7
—¿Lo ves? Como está a tanta altura sobre el nivel del mar, la luz llega más allá de la curvatura de la tierra, más allá del horizonte. No el haz, sino el destello.Tom estaba de pie detrás de Isabel en el balcón del faro, rodeándola con los brazos, la barbilla apoyada en el hombro de ella. El sol de enero sembraba motas doradas en el oscuro cabello de Isabel. Era 1922, y su segundo día solos en Janus. Tras una breve luna de miel en Perth, habían ido directamente a la isla.
—Es como ver el futuro —dijo Isabel—. Puedes avanzarte en el tiempo para salvar el barco antes de que éste sepa que necesita ayuda.
—Cuanto más alto es el faro, y cuanto mayor es el aparato óptico, mayor alcance tiene. Éste llega más lejos que ningún otro.
—¡No había estado a tanta altura en toda mi vida! ¡Es como volar! —exclamó Isabel, y se separó de Tom para dar otra vuelta completa a la torre—. ¿Y cómo dices que se llama el destello?
—Apariencia. Todos los faros costeros tienen una apariencia diferente. Éste destella cuatro veces en cada rotación de veinte segundos. Los barcos saben, por los destellos a intervalos de cinco segundos, que esto es Janus, y no Leeuwin, Breaksea ni otro sitio.
—¿Cómo lo saben?
—Los barcos tienen una lista de los faros por los que pasarán en su trayecto. Para un capitán, el tiempo es oro. Siempre tienen la tentación de ceñirse un poco más al doblar el cabo, quieren ser los primeros en descargar su mercancía y volver a cargar. Además, cuantos menos días pasen en el mar, más se reduce la paga de la tripulación. El faro está aquí para prevenirlos, para que no pierdan la cabeza.
A través de la cristalera, Isabel veía las gruesas cortinas negras de la cámara de iluminación.
—¿Para qué sirven? —preguntó.
—Sirven de protección. La lente no distingue qué luz es la que aumenta. Si puede convertir una pequeña llama en una luz equivalente a un millón de candelas, imagínate lo que sería capaz de hacer con la luz del sol cuando la lente permanece quieta todo el día. Si te encuentras a diez kilómetros no pasa nada, pero a un par de palmos no es lo mismo. Por eso hay que protegerla. Y al mismo tiempo te proteges tú. Si entrara ahí dentro de día y no estuvieran echadas las cortinas, me freiría. Ven y te enseñaré cómo funciona.
La puerta de hierro se cerró ruidosamente tras ellos cuando entraron en la cámara de iluminación; una vez allí se metieron por la abertura para acceder a la óptica.
—Esto es una óptica de primera categoría, de las más potentes que se fabrican.
Isabel vio los arcoíris que lanzaban los prismas.
—¡Qué bonita es!
—Esa pieza de cristal grueso es la lente central. Esta óptica tiene cuatro, pero el número varía según la apariencia. La fuente luminosa tiene que estar exactamente a la misma altura que esas lentes centrales, para que la óptica concentre la luz en cuatro haces.
—¿Y qué son todos esos círculos de cristal alrededor de la lente central?
En torno al centro de la lente había una serie de aros separados de cristal triangular, como aros de una diana.
—Los ocho primeros refractan la luz: la tuercen de modo que en lugar de apuntar a la luna o al fondo del océano, donde no le harían ningún bien a nadie, vaya directamente mar adentro: es como si le hicieran doblar una esquina. Los aros que hay por encima y por debajo del anillo metálico… ¿Los ves? Hay catorce. Aumentan de grosor a medida que se alejan del centro: desvían la luz hacia abajo, y así la luz se concentra en un solo haz, en lugar de salir disparada en todas direcciones.
—Y así toda la luz trabaja para ganarse el sustento —dijo Isabel.
—Es una forma de decirlo. Y esto es la fuente luminosa propiamente dicha —añadió Tom señalando el pequeño quemador colocado sobre el soporte metálico, en el mismo centro de la óptica, con una malla en la parte superior.
—No parece gran cosa.
—Ahora no lo es. Pero esa malla es un capillo incandescente, y hace que el petróleo gasificado, al arder, brille como una estrella una vez aumentada la luz. Esta noche te lo enseñaré.
—¡Tenemos nuestra propia estrella! ¡Es como si hubieran creado el mundo sólo para nosotros! Con el sol y el océano. Nos tenemos el uno al otro para nosotros solos.
—Me temo que en el Departamento de Puertos y Faros creen que son ellos los que me tienen para ellos solos.
—Ni vecinos entrometidos ni parientes pesados. —Le mordisqueó la oreja—. Solos tú y yo…
—Y los animales. Por suerte en Janus no hay serpientes. Por aquí hay islas que están llenas. Pero hay un par de arañas que pueden darte un pellizco, así que abre bien los ojos. Hay… —A Tom le estaba costando terminar su discurso sobre la fauna local porque Isabel seguía besándolo, mordisqueándole la oreja y metiéndole las manos en los bolsillos de manera que le costaba pensar y mucho más hablar coherentemente—. Esto que trato de explicarte… —continuó con esfuerzo— es importante, Izz. Debes tener cuidado con… —Y soltó un gemido cuando los dedos de ella encontraron su objetivo.
—Conmigo —dijo ella riendo—. ¡Soy la criatura más mortífera de esta isla!
—Aquí no, Izz. En medio de la linterna no. Vamos… —Inspiró hondo—. Vamos abajo.
—¡Sí, aquí! —rió Isabel.
—Esto es propiedad del gobierno.
—¿Y qué? ¿Vas a tener que registrarlo en el cuaderno de servicio?
Tom tosió, incómodo.
—Técnicamente… Estos materiales son muy delicados y cuestan más dinero del que tú o yo llegaremos a ganar en toda nuestra vida. No quiero tener que inventarme una excusa para explicar cómo se rompió algo. Vamos abajo.
—¿Y si me niego? —bromeó ella.
—En ese caso supongo que tendré que… —La cogió en brazos—. Tendré que obligarte. —Y bajó con ella los casi doscientos estrechos escalones.
—¡Esto es el paraíso! —exclamó Isabel al día siguiente, mientras contemplaba un océano plano azul turquesa.
El viento había declarado una tregua de bienvenida y el sol volvía a calentar.
La había llevado a la laguna, una plácida y extensa masa de agua de un azul ultramarino, de apenas dos metros de profundidad, y estaban nadando.
—Menos mal que te gusta. No tendremos un permiso hasta dentro de tres años.
Isabel lo rodeó con los brazos.
—Estoy donde quiero estar y con el hombre con el que quiero estar. Es lo único que me importa.
Tom la hizo girar suavemente, describiendo un círculo mientras decía:
—A veces los peces se cuelan aquí por los huecos entre las rocas. Puedes sacarlos del agua con una red, o incluso sólo con las manos.
—¿Cómo se llama esta laguna?
—No tiene nombre.
—Todo merece tener un nombre, ¿no te parece?
—Pues pónselo tú.
Isabel caviló un momento.
—Declaro bautizada esta laguna con el nombre de Lago del Paraíso. —Recogiendo agua con una mano ahuecada, la lanzó contra una roca—. Aquí será donde vendré a nadar.
—Aquí no correrás peligro. Pero ten los ojos bien abiertos por si acaso.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Isabel mientras chapoteaba, sin prestar mucha atención.
—Normalmente los tiburones no pueden pasar entre las rocas, a menos que haya una marea muy alta o una tormenta, de modo que en ese sentido no creo que debas preocuparte.
—¿No lo crees?
—Pero debes tener cuidado con otras cosas. Los erizos de mar, por ejemplo. Mira dónde pones el pie cuando camines sobre rocas sumergidas, porque las púas se te pueden clavar en el pie, partirse y provocarte una infección. Y las rayas venenosas se entierran en la arena cerca de la orilla; si les pisas el aguijón de la cola, puedes tener problemas. Y si la raya da un coletazo y te clava el aguijón cerca del corazón… —Isabel se había quedado callada—. ¿Estás bien, Izz?
—Oyéndote recitarlo todo de un tirón se ve de otra manera, sobre todo porque estamos muy lejos para pedir ayuda.
Tom la abrazó y la llevó hasta la orilla.
—Yo cuidaré de ti, tesoro. No te preocupes —dijo con una sonrisa. Le besó los hombros y le apoyó la cabeza en la arena para besarla en la boca.
En el armario de Isabel, junto a los montones de gruesas prendas de lana, hay colgados unos cuantos vestidos floreados, fáciles de lavar, resistentes para sus nuevas tareas, como dar de comer a las gallinas u ordeñar las cabras, recoger hortalizas o limpiar la cocina. Cuando pasean por la isla se pone unos pantalones viejos de su esposo remangados más de un palmo y sujetos con un cinturón de cuero gastado, y una camisa sin cuello. Siempre que puede va descalza, porque le gusta notar el suelo en la planta de los pies, pero cuando camina por los acantilados tiene que ponerse unas zapatillas de lona para protegerlos del granito. Explora los límites de su nuevo mundo.
Una mañana, poco después de su llegada, un poco ebria de tanta libertad, decidió experimentar.
—¿Qué te parece mi nuevo atuendo? —le preguntó a Tom cuando fue a llevarle un sándwich a la sala de guardias a mediodía, completamente desnuda—. Creo que con el día tan precioso que hace no necesito ponerme ropa.
Tom arqueó una ceja y esbozó una sonrisa.
—Muy bonito. Pero pronto te cansarás de eso, Izz. —Le acarició la barbilla mientras cogía el sándwich—. Para sobrevivir en los faros de mar adentro hay que hacer ciertas cosas, querida, si quieres seguir siendo normal: comer a la hora adecuada, pasar las hojas del calendario… —Se rió—. Y dejarte la ropa puesta. Créeme, cariño.
Isabel se ruborizó, volvió a la casa y se puso varias capas de ropa: camisola y enagua, un vestido suelto, una rebeca; luego se calzó unas botas de goma y fue a coger patatas con un vigor innecesario bajo un sol reluciente.
—¿Tienes un mapa de la isla?
Tom sonrió.
—¿Te da miedo perderte? Ya llevas varias semanas aquí. Si caminas en la dirección opuesta del agua, tarde o temprano llegarás a casa. Y el faro también te ayudará a orientarte.
—Necesito un mapa. Tiene que haber alguno, ¿no?
—Claro que sí. Hay mapas de toda la región, pero no sé de qué te van a servir. No hay muchos sitios adonde ir.
—Hazme caso, querido esposo —dijo ella, y lo besó en la mejilla.
Más tarde, esa misma mañana, Tom apareció en la cocina con un gran rollo que entregó a Isabel con burlona ceremonia.
—Sus deseos son órdenes, milady.
—Gracias, milord —replicó ella en el mismo tono—. Nada más, de momento. Puede marcharse.
Tom se acarició la barbilla; se adivinaba una sonrisa en su boca.
—¿Se puede saber que estás tramando, jovencita?
—¡No es asunto tuyo!
Los días siguientes, Isabel salió de excursión todas las mañanas, y por la tarde se encerraba en el dormitorio, pese a que Tom estaba ocupado con su trabajo.
Una noche, después de secar los platos de la cena, fue a buscar el rollo y se lo entregó a Tom.
—Esto es para ti.
—Gracias, cariño. —Estaba leyendo un libro raído sobre nudos marineros. Levantó brevemente la cabeza—: Mañana lo guardaré.
—Es que es para ti.
—Es el mapa, ¿no?
Isabel esbozó una picara sonrisa.
—Si no lo miras no lo sabrás.
Tom desenrolló el papel y vio que el mapa se había transformado. Habían aparecido numerosas anotaciones, acompañadas de dibujos y flechas en color. Lo primero que pensó fue que aquel mapa era propiedad de la Commonwealth y que en la siguiente inspección tendría que pagar su precio. Ahora estaba cubierto de nombres.
—¿Y bien? —preguntó ella, sonriente—. No me parecía bien que los sitios no tuvieran nombre. Le he puesto nombre a todo, ¿lo ves?
Todas las calas, los acantilados, las rocas y los prados estaban rotulados con un nombre, tal como Isabel había hecho con el Lago del Paraíso: Rincón Borrascoso, Roca Traicionera, Playa del Naufragio, Cala Tranquila, Mirador de Tom, Acantilado de Izzy, y muchos más.
—Supongo que yo nunca los había contemplado como lugares independientes. Para mí todo es Janus —dijo Tom sonriendo.
—Es un mundo hecho de muchas cosas diferentes. Cada lugar merece un nombre propio, como las habitaciones de una casa.
Tom reparó entonces en que él tampoco diferenciaba las habitaciones de la casa. Para él, la casa era un todo, sin partes. Y le entristeció un poco la disección de la isla, la división de sus partes en buenas y malas, seguras y peligrosas. Él prefería pensarla como un todo. Es más, le inquietaba que algunas partes llevaran su nombre. Janus no le pertenecía: él le pertenecía a la isla, como había oído decir que los indígenas concebían la tierra. Su trabajo consistía en cuidar de ella.
Miró a su esposa, que sonreía con orgullo ante su obra. Si le hacía ilusión poner nombre a las cosas, quizá no hubiera nada malo en ello. Y quizá acabara entendiendo la forma de pensar de Tom.
Cuando Tom recibe invitaciones a las reuniones de su batallón, siempre contesta. Siempre manda recuerdos para todos, y un poco de dinero para el comedor de oficiales. Pero nunca va a esas reuniones. La verdad es que, ahora que está en Faros, no podría ir aunque quisiera. Sabe que hay quienes se consuelan al ver una cara conocida, al volver a contar una historia. Pero él no quiere participar en eso. En la guerra perdió a amigos, hombres en los que confiaba, con los que había combatido, bebido y temblado. Hombres a los que entendía sin necesidad de palabras, a los que conocía como si fueran una prolongación de su cuerpo. Piensa en la lengua que los unía: palabras nacidas para describir circunstancias con las que nadie se había encontrado nunca. Una pina, un mequetrefe, un pudin de ciruelas: diferentes clases de proyectil que podían llegar a tu trinchera. Los piojos eran chats, la comida era scran, y una blighty era una herida lo bastante grave para que te enviaran a un hospital de Inglaterra. Se pregunta cuántos hombres podrán hablar todavía ese idioma secreto.
A veces, cuando se despierta al lado de Isabel, todavía se asombra, y siente alivio de que ella no esté muerta. Observa atentamente su respiración para asegurarse. Entonces apoya la cabeza en la espalda de su mujer y absorbe la suavidad de su piel, el suave subir y bajar de su cuerpo dormido.
Se trata del mayor milagro que Tom ha visto en toda su vida.