empezaron a pelearse por un pez, y aquel ruido, sumamente débil, se perdió.

Isabel siguió cavilando hasta que un sonido inconfundible transportado por el viento cambiante atrajo su atención. Era una escala; sonaba imperfecta, pero el tono iba mejorando poco a poco.

Nunca había oído que Ralph o Bluey mencionaran el piano, y Tom no sabía tocar ni la más sencilla canción infantil. Debía de ser aquel maldito médico, decidido a poner los dedos donde no debía. Ella nunca había conseguido sacarle una melodía a aquel piano, y sin embargo ahora parecía cantar. Impulsada por la rabia, Isabel echó a andar por el camino, dispuesta a alejar a aquel intruso del instrumento, de su cuerpo y de su casa.

Pasó por los cobertizos, donde Tom, Ralph y Bluey amontonaban sacos de harina.

—Buenas tardes, Isab… —intentó saludarla Ralph, pero ella pasó de largo a grandes zancadas y entró en la casa.

Irrumpió en el salón.

—Si no le importa, eso es un instrumento muy deli… —empezó, pero no terminó la frase, pues se quedó perpleja al ver el piano completamente desmontado, una caja de herramientas abierta, y al desconocido haciendo girar la tuerca de encima de una de las cuerdas de cobre del registro grave con una llave diminuta, al mismo tiempo que pulsaba la tecla correspondiente.

—Una gaviota momificada. Ése era el problema —dijo el hombre sin darse la vuelta—. Bueno, uno de los problemas. Eso y veinte años de arena, sal y Dios sabe qué más. En cuanto haya cambiado algunos de los fieltros, empezará a sonar mejor. —Mientras hablaba, seguía pulsando la tecla y girando la tuerca con la llave—. He visto de todo en los años que llevo en esta profesión. Ratas muertas. Bocadillos. Un gato disecado. Podría escribir un libro sobre las cosas que acaban dentro de un piano, aunque no sabría explicar cómo llegan allí. Dudo que esta gaviota llegara hasta aquí volando, por ejemplo.

Isabel, desconcertada, se había quedado sin habla. Todavía tenía la boca abierta cuando notó una mano sobre su hombro, y al volverse vio a Tom. Se ruborizó.

—Te has llevado una buena sorpresa, ¿eh? —dijo él, y la besó en la mejilla.

—Bueno… bueno, es que… —Se le quebró la voz.

Tom la cogió por la cintura y se quedaron los dos un momento así, frente contra frente, antes de echarse a reír.

Isabel pasó varias horas allí sentada, mientras el afinador, poco a poco, lograba un sonido más claro y hacía que las notas volvieran a sonar. Cuando hubo terminado, interpretó un fragmento del coro del Aleluya.

—He hecho todo lo que he podido, señora Sherbourne —dijo, mientras recogía sus herramientas—. Tendríamos que llevarlo al taller, pero el viaje de ida y vuelta le haría más mal que bien. No ha quedado perfecto ni mucho menos, pero se puede tocar. —Apartó la banqueta y agregó—: ¿Quiere probarlo?

Isabel se sentó al teclado y tocó la escala de la bemol mayor en sentido contrario.

—¡Suena mucho mejor que antes! —declaró. Tocó las primeras notas de un aria de Händel; iba rescatando la melodía de su memoria cuando alguien carraspeó. Era Ralph, que estaba detrás de Bluey en el umbral.

—¡No pare! —dijo Bluey cuando Isabel volvió la cabeza para saludarlos.

—Soy una maleducada. Lo siento mucho —se disculpó ella, e hizo ademán de levantarse.

—Nada de eso —repuso Ralph—. Y tome. Esto se lo manda Hilda. —Mostrando la mano que tenía a la espalda, le acercó un paquete atado con una cinta roja.

—¡Oh! ¿Puedo abrirlo ahora mismo?

—Será mejor que sí. Si no le hago una crónica detallada, no me dejará en paz.

Isabel abrió el envoltorio y encontró las Variaciones Goldberg de Bach.

—Dice Tom que usted sabe tocarlas con los ojos cerrados.

—Hace años que no las toco. Pero… ¡me encantan! ¡Muchas gracias! —Abrazó a Ralph y lo besó en la mejilla—. Y a ti también, Bluey —añadió, e iba a besarlo también en la mejilla, pero él volvió la cara y el beso fue a parar a sus labios.

Bluey se ruborizó y agachó la cabeza.

—Yo no he tenido mucho que ver con todo esto —dijo, pero Tom protestó:

—No te creas ni una palabra. Bluey fue a buscar a este caballero en coche a Albany. Tardó todo el día.

—En ese caso, te mereces otro beso —dijo Isabel, y se lo plantó, ahora sí, en la mejilla.

»¡Y usted también! —añadió, y besó al afinador.

Esa noche, mientras comprobaba el capillo, Tom disfrutó de una velada de Bach; las notas, disciplinadas, subían por la escalera del faro y resonaban en la cámara de iluminación, revoloteando entre los prismas. Isabel era misteriosa, como el mercurio que hacía girar la lámpara. Éste podía curar y envenenar; podía soportar todo el peso de la lámpara, pero también podía fracturarse en un millar de partículas inaprensibles, salir despedido en todas direcciones, huir de sí mismo. Tom salió al balcón. Mientras las luces de la Windward Spirit desaparecían tras el horizonte, murmuró una silenciosa oración por Isabel y por su vida juntos. Entonces cogió el cuaderno de servicio y, en la columna de «Observaciones» del miércoles 13 de septiembre de 1922, escribió:

«Visita barca de avituallamiento: Archie Pollock, afinador de pianos. Con autorización previa».