Capítulo 8

8

Quizá todo el tiempo que pasé sin ti sólo era una prueba para comprobar si te merecía, Izz. Estaban tumbados en la hierba, sobre una manta, tres meses después de la llegada de Isabel a Janus. Era una noche de abril, templada todavía, y adornada por relucientes estrellas. Isabel tenía los ojos cerrados, la cabeza apoyada en la parte interior del codo de Tom, mientras él le acariciaba el cuello.

—Eres mi otra mitad del cielo —dijo él.

—¡No sabía que fueras poeta!

—No me lo he inventado yo. Lo leí en algún sitio… ¿un poema en latín? ¿Un mito griego? Algo así, no lo sé.

—¡Tú y tu refinada educación de colegio privado! —bromeó ella.

Era el cumpleaños de Isabel. Tom le había preparado el desayuno y la cena, y observó cómo desataba el lazo del gramófono de manivela que había hecho traer, conspirando con Ralph y Bluey, para compensarla por el hecho de que el piano que con tanto orgullo le había enseñado a su llegada estaba completamente estropeado tras tantos años de abandono. Isabel llevaba todo el día escuchando a Chopin y Brahms, y ahora se oían los compases de El Mesías de Händel en el faro, donde lo habían colocado para resonara en aquella cámara acústica natural.

—Me encanta eso que haces —dijo Tom mientras Isabel se enroscaba un mechón de pelo en el dedo para luego soltarlo y empezar con otro.

—Mi madre dice que es una mala costumbre —repuso un poco cohibida—. Lo hago desde que era pequeña. Ni siquiera me doy cuenta.

Tom le cogió un mechón de pelo y se lo lió en un dedo; luego lo soltó y dejó que se desenroscara, como una serpentina.

—Cuéntame otra leyenda —dijo Isabel.

Tom caviló un momento.

—¿Sabes que la palabra «enero» proviene de «Janus»? El nombre del mes proviene del mismo Dios que da nombre a esta isla, Jano. Tiene dos caras que miran en direcciones opuestas. Un tipo bastante feo.

—¿Dios de qué?

—De las puertas. Siempre mira en ambas direcciones, dividido entre dos formas de ver las cosas. Enero mira hacia el nuevo año y hacia el que acaba de terminar. Jano ve el pasado y el futuro. Y la isla mira hacia dos océanos diferentes, hacia el Polo Sur y el Ecuador.

—¡Sí, claro! ¿Pretendes que me lo crea? —Le pellizcó la nariz y se echó a reír—. Era broma. Me encanta que me cuentes cosas. Háblame más de las estrellas. ¿Dónde dices que está el Centauro?

Tom le besó la yema de un dedo y le estiró el brazo hasta alineárselo con la constelación.

—Allí.

—¿Es tu favorita?

—Mi favorita eres tú. Eres mejor que todas las estrellas juntas. —Se inclinó para besarle el vientre—. ¿O debería decir que los dos sois mis favoritos? Pero ¿y si son gemelos? ¿O trillizos?

La cabeza de Tom subía y bajaba lentamente al compás de la respiración de Isabel.

—¿Oyes algo? ¿Ya te habla? —preguntó ella.

—Sí, dice que tengo que llevar a su mamá a la cama antes de que refresque más. —Cogió a su esposa en brazos y la llevó sin esfuerzo hasta la casa mientras, en el faro, el coro anunciaba: «… porque ha nacido un Niño».

Isabel se sintió muy orgullosa cuando escribió a su madre para darle la noticia del futuro nacimiento.

—Ay, no sé, me gustaría nadar hasta la costa o algo así para poder decírselo. ¡No sé si podré esperar a que llegue la barca! —Besó a Tom y le preguntó—: ¿No deberíamos escribirle a tu padre? ¿O a tu hermano?

Él se levantó y empezó a secar los platos que estaban en el escurridero.

—No hace falta —se limitó a decir.

Por su expresión de contrariedad, aunque no de enfado, Isabel supo que no debía insistir. Le quitó el trapo de la mano.

—De esto me encargo yo. Tú ya tienes suficiente trabajo.

Tom le acarició el hombro y repuso:

—Voy a seguir un poco con tu mecedora. —Se esforzó por sonreír y salió de la cocina.

En el cobertizo, echó un vistazo a las piezas de la mecedora que quería fabricarle a Isabel. Había intentado recordar la que su madre usaba para mecerlo a él, mientras le contaba cuentos. Su cuerpo recordaba la sensación de ser abrazado por ella, algo que durante décadas había permanecido olvidado. Se preguntó si en el futuro su hijo conservaría un recuerdo de las caricias de Isabel. La maternidad era un asunto muy misterioso. Qué valiente debía ser una mujer para embarcarse en algo así, pensó mientras reflexionaba sobre la trayectoria vital de su madre. Sin embargo, Isabel parecía absolutamente decidida. «Es ley de vida, Tom. No hay nada que temer».

Cuando consiguió dar con su madre, Tom tenía veintiún años y estaba a punto de acabar sus estudios de Ingeniería. Por fin llevaba las riendas de su vida. La dirección que le había facilitado el detective privado correspondía a una pensión de Darlinghurst.

Ante la puerta, con el estómago hecho un torbellino de esperanza y terror, se sintió como si de pronto volviera a tener ocho años. Los sonidos de otras desesperaciones se colaban por debajo de las puertas del estrecho pasillo de madera: en la habitación de al lado, los sollozos de un hombre, una mujer que gritaba «¡No podemos seguir así!», y el llanto de un bebé; un poco más allá, el crujir frenético del cabecero de una cama mientras probablemente la mujer que estaba tendida en ella se ganaba el sustento.

Tom comprobó la dirección anotada con lápiz en el papel. Sí, era el número de habitación correcto. Registró una vez más su memoria en busca de la amable voz de su madre: «Aúpa, pequeño Thomas. ¿Vamos a vendarte ese rasguño?».

No abrieron a la primera, así que volvió a llamar. Al final accionó el picaporte con vacilación, y la puerta cedió enseguida. La fragancia inconfundible lo asaltó de inmediato, pero al cabo de un segundo Tom se dio cuenta de que estaba contaminada por un olor a alcohol barato y tabaco. Distinguió en la penumbra una cama deshecha y una butaca estropeada de tonos marrones. Había una grieta en el cristal de la ventana, y una rosa ya marchita en un jarrón.

—¿Busca a Ellie Sherbourne? —La voz pertenecía a un hombre calvo y enjuto que había aparecido en el umbral detrás de Tom.

Resultaba muy extraño oír aquel nombre en voz alta. Y Ellie… Nunca se habría imaginado que alguien pudiera llamarla así.

—Sí, la señora Sherbourne. ¿Cuándo volverá?

El hombre soltó una risotada.

—No volverá. Y es una pena, porque me debe un mes de alquiler.

La realidad era errónea. Tom no conseguía hacerla encajar con la imagen del reencuentro que había planeado, con el que llevaba años soñando. Se le aceleró el pulso.

—¿Ha dejado alguna dirección?

—Donde ella ha ido no hay direcciones que valgan. Murió hace tres semanas. He venido a recoger los últimos trastos.

Entre todas las escenas posibles que Tom había imaginado ninguna acababa así. Se quedó completamente inmóvil.

—¿Se marcha o piensa quedarse? —preguntó el hombre con aspereza.

Tom vaciló un momento, abrió su cartera y sacó cinco libras.

—Esto es para el alquiler —dijo en voz baja, y salió con premura al pasillo, conteniendo las lágrimas.

El hilo de esperanza que llevaba tanto tiempo protegiendo se había partido en una callejuela de Sidney, cuando el mundo estaba al borde de una guerra. Un mes más tarde se había alistado registrando a su madre como su pariente más cercano, con la dirección de la pensión. Los oficiales de reclutamiento no eran muy escrupulosos con los detalles.

Tom pasó las manos por la única pieza de madera que había torneado e intentó imaginar qué le diría a su madre en una carta si ella estuviera viva, cómo le daría la noticia del bebé.

Cogió la cinta métrica y pasó al siguiente trozo de madera.

—Zebedee. —Isabel miró a Tom con cara de póquer; las comisuras de su boca temblaban ligeramente.

—¿Qué? —preguntó Tom, e hizo una pausa en su tarea de frotarle los pies.

—Zebedee —repitió ella, y volvió a taparse la cara con el libro para que Tom no pudiera vérsela.

—No lo dices en serio, ¿verdad? ¿Qué clase de nombre…?

Isabel adoptó una expresión dolida.

—Mi tío abuelo se llamaba así. Zebedee Zanzibar Graysmark.

Tom la miró mientras ella continuaba:

—Le prometí a mi abuela en su lecho de muerte que si alguna vez tenía un hijo varón lo llamaría como su hermano. No puedo dejar de cumplir una promesa.

—Yo tenía pensado algo un poco más normal.

—¿Estás llamando anormal a mi tío abuelo? —Isabel no pudo contenerse más y soltó una carcajada—. ¡Te lo has creído! ¡Te lo has creído del todo!

—¡Serás picara! ¡Te arrepentirás!

—¡No! ¡Para! ¡Para!

—¡No tendré piedad! —bromeó él, mientras le hacía cosquillas en la barriga y el cuello.

—¡Me rindo!

—¡Ahora ya es demasiado tarde!

Estaban tumbados en la hierba, al borde de la Playa del Naufragio. Avanzaba la tarde y la luz, tenue, teñía la arena de amarillo.

De pronto Tom paró.

—¿Qué pasa? —preguntó Isabel mirando por entre el largo cabello que le tapaba la cara.

Él le apartó los mechones de los ojos y la miró. Isabel le puso una mano en la mejilla.

—Tom…

—A veces me quedo pasmado. Hace tres meses estábamos solos tú y yo, y ahora hay otra vida que ha surgido de no se sabe dónde, como…

—… como un bebé.

—Sí, como un bebé, pero es algo más que eso, Izz. Antes de que tú llegaras, me sentaba en la cámara de iluminación y me preguntaba qué es la vida. Es decir, comparada con la muerte… —Se interrumpió—. Estoy diciendo tonterías. Mejor me callo.

Isabel le puso la mano bajo el mentón.

—Casi nunca hablas de cosas así, Tom. Cuéntame.

—No sé si puedo expresarlo con palabras. ¿De dónde surge la vida?

—¿Tanto importa?

—¿El qué?

—Que sea un misterio. Que no lo entendamos.

—Había veces en que yo quería una respuesta. Eso sí lo sé. Cuando veía a un hombre exhalar el último aliento, me daban ganas de preguntarle: «¿Adónde has ido? Hace sólo unos segundos estabas aquí a mi lado, y ahora unos trozos de metal te han agujereado la piel, porque te han golpeado a suficiente velocidad, y de pronto estás en otro sitio. ¿Cómo es posible?».

Isabel se rodeó las rodillas con un brazo y con la otra mano se puso a arrancar briznas de hierba.

—¿Crees que las personas recuerdan esta vida cuando se van? ¿Crees que en el cielo mi abuela y mi abuelo, por ejemplo, salen por ahí a pasear?

—No tengo ni idea —contestó Tom.

Con repentina urgencia, Isabel preguntó:

—Cuando nosotros muramos, Dios no nos separará, ¿verdad, Tom? Nos dejará estar juntos, ¿verdad?

Él la abrazó.

—Mira lo que he hecho. Debería haber mantenido la boca cerrada. Va, estábamos escogiendo un nombre. Y yo intentaba rescatar a un pobre recién nacido del destino de llamarse Zebedee no-sé-qué Zanzibar. ¿Y los nombres de niña?

—Alice, Amelia, Annabel, April, Ariadne…

Tom arqueó las cejas.

—¡Ya empezamos! ¡Ariadne! Bastante tendrá con vivir en un faro. No la hagamos cargar, encima, con un nombre del que todo el mundo se reirá.

—Sólo nos quedan doscientas páginas más —dijo Isabel esbozando una sonrisa.

—Pues será mejor que continuemos.

Esa noche, mientras miraba desde el balcón, Tom volvió a plantearse aquellas preguntas. ¿Dónde había estado el alma de aquella criatura? ¿Adónde iría? ¿Dónde estaban las almas de los hombres que habían bromeado, saludado y avanzado por el barro con él?

Allí estaba él, sano y salvo, con una hermosa esposa, y un alma había decidido unirse a ellos. Un ser surgido de la nada iba a llegar al rincón más alejado de la tierra. Tom había pasado tanto tiempo en la mira de la muerte que parecía imposible que la vida estuviera apostando por él.

Entró en la cámara de iluminación y volvió a mirar la fotografía de Isabel colgada en la pared. Todo aquello le parecía un misterio. Un gran misterio.

El otro regalo de Tom, que la barca les había llevado en su último viaje, era el Manual de puericultura de la madre australiana, del doctor Samuel B. Griffiths. Isabel lo leía siempre que tenía ocasión.

No paraba de lanzarle información a Tom: «¿Sabías que las rótulas de los bebés no son de hueso?». O: «¿A qué edad crees que los niños pueden empezar a comer con una cucharilla?».

—Ni idea, Izz.

—A ver si lo adivinas.

—En serio. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—¡Ay, qué soso eres! —protestaba ella, y volvía a enfrascarse en el libro en busca de más datos.

Al cabo de unas semanas, las páginas tenían los bordes sobados y manchas de hierba de los ratos que Isabel pasaba leyendo en el cabo.

—Vas a tener un bebé, no a presentarte a un examen.

—Es que quiero hacer las cosas bien. ¿No ves que no puedo ir un momento a la casa de al lado a preguntárselo a mi madre?

—Ay, Izzy Bella —rió Tom.

—¿Qué pasa? ¿Qué te hace gracia?

—Nada. Nada, de verdad. No te cambiaría por nada del mundo.

Isabel sonrió y le dio un beso.

—Vas a ser un padre fabuloso, lo sé. —Lo miró con gesto inquisitivo.

—¿Qué? —preguntó Tom.

—Nada.

—No, en serio, ¿qué pasa?

—Pensaba en tu padre. ¿Por qué nunca me hablas de él?

—No te pierdes gran cosa.

—Pero ¿cómo era?

Tom reflexionó. ¿Cómo podía resumírselo? ¿Cómo iba a explicar su mirada, el vacío invisible de que siempre se rodeaba para no llegar a establecer contacto con nada?

—Era correcto. Y siempre hacía lo correcto en todas las circunstancias. Conocía las normas y se ceñía a ellas, pasara lo que pasara. —Recordó la alta y recta figura que había ensombrecido su infancia. Dura y fría como una tumba.

—¿Era muy estricto?

Tom rió con amargura.

—Estricto es poco. —Se llevó una mano al mentón mientras especulaba—. Tal vez sólo quería asegurarse de que sus hijos no se rebelarían. Nos atizaba con la correa por cualquier cosa. Bueno, me atizaba a mí. Cecil siempre se chivaba; con él era más indulgente. —Volvió a reír—. Pero ¿sabes qué? Eso hizo que la disciplina militar me resultara fácil. Nunca sabes de qué cosas vas a estar agradecido. —Adoptó un gesto serio—. Y supongo que también hizo que fuera más fácil estar allí, porque sabía que no había nadie que se moriría de pena si recibía el telegrama.

—¡Tom! ¡No digas eso!

Él atrajo la cabeza de Isabel hacia su pecho y le acarició el cabello en silencio.

A veces el océano no es el océano. No es azul; ni siquiera es agua, sino una explosión violenta de energía y peligro: ferocidad de una magnitud que sólo los dioses pueden lograr. Se arroja contra la isla lanzando espuma por encima del faro, arrancando trozos de acantilado. Y el ruido que hace es el rugido de una bestia cuya ira no conoce límites. Es en esas noches cuando más necesario es el faro.

En las peores tormentas, Tom se queda toda la noche en la cámara de iluminación si es preciso, calentándose con la estufa de queroseno, bebiendo té con azúcar de un termo. Piensa en los pobres desdichados que están en los barcos y da gracias a Dios por estar a salvo. Busca bengalas de socorro, tiene el bote preparado, aunque no sabe de qué serviría con un mar así.

Aquella noche de mayo, cogió libreta y lápiz y empezó a sumar cifras. Su salario anual era de 327 libras. ¿Cuánto costaba un par de zapatos de niño? Según Ralph, a los críos no les duraban nada. Luego estaba la ropa. Y los libros de texto. Claro que, si Tom se quedaba en los faros de mar adentro, Isabel tendría que enseñar a los niños en casa. Pero en noches como aquélla, se preguntaba si era justo imponerle esa vida a alguien, especialmente a un niño. Podía defenderse de esos pensamientos con las palabras de Jack Throssel, un farero al que había conocido en el este. «Es la vida ideal para los niños, te lo juro —le había dicho—. Yo tengo seis y son todos estupendos. Se pasan el día jugando y haciendo diabluras: explorando cuevas, jugando a las casitas. Son una pandilla de pioneros. Y mi mujer se asegura de que estudien. Créeme, criar a los hijos en un faro es pan comido».

Tom siguió con sus cálculos: cómo podía ahorrar un poco más, asegurarse de que reservaba suficiente para ropa, médicos y… Dios sabía qué más. La perspectiva de ser padre lo ponía nervioso, le preocupaba y lo emocionaba, todo a la vez.

Su mente divagó de nuevo hacia los recuerdos de su padre, mientras la tormenta bramaba alrededor del faro impidiéndole oír cualquier otro ruido. Impidiéndole oír los gritos de Isabel pidiendo ayuda.